Historia Constitucional Argentina
2. Legislación Indiana
 
 

Sumario: Legislación indiana. Cuerpos legales - recopilaciones. La justicia. Jueces capitulares, reales, eclesiásticos y especiales. El patronato. Situación de indios y esclavos.





España fue provincia destacada del vasto Imperio romano, heredó la gran tradición jurídica de éste, que fue el gran maestro del derecho en la antigüedad. Con los elementos latinos, y los propios que el genio español le fue aportando, se fue constituyendo el derecho castellano cuyas instituciones se fueron transplantando a América. El espíritu de ese derecho ya había sido puesto de relieve por San Isidoro y brilló en el Fuero Juzgo, obra de la etapa visigótica: equidad, adecuación a la idiosincrasia y a las costumbres del pueblo como al tiempo y al espacio en que debía regir, igualitario, factible, claro. Se concretó durante los siglos XI en adelante en una legislación particular, predominantemente toral, completada por el Enero Juzgo, de índole común o general.


El carácter pactista y particularista del sistema jurídico de las cartas pueblas, llevó a intentar unificar las normas, tarea que comenzó Alfonso X El Sabio en el siglo XIII con el Fuero Real, en el que la influencia romana es evidente. Obra del mismo monarca es el Código de las Siete Partidas, en el que dicha ascendencia se acentúa, considerándose que la legislación era del resorte real predominantemente, y no un producto del pacto o de la costumbre.


Todos estos cuerpos jurídicos fueron ordenados por las Cortes, sesionando en la ciudad de Alcalá de Henares, en el año 1348, elaborando el conocido como Ordenamiento de Alcalá, que estatuía una prelación en cuanto a la aplicación de las diversas expresiones legales en vigor.


En 1505, las Cortes reunidas en Toro, además de dictar nuevas disposiciones que fueron de privilegiada aplicación, confirmaron en lo demás el ordenamiento de Alcalá, hasta que Felipe II, en 1567, promulgó un nuevo trabajo de ordenamiento, compilación y coordinación del derecho, que se denominó Nueva Recopilación.


Este derecho castellano, en aspectos sustantivos, se aplicó directamente en América, no necesitando adaptación alguna, así, en lo referente a la organización de la familia, régimen sucesorio, sistema de obligaciones y contratos, derecho penal, procedimientos en lo civil y criminal, etc.


En cambio, una multitud de problemas suscitados a partir del descubrimiento y conquista de América, requirieron un tratamiento jurídico específico, tales la organización política de Indias y la propia reglamentación de la actividad administrativa consecuente, el ejercicio del Patronato vinculado a la tarea de evangelización del aborigen, la defensa de los derechos de los naturales, el tratamiento jurídico que requerían los descubrimientos, la fundación de ciudades, el comercio y la navegación con Indias, la percepción de impuestos en ésta, etc. Autoridades metropolitanas y locales fueron produciendo entonces, una gran cantidad de disposiciones destinadas a regular aspectos de la vida de las nuevas comunidades surgidas en el ensamble de lo español con lo nativo.


A este cúmulo de normas se la llama Legislación de Indias, acompañada por el valor que la costumbre, que como fuente del derecho, tuvo en la conformación del derecho indiano. Y si bien éste estuvo inspirado en la cultura greco-romana-cristiana de la que fue portadora España, ella respetó las leyes y costumbres aborígenes, en todo lo que no se oponía frontalmente a los valores de esa cultura.


En la elaboración de la Legislación de Indias, el Consejo de Indias jugó un rol fundamental, edificando un monumento jurídico que muchos investigadores consideran como uno de los ejemplares más conspicuos en la historia del derecho universal.



Cuerpos legales - recopilaciones


Cuando el Consejo de Indias dictaba una disposición a aplicarse en América lo hacía en tres ejemplares: uno para ser reservado en España, y los otros dos eran enviados a nuestras tierras, en viajes diferentes para evitar extravíos. Aquí, cabildos y audiencias los iban agregando a sus respectivos archivos y las disposiciones se publicaban pregonándolas o fijando su texto en lugares públicos.


La multitud de normas que se erigían hizo necesario recopilarlas. La primera compilación se debe al jurista Vasco de Puga y se conoce como Cedulario de Puga, 1563. Otras fueron efectuadas por Juan de Ovando, Alonso de Zorita, Diego de Encinas.


Desde los tiempos de Felipe II fue ambición de la Corona lograr una recopilación ordenada y sistematizada convenientemente, lo que terminó de lograrse en el año 1680 con la llamada Recopilación de Leyes de los Reinos de Indias, que se dividió en nueve libros, con 218 títulos, y comprende el compendio de 6.385 leyes. Los distintos libros se van ocupando de la legislación sobre Patronato, universidades y colegios, circulación de libros, organización del Consejo de Indias, audiencias, virreyes, gobernadores, organización militar, descubrimientos y poblaciones, ciudades y cabildos, régimen minero, corregidores, alcaldes y otros funcionarios menores, procedimiento judicial, régimen de los indios, normas de orden moral acerca del juego y los vagabundos, cárceles, régimen hacendístico. Casa de Contratación, consulados, comercio, navegación marítima.


Como después del dictado de esta Recopilación, se siguieron sancionando normas, fue necesario establecer un orden de prelación en la aplicación de las mismas por los distintos jueces; ese orden de prelación quedó establecido así: 1) Leyes y disposiciones dictadas luego de efectuarse la Recopilación; 2) Las leyes integrantes de la Recopilación; 3) Las normas dictadas por las autoridades locales en Indias; 4) La legislación castellana, especialmente las Partidas.


Las normas que rigieron en América recibieron distintas denominaciones. Ley en sentido estricto, era la disposición emanada del rey con acuerdo de las Cortes. Cuando éstas no intervenían con su acuerdo, las normas se llamaban pragmáticas. Para asuntos importantes, el rey, o a su nombre, el Consejo de Indias, las audiencias y los virreyes, dictaban provisiones. En cambio, las cédulas estaban destinadas a reglar cuestiones menores o de mero trámite, pero debían ir firmadas por el rey. Las instrucciones eran recomendaciones que éste formulaba para pautar el modo del desempeño de algunas actividades de funcionarios. Las cartas reales eran respuestas del rey a distintos agentes que consultaban sobre la conducta a seguir, mientras que las ordenanzas, en cambio, regulaban el funcionamiento de un órgano de gobierno, Consejo de Indias, audiencias, etc., o una materia determinada de la administración.


Cuando en el siglo XVIII, con los borbones, adviene el absolutismo a España, la denominación de las disposiciones reales forma idea de la tarea centralizadora y autoritaria que se encaró en esa época: real orden, real decreto.


Fueron juristas notables en la época de los Austrias Juan de Solórzano Pereyra, Antonio de León Pinelo, Juan de Matienzo, entre otros. Ellos incidieron, de una u otra manera, en el logro de la concreción de esa obra jurídica notable que fue la Recopilación de 1680, y con los trabajos doctrinarios que realizaron contribuyeron a esclarecer e interpretar convenientemente la Legislación de Indias. Las sabias disposiciones de esta Legislación y su hondo contenido humano y cristiano, siguen despertando la admiración de los investigadores que trabajan con espíritu objetivo, desprovistos de pasiones ideologizadas, en una palabra, de los que hacen verdadera ciencia de la investigación de la evolución del derecho a través de la historia.



La justicia


Lewis Hanke ha escrito: «La conquista de América por los españoles no fue sólo una extraordinaria hazaña militar, en la que un puñado de conquistadores sometió todo un continente en un plazo sorprendentemente corto de tiempo, sino, a la vez, uno de los mayores intentos que el mundo haya visto de hacer prevalecer la justicia y las normas cristianas en una época brutal y sanguinaria»9. Tal aseveración no parece exagerada pues, desde el rey para abajo, no hubo prácticamente organismo, funcionario o magistratura que no tuviera funciones judiciales que cumplir, tanto entre los establecidos en la metrópoli, como en Indias. Se podría decir que el gobierno de España en América fue un gobierno de jueces.


Se detectan cinco grandes clases de magistraturas judiciales. Más arriba hemos visto las funciones judiciales que desempañaban las audiencias, como máxima instancia en estas tierras. A continuación veremos como funcionaban las demás.



Jueces capitulares


Lo eran alcaldes de primer y segundo voto. Juez de primera instancia lo era también el justicia mayor, cargo anexo al de gobernador y corregidor. Quien primero intervenía, el alcalde o justicia mayor, era el que debía fallar la causa, excluyendo al otro, tanto en lo civil como en lo criminal. Las sentencias de los alcaldes ordinarios y de los alcaldes de la santa hermandad, eran apelables ante el cabildo si el monto del juicio era inferior a los sesenta mil maravedíes; si sobrepasaba esta suma, se apelaba ante la audiencia. No obstante, teniendo en cuenta que en nuestro caso la audiencia estaba lejos, en el Alto Perú, Charcas, las apelaciones se sustanciaban ante el gobernador, en su carácter de justicia mayor, o ante su teniente letrado. Otros jueces menores completaban el cuadro de las magistraturas: alcaldes de aguas, fieles ejecutores y alcaldes de barrio.



Jueces reales


El virrey intervenía en primera instancia en causas en que fueran parte aborígenes, o en procesos criminales contra oidores o alcaldes, o vinculados con el ejercicio del Patronato, además vigilaba la administración de justicia y presidía la audiencia, aunque no votaba en los acuerdos de ésta. En relación a los gobernadores, ya hemos tenido oportunidad de ocuparnos de sus funciones judiciales párrafos atrás. El capitán general era un título militar que se otorgaba a virreyes y gobernadores, en cuyo carácter tenían competencia en primera y segunda instancia en el fuero de guerra, y sus fallos eran apelables ante la Junta de Guerra de Indias. Los oficiales reales intervenían como jueces ejecutando las deudas impositivas y fallando las causas por contrabando. De sus decisiones se apelaba ante la audiencia o ante el Consejo de Indias, según los casos.



Jueces eclesiásticos


Como el derecho canónico regulaba en esta época todo lo relativo a la organización de la familia, los jueces eclesiásticos entendían en materia de matrimonio, dispensas en caso de impedimentos para contraerlo, nulidad del mismo, divorcio o separación de cuerpos, alimentos, tenencia de hijos, etc. En materia de adulterio, concubinato e incesto, estas cuestiones eran de fuero mixto: correspondía entender en la causa al juez ordinario o eclesiástico que primero se abocara a resolver la cuestión. Lo mismo ocurría en materia de crímenes contra religiosos, profanación o robos de cosas sagradas, blasfemias, duelos, sacrilegios, exhumación de cadáveres, etc.


Los jueces eclesiásticos también entendían en los procesos civiles y criminales en que fueran parte religiosos, religiosas y sacerdotes. Los jueces eclesiásticos eran, de acuerdo a los casos y circunstancias, los arzobispos y obispos, provisores y vicarios, curas párrocos.


Había tres instancias, pero los pleitos terminaban en Indias y no en la Santa Sede. Para contrarrestar la posibilidad de una extralimitación por parte de estos jueces eclesiásticos, se estableció el que se denominó recurso de fuerza, que consistía en una apelación que el perjudicado podía presentar a la audiencia a fin de que ésta fallara definitivamente la cuestión.


Por su parte, los tribunales del Santo Oficio de la Inquisición funcionaron en Méjico y en Lima. Su propósito era preservar la pureza dogmática del catolicismo de vicios como la herejía, la apostasía, hechicerías, blasfemias, supersticiones, idolatrías, adivinaciones, etc. De los fallos de los tribunales en América, se podía apelar ante el Consejo de la Santa y General Inquisición de España. Cuando alguien era condenado, se lo entregaba a las autoridades políticas para el cumplimiento de la condena.


Han corrido ríos de tinta polemizando sobre los métodos de la Inquisición, que también utilizaron líderes del protestantismo como Calvino, Enrique VIII, Cronwell e Isabel. Debe juzgarse estas realidades ubicándose en la época, en que no se admitía el disenso en materia religiosa, tanto en los países católicos como en los protestantes, como no lo admitieron los pueblos paganos, que también castigaron las herejías respecto del credo oficial. Expresándolo sintéticamente, para abrir juicio sobre la Inquisición, debe tenerse presente: 1) Que la herejía, la brujería, la blasfemia, etc., eran delitos no sólo contra la religión, sino contra la seguridad del Estado; 2) Que la Inquisición fue popular: el castigo de la usura, de la apostasía, del contrabando de guerra, del homicidio, de la hechicería, de la homosexualidad, del adulterio, entre otros delitos, contaba con el favor del pueblo; como lo contaba la sanción de las violaciones del dogma católico, consustanciado con la cultura general de los habitantes, algo que hoy se nos dificulta comprender; 3) Que hubo papas, como Sixto IV, por ejemplo, que se quejaron amargamente ante los Reyes Católicos por excesos cometidos por inquisidores españoles; 4) Que el derecho penal de aquellos tiempos, aplicado por los Estados en todo el orbe, admitía atrocidades, que por supuesto, hoy condenamos. Así como la humanidad, luego de la aparición del cristianismo, fue aboliendo la esclavitud gradualmente, a medida que transcurre el tiempo va paulatinamente moderando el derecho penal, morigeración en la que no puede negarse la influencia, precisamente, de los principios Cristianos; 5) Que se ha exagerado notoriamente, por los enemigos de España y de la Iglesia, el número de los condenados a muerte por la Inquisición en América. Durante los 300 años de la dominación española, no pasaron de cien los ajusticiados con esa pena; 6) Que no es propósito nuestro realizar la apología de la Inquisición, ni mucho menos, pero que no puede negarse que España evitó las guerras de religión, y la innumerable cantidad de víctimas que ellas provocaron —verdadero escándalo de países autotitulados cristianos— previniendo la proliferación de la herejía protestante en el Imperio español por medio de la Inquisición.



Audiencias


Ya nos hemos referido en este trabajo a las competencias judiciales de las audiencias al considerarlas entre las autoridades residentes en América.



Jueces especiales


Hemos hecho mención de la justicia en el campo comercial que dispensaban los consulados. El protomedicato era un organismo cuyas funciones consistían en regular el ejercicio de la medicina y actividades conexas como las farmacéuticas; ejercía funciones judiciales contra los delitos que pudiesen cometer los médicos, cirujanos, boticarios, en el ejercicio de sus respectivas profesiones. También los rectores de las universidades, como verdaderos jueces, castigaban los crímenes cometidos dentro o fuera de los edificios universitarios, pero siempre que estuvieran relacionados con los estudios que en esas instituciones se cursaban.



El Patronato


Se llama Real Patronato al grupo de prerrogativas que detentaron los reyes de Castilla en cuanto al gobierno, disciplina y funciones de la Iglesia Católica en América. Fue finalidad primordial de la Corona, especialmente en el siglo XVI, la defensa del dogma y la moral católicos y la evangelización del aborigen.


Como la Iglesia, antes del Concilio de Trento, soportaba una decadencia disciplinaria acentuada, y no tenía posibilidades materiales al efecto, fue delegando a los reyes castellanos del período 1492-1600 –que dieron muestras de ejemplar conducta– un conjunto de potestades espirituales que les permitieran difundir la fe de Cristo entre los aborígenes. Así, los papas fueron confiando a los Reyes Católicos y sus sucesores, entre otras, las siguientes atribuciones:


1) La presentación a la Santa Sede de candidatos en condiciones de asumir arzobispados, obispados y otras dignidades eclesiásticas, quedando claro que la designación seguía perteneciendo a los papas;


2) La creación de arquidiócesis, diócesis, parroquias, etc.;


3) El pase o la retención de los distintos documentos pontificios, sin cuya condición las distintas autoridades indianas, incluso las eclesiásticas, no podían darles curso;


4) La administración de los diezmos, esto es, su cobro y su inversión. Los diezmos constituían un impuesto con el que se sostenía materialmente la Iglesia;


5) La erección de iglesias, conventos, hospitales, universidades;


6) El otorgamiento de permisos para la realización de concilios provinciales y sínodos diocesanos.


Era un conjunto de privilegios que llevaba anejas determinadas cargas, complejo institucional que en el derecho canónico es conocido como Patronato. Tales atribuciones le eran concedidas por la Santa Sede a la persona de los reyes de Castilla en particular, y como una verdadera excepción, atendiendo a determinadas circunstancias.


En el siglo XVIII, con la llegada del absolutismo a España, ese cuerpo de facultades fue considerado por los borbones como verdadera propiedad de la potestad real, es decir, que pertenecía a los monarcas en cuanto tales, como una regalía propia de su soberanía, y no como concesión temporaria del Vaticano a las personas de tal o cual gobernante. Esto dio origen a dificultades con Roma, que posteriormente según veremos, incidieron también, en la etapa posterior a la revolución de mayo de 1810, en las relaciones que los sucesivos gobiernos patrios tuvieron con el Papado.


Digamos que el clero español, el secular, y el regular, integrado por franciscanos, dominicos, mercedarios, agustinos, jesuitas y betlemitas; clero que ya había sido reformado y disciplinado en época de los Reyes Católicos, cumplió un papel altamente positivo en Indias, no solamente en las funciones estrictamente evangelizadoras y en la defensa del aborigen, sino también en los campos de la educación, de la difusión de la ciencia y el arte, y de la beneficencia o asistencia social, actividades que estuvieron casi íntegramente en sus manos.



Situación de los indios


He aquí un tema distorsionado por la «leyenda negra» que merecería un largo tratamiento, imposible de realizar en estas páginas por la índole de las mismas. Algo se dirá, en el intento de salir al cruce de tanta impostura sobre la obra de España en América, que ha merecido este juicio: «No colonizaron como lo han hecho otras naciones, barriendo de nativos el suelo conquistado, recluyéndolos en regiones remotas, o, donde esto no ha sido posible, limitándose a aprovechar sus servicios, con absoluto desprecio de las personas, y a explotar sus necesidades para el consumo y cambio de productos, abandonándolos por lo demás a su suerte; sino que se mezclaron con los naturales, considerándolos dignos de la comunidad humana, trabajando por ponerlos a su nivel intelectual y moral, y los prepararon así para la vida política de la civilización cristiana»10.


Por empezar diremos que al llegar los españoles a América, se encontraron con una multitud de culturas, y no con una sola, de disímiles desarrollos. Las correspondientes a los mayas, aztecas, chibchas e incas, que se hallaban ya en los comienzos de la edad de los metales, nos sorprenden con algunas de sus expresiones. El resto de las comunidades precolombinas, amazónidos, plánidos y fuéguidos, con diversos matices, estaban en una situación de retraso cultural, en algunos casos considerable, quemando etapas del neolítico y aun del paleolítico. Mientras los incas habían logrado una concentración y centralización del poder, un orden general, que pueden llevarnos a aceptar que habían llegado a una forma estatal con cierta evolución, los lules de nuestro Tucumán «tenían horror a vivir en común», y las familias vivían separadas unas de otras 11. Y mientras los mayas contaban «con ya cierta escritura fonética»12, puede afirmarse que en general los aborígenes no conocían la escritura, es decir, estaban en la prehistoria cuando llegaron los españoles. No obstante, deben reconocerse los progresos de los mayas en matemáticas o astronomía, que también, como los aztecas y los quichuas, impresionan por su arquitectura (pirámides mayas y aztecas, caminos construidos por los incas, etc.). También conmueven el arte maravilloso de la plumería entre los aztecas, la escultura maya, la orfebrería chibcha, los cultivos en terraza y la irrigación artificial de los quichuas, la perfecta yuxtaposición de las piedras en las paredes aun existentes en Cuzco, la trepanación craneana practicada en Perú, entre otros avances que sorprenden al estudioso. Pero en América precolombina no se conocía la rueda ni el hierro, no se contaba con el animal de tiro por excelencia, el caballo; la llama, en la zona incásica, lo sustituía muy parcialmente, pues en general, todo se hacía a lomo de indio esclavo. Así se construyeron las pirámides, los pucarás, las calzadas, y se trasladaban en literas el Inca y los nobles de su imperio. Carecían de escritura en general, se desconocía la pólvora, también el arado, el hacha y otras herramientas de hierro, lo que contribuía a que sus trabajos fueran elementales, las pesas y medidas, la brújula, la navegación a vela; la moneda asomaba como excepción. Existía un abismo profundo de carácter tecnológico respecto de la civilización europea.


Aunque sea sintéticamente, debemos recordar algunas de las realidades negativas de las civilizaciones aborígenes tal como las encontraron los españoles. La distancia más considerable entre ambos mundos, estaba en el plano espiritual. Europa se hallaba bajo la influencia liberadora del cristianismo, que se practicaba con mayor o menor fidelidad, es cierto. El nuevo orbe presentaba un espectro religioso muy variado que no es nuestra posibilidad explorar. Solamente diremos que existía la convicción de que todas las cosas están animadas por espíritus, unos buenos y otros malos, en lucha entre sí. La religión consistía, entonces, en atraerse los dioses benignos y en aplacar los malignos, de lo que surgía la necesidad de la magia. Esta contribuyó a frenar el progreso moral de esas parcialidades, ante el temor de lo desconocido, que sólo el iniciado podía enfrentar; fomentaba un fatalismo paralizante: poco o nada dependía del creyente, mucho del azar, en esa lucha entre el bien y el mal, sobre la que sólo el hechicero podía influir. Los aztecas sacrificaban vidas humanas para sosegar a los espíritus malignos, niños entre los chibchas. Iroqueses, aztecas, chiriguanos, guaraníes, eran antropófagos por similares razones.


El fatalismo llevaba a todas las culturas precolombinas a no tener idea de persona humana, de libertad, de igualdad, de derechos. Por ello los grandes imperios prehispánicos eran totalitarismos, donde el pueblo más fuerte domina al más débil; el azteca se edificó sobre los restos de las comunidades tolteca, chichimeca y tecpaneca, y si no dominaron a tarascos, mixtecos y zapotecos, fue porque éstos resistieron armas en mano. Los tlaxcaltecas, sus tributarios, se aliaron a Cortés que resultó su libertador 13. A su vez, el Imperio inca se erigió sobre la base del sometimiento de los aymaraes, juncas y otros grupos; sus conquistas fueron sangrientas e impusieron hasta su idioma a los subyugados. Y si queremos ejemplificar con parcialidades menores, allí estaban los carios paraguayos, asolados por tapes y agaces, los siboneyes por los caribes, los habitantes primitivos de nuestras pampas conquistados por los araucanos chilenos, los tonocotés sometidos por los lules, y así sucesivamente.


La esclavitud fue una realidad permanente de todos los pueblos precolombinos, desde el Artico hasta Tierra del Fuego, los vencidos fueron esclavos de los vencedores. La mujer se encontraba en general en un estado de inferioridad respecto del hombre. Las guerras de imperios contra imperios o contra indefensas tribus, de tribus contra tribus, fue la forma normal de coexistencia.


La desidia y la imprevisión fueron también una constante, productos también del fatalismo 14. El problema del alcoholismo era pavoroso entre casi todos los grupos autóctonos. No hablemos de pueblos íntegramente sodomitas, como los esmeraldas, que se salvaron de la dominación de los incas por el desprecio que éstos les dispensaban; del incesto generalizado; del levirato, costumbre que obliga al hermano del que murió sin hijos a casarse con la viuda; del sororato, que practicaron los huarpes, entre otros, costumbre por la cual al casarse el varón adquiere la prerrogativa de casarse también con todas las demás hermanas menores de la novia; o de la costumbre de los timbúes de cortarse una coyuntura de un dedo por cada pariente que se les muere «hasta venir a quedar mochos en manos y pies»15. Podríamos seguir relatando enormidades de estas sociedades que vivían inmersas en su primitivo paganismo –hasta que les llegó la predicación de la Verdad y buena parte de esos horrores desaparecieron– más la índole de nuestro trabajo no lo permite.


Otra cuestión es la del genocidio. Eduardo Galeano acepta sin más ni más que sólo los aztecas, incas y mayas sumaban entre setenta y noventa millones a la llegada de los españoles, y que un siglo y medio después estaban reducidos a apenas tres millones y medio 16. Esto se dice por pasión ideológica y odio a la cultura, que es nuestro tesoro más preciado. La ciencia histórica dice una cosa muy diferente.


Angel Rosenblat, en el que quizás sea el trabajo más serio sobre el tópico, adjudica a la llegada de los españoles a América, desde Méjico a Tierra del Fuego inclusive, excluyendo a Brasil, una población india de 11.385.000 almas. Rosenblat calcula en 51.478.729 pobladores con sangre india la población al sur del Río Grande en 1950, excluyendo siempre a Brasil (14.132.822 indios y 37.343.907 mestizos de indios). Sus estudios evidencian el invento en que consistió tan manido genocidio. Hay que puntualizar, no obstante, apoyándonos en Rosenblat, que hacia 1570 la población aborigen de Iberoamérica había perdido 2.185.000 personas 17. La principal causa de este menoscabo fue la viruela, peste contra la cual España luchó como pudo. Otras causas de la merma fueron enfermedad como la escarlatina, el tifus, el sarampión o el paludismo, las insolaciones, la escasez de comida, a veces causada por la acción depredadora de las mangas de langostas, los excesos de una vida viciosa, como la embriaguez y el uso de la coca, la mestización, las guerras. Y no se puede negar que la mita minera, el trabajo en los obrajes, las cargas pesadas y otros trabajos duros actuaron sobre la constitución débil del aborigen, especialmente en las primeras décadas de la conquista, hasta que comenzaron a alzarse, cada vez más estentóreas, las voces que denunciaron los abusos, voces que principalmente provenían de la Iglesia.


España enfrentó el problema del aborigen con realismo. Por un lado, quería incorporarlo a su cultura superior, evangelizándolo, por el otro, necesita de él, de su trabajo, para poder fundar ciudades, labrar los campos, extraer los metales, en una palabra, ponerle cimiento material a una nueva civilización hispano-indiana. Si la cuestión de los justos títulos generó para la conciencia del español un problema muy difícil de resolver, el desafío que significaba encarar la incorporación del aborigen a un proyecto de vida eminente, fue aun más espinoso. Algunas situaciones de estado de salvajismo, que hemos tenido oportunidad de mencionar muy someramente, lo colocaban al español frente al dilema de considerar si se estaba ante un hombre o un sub-hombre. ¿Eran los aborígenes, verdaderamente, seres humanos? Si lo eran, para la conciencia de un cristiano eran seres que había que elevar y amar. ¿Cómo lograr esa superación? ¿Cómo hacer para comunicarse con quienes hablaban centenares de lenguas abstrusas? 18. ¿Qué grado de libertad debía proporcionárseles? ¿Qué tratamiento darles?


Para Bartolomé de las Casas el aborigen era pacífico, virtuoso, humilde. Para Juan Ginés de Sepúlveda era poco amigo del esfuerzo, vicioso, obsceno, ignorante, de cortos alcances. Puede decirse que, en general, porque las excepciones fueron abundantes, la postura del conquistador, rudo guerrero en la mayoría de los casos, discrepaba con la del misionero, que por su cultura sabía ver más allá, y estaba dispuesto, con apoyo en la virtud de la paciencia, a tratar de lograr el mejoramiento del estado de vida de los pobres naturales.


En la primera etapa, la antillana, la tendencia del conquistador fue esclavizar al aborigen, como vencido que era y de acuerdo a las viejas tendencias de la humanidad que todavía tenían cierta vigencia a pesar de la acción liberadora del cristianismo. Es sabido que Colón, al regreso de su primer viaje, llevó indios en calidad de esclavos a la metrópoli, y lo mismo hizo en 1495. La cuestión no quedó bien definida en el ánimo de la corona hasta que con la cédula de los Reyes Católicos del 20 de junio de 1500, se declaró la libertad de los aborígenes, aunque en los hechos algunas prácticas continuaron hasta 1503, en que cesaron.


En la práctica, la necesidad de mano de obra por un lado, y la inferioridad mental del indio en relación con el europeo, por el otro, hizo difícil el respeto de la voluntad real. La Corona realizó múltiples experiencias entre 1516 y 1532 para constatar si era posible que los indios pudieran aprender a vivir libremente como «labradores cristianos de Castilla», con resultados negativos en todos los casos. Tampoco fueron favorables las opiniones al respecto de civiles y eclesiásticos destacados 19. El indio era reacio al trabajo organizado, y sin su trabajo era imposible todo progreso. La propia retención de los españoles en América, que eran pocos para la enorme tarea a realizar, exigía del aborigen su cuota de colaboración. De allí que entre su libertad plena y la esclavitud, hubo que optar por un camino intermedio, de una actitud paternalista, que consideró al indio como una especie de menor de edad. De esta toma de posición casada con la realidad, surge en materia laboral la institución de la encomienda, «patronato conferido por favor real sobre una porción de los nativos concentrados en colonias cercanas a las de los españoles, con la obligación de instruirlos en la religión cristiana y en los rudimentos de la vida civilizada y de defenderlos en sus personas y propiedades, junto al derecho de solicitar tributo o trabajo a cambio de esos privilegios»20.


Lamentablemente, los encomenderos, en la etapa antillana, cumplieron deficientemente con las obligaciones que la encomienda les imponía, sometiendo a los encomendados a duro trato. Esto provocó la reacción del fraile dominico Antonio de Montesinos, quien, en 1511, pronunció en Santo Domingo un célebre sermón donde increpó severamente a encomenderos y conquistadores. El revuelo que provocó este sermón, hizo que la Corona convocara una Junta en Burgos hacia 1512. Luego de largas polémicas se dictaron normas conocidas como «Leyes de Burgos», por las que se admitió la encomienda corno institución necesaria, pero rodeada de numerosas previsiones relativas al buen trato del aborigen, su formación religiosa, su instrucción, su alimentación, su vestimenta, su descanso, su salario, todas obligaciones del encomendero y del contralor de los funcionarios reales; se prohibía el trabajo de niños menores de catorce años, salvo en oficios propios de su edad, y la labor de las mujeres embarazadas con más de cuatro meses de gravidez.


En 1537, el Papa Paulo III declaró que los indígenas «no están privados, ni deben serlo, de su libertad, ni del dominio de sus bienes, y que no deben ser reducidos a servidumbre», condenando con la privación de los sacramentos al que violara dichos preceptos.


Entre 1542 y 1543 Carlos I dictaba las famosas «Leyes Nuevas» por las que declaraba la plena libertad de los aborígenes, terminando no sólo con toda posibilidad de esclavitud, sino vedando el otorgamiento de nuevas encomiendas, castigando a los encomenderos que hubiesen maltratado a los indios con la pérdida de sus encomiendas; también, que los naturales habitantes de las Antillas, en compensación por el mal trato recibido en la primera época de la conquista, no debían ser «molestados con tributos, ni otros servicios reales, ni personales, ni mixtos, más de como lo son los españoles». Entonces ocurre algo insólito: enviado al Perú Blasco Núñez de Vela para hacer cumplir las nuevas disposiciones, hubo de soportar, con ese motivo, la rebelión de la población encomendera que le da muerte en medio de una sangrienta guerra civil a duras penas sofocada. ¿Dónde se ha visto que la clase dirigente de una potencia vencedora presente el cuadro de una cruel lucha fratricida, ocasionada por la aplicación de normas benévolas hacia el pueblo vencido?


La encomienda terminó siendo, según lo quiso Felipe II, una cesión de tributo, la transferencia de la facultad de cobrar un impuesto que el rey tenía derecho a percibir, a favor del encomendero a quien se deseaba premiar por sus servicios. Bartolomé Albornoz advirtió que con esta corrección, el indio encomendado pasaba a estar en una situación harto superior a la que estaba en la etapa precolombina, en la que las distintas noblezas autóctonas eran dueñas y señoras de las personas, trabajo y bienes de los indios plebeyos, y en la que los tributos que los aborígenes debían a sus monarcas no eran controlados por nadie 21.


También debe destacarse que, a lo largo de la dominación hispánica, la Corona fue tomando medidas que bien pueden considerarse como las raíces del moderno derecho laboral, a las que Levene califica de «monumento de protección y benevolencia que puede ser equiparado con ventaja a las leyes de cualquier país europeo relativas a la condición de las clases trabajadoras»22. Enumeraremos algunas de esas disposiciones: jornada de labor diaria de seis a ocho horas; descanso dominical y festivo; salario justo y suficiente, vital, pagado en moneda corriente; salario mínimo y móvil, de acuerdo al mandato de Felipe II: «cuando aumente el valor de las cosas que suba también el precio del sudor de los indios»23; condiciones especiales para el trabajo de las mujeres y de los niños; indemnización por accidentes del trabajo; atención del obrero enfermo; servicios médicos gratuitos al indio pobre; trabajos peligrosos o insalubres vedados; prohibición del trabajo nocturno; provisión de vivienda adecuada, alimentos, vestimenta, herramientas de trabajo; control de precios; justicia gratuita; defensa frente a los abusos laborales de los propios caciques. La finalidad de este trabajo no nos permite analizar pormenorizadamente todo este cúmulo de normas que rigieron en América, cuando ni en Europa tenían vigencia.


En la etapa precolombina, las mitas, trabajos que se exigían por turnos, en el imperio incaico habían sido forzosas y permanentes, sin pago de ninguna especie, el Inca podía exigir esos servicios sin condicionamientos. España hizo a las mitas remuneradas y limitadas en el tiempo; los indios eran organizados rotativamente, con lo que se lograba que el grueso de la población aborigen pudiese atender sus propias tareas. Se rodeó a la mita de exigencias reglamentarias, algunas de las cuales se han mencionado párrafos atrás.


El cuatequil, que se practicó en Méjico, consistía en un servicio personal forzoso pero remunerado, como en el caso de la mita peruana, también asalariada según lo reseñado. Mediante el cuatequil, los indios eran llevados a las plazas y lugares públicos para que concertaran su trabajo con los españoles por días o semanas, yendo libremente con quienes quisiesen. El virrey o los gobernadores tasaban con espíritu de justicia los jornales, evitándose que el trabajo fuese excesivo. Esta institución marca un hito fundamental en el camino hacia el logro del asalariado libre, que fue una realidad al término del período de la dominación hispánica.


Sin esta transición que regenteó España, ¿se hubiese llegado a este término? Librada la masa aborigen a sus sistemas de trabajo precolombinos, intacta la mentalidad del indio tal como estaba a la llegada de los españoles, ¿se hubiese arribado ya a la etapa en que el trabajador dueño de sus fuerzas elige su tarea con independencia de presiones, atendiendo a sus inclinaciones e intereses? Lo dudamos mucho. La humanidad ha invertido veinte siglos en salir del trabajo esclavo, pasando por el trabajo servil, para llegar al trabajo libre, término si se quiere breve teniendo en cuenta que las comunidades humanas datan de cerca de un millón de años, y que de este término, salvando la mencionada evolución de dos milenios, en el resto, el trabajo fue propio de esclavos. Por España en América se logró esa transformación en dos o tres siglos.


La evangelización y civilización del aborigen alcanzó una profundización destacable en las reducciones y misiones, que sembraron por doquier especialmente los miembros de las órdenes religiosas.


Aclaremos que los términos misión y reducción se usaban en forma indiferente, aunque el primero parece que debe reservarse a toda labor apostólica y cultural efectuada con naturales que no se limitaba por razones de lugar y tiempo, especialmente cuando se trataba del primer intento evangelizador. En cambio, se habituaba llamar reducción a toda acción apostólica y civilizadora efectuada con indios no catequizados congregados en poblaciones estables, donde se los humanizaba enseñándoles las primeras letras, las técnicas agrícolas y artesanales y hasta a defenderse de los ataques externos. Franciscanos, dominicos y agustinos, poseyeron reducciones a todo lo largo y lo ancho de. América española, mientras que los mercedarios se limitaron a Guatemala, Quito, Perú y Chile. Los jesuitas prefirieron actuar en las zonas de frontera: Paraguay, Mojos, Florida, California, aunque luego se extendieron a territorios interiores.


Entre nosotros, los pioneros en materia de reducciones fueron los franciscanos, que evangelizaron a través de ellas el ámbito rioplatense desde fines del siglo XVI. La gran figura franciscana de esta obra fue fray Luis de Bolaños –que tuvo apoyo eficiente de aquel valioso gobernante que fue Hernandarias– fundando entre otras reducciones la de Limpia Concepción de Itatí, cerca de Corrientes, Santiago de Paradero, actual Baradero en la provincia de Buenos Aires, etc.


Los pioneros franciscanos fueron seguidos por los jesuitas, que realizarían en nuestras tierras las experiencias más apasionantes en orden a la fundación de reducciones. Ellas comenzaron, también con el apoyo de Hernandarias, hacia 1610. Las establecidas en el Guayrá, nordeste del Paraguay, y en el Tape, estado brasileño actual de Río Grande do Sul, fueron abandonadas debido al ataque de los bandeirantes brasileños, mestizos que organizaban invasiones en territorio español, para capturar indios que eran vendidos como esclavos para la explotación de las fazendas. Destruyeron los poblados y se calcula que entre 1611 y 1638 los mamelucos paulistas capturaron como esclavos más de trescientos mil indios. Ello llevó a los jesuitas a trasladar los pueblos más al sur, y a solicitar a la Corona autorización para enseñar el arte de la guerra a sus prosélitos guaraníes. Esta previsión permitió que éstos, adiestrados militarmente por los padres, obtuvieran en 1641 la famosa victoria de Mbororé, que duró cinco días, que escarmentó duramente a aquellos intrusos y que salvó para la futura Argentina la posesión de la Mesopotamia, pues el objetivo portugués era llegar al Paraná por el oeste y al Río de la Plata por el sur. El traslado de las reducciones las ubicó, en un número total aproximado a treinta pueblos, en territorio misionero y correntino unas quince, ocho en el actual Paraguay y siete en lo que es ahora el estado brasileño de Paraná, al este de nuestra Mesopotamia. La población íntegra de los treinta pueblos alcanzó los cien mil habitantes.


Los jesuitas produjeron con sus reducciones una de las más fieles respuestas al espíritu altamente generoso de la Legislación de Indias. Sustrajeron al indio del régimen de las encomiendas y lo formaron integralmente respetando su libertad: nadie fue obligado a aceptar el modus videndi de las reducciones. Se modeló al aborigen como persona, como integrante de una familia y de una profesión. Se lo sacó del vicio, se lo llevó a constituir matrimonios monogámicos e indisolubles. La idoneidad artesanal que adquirió bajo la tutela jesuítica, le permitió edificar pueblos con sus iglesias, cabildos, escuelas, hospitales, talleres, unidades de viviendas dignas, casas para viudas y huérfanos, depósitos, etc. Explotaba no solamente la fracción de tierra individual que se le adjudicaba para sostén de su familia, sino los campos colectivos, con cuyo producido se atendían no solamente las necesidades comunes, sino también las de cada unidad familiar, dado que, verbigracia, del ganado que pastaba en esos campos y que era también propiedad común, recibían esas familias su ración de carne, de leche, o los animales de tiro necesarios.


Eran también propiedad de la colectividad los bosques y yerbales, los productos que se exportaban, los barcos de transporte, los talleres, las viviendas, las estancias. El gobierno de los pueblos, verdaderas repúblicas en pequeño, era ejercido por los cabildos, integrados por indios y aconsejados por los padres, quienes se ingeniaron para reducir a los caciques a funcionarios dentro del cabildo. En su obrita, Arnaldo Bruxel 24, pone de relieve lo brillante de la labor educadora, formadora de artesanos y trabajadores agrícolas, y hasta promotora de artistas, que realizaron los jesuitas en las reducciones. No les faltó a éstas imprenta, observatorio astronómico, servicio médico eficiente, con atención a domicilio inclusive, y un desarrollo en arquitectura, pintura, escultura, danzas, teatro elemental, música y canto, imaginería, orfebrería, realmente sorprendentes habida cuenta de la época y del medio en que florecieron.



Situación de los esclavos


Ya hemos dicho que la necesidad de brazos para construir una nueva civilización, acució a los españoles. El aborigen unía a sus limitadas aptitudes para el trabajo, y a su indolencia, el hecho de que la Corona, como se ha visto, coartó cuanto pudo todo tipo de explotación intensiva. Se apeló entonces a la importación de esclavos, especialmente congoleños y angoleños, nefando tráfico que era toda una lacra residual, en plena edad moderna, de las costumbres y prácticas propias del paganismo pre-cristiano. La Corona vio en el comercio de esclavos una forma de recaudar tributos, y los españoles la posibilidad de contar con mano de obra adecuada y barata.


No todos consintieron esta enormidad, frente a este abuso se alzaron las voces misioneras de fray Domingo de Soto, de Bartolomé Albornoz, de fray Bartolomé de las Casas, de los padres Luis de Molina, Luis de Sandoval y Pedro Claver. Este último consagrado por entero al alivio de las necesidades de los pobres esclavos negros, jesuita del siglo XVII que la Iglesia canonizara precisamente por su esforzada obra en tal sentido. En el Río de la Plata los jesuitas Lope de Castilla y Pedro de Espinoza hicieron gran labor educativa y de elevación material de los negros.


Otras voces, en cambio, trataron en pleno Renacimiento, es decir, en una etapa de la historia de Occidente en que pareció positivo el regreso al arte y aun a las costumbres del paganismo, el retorno también a instituciones como la de la esclavitud, que ayudaran a resolver el problema de la escasez de brazos que laboraran la tierra, a explotar las minas, preparar las manufacturas artesanales, etc. La antigua doctrina antiesclavista española no pudo superar esta corriente pagana, habría que esperar al siglo XIX para que se operara una reacción en este sentido.


Hubo tres períodos en el tráfico negrero: 1) El que se extiende hasta 1595, en el que la importación de esclavos se hizo por medio de licencias, esto es, permisos que el rey otorgaba a personas privadas para introducir un número determinado de negros en un determinado plazo; satisfecha la Corona con el pago de los derechos que le correspondía por la introducción, las licencias podían ser enajenadas y no había estricta obligación de importar los esclavos que primitivamente se había pensado traer; 2) De 1595 a 1789 existió el régimen de los asientos, por los cuales un particular o una compañía privada, tomaba compromiso de traer una cantidad determinada de esclavos previo pago de los derechos que se estipulaban para la Corona. Fueron los portugueses, holandeses, franceses, y posteriormente, los ingleses, los que obtuvieron franquicias de este tipo, las que facilitaron el contrabando que practicaron en gran escala, por otra parte. En 1713, como corolario de las ventajas que obtuvo Gran Bretaña de la guerra de Sucesión, logró un asiento para introducir durante treinta años nada menos que 144.000 esclavos. Los asientos no se otorgaron a españoles porque éstos, en general, se mostraron renuentes a dedicarse a esta actividad infamante; 3) La tercera etapa se inició en 1789, cuando la Corona estableció la libertad en el comercio de esclavos.


La situación jurídica de los esclavos estaba contemplada en las Partidas y en algunas otras disposiciones aisladas. El esclavo estaba reducido a ser una cosa que se compraba, se regalaba, se alquilaba, se embargaba, se remataba. Pero la ley prohibía matarlo, herirlo, mutilarlo; también había que respetar su decisión de contraer matrimonio, su derecho a adquirir la libertad, y debía ser instruido por sus dueños en la fe católica. Un esclavo lo era por vida, siendo objeto de sucesión. La condición de esclavo la determinaba la madre: en una unión entre esclava y hombre libre, el niño fruto de esa unión era esclavo, pero no a la inversa. El trato que recibieron los esclavos en el Río de la Plata, fue benigno, más que en Méjico, Perú o la zona del Caribe.


Una real cédula de 1789 mejoró su situación: se estableció su evangelización, su alimentación, vestido, descanso y hasta diversiones sanas; en caso de invalidez, enfermedad y ancianidad, debía ser asistido por sus amos, los cuales no podían sobrecargarlos en sus tareas en caso de ser niños o mujeres.


El esclavo podía alcanzar su liberación, ya sea por manumisión, esto es, cuando el dueño decidía liberarlo, por ejemplo, en agradecimiento de servicios prestados; cuando el esclavo compraba su libertad pagando al amo el mismo precio que éste había desembolsado al adquirirlo; o en caso de que el amo hiciera abuso deshonesto de su esclava; cuando el amo lo había dejado abandonado sin asistencia en su niñez, enfermedad o vejez; o por decisión del rey para premiar a algún esclavo que hubiese prestado servicios meritorios a la Corona, en estos casos el rey pagaba el precio al dueño. Los libertos gozaban de una libertad sui-generis, sujeta a restricciones que los seguían diferenciando de los blancos y de los indios. Así, un esclavo liberto debía vivir con «amos conocidos», no le estaba permitido ocupar cargos civiles y eclesiásticos, no podía concurrir a la universidad, ni usar armas.