Historia Constitucional Argentina
CAPITULO 1 | Introducción
 
 

Sumario:España, visión panorámica de su trayectoria histórica. Instituciones medioevales hispánicas. La monarquía. El Consejo Real y las Cortes. Municipios y fueros. Los gremios. La conquista de América.





España, visión panorámica de su trayectoria histórica


Fuimos durante alrededor de tres siglos, un período más largo que el propio de nuestra vida como nación independiente, una provincia del imperio español. Así como para comprender a los hijos, en general es útil conocer a los padres, captar mejor a Argentina, a su historia, impone un estudio de la Madre Patria, de España, de la evolución de esta nación a través de su pasado. No es de la índole de este trabajo hacer exhaustivamente, ni mucho menos, ese estudio. Además, nuestro objetivo no es hacer Historia Argentina, sino Historia Constitucional Argentina, sin descuidar la descripción del marco político, económico-social, cultural e internacional que explica el desarrollo de nuestra Historia Constitucional. Por ello, en el panorama brevísimo que daremos de la historia de España, nos detendremos un poco más en la historia de sus instituciones político-jurídicas, que como es lógico suponer, mucho influyeron en el esquema y en el espíritu de las instituciones argentinas a partir de 1810.


La Providencia quiso que el descubrimiento de América correspondiera a la nación que durante todo el siglo XVI, crucial en la conquista, alcanzaría sin lugar a dudas el primer rango dentro del concierto mundial, en lo territorial, en lo político, en lo económico, en lo militar, en lo intelectual, en lo espiritual y aun en aspectos de lo artístico. España fue la superpotencia de esa hora, después de una apasionante evolución milenaria.


La primitiva estirpe celtíbera, base de la población ibérica, se asomó a la contemplación de los avances culturales de oriente entre los siglos VIII y VI antes de Cristo: fenicios, griegos y cartagineses se asentaron en sus costas mediterráneas y le dejaron sus aportes culturales. Luego, los españoles resistieron el intento anexionista de Roma, que quedó definitivamente sellado hacia el comienzo de la era cristiana, después de una durísima defensa dos veces centenaria que reveló los quilates guerreros de los celtíberos.


España, convertida en provincia del Imperio, recibió indirectamente a través de éste la influencia del pensamiento y del arte griegos, y directamente de Roma elementos de unidad: tales la concepción político-administrativa, el derecho, la lengua latina, las construcciones monumentales, en especial las carreteras, los propios dioses. Recepta valiosos elementos culturales de la metrópoli, pero le llega a dar emperadores del valer de Adriano y Trajano y pensadores del fuste de Séneca; se constituye en insigne provincia romana sin perder su estilo. éste se vería realzado por la Fe de Cristo que llega concomitantemente con el proceso de su incorporación al Imperio, de la mano y de la boca de aquella Iglesia de los Apóstoles representados por Santiago y otras numerosas expresiones del martirio y de la santidad.


El cristianismo se constituiría en la levadura de una realidad que en la etapa provocada por la invasión de los bárbaros visigodos, 400 a 700 de nuestra era, se manifestaría a través de Isidoro de Sevilla, verdadero fundador del derecho político español, que le espetó al rey Recaredo esta advertencia: «Rey eres si respetas el derecho y si no, no lo eres». A principios del 700 se produce la irrupción árabe en la península ibérica, con lo que ésta se transformara durante ocho siglos en frontera oeste de la Cristiandad europea, asediada por los cuatro costados por parcialidades bárbaras.


En España, esa resistencia secular a la cultura y al brazo armado del Islam, trocó a los habitantes de los distintos reinos hispánicos, según la calificación de Menéndez y Pelayo, en pueblo de teólogos y soldados. Ese acendrarse en la fe y en la militancia caballeresca, fue preparando a la Madre Patria para su destino de grandeza en un medioevo pleno de santidad y bizarría que darían sus óptimos frutos. Siguiendo a Isidoro de Sevilla, los reinos españoles del medioevo fueron estados de derecho con el nacimiento de instituciones que ya analizaremos.


En el plano jurídico, monumentos como el Código de las Siete Partidas de Alfonso El Sabio, permiten calificar a España como hija dilecta de Roma en este campo. En lo social, la servidumbre, que suavizó la situación de la esclavitud heredada del mundo pre-cristiano, va desapareciendo más aceleradamente en Iberia que en el resto del continente, dando paso al campesinado libre.


En el campo cultural aparecen los distintos idiomas ibéricos, de los que el castellano se transformaría en lengua nacional, produciendo desde el anónimo Cid Campeador un pre-renacimiento literario que fue como un anuncio del Siglo de Oro de Cervantes y tantas otras luminarias. Catedrales, palacios y mezquitas, bajo el influjo de los estilos románico, gótico y mudéjar, son aún hoy testigos de un florecimiento artístico impresionante. Mientras la pasión por la sabiduría iría sembrando de universidades el suelo ibérico desde el siglo XIII.


En lo económico, va abriéndose camino una tendencia solidarista de la que las nociones de justo salario y justo precio son expresiones novedosas, mientras comienzan a funcionar los gremios, se abomina de la usura, y se va modificando el concepto romano individualista de la propiedad, poniéndole primitivo fundamento a la idea de función social que debe cumplir el dominio de las cosas materiales.


Ese mosaico de reinos que fue la Iberia del medioevo, logró durante el reinado de los Reyes Católicos –de la prudente y virtuosa Isabel, y del talentoso y estratega Fernando– su unidad y el orden indispensables para cualquier política de grandeza. Dice Terrero que «los Reyes Católicos gobernaron durante treinta años Castilla y Aragón, y este reinado puede reputarse por uno de los más gloriosos de cuantos ha tenido España. Al desconcierto sucedió el orden, a la flaqueza del poder la energía y se puso más de relieve por el contraste con la anarquía del período enriqueño que venía a cancelar. Se pasó a una era de espléndidas esperanzas que pronto se trocaron en tangibles realidades. Alboreaba una nueva Edad 1.


La España del siglo XVI, la de Carlos I y Felipe II, descendientes de los Reyes Católicos, fue algo más que una España potente por su territorio, por sus ejércitos, por sus riquezas, por el nivel que alcanzaron su literatura y su pintura. Este Imperio, en su hora más memorable, se motivó desde la Corte para abajo, hasta abarcar los estratos sociales más inferiores, primordialmente por la fe, por un ideal religioso. Esto le permitió, no sin mucho esfuerzo, incorporar todo un mundo a la Verdad. Fue por boca de un español, el jesuita Diego Lainez, que se afirmó en Trento la paridad existente entre todos los hombres respecto de su salvación. Este principio sería básico en la definición de los apotegmas de la libertad e igualdad discernidas por el Autor de la naturaleza a toda la humanidad sin distinción de raza, sangre, talento, sexo o posición económica o social. Principio que precedería, como pórtico luminoso, a la elaboración de los fundamentos del derecho internacional, esto es, la afirmación de la libertad e igualdad de todas las naciones, obra de Fray Francisco de Vitoria, y de los cimientos del derecho político moderno que pondría el P. Francisco Suárez con su doctrina populista del origen del poder. Pensamos, por esto, que ninguno mejor que este pueblo, que representaba acabadamente a la cultura greco-romana-cristiana, con las limitaciones y flaquezas propias de toda empresa humana, tuviese a cargo la misión de irradiarla en el vasto escenario americano.



Instituciones medievales hispánicas


Acercándonos ahora a nuestro tema, el institucional, diremos que este pueblo, España, llamado a tales destinos, fue desarrollando en la etapa medieval instituciones políticas y jurídicas de relevancia, que luego, en la letra y en el espíritu, iría utilizando en el gobierno de América. Nos referimos a la monarquía, el consejo real, las cortes, los municipios, los gremios.



La monarquía


Hacia el siglo X los distintos reinos españoles, como Castilla, Aragón, Navarra, Cataluña, se hicieron hereditarios, y aunque esto fortificó el poder real, no le dio el carácter de absoluto. El monarca la ejercía el poder mediante un pacto tácito con el pueblo, pero ese mando se veía limitado por las leyes del reino, los fueros, su propia conciencia cristiana, los derechos de sus súbditos, las prerrogativas de las Cortes, los usos y costumbres, el derecho natural y de gentes. En esta concepción ético-religiosa de la política, el rey ejerce su oficio enderezado a servir la finalidad última de su quehacer como estadista: el bien común. Si no lo hacía así, ya el Fuero Juzgo había determinado que dejaba de ser rey para convertirse en tirano, y debía habérselas con los nobles, las Cortes, la Iglesia. Más adelante se llegaría incluso a justificar el tiranicidio.



El Consejo Real y las Cortes


Si bien el rey era legislador, jefe de la administración, suprema autoridad militar y dispensador de la justicia en última instancia, además de tener que adecuarse a derecho en su actividad política, estaba constreñido por determinados organismos. No sólo por el Consejo Real, qué en la monarquía castellana jugó a partir del siglo XIV el papel de cuerpo consejero, forjador de la legislación que el rey sancionaba y tribunal judicial, sino por las Cortes, que aparecieron en Castilla hacia el siglo XIII. Presididas por el rey, estaban integradas por representantes del clero, de la nobleza y de la población de las ciudades. Los del pueblo eran elegidos por sorteo dentro del sector selecto de la ciudad.


Sobre las prerrogativas de esta asamblea, verdadera simiente de los parlamentos actuales, puede afirmarse que el rey debía convocarlas cuando así lo exigía un interés grave o fundamental: acordar impuestos extraordinarios, prestar asentimiento a la declaración de guerra o a la concertación de la paz, tomar juramento al rey, al asumir el poder, de su compromiso de respetar leyes y fueros vigentes, adoptar disposiciones en caso de vacancia del trono, peticionar al monarca el mejoramiento de la justicia o de la administración.



Municipios y fueros


El lento avance de los reinos sobre territorios en poder de los árabes, planteó la necesidad de repoblar esas zonas liberadas. Para ello los monarcas concedieron, a partir del siglo X, privilegios y franquicias a las ciudades ubicadas en el área fronteriza, en documentos conocidos como cartas pueblas o fueros. Además de contribuir a debilitar el feudalismo y a fortificar el poder real, pues muchos habitantes de las zonas rurales, adscriptos a la tierra, se liberaban en virtud de los privilegios torales pasando a vivir en la ciudad, con lo que crecía su adhesión al rey, dichos privilegios coadyuvaron a robustecer la institución municipal denominada Concejo o Cabildo. Merced a los fueros, las ciudades, a través de sus cabildos, se comprometían a auxiliar militar y financieramente al rey, y éste se obligaba a amparar al municipio y preservar su autonomía.


En la segunda mitad del siglo XII, ya muchas ciudades castellanas tenían prerrogativas de administración y justicia propias, desempeñadas por funcionarios elegidos anualmente por todos los vecinos, con exclusión de los nobles, clérigos, solteros no afincados y extranjeros. Tales eran el judex, los alcaldes y los jurados o regidores. El judex, autoridad de primera jerarquía, poseía facultades políticas, militares y judiciales. Los alcaldes acompañaban al anterior en la tarea de dispensar justicia, y los regido-res desempeñaban tareas administrativas variadas, militares, económicas (abasto, control de precios y medidas), policiales, de obras públicas, culturales. Estos funcionarios sesionaban en conjunto como concejo o cabildo cerrado, reservándose el nombre de cabildo abierto a la reunión de todos los vecinos para las labores electivas ya apuntadas o en función del tratamiento de temas de trascendencia como la defensa común, medidas a tomar frente a una intensa sequía, etc.


El municipio español floreció en el siglo XIII, en el que gozó de gran autonomía, y a través de las uniones o hermandades entre dos o más concejos, la facultad jurídica de darse su propia organización, la prerrogativa de nombrar diputados que lo representaban en las Cortes y la posibilidad de tener milicias propias, y se constituyó en un centro de poder en esa particular sociedad española del medioevo. Decaería la institución municipal en los siglos siguientes con el incremento de la potestad real, tributando a la necesidad de consolidar la unidad política. No obstante, ya veremos como el espíritu de la institución capitular autónoma que madura en el siglo XIII, incidió en la contextura y la acción del cabildo americano.



Los gremios


Es una típica creación medieval, siendo el municipio su cuna y protector, y sus fines no fueron solamente los específicos de defensa de los intereses económicos de los trabajadores, sino que también poseían objetivos de asistencia social y culto religioso. Tenían sede propia, símbolos que lo caracterizaban, caja común y santo patrono protector. Maestros, oficiales y aprendices, eran la escala jerárquica dentro del gremio. Para arribar a la primera categoría de maestro, los oficiales debían rendir una prueba de suficiencia. Los alcaldes, verdaderos inspectores nombrados por los gremios, controlaban la calidad de la producción y ejercían la defensa de los gremios en los juicios en que ellos fueran parte.


El gobierno de la institución era ejercido por un cabildo o junta, pero las decisiones trascendentes eran tomadas por todos los agremiados reunidos en asamblea.


Entre las funciones de los organismos gremiales, además de las ya especificadas, estaban el establecimiento de los días festivos en que no se trabajaba, fijar técnicas detalladas de producción, vigilar la formación de los aprendices y regular las retribuciones que debían dar a sus maestros, controlar los precios de los productos que producían los agremiados, contribuir a la fijación de los justos precios de las cosas, que era atribución del municipio, regular los salarios que los maestros debían abonar a los oficiales.



La conquista de América


Con el objeto de captar debidamente las verdaderas alternativas del encuentro entre dos mundos –el español y el de las culturas aborígenes precolombinas– dado que eso fue en último término la conquista de América, como observación preliminar puede calcularse en forma aproximada que ambas realidades se hallaban a una distancia de alrededor de tres mil quinientos a cuatro mil años. En efecto, las culturas autóctonas inferiores no habían salido del neolítico, y las superiores habían ingresado en la edad de los metales aunque desconocían el hierro, pues las más avanzadas transitaban la etapa del cobre. Por tanto, las culturas aborígenes que encontraron los españoles estaban en un grado de evolución que los europeos habían transitado entre los tres mil y los dos mil años antes de Cristo.


Naturalmente, surge el interrogante de si las culturas indígenas, sin el auxilio íbero, hubiesen arribado al escalón cultural en el que el viejo continente estaba en el siglo XV. José Vasconcellos entiende que la barbarie de las instituciones sociales y religiosas aborígenes no llevaba a ningún progreso, y que aun conquistando formas técnicas y políticas muy evolucionadas, los frutos de ese avance jamás hubiesen llegado a los producidos por la cultura asiático-europea 2. Ballesteros acepta este criterio pues razona que ni aun los pueblos aborígenes más desarrollados perdieron contacto con mitos y leyendas primitivos, que todavía hoy es posible encontrar entre los indígenas inferiores de las «reservas» norteamericanas, o de las selvas sudamericanas. El orden moral y religioso aborigen, era lo suficientemente elemental y limitado como para no permitir una mudanza positiva de esas comunidades; les faltaba un credo liberador, que les dispensara un «sustratum» verdaderamente moral que sirviera de palanca para impulsar progresos en otras áreas culturales 3. Morales Padrón ha escrito que «era, en general, un mundo pobremente tecnificado, abrumado por el fatalismo cosmogónico de sus creencias» 4. De ese fatalismo, tan pernicioso para cualquier intento de superación, sería sacada la realidad precolombina por el credo liberador por excelencia, incorporando a América a la Cultura egregia, a la Historia, a la lucha que el hombre debe librar para dominarse a sí mismo y a la naturaleza.


La transculturación estuvo plagada de tropiezos vinculados con la propia flaqueza moral del conquistador, común a todo el género humano, aunque bueno es decirlo, en el caso de España y los españoles, esas defecciones estuvieron matizadas con abundantes muestras de heroísmo y de grandeza. Pero la propia situación cultural del indio, tópico sobre el que volveremos más adelante, planteó dilemas muy difíciles de resolver, aunque las civilizaciones aborígenes hayan hecho aportes muy positivos.


No podemos dejar de mencionar –hablando de la conquista de América– a la «leyenda negra», de origen protestante, luego difundida por cierto liberalismo, que intentó minar en la conciencia mundial la buena fama del catolicismo, con una retahíla de imposturas de procedencia holandesa, británica y francesa, dirigida a menoscabar el poderío y la influencia españolas tan notables en el siglo XVI y en parte del siglo siguiente.


La leyenda ha sido resucitada por el pensamiento marxista, en su intento de crear gérmenes de rebelión contra la cultura iberoamericana, de raíz fuertemente espiritual, que se propone sustituir por otra de signo ateo y materialista. Ante esta infamia calumniosa, no se pretenden ocultar procederes injustos, abusos y crueldades cometidos por algunos personajes de la conquista, propios de toda empresa humana –de antes y de ahora– como lo ejemplifican hechos y actitudes actuales, que paradójicamente, tienen por escenario países donde el marxismo hace sus experiencias totalitarias. En la conquista de América hubo aciertos y hubo errores, aunque debe decirse que los primeros, por su profusión, le permitieron a América española salvar varios milenios de atraso en tres centurias. No fue obra ni de ángeles, ni de demonios, fue gesta de hombres. Algunos habrán buscado exclusivamente riquezas, gloria y poder, aun usando medios nada recomendables. Pero lo que es innegable es que fueron legión los que en pos de un ideal humano y religioso, vinieron a tratar de elevar unas circunstancias aborígenes personales y sociales bien negras.


El esfuerzo español surge considerablemente ennoblecido en relación con los procederes y propósitos de otras potencias que solamente fueron colonizadoras. Inglaterra, verbigracia, se estableció en la costa atlántica aprovechando la huida de grupos religiosos que escapaban a la persecución, y se desinteresó de todo empeño misional o cultural respecto de las colectividades autóctonas a las que no se permitió alternar con los blancos, salvo rarísimas excepciones. Cualquier hostilidad aborigen fue contestada mediante contundentes represalias a muerte. El esfuerzo poblador no intentó penetrar el continente, pues la posesión de la costa bastaba y sobraba para cumplir los fines poblacionales, económico-comerciales que se buscaban. No hubo, sino ínfimo mestizaje, pues al indio lo consideraban un ser inferior desde todo punto de vista, incluso con la salvación de su alma comprometida de acuerdo a la doctrina de la predestinación. Los holandeses no buscaron sino lucrar, y su afán poblador y misionero fueron nulos, destacándose, eso sí, conjuntamente con los británicos, por sus incursiones bucaneras.


Sólo los países católicos, como Portugal y España, y Francia en Canadá, aunque no con el énfasis ibérico, se abocaron a la tarea de transculturación que su fe le imperaba. España no se establece en la costa solamente, se interna, no se queda en Méjico y Perú sino que se establece en los parajes más lejanos; conmueve verlo a Pedro Sarmiento de Gamboa fundar dos poblaciones a la vera del Estrecho de Magallanes, a fines del siglo XVI, cuyos pobladores casi en su totalidad murieron de hambre y de frío. España puebla, civiliza, transmite cultura, mezcla la sangre de sus hijos con la de las razas autóctonas, y admitida la racionalidad del indio, su conciencia la impele a convertirlo, para lo cual ofrenda todo, incluso la vida. Libera pueblos, pues a la llegada de los españoles, vastos sectores de la población aborigen gimen bajo el yugo de imperios despóticos o ante el hostigamiento implacable de tribus feroces; para carios, tlascaltecas, siboneyes, toltecas, aymaraes, yuncas, quitos, etc., la irrupción de España en América significó su pacificación y liberación.


España educa, siembra universidades por doquier, difunde la ciencia, produce maravillas del arte arquitectónico, pictórico y escultórico, suscita expresiones literarias de primer nivel, engendra una poesía popular de sabio contenido, trae a América la imprenta, el periodismo, el libro, el teatro, esparce bibliotecas valiosísimas, disemina hospitales a diestra y siniestra, y leprosarios, casas de huérfanos, casas para mujeres abandonadas, asilos de mendigos, maternidades, montes de piedad, boticas, posadas de caminantes; promueve un tono alegre de la vida, y colma el panorama hispanoamericano con hombres y mujeres de vida ejemplar, que fueron los verdaderos fundadores de nuestra cultura.