Buenos Aires en el centenario /1810-1834
Represión de la anarquía
 
 

Sumario: Retirada del gobernador Rodríguez al sud de Barracas. — Incorporación del comandante Rozas con la división del sud: términos sugerentes de su proclama a los milicianos. — Situación de Rozas ante las órdenes simultáneas del Gobernador y del Cabildo: su consulta a los jefes de escuadrón. — El Cabildo abierto en la iglesia de San Ignacio: incidentes y episodios anotados por un testigo ocular. — El gobernador Rodríguez y el comandante Rozas marchan sobre la capital: Oficio del Gobernador a la Junta. — Reticencias de la mayoría revolucionaria del Cabildo: proposiciones que presenta. — La Junta ratifica el nombramiento de Gobernador. — El quid de la cuestión: directoriales y federales. — Ataque general a la plaza: el comandante Rozas la toma por asalto. — Los últimos cantones que se rinden. — Lo que un testigo ocular escribió respecto de los colorados de Rozas. — Homenaje de Rozas y los colorados al Gobernador cuando éste entró en la plaza. — Trascendencia de la victoria del 5 de Octubre: Consenso público en tal sentido. — Los poetas y la prensa hacen la apología de Rozas y de los colorados del 5º regimiento. — Temores de nuevas revueltas. Dorrego ante las órdenes contradictorias que recibe del Cabildo y de la Junta: digna conducta de este jefe ante el triunfo de sus adversarios. — La Junta inviste al Gobernador con facultades omnímodas. — El coronel Dorrego hace reconocer nuevamente por el ejército de su mando al general Rodríguez como Gobernador y Capitán General de la Provincia. Manifiesto del coronel Rozas al retirarse a su estancia después de restablecido el orden público por sus auspicios militares. Las dificultades pendientes con Santa Fe: fianza personal del coronel Rozas que exige el gobernador López para ajustar definitivamente la paz: el tratado en la estancia de Banegas. — Importancia del compromiso contraído por Rozas: forma en que lo satisfizo.



Sea porque supuso al coronel Pagola mayores fuerzas que las que tomaron parte en el ataque nocturno que ese jefe llevó con bizarría e intrepidez dignas de mejor causa, o porque no confiaba en los dos batallones que constituían la base de la defensa del Fuerte y de la plaza de la Victoria, el hecho es que el gobernador Rodríguez, a los primeros tiros escapó con algunos amigos por la calle San Francisco y fue a situar su cuartel general en una chacra al sur de Barracas. Allí se le reunieron numerosos grupos de la Capital y algunos vecinos de los alrededores. El día 2 se le incorporó el comandante Rozas con el 5° regimiento, fuerte de 1000 hombres perfectamente equipados, montados y sostenidos a su costa (1). Se recordará que, al retirarse con los restos de su regimiento después de la batalla de Pavón, Dorrego le ordenó a Rozas que reorganizase ese cuerpo y que estuviese listo para la primera oportunidad. Cuando se retiró a Areco después de su derrota del Gamonal, Dorrego expidió circulares a los jefes de milicias para que se le incorporasen. En cumplimiento de esta orden, Rozas se movió del Monte el 19 de Septiembre en dirección a aquel punto. El 24 tuvo reunidas todas sus fuerzas. El 28 llegó al río de la Matanza. Allí las proclamó en términos sugerentes. Al hablarles de la Patria, cuyas desgracias los llamaba a abandonar sus hogares, sus hijos y sus nobles faenas para empuñar el arma y defenderla, les decía: « La campaña, que hasta aquí ha sido la más expuesta y la menos considerada, comience desde hoy, mis amigos, a ser la columna de la Provincia, el sostén de las autoridades". Y abundando en estos propósitos, enuncia sus ideas respecto de la cuestión con Santa Fe y de la política electoral de esos días, en los siguientes términos: «Vamos a concluir con la guerra y a buscar la amistad que respeta las obligaciones públicas; desconfiad de los que os sugiriesen especies de subversión del orden y de insubordinación; reproducid conmigo los juramentos que hemos hecho de sostener la representación de la provincia» (2).


Entonces Rozas pudo apreciar lo que su influjo y el de las armas que comandaba pesaban en los acontecimientos políticos y en las soluciones que se buscaban. En efecto, del río de la Matanza siguió su marcha en dirección a Areco en cumplimiento de la orden de Dorrego. Al llegar al Puente de Marques recibió un oficio del Gobernador y Capitán General de la Provincia don Martín Rodríguez, en el que le ordenaba que inmediatamente viniese al campo de Santa Catalina a marchas forzadas. Simultáneamente recibía otro oficio del Cabildo en el que le ordenaba que, sin perder momento, se dirigiese al ejército del coronel Dorrego. Y mientras se resolvía en presencia de estas dos órdenes contradictorias, recibió un duplicado, más terminante si cabía, de esas dos autoridades de la Provincia. Aunque los términos de la proclama del 28 de Septiembre ya denotaban su resolución de acatar las autoridades constituidas de la provincia, Rozas, como lo hizo Dorrego en esos días, llamó a consejo a los jefes de escuadrón que estaban a sus órdenes y todos manifestaron que se debía obediencia y fidelidad a la Junta de representantes y al gobernador Rodríguez que dicha Junta había elegido (3). En consecuencia, Rozas retrogradó con su regimiento hacia el cuartel general del gobernador Rodríguez, adonde llegó el día 2 de Octubre, como queda dicho.


El día siguiente, el 3, se verificó el cabildo abierto en la iglesia de San Ignacio, al cual había sido convocado el pueblo de la Capital. Presidía el alcalde de primer voto don Juan Norberto Dolz, quien con Zabaleta y Videla eran promotores principales del movimiento. Un testigo presencial, personaje consular después en la política argentina, descompone en la forma siguiente la concurrencia a ese cabildo abierto, célebre en los anales de la anarquía argentina: «La facción del Cabildo. —La de Sarratea, a que pertenecía Agrelo, escoltado de diez a doce hombres de puñal. —Algunos jóvenes honrados a quienes nada de esto les aterraba. —Los federales bobos. —Muchos extranjeros mirones y entrometidos. —Alguna gente decente, y bastante chusma de todos los partidos» (4). El primero que se apoderó de la tribuna (el pulpito de la iglesia) fue el doctor Pedro José Agrelo, quien con palabra elocuente y caldeada hizo el proceso de los directoriales, como que él había sido uno de los desterrados por Pueyrredón a los Estados Unidos. Cuando creyó haber templado el ánimo de su auditorio, excusó la actuación de Sarratea y de Soler; se esforzó en persuadir a todos de que Dorrego era federal convencido y de que era el más indicado para gobernador en estas circunstancias, y concluyó por pedir que aclamasen a ese ciudadano. Cuando bajó Agrelo, ocupó la tribuna «un mocito del campo llamado Leal, —continúa en su carta el testigo presencial— con un poncho colorado atado a la cintura y con la presencia del que tiene luces naturales y un corazón fuerte y honrado. Habló con los sentimientos de la buena gente y concluyó diciendo que él sería el primero en votar por Dorrego, pero que se hiciese la elección tomando los votos casa por casa, pues la reunión en que se hallaba no estaba libre, sino dominada por una facción. En el momento el pueblo lo colmo de vivas y dijo que se hiciese lo que decía el del ponchito» (5). Al del ponchito siguió en la tribuna la larga y escuálida figura del humanista don Vicente Virgil, quien dando riendas a una especie de frailomanía que lo dominaba, creyó oportuno el momento para señalar «las bárbaras preocupaciones en virtud de las cuales se encendían velas a los santos de palo cuando el pueblo soberano se reunía a deliberar». Las francas carcajadas y agudos silbidos que provocaron estos desahogos, trocáronse en viril protesta cuando Agrelo apareció nuevamente en la tribuna para seguir fustigando a los directoriales. «En este momento, continúa el testigo presencial, apareció don Nicolás Anchorena metido en su capote de bayetón, bajo el cual se vislumbraban armas, y con voz ronca y balbuciente atacó a Agrelo y le dijo que era un hombre de bien que nada temía, y así venía determinado a hacerlo desdecir de las calumnias que contra él había dicho: que él sí lo denunciaba al pueblo como a un traidor, que tenía, en compañía de Santos Rubio, comunicaciones con Carrera. Agrelo, pálido y mudo, no atinaba a excusarse, y mucho menos cuando vio que un joven sacó una pistola para matarlo. Pero Anchorena le dijo que nada temiese, porque lo defendería hasta morir. Agrelo, tironeando, pudo ganar la puerta que da al claustro y se ocultó en el Colegio. Los demás se retiraron a preparar las armas para defender su razón. Me era muy satisfactorio ver a muchos jóvenes inermes atacar con frente serena a un jefe de asesinos y gritarle ¡muera! cuando hubo un solo Cicerón que hiciese otro tanto con Catalina» (6). En seguida de esto el alcalde Dolz dejó su asiento y levantó la sesión, declarando que la elección de gobernador se haría en los días que designase el Cabildo.


A poco la campana del Cabildo daba la señal de alarma y las tropas ocupaban las posiciones que tenían señaladas, o sostenían las primeras guerrillas desde las trincheras del Sur de la ciudad con las avanzadas del comandante Rozas, quien acababa de llegar a Barracas al Norte. La presencia de Rozas al frente del 5° regimiento contribuyó para que algunos cantones del Sur se pronunciasen en favor del gobernador legal; por manera que los revolucionarios se encontraron impotentes para defender todo el radio que comprendía su primitiva línea de defensa. En consecuencia, el coronel Pagola reconcentró sus fuerzas en la plaza de la Victoria; colocó sus cañones en las boca-calles de ésta; ocupó con los cívicos todas las azoteas inmediatas que dominan las calles adyacentes, y estableció dos fuertes cantones, el uno frente al convento de San Francisco (hoy calle Defensa) y el otro frente a la iglesia del Colegio (hoy calle Bolívar y Alsina). El día 4 el comandante Rozas tomó posesión de las plazas de la Concepción y de Monserrat, extendiendo sus avanzadas por la calle Defensa; y el gobernador Rodríguez avanzó hasta establecer su cuartel general de este lado del río de Barracas. Desde aquí dirigió un oficio a la Junta de Representantes, en el que le prevenía que él se encontraba, con el ejército de su mando, en actitud de proceder como gobernador y capitán general de la Provincia, y que invitaba a ese cuerpo a que reasumiese la autoridad que le competía para oír cualesquiera reclamaciones que se le hicieren: que él se sometía a sus deliberaciones, pero que desconocería toda innovación emanada de otros conductos (7).


Estas últimas palabras se referían al Cabildo cuyos miembros, la mitad por lo menos, eran notoriamente federales y a tal título ayudaban la reacción contra los directoriales. Así y todo, el Cabildo aceptó ese temperamento, que le permitía ganar tiempo. Esperaba al coronel Dorrego con su ejército, a quien había llamado, urgentemente y con cuya cooperación creía contar para el buen éxito de la revuelta. En esta expectativa convocó a los representantes que se pudo encontrar, y reunido con éstos y con los principales jefes de la rebelión, general Hilarión de la Quintana y coronel Manuel Pagola, de común acuerdo resolviese enviar dos representantes y un cabildante (García Zúñiga, álzaga e Isasa) cerca del gobernador Rodríguez para arbitrar el medio de arreglar pacíficamente la contienda (8). Rodríguez, que se sentía fuerte en su derecho y por las armas en ese momento, respondió a la comisión que no le correspondía recibir ni hacer proposiciones: que únicamente se sometería a las resoluciones de la Junta; y que si hasta las 12 de esa misma noche no se dejaba a esta corporación deliberar con entera libertad y no se acataban sus deliberaciones, entraría en la ciudad con el ejército del orden a restaurar las autoridades legales de la Provincia (9).


A la una de la madrugada del 5 se reunió en minoría la Junta de Representantes, en el convento de las monjas capuchinas (San Juan), para deliberar en definitiva. Todavía el Cabildo pretendió hacer llegar allí sus influencias. El coronel Gregorio Aráoz de Lamadrid, que figuraba entre los amotinados de la plaza, fue comisionado para ir a proponer a la Junta, a nombre de aquella corporación, nada menos que el nombramiento de nuevo gobernador. Lamadrid se dirigió directamente al coronel Rozas, que guardaba con sus milicias la calle del Convento y que se encontraba dentro de éste a la sazón. En la imposibilidad de arribar por ese medio a un arreglo pacífico, retirase Lamadrid, no sin que Rozas le dijese que sentía cruzarse con él en la plaza si no eran acatadas las resoluciones de la Junta. Este cuerpo levantó su sesión a las siete de la mañana resolviendo: 1° Ratificar el nombramiento de gobernador en la persona del general Rodríguez; 2° Conceder franca amnistía a todos los comprometidos en los sucesos ocurridos desde el primero de Octubre; 3° Mandar las tropas a sus cuarteles a que esperasen las órdenes del gobernador, a quien debían obediencia (10).


Ya se puede ver que la cuestión no consistía en la legalidad o ilegalidad de la investidura del general Rodríguez, ni en si la Junta podía o no consagrar dicha investidura con una ratificación de siete representantes. La cuestión consistía en la filiación y tendencias políticas del gobernante, notoriamente directorias, y por consiguiente antagonista de las facciones federales que habían contribuido a derrocar el Directorio y el Congreso. Eran, pues, las armas y no las Leyes las que iban a resolver la situación. Cuando en la mañana del 5 se notificó esas resoluciones al Cabildo y a los jefes rebeldes, las tropas de la plaza, excitadas por la palabra imponente del coronel Pagola, negándose a prestarles obediencia, manifestando que no reconocían como gobernador al general Rodríguez, y preparándose a defender sus posiciones.


En vista de esto, el gobernador resolvió, por su parte, iniciar el ataque general a las doce del día, y encomendó al comandante Rozas el mando de las fuerzas, que debían llevarlo, permaneciendo él con una buena columna en su cuartel de la Residencia (11). Rozas formó las tropas a lo largo de la calle de México, y de aquí desprendió una columna con la orden de lanzarse, por la calle hoy de Bolívar, sobre el cantón de enfrente al Colegio; envió otra columna de ataque para operar sobre la calle Victoria; y cuando estuvo todo dispuesto, se puso él a la cabeza de tres escuadrones de su 5º regimiento y se vino a galope tendido sobre el cantón de enfrente a San Francisco, sufriendo el fuego mortífero de los artilleros y de los cívicos que el coronel Pagó la había repartido en la trinchera y en las azoteas de ambos flancos de la calle. Tan violento fue el ataque de los colorados de Rozas y tan sostenido el empuje con que se vinieron hasta cerca de los cañones, que apagaron los fuegos de éstos y obligaron a los cívicos a aceptar un encarnizado combate al arma blanca, en el cual fueron vencidos estos últimos aunque con grandes pérdidas de parte a parte. Simultáneamente, piquetes de cazadores y de cívicos del primer tercio desalojaban de las azoteas a los rebeldes, quienes, con los del cantón, cedían el terreno, cada vez más débiles en el entrevero con los soldados de Rozas desmontados. Antes de las cinco de la tarde los colorados dominaron la trinchera, y Rozas, montado en un soberbio tordillo patas negras, salvaba los últimos escombros que hiciera la anarquía de ese año, seguido de sus soldados que les tomaban, al pasar, las armas a los vencidos, o enlazaban los cañones (12) como trofeos de la victoria que les era debida.


Pero cuando Rozas entraba en la plaza, era rechazada la columna que mandó avanzar por la calle de la Victoria. Los cívicos que defendían el cantón del Colegio y las azoteas contiguas se mantenían firmes todavía bajo las órdenes de don Epitasio del Campo, ciudadano de la buena clase social, exaltado en sus opiniones y bravo hasta la temeridad (13). La situación de Rozas era, pues, crítica. Su victoria podía quedar esterilizada si no desalojaba sus flancos, sacando fuerzas de la fatiga de sus colorados. Así lo comprendió al punto. Mientras mandaba pedir refuerzos de infantería (que ya llegaban) lanzó nuevamente sus escuadrones sobre las bocacalles de la plaza. Los comandantes Juan E. del Arca y Pedro A. López se posesionaron de los cantones de la calle las Torres (hoy Rivadavia), débilmente guarnecidos por haber el coronel Pagola reconcentrado la mayor parte de sus fuerzas en las bocacalles del sur de la plaza» que eran las más amagadas. Simultáneamente, el escuadrón comandado por don Juan G. Chaves tenía entre dos fuegos al cantón de la calle Victoria, el cual se rindió cuando ya abrían brecha los asaltantes. Igualmente Rozas salió de la plaza a la cabeza de dos escuadrones, cargó por retaguardia al cantón de la Universidad (Colegio) en circunstancias en que el refuerzo de infantería penetraba por los edificios llamados de Temporalidades, trepaban las azoteas del Colegio y conseguían desalojar a los cívicos rebeldes. El cantón del Colegio fue el último que se rindió a Rozas. Cuando penetraron por allí los asaltantes, Rozas mandó recoger las armas de los rebeldes y depositarlas bajo las galerías del Cabildo. Una vez terminada esta operación, hizo tocar reunión en la plaza de la Victoria. Allí formó a los colorados, sin excluir uno solo de los que habían salido ilesos del combate; puso guardias de infantería en los cantones y mandó comisiones para recoger heridos y patrullar el vecindario para prevenir desórdenes.


Los testigos oculares, la prensa de todos los matices y los enemigos más apasionados que después tuvo Rozas, todos están acordes en declarar que el pueblo de Buenos Aires no supo qué admirar más, si el heroísmo con que combatieron los colorados del 5° regimiento, o la ejemplar comportación y disciplina que los distinguió después de la lucha (14). «Ya es tiempo de hablar de la división del sur al mando de Rozas, le escribe el señor Roxas al doctor García en la carta a que me he referido. En su tránsito, desde las chozas más cercanas al polo hasta este pueblo, no cometieron el menor exceso. Se veía todavía algunos paisanos de nuestro siglo de oro, de los que honraron a Ceballos en la toma de la Colonia, y en todo un aire simple y humilde. Rozas les mandó que no bebiesen, y ellos obedecieron bajo santa obediencia porque aun aquellos que estaban dispersos y sin testigos no aceptaban el vino y aguardiente que se les ofrecía por la ventana.» Y refiriéndose a las guardias que puso Rozas a la puerta de las tiendas, de las cuales los sediciosos habían saqueado ya mercaderías que estaban tiradas en las calzadas de la plaza, agrega el señor Roxas: «los dueños, temiendo a los centinelas, se apresuraban a recogerlo todo, y ellos, riéndose, les decían: señor: no tenga cuidado, ande despacio, que no le hemos de levantar siquiera una hilacha». Al otro día estaban estos hombres tan «Mendosos y humildes comiendo asado en sus fogones, que no parecían vencedores; y me sucedió que, yendo yo a pasar por una puerta guardada por uno de ellos que se paseaba por delante, me dijo apuntando con el sable al medio de la calle: Señor, pase su merced por allí. No puede usted imaginarse el entusiasmo con que los extranjeros hablan de los colorados: todos aseguran no haber visto cosa semejante, pues temían un saqueo, venciese quien venciese» (15).


Por la tarde Rozas mandó batir marcha, y a la cabeza de sus colorados presentó las armas al Gobernador y Capitán General de la Provincia, quien entró en la plaza seguido de su estado mayor y de numerosas personas principales. El general Rodríguez, visiblemente conmovido, se detuvo un instante enfrente de Rozas, sacó la gorra, y dirigiéndole amistosa invitación, lo colocó a su izquierda y juntos entraron en el Fuerte, donde ya los esperaba una buena guardia y muchos de sus parciales. El pueblo entretanto afluía a la plaza para manifestar, con su presencia y con sus votos, su agradecimiento a ese comandante Rozas, esforzado joven de abolengo, que había abandonado sus cuantiosos bienes y empuñado la espada con la misma sencillez y felicidad con que manejaba el arado, para restaurar las autoridades legales y cimentar el orden y la paz en beneficio de todos los hijos de la tierra donde había dejado caer, desde muy niño, el sudor de su trabajo incesante.


Los centros dirigentes y mejor radicados de Buenos Aires, contestes afirmaban que era señaladísimo el servicio que Rozas acababa de prestar a su patria; porque decidió la situación de la Provincia en favor del orden y del progreso, y porque con ello se inició una era de transformación política y social que permitió a Buenos Aires elaborar la reconstrucción nacional. En tal sentido, las jornadas del 4 y 5 de Octubre constituyen, indudablemente, uno de los episodios más salientes y trascendentales de esa época. Hubo consenso publico en que Rozas, al frente de sus milicias, había salvado al país de un cataclismo; así lo proclamaba la prensa, así lo proclamaron los poetas que cantaron la alborada del año 10 y que quisieron laurear a ese Cincinato de 28 años, como le llamaban, quien acababa de realizar con los peones de sus estancias y con su prestigio, lo que no habían podido conseguir ninguno de los gobiernos anteriores con las mejores tropas de la República. El dulce Fray Cayetano Rodríguez vació la sencilla virtud de su alma en este soneto delicado



«A los colorados


Milicianos del Sud, bravos campeones


Vestidos de carmín, púrpura y grana,


Honorable legión americana,


Ordenados, valientes escuadrones:


A la voz de la ley vuestros pendones


Triunfar hicisteis con heroica hazaña,


Llenándoos de glorias en campaña;


Y dando de virtud grandes lecciones:


Gravad por siempre en vuestros corazones


De Rozas la memoria y la grandeza,


Pues restaurando el orden os avisa


Que la Provincia y sus instituciones


Salvas serán si ley es vuestra empresa,


La bella libertad vuestra divisa» (16).


Don José María Roxas, testigo ocular, y que por sus condiciones y antecedentes podía apreciar justamente los sucesos, finaliza la carta a que me he referido de esta manera: «Esta ha sido la feliz, terminación del 5; pero, ¿cuál habría sido si vencen los contrarios? En pocas palabras: 1°, el saqueo de Buenos Aires, pues la chusma estaba agolpada en las esquinas envuelta en sus ponchos, esperando el éxito; y si la intrepidez de los nuestros no vence en el día, esa misma noche se les unen 4 o 6 mil hombres de la canalla y es hecho de nosotros, y 2°, la proscripción que haría Agrelo. Vd. lo conoce y sabe que la horca habría andado lista (17). El doctor Vicente Fidel López, al encontrar justos los elogios que la prensa y los hombres del año 1820 tributaron a Rozas, escribió en su Historia del año XX: «Lo que ahora nos corresponde establecer es que el sentimiento unánime de la parte culta del pueblo y de todas aquellas clases que tenían intereses normales ligados a los intereses legítimos del país, era, que en la jornada del 5 se había salvado el orden social, evitándose uno de esos cataclismos que trastornan fundamentalmente la vida regular de los pueblos»


En medio del regocijo público por el triunfo de la jornada del 5 y cuando se creía dispersos e impotentes a los promotores del desorden a quienes el Padre Castañeda dedicaba estrofas de este calibre,


Con alas en los talones


Vuelan Soler y Pagola


Tremolando por divisa


Federación a la cola.


Vuela Vélez, vuela Cavia


Y vuela el veleno Campos;


Vuela también Malavia,


Miren que sarta de sapos!


..................................................


Mi corazón exaltado


Repite con alegría:


¡Viva quien supo destruir


A tan grande chusmería!» (18)


Circuló como un rayo la noticia de que el Coronel Dorrego, a la cabeza del ejército de su mando, venía sobre Buenos Aires a subvertir nuevamente el orden publico. Las afinidades políticas del coronel Dorrego con los promotores de la vencida rebelión y su distanciamiento respecto de los directoriales, a quienes había combatido sin tregua hasta que lo castigaron con el destierro, podía inducir a los que bien no lo conocían, a suponer que ese militar distinguido y no menos afamado tribuno, pretendía en esos días resolver la situación en favor de los federales de Buenos Aires. Las apariencias daban cierto asidero a tal suposición. El Cabildo había comunicado el 2 de Octubre que, a consecuencia del movimiento del día anterior, dicha corporación «reasumía el mando de la provincia que ha abandonado y abdicado el general Rodríguez; y ordenándole que se pusiese en marcha inmediatamente por ser indispensable su presencia. Y la de su ejército en la capital». Pero dos días antes había recibido la nota de la Junta en la que le comunicaba el nombramiento de gobernador recaído en el general Rodríguez; y Dorrego había reconocido a éste y hécholo reconocer por el ejército de su mando, según lo comunicó a su vez en oficio del 1° de Octubre. El día 4 recibió otro oficio en el cual el Cabildo le reiteraba sus órdenes a virtud de hallarse la ciudad «asediada por gruesas partidas de caballería». En cumplimiento de esta orden, Dorrego se puso en marcha, llegando a Lujan en la mañana del 7. Allí, según él mismo lo dice, el mayor ángel Pacheco le informó de todo lo ocurrido en la capital, y resolvió suspender su marcha hasta recibir órdenes de la Junta de Representantes. Ese mismo día 7 recibió otro oficio del Cabildo en el que se le comunicaba que «los hechos relativos a la separación del mando del gobernador Rodríguez no habían sido obra del pueblo, sino de unos pocos ciudadanos que, apoderados de la plaza de la Victoria, se han mantenido en ella a viva fuerza hasta ayer que fueron desalojados por los tercios cívicos auxiliados de las tropas del comandante don Juan Manuel de Rozas». El oficio de Dorrego a la Junta se cruzó con la nota en la que este cuerpo le significaba en términos secos y contundentes que se había impuesto con la mayor sorpresa de que marchaba hacia la ciudad con el ejército de su mando, exponiendo a la provincia a la impune invasión del enemigo, y le ordenaba suspendiese su marcha y obedeciese las órdenes del gobernador Rodríguez «bajo el más serio apercibimiento y responsabilidades de los males que de otro modo serán inevitables» (19).


Y como si hubiese querido prevenir a los perturbadores del orden que serían castigados con todo el rigor usado en esa época, la Junta de Representantes armó al Poder Ejecutivo con facultades omnímodas, como lo había hecho con Sarratea y con Balcarce, y como lo hizo con Rozas en el año de 1835. En virtud de las circunstancias y para precaver males de mayor trascendencia, la Junta resolvió poner al Poder Ejecutivo «en disposición de expedirse con libertad, prontitud y franqueza», y en consecuencia, resolvió autorizarlo con la mayor amplitud y todo el lleno de facultades que son necesarias al logro de la unión y suprema ley de los Estados que es la salud del pueblo, quedando expedito para cuantas ocurrencias puedan presentarse relativas a dicha suprema ley y a la defensa y seguridad de la provincia por el espacio de tres meses» (20).


El coronel Dorrego, con ser el único que podía frustrar la restauración de sus terribles adversarios los directoriales, se sobrepuso a sus ambiciones, atizadas por sus allegados, y acató en un todo las órdenes de la Junta, haciendo reconocer nuevamente por el ejército de su mando al general Martín Rodríguez, gobernador y capitán general de la provincia de Buenos Aires (21). El orden público quedaba establecido después de haber sido sofocada la anarquía que nadie pudo dominar hasta entonces; y este resultado se debía a la cooperación del primer representante que se daban las campañas de Buenos Aires, para iniciar, en breve, su acción eficiente en las evoluciones de la política. Así lo reconoció el gobierno del general Rodríguez, cuyo primer acto fue ascender a don Juan Manuel de Rozas a coronel de caballería de línea y jefe del 5° regimiento (22). Este jefe dio por terminada su participación en la cosa pública, y resolvió regresar a sus estancias, que había abandonado con motivo de las dos campañas a que asistió. Antes de ausentarse obtuvo permiso del gobernador para explicar su conducta en los últimos sucesos, y lo hizo en un Manifiesto en el que expresa los motivos por los cuales abandonó su vida de trabajo con los peones de sus estancias y demás fuerzas que le acompañaron, y su incertidumbre para distinguir la causa del orden a través de la anarquía que dominaba, hasta que cumplió el deber de acatar las órdenes del gobernador electo. Una vez reconocido el gobernador legal, y en el libre ejercicio de sus funciones la representación de la provincia, decía Rozas, los ciudadanos de la división del Sur vuelven a sus lares satisfechos de haber servido al país a que pertenecen. «La patria nos pide la unión, agregaba. Ahora es la ocasión de que un acto de heroísmo pese más en los resentidos que el más bajo de las rivalidades. Sed sumisos a la ley, compatriotas, no confundiendo al gobierno con las personas. Creedme, que mi satisfacción consiste, principalmente, en haber obedecido, sirviendo al pueblo en que nací.» El Padre Castañeda, haciéndose eco de un entusiasmo al cual, en su entender, debiese dar riendas, escribía a este respecto: «No podemos menos de hablar acerca del Manifiesto que nos acaba de dar el amable y en grado heroico y benemérito joven don Juan Manuel de Rozas: todo él es un virtuoso ramillete de pensamientos magnánimos; pero sobre todo aquella acorde y unánime expresión de su oficialidad honorable: obediencia, fidelidad, firmeza. Ved aquí, americanos, unos Catones con espada en mano. Ved aquí unos Cicerones armados; estos son mejor que César: vinieron, vieron y vencieron. (23).


Pero el gobernador Rodríguez quiso arreglar definitivamente las cuestiones pendientes con Santa Fe, fuese por una paz honrosa o por medio de la guerra, si el gobernador López se resistía a aceptar lo primero después de las seguridades que había dado. Para facilitar ese resultado, el gobernador de Córdoba, de acuerdo con el de Salta, interpuso su mediación, y nombró al efecto dos comisionados, quienes, con los de Santa Fe y Buenos Aires, salvaron las principales dificultades llegando a un arreglo cuyo artículo 2° establece que dichos gobernadores promoverán la reunión del congreso general dentro de dos meses, remitiendo diputados a la ciudad de Córdoba» (24). La única dificultad para concluir el tratado de paz, consistía en que López exigía cierta cantidad de ganados, a lo cual se negaba Rodríguez por considerar semejante cláusula desdorosa. Como de esto se hacía depender la paz, Rodríguez consintió en tal dádiva, pero a condición de que no fuese consignada en el tratado, y ofreciendo como seguridad del cumplimiento la garantía de Córdoba, dada por los comisionados de esta provincia. Pero López declaró que él aceptaría la garantía personal del coronel don Juan Manuel de Rozas, con preferencia a toda otra. En vista de esto, Rozas salvó la dificultad constituyéndose personalmente obligado a entregar a Santa Fe veinticinco mil cabezas de ganado, para ser distribuidas entre los vecinos de esa provincia que hubiesen sufrido a causa de la guerra. En consecuencia de este acto de patriotismo, firmase el tratado de paz en la estancia de Hanegas, el 24 de Noviembre de 1820, por don Mariano Andrade y don Matías Patrón, en nombre de Buenos Aires; por don Juan Francisco Seguí y don Pedro T. Larrechea, en nombre de Santa Fe, y por los comisionados de Córdoba, don José Saturnino Allende y don Lorenzo Villegas (25).


El compromiso contenido por Rozas podía arrostrarse únicamente contando con muchas relaciones y mucho valimiento en Buenos Aires. La cifra del ganado a entregarse, era muy elevada entonces. La seca y las exacciones y exigencias de la guerra civil devastadora habían disminuido notablemente el ganado vacuno en las campañas de Buenos Aires. Y para que las dificultades fuesen mayores, los indios pampas y ranqueles acababan de entrar en «los Cerrillos» de Rozas, tomando en las haciendas de éste revancha de las medidas que el gobierno había tomado contra ellos (26). Con todo, Rozas dirigió circulares a sus amigos, en las que hacía valer las razones que mediaban para pedirles que contribuyesen con pequeñas subscriciones en ganados. Por este medio y por la cesión y traspaso del diezmo de cuatropea que obtuvo del gobierno a condición de dejar a salvo los perjuicios de quienes lo remataban (27), Rozas reunió 26000 cabezas de ganado, a las que agregó seis mil de las suyas propias, y que fue entregando al gobernador de Santa Fe según lo permitían las circunstancias. El 10 de Abril de 1823, el gobernador de Santa Fe puso el siguiente recibo al pie de la obligación contraída por el gobierno de Buenos Aires: «Queda cancelado el presente documento en que el benemérito coronel don Juan Manuel de Rozas llenó el compromiso de su contexto con el exceso de 5146 cabezas más... dejando airosa a la comisión mediadora a expensas de incesantes fatigas, quebrantos y compromisos personales» (28).