desde 1900 hasta 1992
el proceso
 
 

El nombre elegido para la etapa que se abría con la asunción del general Videla, resultó definitorio. Pues, pese a corresponder la misma a una gestión “de facto”, no se la quiso llamar “revolución”. Prefiriéndose una denominación aséptica: “proceso de reorganización”. Que señalaba, de entrada, los cortos alcances de la tarea que declaraban proponerse sus promotores, reducida a una suerte de ajuste administrativo.


No obstante ello, durante su transcurso, el “Proceso” se vio enfrentado con la realidad tremenda de dos guerras y orilló una tercera. Fue la primera aquélla librada contra la subversión, en la cual triunfó militarmente, sin lograr extender su victoria al plano político y mucho menos al cultural, ya que numerosos guerrilleros derrotados ocuparían altos cargos en los gobiernos siguientes y, desde el mundo de la cultura y desde los medios de comunicación social, el éxito logrado contra las escuadras terroristas sería presentado como un genocidio salvaje. La segunda de esas guerras la sostuvo por la recuperación de las islas Malvinas y sus dependencias australes, resultando vencidos los argentinos por la alianza de Inglaterra con los Estados Unidos, si bien tal contraste serviría a la postre para que nuestras reivindicaciones sobre el archipiélago pasaran a ocupar, de allí en más, lugar destacado en las agendas de los organismos internacionales. La guerra que se soslayó, estuvo a punto de estallar cuando la corona británica falló en favor de Chile el diferendo sobre la zona del canal de Beagle, que el gobierno de Lanusse sometiera a su decisión arbitral.


Conviene detenerse aquí para considerar, aunque sea brevemente, el espinoso tema de la represión al terrorismo en general y, en particular, a la realizada al comienzo del “Proceso”.


Durante el gobierno de Cámpora, la guerrilla actuó en posesión de las cartas del triunfo, contando en sus filas con hombres y mujeres que aparecían públicamente u ocupaban puestos oficiales. Convocaban a conferencias de prensa, emitían declaraciones que eran difundidas por los medios de comunicación y sus publicaciones se vendían en los kioscos. Las cosas cambiaron al asumir Perón el poder, acentuándose la represión durante el período en que mandó Isabel.


Tal represión se efectuó, ya desde entonces, en dos planos. Uno legal, que tuvo su expresión más clara en el “Operativo Independencia”, realizado en Tucumán y dispuesto por un decreto presidencial, que ordenaba al Ejército “aniquilar” el accionar de la subversión en esa zona. Otro irregular que, en esa época, estuvo a cargo de organizaciones clandestinas vinculadas con áreas del gobierno, como lo fueron las AAA, creadas por el ministro López Rega.


Pero, al asumir los militares el poder, después de voltear a Isabel, no pudieron valerse del aparato represor clandestino, montado por el peronismo para encarar la faz “sucia” de esta guerra implacable. Y, entendiendo que las características peculiares de esa lucha tornaban imposible actuar “con el código en la mano”, optaron por hacerlo de tres maneras: a veces “por derecha”, mediante procedimientos formalmente correctos; y a veces “por izquierda”, según dos tipos de operatoria. Consistía la primera en que, orgánicamente, las fuerzas consumaran parte de la represión soslayando las reglas establecidas, manteniendo los prisioneros en lugares secretos, empleando toda clase de medios para obtener de ellos información e, incluso, haciendo desaparecer sus cadáveres, para restar información al adversario que, así, desconocía quiénes habían podido confesar y, por ende, qué datos podrían haber suministrado. En cuanto a la otra manera de operar irregularmente, estuvo a cargo de “grupos de tareas” formados por militares voluntarios, que no respondían orgánicamente a sus Fuerzas, sino a sectores más reducidos de ellas y cuyas actividades llegaron a superponerse, cruzarse y confundirse cuando varios de esos grupos incursionaban en la misma zona.


La condena a estas formas de represión irregular, por parte de aquellos que las padecían, es fácilmente previsible. Pero ocurrió que la discusión al respecto también se sostuvo, enconada, entre los que se oponían decididamente a la subversión. Así resumían su posición una y otra parte.


Quienes sostenían la necesidad de emplear solamente procedimientos formalmente correctos, afirmaban: que las fuerzas “legales” no podían incursionar en la “ilegalidad” que practicaban sus oponentes y que, al hacerlo, su lucha perdía legitimidad; que ello determinaría una profunda fractura en el espíritu de los represores, ocasionándoles un “complejo de culpa”, del cual no podrían recobrarse; que, aunque la batalla sería más larga librándola con armas limpias, de todos modos su curso terminaría por resultar favorable. Ponían como ejemplo varios de los éxitos logrados cuando aún existía la Cámara Federal específica y al ya citado “Operativo Independencia”.


Desde el otro lado replicaban: que el triunfo no era posible combatiendo abiertamente a un enemigo que atacaba desde las sombras, confundido entre la población; que, en todo caso, la prolongación de la lucha determinaría que muchos camaradas murieran y que sus vidas valían más que las de los terroristas; que, debido a la organización celular de la guerrilla y al hecho de que sus células se disolvieran rápidamente al carecerse de noticias sobre cualquiera de sus integrantes, resultaba ineludible arrancar información a los prisioneros en un lapso muy breve, dejando de lado toda otra consideración; que era preciso minar la moral del enemigo, privándolo de todo dato referido a la suerte corrida por su gente. Y también, por vía de ejemplo, acudían a los mismos que proponían sus contradictores, señalando que la Cámara Federal había sido disuelta, que los presos por ella condenados estaban en libertad y que el “Operativo Independencia” se había dilatado mucho más de lo razonable, pese al despliegue de hombres y recursos empeñados en el mismo.


Ya con perspectiva respecto a esa guerra atroz, algunas conclusiones cabe asentar con relación al debate citado. Tuvieron razón los “legalistas”, al prever que los efectos de la represión irregular dejarían honda huella en el espíritu de los militares que se vieron precisados a intervenir en ella. Y la tuvieron asimismo los que consideraron conveniente actuar a veces “por izquierda”, pues pudieron exhibir en su favor el triunfo obtenido y la rapidez con que se alcanzó, a partir de marzo de 1976. No se podrá establecer, en cambio, si proceder de ese modo resultó o no ineludible, a fin de conseguir tal fin. Como prueba en un sentido se señaló que, en Europa, el terrorismo fue derrotado dentro de los marcos legales. Y, en sentido opuesto, se afirmó que allí también se actuó irregularmente, contando los represores con asesoramiento de militares argentinos y que, por otra parte, la magnitud de los contingentes subversivos fue notablemente mayor aquí que allí, lo cual obligó a extremar la dureza para vencerlos. Cosa que –se agregó– aún no fue lograda totalmente en Europa, donde sigue operando la ETA.


Queda por tratar un punto, referido a determinar si una represión regular hubiera evitado la campaña de desprestigio internacional a que se vio sometido el gobierno del “Proceso”, con motivo de la que llevó a cabo. Sobre el particular –según lo adelantado en otro pasaje de este libro–, la estentórea repulsa exteriorizada por los medios de información mundiales, a raíz de las condenas contra terroristas dictadas por tribunales chilenos y españoles, demostraría que dicha campaña de descrédito hubiera tenido lugar igualmente, pues contó con fuertes ingredientes ideológicos.