Historia Constitucional Argentina
2. Estatuto Provisional de 1815
 
 

Sumario:Estatuto Provisional de 1815. Congreso de Tucumán. La forma de gobierno. Reglamento Provisorio de 1817. Constitución de 1819.




En el intento de sofocar el movimiento de los Pueblos Libres que parecía irrefrenable, en marzo de 1815, el Director Supremo Carlos María de Alvear ordena a Ignacio álvarez Thomas dirigirse a San Nicolás para iniciar la represión. Pero en Fontezuelas, éste se pronuncia contra Alvear pidiéndole la renuncia.


En realidad, todas las Provincias Unidas están rebeladas contra la conducción despótica del joven Alvear y del grupo de desarraigados ideólogos que lo rodea. Había pretendido relevar a Rondeau, a cargo del Ejército del Norte, pero los oficiales se han insurreccionado porque no lo quieren como jefe. Sus desinteligencias con San Martín, ahora gobernador intendente de Cuyo, llevan a éste a intentar alejarse del poder pidiendo licencia, pero la población mendocina no se lo permite. Alvear aprovecha el pedido de licencia y nombra en su lugar a Gregorio Perdriel, quien no puede hacerse cargo de la gobernación pues el vecindario se opone terminantemente, con lo que queda claro que el oeste tampoco responde a Buenos Aires. De Artigas y la Liga Federal no hablemos.


Faltaba perder la capital, y esto se produce el 15 de abril de ese año 1815 con el pronunciamiento de Miguel Estanislao Soler al frente de los cívicos. Alvear intenta resistir, pero finalmente opta por salir del país y ofrece sus servicios desde Río de Janeiro, a Fernando VII.


La Asamblea se disuelve: nacida en 1813 con la decisión de declarar la independencia, muere en 1815 manejada por un personaje que se permite solicitar el coloniaje británico.


El poder es reasumido por el Cabildo de Buenos Aires –como si nada hubiera pasado en los cinco años transcurridos desde el 22 de mayo de 1810– y decide, ante la imposibilidad de hacerlo con todos los pueblos de las Provincias Unidas, convocar al vecindario de Buenos Aires para nominar a doce electores.


El objeto de éstos sería decidir qué forma de gobierno se adoptaría, y luego designar a quien, o a quienes, lo desempeñaran, hasta tanto se reuniera un Congreso General que habría de convocar ese mismo gobierno provisional en «un lugar intermedio de las Provincias Unidas». Además, dichos electores, unidos a los miembros del Cabildo, designarían una Junta de Observación que dictaría un Estatuto Provisional para regir las Provincias Unidas. A los efectos de designar los doce electores, Buenos Aires se dividiría en cuatro cuarteles, en cada uno de los cuales los vecinos elegirían tres electores.


Hecha la elección, los electores decidieron mantener el poder ejecutivo unipersonal con el nombre de Director de Estado, designando para el mismo a José Rondeau, e interinamente a Ignacio álvarez Thomas, pues el primero estaba en el norte. Los electores, en unión con los miembros del Cabildo, eligieron la Junta de Observación compuesta por cinco miembros: Tomás Manuel de Anchorena, Esteban Gascón, Antonio Sáenz, Pedro Medrano y Mariano Serrano.


La Junta de Observación dictó a poco el Estatuto Provisional, con fuerte influencia de la Constitución española de Cádiz. Es un largo documento de derecho público que comienza con una declaración de los derechos del hombre en la sociedad: a la vida, a la honra, a la libertad, a la igualdad, a la propiedad y a la seguridad; la igualdad consistía en que la ley «favorece igualmente al poderoso que al miserable». La religión del Estado sería la católica, debiendo los habitantes respetarla y respetar el culto público, considerándose la violación de este artículo como una violación de las leyes fundamentales del país.


Serían ciudadanos los hombres libres nacidos y residentes en el territorio del Estado, entrando a los 25 años en el ejercicio de los derechos inherentes. Entre otras causas se suspendía la ciudadanía por ser doméstico asalariado, o por no tener propiedad u oficio lucrativo y útil al país. Los extranjeros de 25 años, que hubiesen residido en el país más de cuatro años, que fuesen propietarios de un fondo al menos de cuatro mil pesos o en su defecto ejercieran arte u oficio útil al país, y que supieran leer y escribir, gozaban de sufragio activo, sin tener necesidad de renunciar a su ciudadanía de origen; a los diez años de residencia tendrían voto pasivo y podían ser elegidos para empleos de la República pero no para los de gobierno; para gozar de ambos sufragios debían renunciar a toda otra ciudadanía. Ningún español europeo podría disfrutar del sufragio activo o pasivo, mientras los derechos de las Provincias Unidas no fueran reconocidos por España, a menos que él estuviera decidido por la libertad del Estado y que hubiese prestado servicios distinguidos a la causa del país, en cuyo caso gozaría de la ciudadanía.


Algo curioso de este Estatuto, y elogiable, es que menciona los deberes de los ciudadanos, entre los que cita sumisión completa a la ley, obediencia, honor y respeto a los magistrados y funcionarios públicos, sobrellevar gustosos cuantos sacrificios demande la Patria incluso el de la vida, respetar los derechos de los demás ciudadanos, ser buen padre de familia, buen hijo, buen hermano y buen amigo. Más llamativo aún resulta la imposición de deberes al cuerpo social, entre los que se menciona una especie de derechos sociales de los ciudadanos, cuando especifica: «Aliviar la miseria y desgracia de los ciudadanos, proporcionándoles los medios de prosperar e instruirse».


El poder legislativo residía «para los objetos necesarios y urgentes», en la Junta de Observación, hasta tanto se reuniera el Congreso General de las Provincias. Las leyes, antes de ser sancionadas por aquel organismo, debían ser consultadas con el Director y el Cabildo. Si disintiese el primero, lo mismo se promulgarían, pero no, en el caso de que la oposición proviniera del Cabildo.


Los poderes de la Junta de Observación eran notables, desde remover los secretarios del Director, aconsejarle medidas de gobierno, recibir de él detallados informes trimestrales sobre las cuentas, hasta deponerlo con acuerdo del Cabildo, en caso de que el jefe del poder ejecutivo violara el Estatuto.


La mencionada Junta se renovaría a los seis meses, en sus cinco vocales, siendo su forma de elección la prescripta por el Cabildo el 18 de abril; esta segunda Junta duraría hasta la finalización del período del Director, y en adelante el lapso de duración sería de un año.


El poder ejecutivo lo desempeñaría un Director de Estado, cuya elección se practicaría conforme al reglamento que se sancionase con acuerdo de las provincias. Para serlo habría que ser vecino o natural de cualquiera de las provincias, con cinco años de residencia en las mismas y tener más de 35 años. Su plazo de mandato era de un año y estaba acompañado en su gestión por tres secretarios: de gobierno, de hacienda y de guerra, que él designaba, aunque que la Junta de Observación podía remover. El desempeño de las facultades del Director de Estado estaba controlado en profusión por el Cabildo, la Junta de Observación, el Consulado, una llamada Comisión Militar y la Junta de Hacienda.


En cuanto al poder judicial, se especifica: «El ejercicio del Poder Judicial por ahora y hasta la resolución del Congreso General, residirá en el Tribunal de recursos extraordinarios de segunda suplicación, nulidad e injusticia notoria, en las Cámaras de Apelaciones y demás juzgados inferiores».


La disposición, sin duda, más importante de este Estatuto, es aquélla por la cual el Director de Estado convocaría a las ciudades y villas de las provincias interiores «para el pronto nombramiento de diputados que hayan de formar la Constitución, los cuales deberán reunirse en la ciudad de Tucumán, para que allí acuerden el lugar en que hayan de continuar sus sesiones». Las ciudades y villas elegirían un diputado cada 15.000 habitantes, designándolos los ciudadanos, indirectamente, a través de una nominación de electores a razón de un elector cada 5.000 habitantes.


El estatuto también reglaba que los miembros de los cabildos eran elegidos por los vecinos de las ciudades, que a tales efectos se dividían en cuatro cuarteles que designarían electores también a razón de uno cada 5.000 habitantes; esos electores elegirían a los cabildantes que durarían en el ejercicio de sus cargos un año. La elección de gobernadores de provincia se haría por electores, en la misma proporción de uno cada 5.000 habitantes. Reunidos estos electores formarían una lista de seis candidatos, de los cuales sortearían a tres, y de estos tres los electores decidirían quien sería el gobernador, que duraba tres años en el cargo. Los tenientes gobernadores serían designados por el Director de Estado, que lo elegiría de una terna que le propondría el cabildo respectivo.


Había tropas veteranas, milicias provinciales y milicias cívicas. Las primeras serían comandadas por el Director si fuese militar, pero asesorado por una Junta de Guerra; si no lo fuera debería nombrar un general en jefe. Las milicias provinciales eran los cuerpos veteranos de las provincias. Las milicias cívicas estaban integradas así: «Todo habitante del Estado nacido en América, todo extranjero con domicilio de más de cuatro años, todo español europeo con carta de ciudadanía y todo africano y pardo libre, son soldados cívicos, excepto los que se hallen incorporados en las tropas de línea y Armada». Podían ser convocados de los 15 a los 60 años. El Cabildo de Buenos Aires comandaba a los cívicos de esa ciudad.


Otra cosa insólita de este Estatuto es que puestos de acuerdo la Junta de Observación y el Cabildo, podían deponer al Director de Estado en caso de que éste violase el Estatuto u obrase contra la salud y seguridad de la Patria, apelando para este caso a las milicias cívicas y a la tropa veterana. También formaban parte del Estatuto disposiciones sobre seguridad individual y libertad de imprenta. El Consejo de Estado quedó abolido.


El Estatuto fue aceptado por Córdoba, Cuyo y Salta, solamente en lo referente a la reunión del Congreso de Tucumán. Las provincias de la Liga Federal lo rechazaron y no concurrieron a dicho Congreso. Tucumán lo admitió integral, pero provisoriamente.





Congreso de Tucumán


En esta etapa, la situación política se ensombrece. A fines de 1814, luego de Rancagua, se pierde Chile para la causa de la emancipación. Han caído también Méjico, Caracas y Bogotá. En noviembre de 1815 el Ejército del Norte, al mando de Rondeau, es deshecho en Sipe-Sipe, con lo que el Alto Perú capitula, al parecer, definitivamente.


La llama de la Revolución solo queda ardiendo en la jurisdicción de Buenos Aires, empeñada en una agotadora lucha intestina con la Banda Oriental y el Litoral artiguista.


El panorama europeo completa la tétrica situación. Ya se ha consumado la Santa Alianza dispuesta a consolidar las monarquías absolutistas, y por ende a apoyar a Fernando VII, quien lejos de haber retornado como un padre agradecido a los fieles súbditos, que buscaron su restauración enfrentando la soberbia bonapartista, adopta posturas torpes de autócrata intratable. Para el Río de la Plata prepara una gruesa expedición punitiva, dispuesto a retrotraer las cosas a 1808.


A pesar de este cuadro, el Padre de la Patria, insta a que se acelere la reunión del Congreso para que nos diera unión e independencia. Así, en, octubre de 1815, apura al Cabildo mendocino a fin de que envíe de inmediato a los diputados por esa provincia al Congreso a reunirse en Tucumán, expresando que era «demasiado urgente la reunión de la asamblea nacional que ha de fijar los destinos de la América del Sur»64. En enero de 1816, Tomás Godoy Cruz, uno de esos diputados, recibe sucesivas cartas del Libertador así concebidas: «¡Cuándo empiezan ustedes a reunirse! Por lo más sagrado les suplico hagan cuantos esfuerzos quepan en lo humano para asegurar nuestra suerte»65. Y logrado que el Congreso comenzara a sesionar, su impaciencia y su reciedumbre resplandecen en los términos de la carta que envía al mismo Godoy Cruz en abril de 1816: «¡Hasta cuándo esperamos declarar nuestra independencia! No le parece a Ud. una cosa bien ridícula, acuñar moneda, tener el pabellón y cocarda nacional y por último hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree dependemos. ¿Qué nos falta más que decirlo? Por otra parte, ¿qué relaciones podremos emprender cuando estamos a pupilo? Los enemigos, y con mucha razón, nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos... ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas»66. Anima quien da ánimo, quien da alma a un ser. San Martín es el verdadero animador de la empresa emancipadora, quien infundió el alma, que es el Estado central, a la Nación preexistente.


Efectivamente, aquel Congreso de curiales y frailes, pues del total de treinta y tres miembros, diez y siete eran abogados y trece sacerdotes 67, en un acto de verdadero coraje, como lo reclamaba San Martín, pues en verdad al firmar el acta respectiva los diputados se jugaban la vida, el 9 de julio de 1816 declaró la independencia de las Provincias Unidas de Sud América «del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli», emancipación que el 19 de julio se extendió a «toda otra dominación extranjera». A pesar de que, solamente los diputados por Tucumán y Jujuy, tenían instrucciones de dar el solemne paso.





La forma de gobierno


Declarada la independencia, ante la necesidad de organizar el nuevo Estado, el Congreso entró a considerar como primera medida, cual sería la forma de gobierno a adoptar por las Provincias Unidas. En realidad, antes de declarar la independencia, los congresales ya se habían puesto de acuerdo en el tema: la forma elegida sería la monárquica constitucional. Confluían hacia ello diversas causas: después de la caída de Napoleón, la tendencia europea era monarquizarlo todo, según expresiones de Belgrano en la sesión del Congreso del 6 de julio, al regreso de su misión diplomática en el viejo continente. Además, la declaración de la independencia, se había hecho «de las Provincias unidas de Sud América», esto prueba que existía el propósito de emprender una misma empresa nacional con Chile y Perú, por lo que se entendía que debíamos comenzar unidos, para luego estrechar lazos con esos pueblos, y la forma de gobierno que ayudaba a esos propósitos era la monárquica. También San Martín, en carta a Godoy Cruz del 24 de mayo de 1816, manifestaba la necesidad de la monarquía, a pesar de sus convicciones republicanas, que convenía sacrificar en homenaje al bien de su suelo 68.


Hemos mencionado la sesión del 6 de julio en la que Belgrano se explayó sobre el tema, además de la tendencia que visualizó en Europa, en la postura tomada por las potencias reunidas en el Congreso de Viena, que generó la Santa Alianza, dejó sentado que nuestro desorden y anarquía habían acarreado antipatía hacia el proceso revolucionario. Se mostró partidario de la adopción «de una monarquía temperada: llamando la dinastía de los Incas, por la justicia que en sí envuelve la restitución de esta casa tan inicuamente despojada del trono, por una sangrienta revolución que se evitaría para en lo sucesivo con esta declaración, y el entusiasmo general de que se poseerían los habitantes del interior». En realidad, las preferencias de Belgrano, como lo dijo, estaban con un modelo monárquico como el inglés, «temperado» o constitucional 69.


En la sesión del 12 de julio, el diputado Acevedo se pronunció en favor de la tesis de Belgrano, esto es, llamar la dinastía de los Incas. El día 15, fray Justo Santa María de Oro fue partidario de esperar recibir instrucciones de sus respectivas ciudades sobre el tópico; solicitó que «procediéndose sin aquel requisito a adoptar el sistema monárquico constitucional a que veía inclinados los votos de los representantes, se le permitiese retirarse del Congreso». Dijo esto no porque fuera republicano, sino por ser escrupuloso; cuando se votó el 4 de septiembre sobre la forma de gobierno a adoptarse, lo hizo por la monarquía.


En las sesiones siguientes se fueron adhiriendo a la idea monárquica Serrano, Pacheco, Castro, Rivera, Sánchez de Loria. Acevedo, diputado por Catamarca, deseaba que la nueva capital fuera la ciudad de Cuzco, a lo que se opuso el porteño Gazcón. Godoy Cruz se manifestó en favor de la monarquía, quizás influido por San Martín, pero no aceptó la solución incásica, llevando a su posición a Castro y Serrano. Pero en cambio, Sánchez de Loria y Malabia los contradicen apoyando la dinastía de los Incas.


El 6 de agosto el diputado por Buenos Aires Tomás Manuel de Anchorena, pronunció el único discurso en favor de la forma republicana, fundado en que si bien la gente del norte montañoso podía simpatizar con la monarquía, la idea no sería aceptada por la población de la llanura sureña, por lo que se inclinaba por «la federación de provincias» como medio de conciliar ambas posiciones. La oposición de Anchorena fue por sobre todo a la coronación de un Inca, como lo revela su carta a Rosas de 1846 70. Se observa que los adherentes a la solución condenada por Anchorena, se reclutaban entre los diputados de las provincias norteñas, por la población mestiza que en ellas predominaba y porque miraban con recelo y resentimiento a Buenos Aires. En los mejores espíritus, como los de Belgrano y San Martín, estaba presente el propósito de lograr la aquiescencia de la masa aborigen a la causa de la independencia.


Los otros diputados se inclinaron por entrar en tratativas con alguna casa reinante europea, es decir, con la coronación de algún príncipe europeo. Cuando en septiembre se vota la cuestión, la totalidad de los diputados, incluso Anchorena, se pronuncia por la monarquía constitucional; sólo Godoy Cruz hace la salvedad «de que la forma de gobierno más estimada por los pueblos y por la cual tienen opinión de decidirse es la republicana». Pero hay una novedad importante: se abandona la idea de coronar a un representante de la dinastía incásica así, lisa y llanamente. Ocurre que los portugueses han invadido la Banda Oriental.


En el afán de resolver este otro grave problema que se le plantea al Río de la Plata, se decide enviar una misión diplomática a Río de Janeiro para que –siempre sobre la base de una solución monárquica similar a la inglesa– propusiera que el monarca Inca contrajera enlace con una princesa portuguesa de la Casa de Braganza; o bien que se coronase a un príncipe portugués, o a un representante de una dinastía europea que no fuese la española. Incluso, en última instancia, en las instrucciones reservadísimas a los diplomáticos que se enviarían a Río de Janeiro, Florencio Terrada y Miguel Irigoyen, puede leerse: «indicará, como una cosa que sale de él, que formando un Estado distinto del Brasil, reconocerán por su monarca al de aquel mientras mantenga su Corte en ese continente, pero bajo una constitución que le presentará el Congreso».


Aquel proyecto fue abandonado, y el nuevo Director de Estado, Pueyrredón, entró en conversaciones con el gobierno francés para la coronación de Luis Felipe de Orleáns, en primera instancia. Luego, el candidato sería Carlos Luis de Borbón, príncipe de Luca.





Reglamento Provisorio de 1817


La tarea constituyente fue comenzada por el Congreso el 22 de noviembre de 1816, con el dictado de un Reglamento Provisorio que fue enviado al Director Pueyrredón para su promulgación. Era una copia del Estatuto de 1815 con muy pocas modificaciones. Pueyrredón, que se encontraba incómodo con ese Estatuto, objetó este nuevo documento porque las milicias cívicas eran comandadas en las distintas ciudades por los cabildos, además, de que la oficialidad, desde capitán inclusive para abajo, eran nombradas por los soldados, y que el Director no estaba facultado para dar los grados de coronel mayor y brigadier que eran funciones reservadas al Congreso. Por lo demás, continuaban en este Reglamento las restricciones del poder del Director.


En la primera parte de 1817 el Congreso se trasladó a Buenos Aires habida cuenta de la necesidad de coordinar con el Director las políticas necesarias frente a la grave emergencia provocada por la invasión portuguesa a la Banda Oriental. Como Pueyrredón no había querido promulgar el Reglamento del 22 de noviembre, se dedicó a estudiar la posibilidad de reformarlo a fin de satisfacer al Director.


Mientras una comisión compuesta por Sánchez de Bustamante, Serrano, Zavaleta, Paso y Sáenz, se abocaba a pergeñar la constitución definitiva, el 3 de diciembre de 1817 el Congreso sancionaba el Reglamento Provisorio aceptando las sugerencias de Pueyrredón. Este Reglamento reproducía el Estatuto de 1815, con las siguientes modificaciones: 1º) Los gobernadores, tenientes gobernadores y subdelegados de partidos, serían elegidos por el Director de las listas de personas elegibles de dentro o fuera de las provincias que formarían los cabildos, que no serían menores de cuatro nombres ni mayores de ocho. En síntesis, se terminaba con el mínimo de autonomía que significaba la elección de los gobernadores en el Estatuto de 1815. Los sueldos de los gobernadores, que en aquella normativa eran pagados por las provincias, ahora eran abonados con fondos del Estado central. Se vedaba al Director enviar fuerzas armadas a las provincias «para obrar hostilmente o restablecer el orden en ellas, sin previo acuerdo del Congreso»; 2°) Se suprimía la Junta de Observación, con lo que el Director adquiría mayor libertad de movimientos; 3°) Las milicias cívicas en Buenos Aires estarían subordinadas al Director, en las demás ciudades los cabildos continuarían siendo brigadieres de ellas; 4°) Se abolían las milicias provinciales; 5°) Se suprimía además la posibilidad de que el Director de Estado pudiese ser depuesto, como lo admitía el Estatuto de 1815.


Resultaba así fortalecido el poder del Director respecto de los demás órganos de poder, tanto centrales, como provinciales. Las tímidas concesiones del Estatuto de 1815 a los gobiernos locales, desaparecieron.





Constitución de 1819


Mientras las tratativas para la coronación de un príncipe francés avanzaban, el Congreso, en abril de 1819, sancionó la Constitución.


Es un modelo de intento de encorsetar aquella Argentina que nacía, dentro de los principios de la Ilustración, quizás del despotismo ilustrado. En el «Manifiesto» con que la acompañó el Congreso, de la pluma del Deán Funes, se lee: «Tuvimos muy presente aquella sabia máxima: que es necesario trabajar todo para el pueblo y nada por el pueblo»; a confesión de parte, relevo de prueba. Refiriéndose a la Constitución, obra maestra del racionalismo jurídico, expresa: «Pero es sí un estatuto que se acerca a la perfección: un estado medio entre la convulsión democrática, la injusticia aristocrática, y el abuso del poder ilimitado». Y hablando de la división de los tres poderes lograda, afirma: «Dividir estos poderes y equilibrarlos de manera, que en sus justas dimensiones estén como encerradas las semillas del bien público: ved aquí la obra reputada en política por el último esfuerzo del espíritu».


«La perfección», «el último esfuerzo del espíritu», era el dechado del racionalismo iluminista criollo de los que se empeñaban en imponer la monarquía, aunque el gauchaje armado clamara por república; de los obstinados en erigir un andamiaje administrativo centralizado, aunque los pueblos se pronunciaran por las autonomías regionales.


Como una típica expresión de subjetivismo jurídico, no se cuidó de que la ley se compatibilizara con la realidad circundante, sino de que la ley la forzara. Lo dice el «Manifiesto»: «No ha cuidado tanto el Congreso Constituyente en acomodarla al clima, a la índole y a las costumbres de los pueblos, en un estado donde siendo tan diversos estos elementos, era imposible encontrar el punto de su conformidad; pero sí a los principios generales de orden, de libertad y de justicia: que siendo de todos los lugares, de todos los tiempos, y no estando a merced de los acasos, debían hacerla firme e invariable».


No se niega que una constitución deba respetar esos principios de orden, libertad y justicia, superiores al hombre y a la sociedad, pero también debe acomodarse una constitución al clima, a la índole y a las costumbres de los pueblos, pues de lo contrario existe el peligro de que se vean comprometidos esos mismos preceptos fundamentales. La Constitución de 1819 no fue una constitución para este pueblo rioplatense concreto, en una época determinada de su historia, fue una constitución pensada con soberbia a la que debía adaptarse la comunidad.


Comienza declarando que la religión católica era la del Estado, debiéndole el gobierno protección y los particulares respeto. Una parte de esta Constitución está consagrada a la enumeración de los derechos y garantías individuales, que en general luego fueron reproducidos en la Constitución de 1853, como los derechos a la vida, a la reputación, a la libertad, a la seguridad y a la propiedad.


El poder legislativo era bicameral: había una Cámara de Representantes compuesta de diputados elegidos uno por cada 25.000 habitantes, requiriéndose para serlo siete años de ejercicio de la ciudadanía, 26 años de edad y un fondo de 4.000 pesos al menos, o en su defecto, arte, profesión u oficio útil. Dichos representantes duraban cuatro años, renovándose la Cámara por mitades cada dos años. Tenía la iniciativa en contribuciones, y la facultad de acusar a los miembros de los otros poderes y ministros diplomáticos, arzobispos, obispos, generales, gobernadores y altos jueces provinciales, ante el Senado, por delitos. El Senado se componía de un senador por provincia, tres senadores militares cuya graduación no bajara de coronel mayor, un obispo, tres eclesiásticos, un senador por cada universidad y el Director del Estado concluido el tiempo de su gobierno. Para ser senador se requería una edad de 30 años, nueve años de ejercicio de la ciudadanía, y un fondo de 8.000 pesos, renta equivalente o una profesión. Duraban doce años renovándose por terceras partes cada cuatro.


Los senadores de las provincias eran elegidos así: cada municipalidad nombraba dos electores, que reunidos con los demás electores designados por todas las municipalidades de la respectiva provincia, compondrían una terna de candidatos, de los cuales, uno por lo menos, no sería de la provincia. Enviadas las ternas al Senado, se haría el escrutinio resultando elegido quien tuviese más votos computados por provincias. En caso de empate, decidía el Senado. Los senadores militares eran nombrados por el Director de Estado. En cuanto al obispo senador, lo sería por primera vez el obispo de la diócesis donde residiera el Congreso, los sucesivos los elegirían los propios obispos. Respecto de los tres eclesiásticos, se elegían así: se formaban asambleas electorales en cada diócesis, compuestas por los rectores de los colegios eclesiásticos, rectores de los sagrarios de las catedrales y los cabildos eclesiásticos, presididas por los obispos respectivos. Esas asambleas elegían una terna de eclesiásticos, uno de los cuales debía ser de otra diócesis. El Senado hacía el escrutinio quedando electos los que hubiesen obtenido más votos contando por diócesis; en caso de empate decidía el Senado.


El Senado juzgaba a los acusados por la Cámara de Representantes y aprobaba los tratados internacionales celebrados por el poder ejecutivo. El propósito del sesgo aristocratizante dado al Senado, proviene del deseo de imitar a la Cámara de los Lores británica, así como la Cámara de Representantes sería un remedo de la Cámara de los Comunes del mismo país. En el lenguaje actual, se diría que tiene mucho de Senado corporativo o funcional, pero sin representación de organismos pertenecientes a las clases bajas, como los gremios, o a los sectores del quehacer económico, como las cámaras empresariales.


Desempeñaba el poder ejecutivo un Director de Estado que era elegido por cinco años. Lo hacía el Congreso a mayoría absoluta de sufragios,. Debía ser ciudadano natural del territorio, con seis años de residencia inmediata y 35 años de edad. Podía ser reelecto por una sola vez si obtenía las dos terceras partes de los votos del Congreso.


Una Alta Corte de Justicia compuesta de siete jueces y dos fiscales, ejercía el supremo poder judicial del Estado; para ser miembro de ella se requería ser abogado, con ocho años de ejercicio de la profesión y tener 40 años de edad; los nombraba el Director con acuerdo del Senado. Eran inamovibles.


La Constitución podía ser reformada a moción de la cuarta parte de los miembros de una Cámara, pero la necesidad de la reforma debía ser aprobada por las dos terceras partes de los miembros de las dos; en caso de que el Director disintiera, las Cámaras debían insistir sobre al necesidad de la reforma, con las tres cuartas partes de cada una de ellas. En este caso, y cuando el poder ejecutivo asintiera respecto de esa necesidad, ambas Cámaras aprobarían la reforma con las dos terceras partes de los votos de sus integrantes.


No dice nada de las provincias ni del nombramiento de gobernadores y tenientes gobernadores, por lo que debe entenderse que al efecto era de aplicación el artículo 85, que refiriéndose a las facultades del Director de Estado, establecía: «Nombra a todos los empleos que no se exceptúan especialmente en esta Constitución y las leyes». Sólo menciona a los gobernadores en el artículo 8°, al incluirlos entre aquellos funcionarios que podían ser sometidos a juicio político.


El carácter monarquizante de esta Constitución lo denota el apéndice de la misma, cuando refiriéndose al tratamiento que recibirían los miembros del gobierno, se especifica que los tres poderes reunidos recibirían el tratamiento de «Soberanía» y «Soberano Señor», el Congreso de «Alteza Serenísima» y «Serenísimo Señor»; y cada Cámara, el Director y la Alta Corte de Justicia, separadamente, el de «Alteza».