Buenos Aires en el centenario /1810-1834
La Crisis Orgánica (1819- 1820)
 
 

Sumario: Buenos Aires centro de la acción y de la guerra: cómo conceptúan esta circunstancia los escritores europeos. Proporciones trascendentales que asignan a la transformación política iniciada por Buenos Aires. — Formas en que prevalece esta predicción. Las primeras relaciones directas con las naciones civilizadas. — Proporciones singulares de la obra que dirigieron los hombres del año X. — Tendencia exclusivista que determina la acción de estos dirigentes: la centralización sobre la base de Buenos Aires y las resistencias que provoca entre los elementos del Litoral y del Interior. — Perfil político y social de esta reacción. — Principio político que levanta como bandera: la Federación. — La reacción simultánea de las clases medias. — La crisis del año XX. — Las verdaderas causas productoras de esta crisis. — Parangón entre el año XX y el 89. — La trascendencia de las intuiciones populares. — El triunfo de la reacción en toda la República: cuadro general de la anarquía. — El Gobierno del Directorio y las negociaciones para implantar la Monarquía en las Provincias Unidas. La invasión de los generales Ramírez y López a Buenos Aires: unidad de propósitos de estos jefes y de las facciones federales de Buenos Aires. — El director Rondeau es derrotado por aquellos jefes en Cepeda. — Los mismos exigen la caducidad de las autoridades Directoriales. — Memorable manifiesto del general Ramírez a la Provincia de Buenos Aires. — Actitud expectante del Directorio y del Congreso: intimación del general Soler. — Disolución de los poderes Nacionales. — El Cabildo reasume el mando de la Provincia y convoca a elecciones de representantes para elegir Gobernador. — Agitación de las facciones federales: los tres candidatos que se diseñan. — Es elegido Gobernador don Manuel de Sarratea: primer día de la historia política de la provincia de Buenos Aires.



Producido el movimiento revolucionario, cuya síntesis histórico-filosófica se ha enunciado en el capítulo anterior, la ciudad de Buenos Aires, por la fuerza de las circunstancias, debía ser y era el centro a donde convergían los ecos más o menos tumultuarios y las aspiraciones más o menos trascendentales de los hombres que ya no podían retroceder so pena de arrastrar obscurantismo y vejámenes políticos más crueles que los de antaño.

Uno de los escritores mejor informados de esa época, y más imparcial, Mr. de Pradt, arzobispo de Malinas, escribió al respecto lo siguiente: «Tres grandes revoluciones populares han estallado en el mundo, que han transformado todo lo que alcanzaron: la de los Estados Unidos, la de Francia y la de la América Española... En Buenos Aires está el alma de la independencia americana. Es necesario darse cuenta del plan seguido por Buenos Aires: es esencialmente americano: es el de la emancipación general de la América. En esta conducta de Buenos Aires se ve la extensión de vistas que llevan casi siempre aparejadas las grandes transformaciones políticas»(1).

Este y otros escritores señalaron al mundo el hecho singular de la revolución americana, como una latente transformación que dilataría los progresos políticos y económicos a condición de considerarla del punto de vista de la solidaridad que imponían los propios intereses que necesariamente comenzarían a ventilarse. Y como si previesen la famosa declaración del ilustre Jorge Canning que decidió el voto de las grandes potencias por la independencia de Suramérica, se pronunciaron juntamente con estadistas de nota por la necesidad de abrir relaciones de comercio con las antiguas colonias españolas. El famoso De Pradt, haciéndose eco de esta opinión ilustrada, escribía: «La América independiente puede ofender, pero la América con un comercio libre puede enriquecer. Sería doloroso privarse de los beneficios de este comercio. La naturaleza de las cosas vincula los votos de las naciones de Europa a la causa de la independencia americana ya su pronto éxito que cerrará la época de antiguos males»(2).

Y esta opinión prevaleció al fin en beneficio de la civilización que se arraiga en razón de las relaciones que se entablan -con los hombres mejor preparados para extenderla. Cuando los gobiernos que surgieron de la revolución del año de 1810, se propusieron cultivar con los demás relaciones de comercio y de amistad, sobre bases que no habían estado en uso hasta entonces en las ex colonias, las naciones europeas, que por la propia gravitación de sucesos imprevistos indirectamente sustentaron aquella revolución, vieron en tal iniciativa una brillante oportunidad para abrir a sus productos nuevos mercados de exportación. La Inglaterra y el Portugal principalmente, y después Estados Unidos, Francia, Cerdeña, Holanda, buscaron entonces por la diplomacia el medio de conciliar sus amistosas relaciones con la antigua metrópoli y las ventajas que les ofrecía el comercio en el Río de la Plata, libre de las trabas que se habían mantenido inexorables durante trescientos años.

El criterio desprevenido asigna proporciones singulares a la obra trascendental y fecunda de los hombres que dirigieron la revolución del año de 1810, proclamando los principios más adelantados en materia de legislación y de ciencia social, al mismo tiempo que disputaban el territorio a los ejércitos aguerridos del rey de España que habían vencido a los soldados de Napoleón. No sin razón se ha llamado a Buenos Aires de entonces, la única ciudad guerrera y legisladora de la revolución suramericana. Los Gobiernos Nacionales, Junta, Triunviratos, Directorios, hasta el año 1819, habían sancionado cinco estatutos, que, aunque tuvieron existencia precaria, dieron la pauta y hasta el texto a la constitución definitiva que hoy rige a la nación argentina; habían llevado los influjos civilizadores de la revolución de Mayo al último confín del Virreinato y de la América; habían creado y levantado el espíritu nacional, declarando la independencia argentina en un congreso que manifestó a las naciones civilizadas los motivos de esta su sanción memorable; habían hecho triunfar esa revolución en las batallas de San Lorenzo, Suipacha, Las Piedras, Tucumán, Montevideo, El Cerrito, Salta, Chacabuco y Maipo...

Los dirigentes de esa transformación política, vinculados entre sí por la labor común del tiempo y hasta por las grandes responsabilidades que contrajeron, habían hecho completamente suya la situación de Buenos Aires, ostentando ciertas tendencias exclusivistas y cierta soberbia que suscitaron contra ellos las pasiones del elemento popular y bullicioso, el cual iba ocupando la escena a medida que se obtenían ventajas sobre los ejércitos realistas. Dueños del gobierno y de la administración, empeñábanse en conservar a todo trance el régimen centralizador sobre la base de Buenos Aires, cuyos prestigios suponían más fuertes que los del resto del país. Pero frente a ellos se levantaron los elementos originarios del litoral argentino, guiados por las nociones incompletas de su naturaleza inadecuada, y que vivían divorciados de todo orden que no fuere el que ellos querían establecer, con probabilidades de éxito tanto mayores cuanto que las fundaban en exigencias sociológicas de un carácter permanente, de las cuales no se podía prescindir sin violentar la propia práctica de los hechos.

Esta reacción tumultuaria y sangrienta surgió de las entrañas de la revolución de 1810; se desarrolló en el aislamiento relativo en que quedaron los pueblos durante la guerra de la independencia, y adquirieron proporciones imponentes en medio de las selvas y de las pampas argentinas, donde campearon desafiando cuanto se les oponía. Había algo de fatal en esta reacción, por lo que respecta a la participación que por primera vez tomaban en la política argentina las clases de las campañas del litoral, y algo de lógico por lo que respecta al conflicto estupendo y trascendental entre esa clase y la clase gubernativa radicada en la ciudad de Buenos Aires. Durante los diez años en que esta clase urbana había dirigido exclusivamente por sus auspicios la política y la guerra, los pueblos del litoral habían corrido la suerte de los desheredados. De no ser por las exigencias del servicio militar que los gauchos cumplían como buenos, engrosando los batallones que habían combatido en Huaqui, Nazareno, Suipacha, Montevideo, Tucumán, Salta, etc., etc., o corriendo tras las banderas de sus jefes para contener a los realistas desde las barrancas del Paraná, no tenían en su aislamiento mayores vinculaciones con los gobiernos radicados en Buenos Aires que las que había tenido con los que desempeñaron los virreyes. De no ser el innato sentimiento de la patria, no acariciaban sentimientos más enérgicos que el de labrar, a sus expensas, la propia suerte, ya que a través del tiempo nada había cambiado para ellos y desconocidos les eran los bienes que prometiera la transformación política a la cual habían contribuido con su sangre.

A tal obra se libraron con altivez indomable y con clarísimas intuiciones. Y fiados en la pujanza de su brazo y conducidos por enconos selváticos, se propusieron asumir en la política y el gobierno de su país la personería que hasta entonces les había vedado el exclusivismo de los gobiernos que actuaron desde la capital. Un símbolo en oposición a una autoridad nacional como la en que reconcentraban todo el poder los hombres que gobernaban desde Buenos Aires; una palabra pasada de boca en boca, y que cuadraba a las miras de los caudillos de imperar en sus respectivos territorios; una bandera desnaturalizada por los extravíos de los unos, por el prematuro desenvolvimiento que se empeñaron en darla los otros, y por la poca o ninguna preparación que tenían los más para asegurarla un día en la práctica, bastó a esa reacción para dar en tierra con la autoridad del Directorio y del Congreso de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Ese símbolo, esa palabra, esa bandera, fue la Federación.

Simultáneamente con esta reacción estalló la reacción tumultuaria de las clases medias de Buenos Aires, contra la oligarquía de los hombres y partidarios de los triunviratos y de los directorios que habían predominado durante los diez años anteriores. Este momento es verdaderamente inicial en el orden de la política orgánica argentina. El consenso histórico lo conoce con el nombre del caos del año 20. Porque fue cómo un caos político. La crisis revolucionaria, tremenda e irresistible, sacó de su quicio cuanto había. Los hombres aparecían como instrumentos inconscientes de una fatalidad demoledora e impotente, y las cosas se veían como a través de un kaleidoscopio vertiginoso y arrebatado. Una idea surgía para ser desnaturalizada en seguida. Las aspiraciones se chocaban con estrépitos de muerte cuyos ecos todo lo invadían. Grupos de hombres notables que pugnaban por destruirse recíprocamente, aunque alcanzasen el reinado de las cenizas. Un patriotismo exagerado y extravagante que conducía a la demagogia. Un absolutismo inaudito allí donde se veía la opinión en esqueleto. Robespierre levantando la cuchilla para quedar él solo y poder gritar a sus anchas, sin temor de ser interrumpido, ¡Viva la Federación!

Yo creo haber estudiado a fondo el teatro y los antecedentes de este sacudimiento profundo cuya lógica alcanzó a todas las etapas de la sociabilidad argentina, la de la que dirigió la revolución del año 10, la de las clases medias urbanas que asaltaron la escena en el año 20, y la de las clases de las campañas que se dieron la mano con la segunda para actuar como elemento dirigente en la política gubernativa argentina. El año 20 no fue la obra menguada de las ambiciones o de los odios. No fue la combinación calculada y progresiva de pasiones insanas que chocaron en un momento dado. Estas pudieron avivar ese volcán, pero no lo crearon. Sarratea, Soler, Dorrego, Balcarce, Pagola, Rodríguez, Ramírez, López, Bustos, fueron, cuando más, la expresión genuina y palpitante de aquellas pasiones. Pero todos juntos eran impotentes para detener la vorágine con que debía inaugurarse la crisis de un pueblo que recién iba a fijar sus miras en el gran problema de su futura organización.

Hay que convenir, de consiguiente, en que la crisis del año 20 fue más bien la resultante de la ley que preside el primer plan de desenvolvimiento de todo cuerpo político, lanzado por sus propios auspicios, en el que todos los hombres sostienen la eficacia de su pensamiento reconstructor, por más que se excluyan en el momento decisivo de la crisis. No había esfuerzo superior a la crisis misma, y nadie habría osado sofocarla, porque la crisis entrañaba el bien futuro que todos perseguían. «La palanca formidable de Arquímedes, no habría tenido más punto de apoyo que el seno mismo del caos, negro como la fatalidad que lo suspendía entre las ondas del vértigo».

Quizás por no haber meditado reposadamente sobre la lógica que deriva de las evoluciones sucesivas de la revolución argentina, se ha atribuido a las escenas de la anarquía del año 20 colorido semejante a las del 89 en Francia. Pero la verdad es que son dos dramas de muy distinto argumento. Alfieri puede trasuntar algo del arcaísmo de Eurípides, como Moratín algo del genio de Moliere en eso de querer perpetuar en sus escenas los tipos inmortales de este último. Pero esto no induce semejanza entre ellos. Francia era una civilización sellada por la mano de los siglos. Buenos Aires y demás pobres ciudades del país argentino, eran meros antemurales a la barbarie de las Pampas y del Chaco, en los diez años de vida propia que llevaban. Estos centros de población, rodeados de desiertos, debían crear para ser una Nación. Francia debía destruir para regenerarse del punto de vista del principio humanitario de la igualdad del hombre. Francia debía arrojar en la hoguera de sus delirios el feudalismo semi bárbaro que era la expresión principal de su pasado. Las ex colonias debían encontrar en los tremendos delirios de su presente el principio fundamental de su organización futura. La crisis revolucionaria se produjo allá antes que cayese la Bastilla al empuje de la Razón, a la cual el pueblo arrastraba por la calle; duró día por día hasta después de aquéllos, bien aciagos, en que el eco de la revolución desnaturalizada apagaba el de Danton y el de Robespierre. La crisis revolucionaria, esto es, la crisis orgánica, se produjo aquí en el momento climatérico, como muy acertadamente lo calificó don Vicente Fidel López; y en fuerza de los acontecimientos que venían incubándola, al favor de las ventajas que obtenían en la guerra por la independencia. La única semejanza que existe, pues, es que en ambos países habló el Contrato social, y que en el país argentino también fueron decapitados tres reyes, a falta de uno, usando de una guillotina inventada por el consenso popular: el ridículo.

No se puede atribuir, pues, a perversión de las ideas o de los sentimientos esa grande correría política que dejó su reguero de sangre en todo el territorio durante el aciago año 20. Tácito se adelantó en mucho a las inflexibles comprobaciones de la historia, diciendo que a las veces la ventura de los pueblos solamente a costa de lágrimas y de sangre se consigue. Fue sencillamente el estallido potente de una entidad completamente nueva en las luchas argentinas, empujada por una especie de vértigo hacia el punto que le marcaban sus instintos, tan fieros en origen como admirablemente claros, por la trascendencia que tuvieron en la organización definitiva de la República.

El hecho es que la reacción quedó triunfante en todo el territorio. La Constitución unitaria de Abril de 1819 apenas fue tolerada en Cuyo, y esto porque allá se mantenían las influencias del general San Martín. Del Plata al Desaguadero todas las provincias se conmovieron y la reacción arrojó sus furias sobre la capital tradicional del virreinato y asiento del gobierno unitario. Cuando el Director Supremo de las Provincias, don Juan Martín Pueyrredón, entregó el mando al general Rondeau, Entre Ríos y Corrientes estaban sometidos al jefe federal don Francisco Ramírez, alma del movimiento en el litoral. Bajo la influencia de éste, don Estanislao López, gobernador de Santa Fe, invadía Buenos Aires por el norte, ejerciendo violencias y depredaciones y apresando convoyes que enviaba a Cuyo la Suprema autoridad del Estado. En nombre de ideales análogos, Tucumán se había declarado república independiente, nombrando director a don Bernabé Araoz, y éste enviaba sus fuerzas a Santiago del Estero y Catamarca para impedir que se segregasen de aquella provincia. Córdoba y La Rioja se sustraían completamente a la obediencia del gobierno general Los realistas estaban del otro lado de Salta, a duras penas contenidos por los heroicos esfuerzos del general Quemes. Los portugueses se posesionaban de la provincia de Montevideo. Los dos hombres que gozaban de mayor prestigio en el país no podían venir en ayuda del gobierno general: el general Belgrano, que estaba postrado de la enfermedad que lo llevó a la tumba, y el general San Martín que se trasladó a Chile para concluir los preparativos de la expedición con que dio libertad al Perú. Para aumentar este desquicio, el regimiento 1° de los Andes que mandó San Martín a San Juan, sublevóse el día 9 de Enero de 1820 y depuso al gobernador de esa provincia. Y para colmarlo, el ejército auxiliar que venía en marcha para Buenos Aires sublevóse también el 12 del mismo mes a instigaciones de los coroneles José María Paz y Juan Bautista Bustos, y este acto anárquico dejó en manos del último de estos jefes la suerte de las provincias del interior, mientras Quiroga y Aldao en Cuyo, e Ibarra en Santiago del Estero, perseguían la serie de los gobiernos personales. El desastre fue general cuando los gobernadores de Entre Ríos y Santa Fe, ya nombrados, unidos al proscripto chileno don José Miguel Carrera, invadieron el territorio de Buenos Aires declarando que venían a «libertarlo del Directorio y del Congreso que pactaban con las cortes de Portugal, España, Francia e Inglaterra la coronación de un príncipe europeo en el Río de la Plata, contra la opinión de los pueblos que han jurado sostener la forma republicana federal»(3).

Cualquiera que fuere el alcance de tales negociaciones con las cortes europeas y que no podían medir los mismos que las entretenían, comprometiendo el porvenir del país, el hecho es que ellas habían minado el crédito del gobierno Directorial y sublevado tempestades en la masa popular que seguía los votos de la prensa y de los tribunos republicanos de Buenos Aires. Ello subministró a los jefes federales la mejor coyuntura para venirse sobre Buenos Aires, y dejar sentado con su victoria la imposibilidad de fundar, por entonces, una autoridad nacional que no obedeciese a los propósitos que los empujaban.

Y así se explica cómo esta invasión se unió en propósitos con las agrupaciones federales de Buenos Aires, después de haber sido inspirada y ayudada por hombres distinguidos de esta ciudad a quienes legítimas glorias y no menos relevantes servicios les debía la causa de la independencia. El general don Carlos de Alvear y el señor don Manuel de Sarratea, que habían ocupado los más altos cargos públicos, se encontraban emigrados en Río Janeiro a consecuencia de ruidosos sucesos que precipitaron la caída del primero y el descrédito del segundo ante el Directorio, A principio del año de 1819 combinaron con don José Miguel Carrera, proscripto chileno, y a la sazón en Río, una revolución contra el Directorio, la cual tenía por objeto llevar a Alvear al gobierno y darle a Carrera los recursos para expedicionar sobre Chile. Alvear y Sarratea sé pusieron al habla con sus amigos y parciales de Buenos Aires, mientras Carrera obtenía que los jefes federales Ramírez y López cooperasen a la revolución invadiendo Buenos Aires con las fuerzas de Entre Ríos y de Santa Fe. Así lo hicieron, en efecto, en los primeros días del año 1820(4).

El director Rondeau salió de la capital con algunas fuerzas. El día 1° de Febrero de 1820 encontró al ejército federal en la cañada de Cepeda y fue completamente derrotado. Solamente se salvó la infantería y artillería a las órdenes del general Juan Ramón Balcarce(5). De su parte, Ramírez, inmediatamente después de su victoria, dirigió un oficio al Cabildo de Buenos Aires en el que resumía los cargos de los pueblos contra el Directorio y el Congreso cuya caducidad exigía para detener sus marchas. El Cabildo nombró una diputación para que arreglase con el general del ejército federal «las bases de una transacción que, terminando nuestras discordias, restituyera la paz» y así lo comunicó a los poderes nacionales(6). Y con el propósito de justificar su actitud armada para hacer prevalecer la voluntad de los pueblos violentada, y aquietar las alarmas incitadas por los que otros móviles le atribuyesen, Ramírez dirigió una proclama a la provincia de Buenos Aires, cuyos conceptos trasuntan los lineamientos de la nueva evolución que se inicia al impulso de la acción militante que robustece la voluntad y el sentimiento de la mayoría de los pueblos argentinos. «Elegid ya sin recelo el gobierno que os convenga, dice con nobleza Ramírez, separando antes de vosotros el influjo venenoso de aquellos que han sostenido la expirante administración... Apenas nos enunciéis que os gobernáis libremente, nos retiraremos a nuestras provincias a celebrar los triunfos de la Nación y a tocar todos los resortes para que no se dilate el gran día en que, reunidos los pueblos bajo la dirección de un gobierno establecido por la voluntad general, podamos asegurar que hemos concluido la difícil obra de nuestra regeneración política. » Y cuando ha trazado en tales términos los nuevos rumbos políticos que imprimirán a la revolución de Mayo él y los que le acompañan, que son los que dominan por el momento la vasta escena argentina, se dirige a los militares para decirles con arrogancia: «ya que sabéis con evidencia el voto de los pueblos, no querráis oponeros a sus justos decretos. Temed nuestra justicia si persistís en sostener las ambiciones de los malos americanos; imitad el ejemplo de nuestros virtuosos compañeros de Tucumán, Córdoba, San Juan, etc., etc., para que podáis merecer el dulce título de Soldados dé la Patria»(7).

El Congreso y el Directorio, quizás porque confiaban más de lo que permitía la gravedad de la situación en el apoyo del general Balcarce y de algunos jefes directoriales, no se decidían a producir el hecho, cuya demora amenazaba mayor derramamiento de sangre y mayores excesos provocados por la notoria irritación de los ánimos. El general Miguel Estanislao Soler, jefe del ejército exterior, fue quien puso el sello a la disolución de los poderes nacionales, manifestando al Cabildo de Buenos Aires que los jefes federales no querían tratar con dichos poderes; que los votos del ejército, en conformidad con los del pueblo, eran: «que se disuelva el Congreso y se separen de sus destinos cuantos empleados emanan de éste y del Directorio y que V. E., reasumiendo el mando, oiga libremente al pueblo»(8).

El Cabildo requirió inmediatamente al Congreso una resolución, manifestándole que «podrá preveer lo que puede ocasionar la tardanza a una cooperación de ideas con el Supremo Poder y el voto del ejército». Y en seguida de una nota en que el director Rondeau «deposita la suprema autoridad del Estado» en manos del Cabildo y de una valiente nota del Congreso en la que manifiesta «cederá a la intimación», el Cabildo de Buenos Aires expidió un bando memorable, cuya parte dispositiva anunciaba la nueva evolución política de las provincias del antiguo virreinato en estos términos: «Que habiendo los poderes públicos penetrádose de los deseos generales de las provincias sobre las nuevas formas de asociación que apetecen, y hallándose muy distantes de violentar la voluntad de los pueblos, el soberano Congreso ha cesado y el Supremo Director ha dimitido. En consecuencia y mientras se explora la voluntad de todas las provincias, con respecto al modo y forma de la unión que deben conservar, este ayuntamiento ha venido en declarar que reasume el mando de esta ciudad y su provincia» (9).

El Cabildo de Buenos Aires, erigido por la fuerza de las circunstancias en la única autoridad nacional del Estado, comunicó esas resoluciones a las provincias, declarando que quedaban en libertad para regirse por sus propias autoridades, hasta que un nuevo Congreso reglase sus relaciones entre sí; si bien que esto último no importase más que la consagración del hecho consumado. Al día siguiente, el 12 de Febrero, convocó al pueblo a elección de doce representantes, quienes debían nombrar al gobernador de la nueva provincia federal. Estos se constituyeron en Junta iniciando por la primera vez en la República el desenvolvimiento del gobierno representativo sobre la base de las instituciones coexistentes»(10).

Las facciones federales que venían medrando en Buenos Aires, se encontraron frente a frente con una escena nueva para ellos, y sin mayor aspiración, por el momento, que la de apoderarse del gobierno de la Provincia. Como quiera que no se pudiese pensar en un candidato del partido directorial contra el cual se concitaría la saña de esas facciones y de los jefes de Entre Ríos y Santa Fe, que tenían su campamento a poca distancia de la ciudad de Buenos Aires, la opinión tumultuaria, pero resuelta de esos días, señalaba tres candidatos con buenas probabilidades: el general Soler, cuya actuación había sido decisiva en esos días y que por sus brillantes y prolongados servicios en las campañas por la independencia, como por cierta arrogancia genial con que se imponía a la masa del pueblo, tenía de su parte al elemento militar y a los bulliciosos cívicos de los suburbios más poblados de la ciudad; el general Alvear, el insigne presidente de la asamblea del año 1813, el que abatió con su espada victoriosa el último baluarte que la metrópoli levantaba en Montevideo, y quien, si bien había sublevado resistencias cuando fue Director Supremo del Estado, tenía de su parte a la clase culta y pudiente, y don Manuel de Sarratea, antiguo servidor del país, político y diplomático habilísimo, capaz de reproducir con los jefes federales y con cualquiera de los encopetados miembros de la nueva legislatura el milagro de la elocuencia persuasiva de monsieur Dupin cuando le hacía creer al mariscal Soult, duque de Dalmacia, que había sido herido, no en la pierna izquierda, como efectivamente lo había sido, sino en la derecha, lo que obligó al mariscal a tocarse la gloriosa cicatriz para asegurarse de que todavía tenía memoria y razón

Los partidarios de Soler tenían para sí que éste sería elegido gobernador, y el mismo partido directorial así lo descontaba, si bien que con supremo desgano. Empero, Sarratea, que había esperado con Alvear desde Montevideo el desenvolvimiento de los sucesos, se anticipó a bajar a Buenos Aires. Una vez instalado a poca distancia de esta ciudad, despachó sus agentes para que trabajasen su candidatura. Sea que ganase a los representantes con su habilidad característica, o que despertase mayor confianza y menor resistencia que Alvear y Soler, o que discretamente hubiese prometido a los generales Ramírez y López arreglar satisfactoriamente las diferencias que éstos demandaban, el hecho es que, después de una larga sesión en la cual debieron de abundar las vacilaciones y los cabildeos, Sarratea fue elegido gobernador provisorio de la provincia de Buenos Aires, a las dos de la madrugada del 17 de Febrero de 1820 (11). Este fue el primer día de la historia política de la Provincia de Buenos Aires que, a tal título, contribuyó poderosamente a afianzar en los tiempos el principio orgánico que iniciaron e incontrastablemente sostuvieron los pueblos del litoral.