Historia Constitucional Argentina
CAPíTULO 14 | 1. Presidencia de Raúl Ricardo Alfonsín (1983-1989)
 
 

Sumario: Aspectos ideológicos. Política interna. La cuestión castrense. Juicio a las Juntas Militares. Alzamientos militares. Confrontación con el poder sindical. En el ámbito económico-financiero. Reformas en el campo de la familia. La educación. Política internacional. Saldo de una gestión de gobierno. Elecciones presidenciales de 1989.




Aspectos ideológicos


En medio de una expectativa generalizada y de la exultación de sus partidarios, el 10 de diciembre de 1983 asumía la primera magistratura de la República el ganador de las elecciones de octubre. Residiendo en Chascomús, hizo su carrera política en la Unión Cívica Radical, llegando a ocupar cargos legislativos locales en la década de los cincuenta, y siendo elegido diputado nacional en 1963. Sus propensiones al liderazgo se vieron obstaculizadas por la jefatura radical incontrastable de Ricardo Balbin, quien, según versiones, veía con preocupación las aristas personales e ideológicas de su joven contrincante en el intimismo partidario. La muerte de Balbín en 1981 le significó a Alfonsín que asomase su hora histórica y la de la línea interna que acaudillaba, el Movimiento de Renovación y Cambio.


Respecto de los ribetes personales del presidente que asumía, diremos que puede compartirse el juicio de Floria y García Belsunce, aunque con las acotaciones que haremos: «Raúl Alfonsín fue un líder racional, hasta el punto de la tentación racionalista»1189. Con inclinaciones intelectuales, lector asiduo, como suele ocurrirle a los que transitan por esos caminos, está sometido a la influencia del subjetivismo inmanentista en boga y tentado por ende a prescindir de la realidad, actitud peligrosa en quien trata de manejarla y encauzarla, tarea que le corresponde entre otros, precisamente, al político. Alfonsín es un hombre de un racionalismo exuberante, no solamente «al punto de la tentación racionalista», sino que su actuación revela haber sido víctima de esa seducción, impelido por su desconexión con los datos de la realidad que lo rodea, absorto en el culto a ideas apriorísticas. En el rápido análisis de su accionar político, esto se trasuntará con más nitidez.


También caracteriza a nuestro hombre la posesión de una retórica brillante. De esto y de aquello ha escrito Pedro J. Frías: «El presidente Alfonsín es un caso ejemplar de discurso liberal, confirmado como excepción por ciertas irritaciones momentáneas: porque persuade, es voluntarista, seguro de sí, «moral» en cuanto afecta la sensibilidad. Parece lo suficiente idealista como para ser totalmente práctico». Y luego: «Y si el «discurso» no se sujeta humildemente a la realidad, el entorno es gaseoso, inconsistente... El «discurso» quedó en piezas admirables de oír, para el análisis semiótico»1190. Rodolfo Pandolfí, a su vez expresa: «Alfonsín fue el orador más importante de la política argentina, desde la década del setenta hasta los últimos años de los ochenta... Alfonsín es una persona que siente como pocos el placer de hablar y de vibrar mientras habla... Los muchachos deliraban, ante él, como frente a los ídolos del rock en los recitales: sabía convertir a cada discurso en algo nuevo aunque repitiera las mismas palabras, o justamente por esa reiteración, como en las oraciones...»1191. Un Avellaneda, un del Valle, trasplantado del final de un siglo a las postrimerías del siglo siguiente. Pero claro, esta República actual, no es aquella.


Esto en lo que se refiere a la forma expresiva de su pensamiento, llamativa sin duda. En cuanto a la sustancia de sus convicciones, el nombre de la corriente interna que encabezaba, Movimiento de Renovación y Cambio, es bien sugerente. El diccionario de la lengua nos dice que renovar es «hacer de nuevo una cosa, o volverla a su primer estado». Como se verá, nuestro ex-presidente no pensó trabajar para que su partido o su patria volvieran a su anterior o primitivo estado, sino todo lo contrario, articuló un planteo para hacerlos de nuevo. La palabra cambio es la que, pues, claramente, sintetiza su posición. Pero también es significativo el término Movimiento, pues esa transformación estaría insita en la evolución automática, en el férreo progreso indefinido que ya el positivismo de Comte y Spencer echaron a andar por el mundo de las ideas hace más de un siglo. Progreso determinista y optimista capaz de arrollar esquemas y valores considerados superados por solo ostentar la pátina del tiempo. Cosa sorprendente. El alfonsinismo habría de considerar anticuados principios e instituciones, adscrito como está, según dice, a la modernidad sin ambages, munido de apotegmas que filosóficamente estuvieron de moda hace más de cien años.


Claro que el ropaje terminológico sería otro: ahora se trataría de la concepción social-demócrata, o, según otros, de un denominado liberalismo de izquierda. Alfonsín, según Floria y García Belsunce, «Combinó curiosamente su principismo de raigambre yrigoyenista con una vocación ideológica que lo llevó a darle al partido radical un sesgo social-demócrata en el sentido europeo de la expresión»1192. No vemos así las cosas. Creemos que Alfonsín vació en buena medida de yrigoyenismo a su partido en aspectos sustantivos, y que más que darle un mero sesgo social-demócrata, es decir, matizarlo con este ingrediente, intentó trocarlo lisa y llanamente por esa expresión ideológica.


Es hora pues que le demos definición a la social-democracia contemporánea, lo más ajustadamente posible. Sabido es que la filosofía griega fue pionera en ese campo, y que desde Tales de Mileto a Aristóteles, años 600 a 400 antes de Cristo, edificó un sistema de gran solidez, que algunos llaman filosofía perenne. En la Edad Media, filósofos cristianos, cuya cumbre fue Santo Tomás de Aquino, compatibilizaron ese sistema con la verdad revelada, introduciéndole retoques, con lo que concluyó siendo denominada la resultante aristotélico-tomismo, posición que permaneció y permanece incólume en medio del desbarajuste ideológico contemporáneo. El mayor mérito de esta escuela, de allí su denominación de «escolástica», es que demostró que no existe ninguna colisión entre la fe y la razón.


Un factor religioso, la reforma protestante, incidió visceralmente en el campo del saber filosófico. A la certeza que daba la interpretación efectuada por la Iglesia de la verdad revelada existente en los textos bíblicos, que la tradición consideraba infalible en el ámbito dogmático y moral, se opuso el libre examen, que permitió que la duda invadiera esos dos campos, y esta siembra de anarquía en ellos fue factor para que la filosofía se emancipara de las convicciones teológicas.


A su vez, en el área propiamente filosófica, a partir de Descartes se instaló un cada vez más pronunciado divorcio de la razón respecto de la realidad, generador del idealismo radicalizado, que llega al paroxismo con Hegel (1770-1831), quien, en síntesis, sostiene que «sólo es real lo racional», esto es, que la realidad es un producto de la razón; lejos de provenir nuestras ideas del conocimiento de la realidad, ésta es fruto de aquéllas; lejos de tener que adecuarse la facultad cognoscitiva del hombre al mundo que lo rodea, éste debe ser creación de aquélla, de las ocurrencias de nuestro pensar, o de nuestras fantasías... Por supuesto que lo dicho es demasiado panorámico; no es nuestro propósito hacer historia de la filosofía, sino historia de Argentina, pero es que sin estos presupuestos no hay posibilidad de comprensión de esta actitud mental que hoy campea en vastos sectores intelectuales.


Tal idealismo extremo, tal subjetivismo radicalizado, ha producido cosechas desgraciadas. El idealismo generó la ilustración, esto es, la sobrevaloración de la luz de la razón y el desprecio por la verdad revelada, y con ello trajo la abominación de toda nuestra tradición cultural, suplantándola por otra -desde la Enciclopedia en adelante- fruto de los devaneos teorizantes de trasnochados imaginativos.


En el campo de la política y de la economía la ilustración generó el fenómeno del liberalismo salvaje. En política, Rousseau, fértil urdidor de quimeras, en su doctrina del contrato social, considera que la creación de la sociedad sólo responde a la voluntad libérrima del hombre, sin tener nada que ver con un presupuesto fundamental como lo es la propia naturaleza humana, sacando como conclusión que el poder sólo es fruto caprichoso del pueblo, y que por ende éste puede cambiar de mandatarios cuantas veces se le ocurra. Esta conclusión genera una colección de procesos políticos anárquicos que llenan las páginas de la historia contemporánea con un rosario de revoluciones, con su saldo de crueldades que van desde los guillotinamientos de 1789, a la internación de los adversarios políticos en psiquiátricos-cárceles en el paraíso estaliniano, pasando por la paranoia genocida nazi.


No fue menos trágico el cuadro en el orden económico. Las ideas de Adam Smith, Quesnay, Gournay, Turgot y tantos, so pretexto del «dejar hacer, dejar pasar» y de la concepción spenceriana de subordinar a una desenfrenada competencia el logro del progreso sostenido en ese orden, frutos de utopías como la de que el hombre nace bueno (Rousseau) y de la aplicación de las conclusiones de la doctrina de la selección de las especies (Darwin) al ámbito económico, dejaron su saldo de amarguras. Permitieron que los dueños del capital generaran una explotación mayúscula de los débiles asalariados, aun en países líderes como la propia Inglaterra del siglo XIX, con sus altas tasas de tuberculosis en mujeres y niños explotados vilmente en sus minas de carbón, guarismos que no se habían conocido en épocas en que el trabajo provenía de la mano de obra esclava.


En el orden moral, los efectos fueron derivados de la pérdida de la brújula en esa materia tan delicada, lo que remató en el actual relativismo y libertinaje. Su incidencia en las costumbres se retrasó debido a las reservas acumuladas por Occidente como precioso legado de las bases ético-religiosas de su cultura. Pero en las últimas décadas los antemurales cedieron so pretexto de consumar la presunta liberación del hombre de barreras que lo moderaban frente al goce irrestricto de la materia, ahora domeñada por la ciencia y la tecnología, y de su propia animalidad, que ya no admitía reprimidos. Y así, «ha parecido imprescindible acudir a una nueva etapa del proceso «liberador»: a la «emancipación sexual», que será, esta vez si, la última escala del trabajoso camino del hombre hacia su «emancipación» absoluta y total»1193. Utilizando a Sigmund Freud, y afirmando que el hombre es esencialmente sexo, se señala el fin de la opresión que se ejerce sobre las pulsiones sexuales, liberándolas de los tabúes inventados por la moral tradicional. Marcuse marcó el objetivo: «El Eros es el principio del ser ya que ser es esencialmente lucha por el placer. Esta lucha se convierte en una meta de la existencia humana»1194. Este nuevo capítulo de la total liberación, tiene sus aprovechados beneficiarios: «productores de películas pornográficas, propietarios de hoteles por hora, editores de revistas eróticas, o de «manuales» de educación sexual, traficantes de drogas, médicos y clínicas especializados en abortos ...»1195, etc., etc. Y tiene sus víctimas fatales: la institución familiar en primer término y tantas vidas jóvenes inmoladas en los altares de la drogadicción, del suicidio, del sida.


Las etapas de esta «liberación» operadas en sacrificio de verdades inmutables, produjeron reacciones terminantes. En el campo de la política, salieron al cruce de la anarquía y el caos regímenes autoritarios, y aun tiránicos y totalitarios, que se propusieron restaurar el orden negando las más legitimas y normales libertades humanas, utilizando la coerción brutal y violenta, cuando no aberrante. En el área económico-social, para enfrentar la explotación del hombre por el hombre, se produjo la irrupción de la subversión revolucionaria impulsada por los cánones de la doctrina de Carlos Marx y sus adláteres con sus postulados de lucha de clases, dictadura del proletariado, estatización de los medios de producción, aniquilamiento del régimen burgués y sus supuestos aliados superestructurales. Cánones que llevaron a la praxis en buena parte del planeta lideres maestros en la atrocidad, la represión y el terror.


También la reacción se operó por nacionalismos estatolátricos, que fundamentaron sus regímenes en la necesidad de reprimir el desorden liberal-burgués y el peligro que implicaba el bolcheviquismo. Así el fascismo en Italia y el nazismo racista en Alemania. Estas últimas experiencias no sobrevivirían la segunda guerra mundial. Sí la primera, que irradió en todo el globo sus monsergas del «hombre nuevo» y de la «sociedad nueva» impuestas a fuerza de violencia, miedo y subversión organizados, y de un aparato propagandístico formidable. Pocos imaginaban que tal imperio del materialismo dialéctico cedería por factores de corrosión interna, a pesar de que todo parecía hacer presagiar que una eventual derrota sólo podía provenir de una posible superioridad técnico-bélica de Occidente. La cosa no fue así. ¡Lo que es la fuerza del orden natural! La caída del muro de Berlín fue producto de la inviabilidad del proyecto soviético. Es que la naturaleza no perdona nunca la violación sistemática de sus leyes. La libertad humana, la propiedad privada, las mismas clases sociales, las patrias, la fe religiosa, volvieron por sus fueros, y el artificial armazón dio de bruces en el suelo, conservándose aun en algunos países a fuerza de aparatos policíacos herméticos.


¿La década del noventa en nuestro siglo sería testigo del fin de la aventura inaugurada por el libre examen y continuada por el racionalismo generador de subjetivismo, inmanentismo, ilustración, capitalismo salvaje, marxismo, anarquismo, totalitarismos? ¿Sería nuestra época escenario de la vuelta a la mejor tradición de la cultura judío-greco-romano-cristiana? El retomo a la sensatez, al orden natural, a la Verdad, a la Belleza, al Bien, ¿sería una realidad?


Mientras transcurrían estos atrapantes acontecimientos de nuestro siglo, Antonio Gramsci, militante comunista de la primera hora, preso desde 1926 en Italia, escribía sus «Cuadernos de la cárcel». En esta obra plantea una nueva táctica para el triunfo de su corriente ideológica. Sintéticamente expuesta, su teoría difería de Marx sólo en un aspecto estratégico: para Marx la conquista de la estructura económica, es la que permite dominar todos los elementos superestructurales (poder político, cultura, educación, medios de información, iglesias, etc.), según la propuesta gramsciana debería formularse al revés. Esto es, primero captar la superestructura cultural para que la estructura económica cayera en el regazo de la hegemonía comunista como fruto maduro desprendido del árbol. Esta metodología fue operada por el eurocomunismo en su momento. ¿Está hoy ínsita en el proyecto social-demócrata? No creemos que en forma generalizada e intencionada. Pero en algunos de sus referentes, en los repliegues mentales de ciertos líderes, se esconde el marxismo-gramsciano, y por ende, intactos, sus pujos totalitarios. Quizás en la mayoría de ellos todo se reduce a poner sus convicciones en una mixtura de democratismo liberal (parlamentarismo, división de los poderes, sufragio universal, particular vigencia de los derechos humanos, etc.), capitalismo consumista (con su apertura al hedonismo adormecedor) y una porción de socialismo que incluye fuerte prevención hacia el sector privado de la economía, y simpatía, en cambio, por una intervención decidida del Estado en ese campo. Componen también este singular maridaje, una tendencia al monopolio estatal de la enseñanza, fuerte prevención respecto del poder espiritual de la Iglesia, y una política de acicate al libertinaje en las costumbres, para lo cual «se despachan sin demora leyes de divorcio, aborto, eutanasia, políticas de contracepción, despenalización de la droga, y todo lo que los consumidores soliciten o pueda en algún caso interesar para el desarrollo de esa cultura ‘liberada’»1196, como la legalización de matrimonios entre personas de un mismo sexo, con posibilidad de adopción de hijos, etc. Y así se «compensa la incongruencia ideológica de aceptar el capitalismo consumista con un extremado socialismo cultural, que viene a demoler los bastiones de las fuerzas ‘reaccionarias’»1197. Por supuesto que los devotos de Marx y Gramsci sobrenadan en esta sopa con soltura, aprovechándola para nutrir y darle vitalidad a sus proyectos hegemónicos de siempre.


¿Qué tuvieron y qué tienen que ver con todas estas consideraciones Alfonsín y el alfonsinismo, que detentaron el poder en Argentina durante casi seis años? En realidad, nunca hizo aquel, que sepamos, una clara profesión de fe puramente social-demócrata, que incluyera o no el ingrediente gramsciano. Apenas despuntado su gobierno, entrevistado periodísticamente, como el entrevistador estimara que el gobierno argentino era de línea social demócrata, al igual que varios países de Europa y América, Alfonsín clarificó: «Se podría decir que nuestro Gobierno es social demócrata porque nosotros siempre hemos hablado de la necesidad de luchar por una democracia social, pero también se podría decir que es social cristiano, y se podría decir que es liberal en el buen sentido de la palabra, pero nosotros somos radicales de la Argentina... Pero tenemos muy buenas relaciones con la social-democracia»1198.


Un conspicuo dirigente suyo, Juan Manuel Casella, candidato a vicepresidente en las elecciones de 1989, a fines de 1988 hizo esta declaración: «si hubiera nacido en España sería socialista y en Francia hubiera votado a Mitterrand», agregando que «Marx ha hecho un aporte fundamental a la cultura occidental y su pensamiento es hoy uno de los patrimonios de Occidente». Expuso «que el filósofo alemán trató la problemática social con un rigor admirable y una penetración científica muy desarrollada, muy por encima de sus contemporáneos»1199.


Nos inclinaríamos a pensar que Alfonsín no está inscripto al pensamiento gramsciano. Quizás lo roce en algún aspecto. Tiene simpatía por la social-democracia, no cabe dudas, pero pone el acento en una concepción pluralista. Mas, tampoco nos cabe la duda de que algunos de los frutos de su política, de los logrados y de algunos que no se obtuvieron, estén en consonancia con la línea más avanzada de la social-democracia. Frutos que terminarán soliviantando las bases de la democracia que Alfonsín ha proclamado siempre como su objetivo de máxima. Atentar contra los pilares maestros de la sociedad, siempre lleva a la anarquía primero y a la opresión después.



Política interna


La cuestión castrense


Cuando se escriba la historia de esta presidencia –este trabajo es apenas un mero cuadro panorámico– a la hora de verter el juicio de valor, no podrá dejarse de tener en cuenta el cúmulo de aspectos negativos que nuestra República soportaba en 1983 y que la nueva administración debió enfrentar. Una guerra internacional perdida, los resquemores y aun odios subsistentes después de la verdadera guerra civil desarrollada entre insurgentes y fuerzas de seguridad, la inestabilidad política soportada durante décadas que rematara en un régimen militar duro y poco lúcido; una economía desquiciada: proclive a generar un proceso hiperinflacionario descontrolado, con una deuda externa galopante, con un sector público crónicamente deficitario, detenido el proceso productivo en una medianía que los nuevos tiempos no permitían... En fin, muchos de los que se preocupaban por las cosas de la República se preguntaban cómo Argentina había podido transitar tanto tiempo por el borde de la comisa sin precipitarse al abismo de lo imprevisible.


Aquel 10 de diciembre de 1983, al asumir su cometido ante el Congreso de la Nación, Alfonsín pronunció dos frases en su discurso, que escogemos por su significación. Primero, su aserción de que «el país está enfermo de soberbia», nos parece un excelente diagnóstico. No hay vicio del hombre peor que la soberbia, y para la República los resultados estaban a la vista. También hizo estas afirmaciones que permitían abrigar esperanzas respecto de la aplicación de una terapéutica adecuada para tal dolencia: «Nuestro gobierno no se cansará de ofrecer gestos de reconciliación indispensables desde el punto de vista ético e inclaudicables cuando se trata de mirar para adelante». Y agregaba luego: «Tenemos una tarea: gobernar para todos los argentinos»1200. Ya en 1852 y en 1955 se habían levantado las banderas del «Ni vencedores ni vencidos», que no flamearon por mucho tiempo, arriadas precisamente por la soberbia de algunos. En las dos épocas hemos visto que predominó finalmente el espíritu de revancha, cuyas consecuencias, en los dos casos, fueron ominosas y sangrientas.


El profesor Artemio Luis Melo, en su recomendable trabajo sobre el tema, ha especificado que Alfonsín debía optar por una política de concertación o por una estrategia de confrontación. Quizás impulsado por el aura triunfalista provocada por haberse impuesto claramente al peronismo, por primera vez en la historia, optó por este último curso de acción.


Durante su campaña preelectoral había denunciado un acuerdo militar-sindical, forma de alianza corporativa que consideraba opuesto a los cánones que deben regir a una sana democracia. Embestir contra ambas poderosas expresiones reales de poder en Argentina, y casi al mismo tiempo, era propio del racionalismo ingenuo del presidente y no habla bien de sus dotes políticas. Por sobre todo teniendo en cuenta que, habiendo obtenido el poder en virtud de una mera convergencia electoral, en la formación de la cual mucho tuvieron que ver azares de la coyuntura, no intentó transformar a ese encuentro fortuito de voluntades en una sólida coalición de fuerzas partidarias, ideológicas y de factores de poder, que le permitieran constreñir a militares y sindicalistas a someterse a los preceptos constitucionales. Era utópico, además, este operativo en medio de una situación económico-financiera de crisis profunda. Aparecía como prioritario buscar soluciones urgentes en este campo a fin de cubrirse las espaldas y entonces sí, emprender la cura de males estructurales crónicos. De lo contrario podría ocurrirle, y así le aconteció, que embarcado en la empresa a que lo impulsaban sus apotegmas preferidos, la cruda realidad del acontecer económico-financiero lo sorprendiera cruzando tan procelosas aguas.


El profesor Melo apunta, además, un dato fundamental: Alfonsín sobreestimó –como buen teórico que es, agregamos nosotros– «el derecho como elemento de la política en relación con el otro elemento de la política que es el poder. Sobre todo su medio específico, es decir, la fuerza, y en este caso las Fuerzas Armadas comprendidas como elemento del régimen político en cuanto estructuras de autoridad de naturaleza coercitiva que deben permanecer como prescindentes efectivos o, al menos, potenciales cuando no en una actitud de apoyo al régimen democrático para tomar viable su persistencia estable»1201. Que deben permanecer prescindentes, pero que pueden no hacerlo, especialmente cuando este factor de poder, en las delicadísimas situaciones de 1983, no fue tratado con la destreza política que era menester.


Nuestras Fuerzas Armadas, victoriosas en la cruenta y sucia guerra antisubversiva, habían sido derrotadas, debido a una necia conducción política y operativa, en la contienda de Malvinas, aunque en este último episodio, algunos componentes de las mismas se habían batido demostrando una brillante capacidad profesional, cuando no, una gloriosa heroicidad dignas de la trayectoria inaugurada por el general San Martín y el almirante Brown.



Juicio a las Juntas Militares


El gobierno del general Bignone había dictado la ley 22.924, amnistiando tanto a los elementos subversivos como a los militares comprometidos en hechos vinculados con la guerra desarrollada con motivo de la insurgencia guerrillera. Alfonsín impulsó ante el Congreso un proyecto que se convirtió en la primera ley sancionada por éste durante su período, la n° 23.040, que anulaba la anterior n° 22.924, circunstancia que, según Melo, «rompía con la tradición asentada en la plena validez de las leyes de facto»1202. Además, tres días después de asumir, el presidente dictaba sendos decretos por los cuales se ordenaba incoar acciones penales a los subversivos cabecillas, por el primero, y a los miembros de las tres primeras Juntas Militares del Proceso de Reorganización Nacional, por el segundo.


Los procesos a los miembros de las Juntas se ventilarían, en primera instancia ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, cuyos pronunciamientos podían ser apelados ante la justicia federal, esto es, ante las cámaras federales de apelación correspondientes. En la tesitura oficial se diseñaban tres grados de responsabilidad: 1°) La de quienes elucubraron el método represivo y dieron las órdenes llevándolo a la práctica; 2°) La de aquellos que en dicho accionar, obedeciendo órdenes o no, cometieron hechos atroces o aberrantes; 3°) La de quienes, sin ser responsables de éstos, sólo cumplieron órdenes. La ley 23.049, sancionada por el Congreso en ratificación de esta postura del poder ejecutivo, admitía exculpar en los casos de obediencia debida, aceptándose la presunción, salvo prueba en contrario, de que se hubiese obrado con error insalvable sobre la legitimidad de la orden, con dos excepciones: 1°) cuando el autor del hecho hubiese tenido facultad de decisión; 2°) cuando el hecho hubiese sido atroz o aberrante.


Además de los integrantes de las tres primeras juntas militares que actuaron durante el Proceso, fueron objeto de juicios numerosos miembros de las Fuerzas Armadas y conspicuos cabecillas de las milicias subversivas. En la concepción oficial, se intentó tomar por el camino equidistante, tanto en lo que refiere a los tribunales que debían actuar en primera instancia y por apelación 1203, como en cuanto a las situaciones punibles y no punibles 1204.


Dado este cuadro de situación, no es extraño que comenzaran las tensiones entre las Fuerzas Armadas y el gobierno. Y así, mientras el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, constituido en tribunal juzgador de primera instancia, dilataba primero el trámite procesal y luego renunciaba en pleno a fines de 1984, el gobierno, por apelación, impulsaba los juicios ante la justicia federal a partir de abril de 1985. En diciembre de ese año ya se dictaban las correspondientes sentencias con severas penas para los comandantes.


Este momento de fines de 1985, es señalado con razón por el profesor Melo como el del auge de la experiencia alfonsinista, la que además de este resultado en su confrontación con el poder militar, computaba asimismo otros logros: los primeros índices favorables de la puesta en marcha del plan Austral junto con un principio de entendimiento con él Fondo Monetario Internacional, resolvían a la sazón las urgencias económico-financieras; el triunfo en las elecciones de renovación parcial de los miembros de la Cámara de Diputados (noviembre de ese año) ponía el toque de aprobación popular sobre lo hasta allí actuado; la solución pacifica de la cuestión del Beagle, de la que ya dimos cuenta en páginas anteriores, agregaba su cuota de optimismo al cuadro.


En realidad, para Alfonsín, la cuestión militar no concluía, sino que estaba comenzando. Puesto el énfasis en encuadrar, demasiado abruptamente, a las Fuerzas Armadas en el ámbito constitucional, se suprimieron los ministerios militares y las comandancias en jefe de cada arma, creándose un mero Estado Mayor en cada una de ellas (Ejército, Marina y Aeronáutica), cuyas respectivas actividades se coordinaban por intermedio de un Jefe de Estado Mayor Conjunto, sin rango ministerial, el que estaba subordinado a un Ministerio de Defensa Nacional, cuyo titular fue un hombre del presidente, reclutado dentro de los políticos civiles. Reducción de los generales a una tercera parte, disminución del presupuesto militar y del número de ciudadanos convocados para la prestación del servicio militar obligatorio, estaban dentro de esa tónica anticorporativa.


Todas estas medidas fueron creando una postura de resentimiento y de repudio del personal activo de las Fuerzas Armadas. Una de cuyas primeras manifestaciones fue la de no comparecer ante los estrados de la justicia civil que los citaba con motivo de los juicios que se les incoaban por sus eventuales responsabilidades en la represión, actitud que respaldaba, generalizadamente, el resto del personal castrense. La reacción se generó, especialmente, en los cuadros medios de las Fuerzas Armadas, puesto que la nueva cúpula respondía a la política oficial, con lo que se originó una peligrosa ruptura en la cadena de mandos, situación gravísima cuando se trata del orden militar. Incluso se produjeron contradicciones en la estrategia judiciaria del gobierno, que buscaba sólo la condena de los integrantes de las tres Juntas mencionadas y de otros responsables mayores de la estrategia y cursos de acción represores, eximiendo al resto del personal militar actuante en el evento represivo con el pretexto de la obediencia debida. Pero hete aquí que la tesitura de la justicia federal no admitió el atenuante de una «guerra sucia» que justificara la «degradación de los valores fundamentales». Además no delimitó los alcances del argumento eximente de la obediencia debida, dejando así abiertas las puertas para que fuera procesado un sector amplio de los oficiales, con lo que las expectativas del poder político, preocupado por las reacciones provocadas por su postura de confrontación, se vieron frustradas respecto de un cierre definitivo para esta cuestión que se estaba volviendo harto espinosa 1205. Apelada esta decisión de la justicia federal ante la Suprema Corte, al confirmar este alto tribunal el pronunciamiento apelado, se terminó de complicar el panorama. Ante este fallo que no facilitaba el propósito de poner límite a los procesos, iniciados o a iniciarse, a los oficiales, altos, intermedios o bajos, por sus responsabilidades emergentes del acontecer represivo, dando pautas que permitieran establecer cuando la obediencia debida podía ser aceptable como dispensadora de culpabilidad, Alfonsín, acorralado por las circunstancias, decidió intentar una solución.


El presidente, efectivamente, estaba atrapado por la realidad de la proliferación de la indisciplina en los cuadros castrenses, rebelados ante la posibilidad de rendir cuentas ante la justicia, de actos que consideraban fruto de su acatamiento a normas derivadas de la férrea disciplina militar. Así, mandó al Congreso un proyecto de ley conocido como de «punto final», por el que se decidía la extinción de la acción penal respecto de toda persona –que por su eventual participación en la comisión de delitos tipificados por el artículo 10 de la ley nº 23.049, vinculados con la represión antisubversiva– cuando no estuviera prófuga o declarada en rebeldía, o que no hubiese sido citada a prestar declaración indagatoria por el tribunal competente, antes de los sesenta días corridos a partir de la fecha de promulgación de la ley a sancionarse. ésta se dictó en la víspera de la Navidad de 1986, y de esta manera el poder ejecutivo pensaba exculpar a una gran cantidad de procesados o eventuales procesados.


Pero la justicia actuó en contra de esos propósitos. En efecto, distintas Cámaras Federales se empeñaron prestamente en acelerar los trámites procesales pertinentes pendientes, suspendiendo asimismo la feria correspondiente a enero de 1987. Al arribar el día 23 de febrero de ese año –fecha en que vencía el plazo de sesenta días estipulado por la ley– quedaron bajo proceso entre trescientos y cuatrocientos oficiales militares de jerarquía de las tres fuerzas, además de los que ya habían sido sentenciados. El punto final había sido ineficaz.



Alzamientos militares


Mientras tanto, en los cuadros castrenses se operaba un distanciamiento cada vez más pronunciado entre los oficiales intermedios respecto de la cúpula militar y gobierno, y aun de la clase política en general. Campeaba en dichos cuadros un espíritu de solidaridad acendrada alrededor de consignas como el mantenimiento de la dignidad profesional, convencidos que la lucha contra la insurgencia había sido legal en cuanto se había procedido en virtud del principio de obediencia debida.


Este fenómeno fue caldo de cultivo de un movimiento o motín, acaecido en Campo de Mayo, bajo la jefatura del teniente coronel Aldo Rico en la Semana Santa de 1987, que no quisieron sus inspiradores tuviera el carácter de un pronunciamiento contra las autoridades políticas constituidas, ni contra el principio democrático de gobierno, sino que declararon estaba enderezado a repudiar la jerarquía militar superior. Alfonsín, que recibió el apoyo del Congreso, de sectores de la ciudadanía y de la comunidad internacional a través de los embajadores de distintos países acreditados en Buenos Aires, optó esta vez por dialogar con Rico. Haya o no habido negociaciones entre ambos –cosa que se debatió arduamente en aquellos días– lo cierto es que el Jefe del Estado Mayor del Ejército, general Héctor Ríos Ereñú, fue relevado y reemplazado, mientras Rico aceptó subordinarse a la autoridad constitucional y por ende sujetarse a la jurisdicción de la justicia militar debido a la responsabilidad emergente de lo que el presidente calificara como motín.


Como broche del presunto «arreglo», se aceleró la sanción de la ley nº 23.521, conocida como de «obediencia debida». En virtud de ella se presumía, sin admitir prueba en contrario, que quienes a la fecha de haberse cometido el hecho revistaban como jefes oficiales, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa de las Fuerzas Armadas, no serían punibles por los delitos tipificados por el artículo 10 de la ley nº 23.049 por haber obrado imperados por la obediencia debida. Tampoco podría condenarse a los integrantes de las fuerzas de seguridad, policiales y penitenciarias. La misma presunción seria aplicada a los oficiales superiores que no hubieren revistado como comandante en jefe, jefe de zona, jefe de sub-zona o jefe de fuerza de seguridad, policial o penitenciaria, si no se resolvía judicialmente –antes de los treinta días de la promulgación de esta ley– que habían tenido capacidad decisoria o participación en la formulación de las órdenes. La mencionada presunción no era aplicable en caso de haberse cometido delitos graves de violación, sustracción de menores, etc. Con el paliativo que representaban estas medidas se logró sortear momentáneamente la gravísima crisis.


Con estas concesiones el presidente había pasado del terreno de la confrontación al de la concertación, aunque bastante bien disimulada. No obstante ello, no alcanzó para poner coto a las suspicacias, ni a los odios y resentimientos, ni a las pasiones banderizas o ideológicas. La caja de Pandora se había abierto: círculos judiciales, políticos, intelectuales, informativos, vieron en lo que consideraron un cambio de actitud de Alfonsín, ahora con los pies puestos sobre la tierra del ejercicio del poder concreto, una marcha hacia atrás imperdonable.


Los sectores castrenses involucrados, que habían demostrado de manera estentórea su disconformidad, adicionaban ahora demandas de mayor presupuesto militar y el reconocimiento de legitimidad de la lucha antisubversiva con la consecuente liberación de los comandantes condenados.


El 20 de enero de 1988 se produjo un segundo pronunciamiento de Aldo Rico, ahora en Monte Caseros (provincia de Corrientes), conato que fue sofocado por la alta jerarquía militar. En diciembre de ese año se sublevaba el coronel Mohamed Alí Seineldín, de relevante actuación en la guerra de Malvinas. El hecho se produjo en la Escuela de Infantería de Campo de Mayo, zona de Villa Martelli, y fueron protagonistas unos trescientos efectivos con apoyo del grupo «Albatros» de la Prefectura Naval. La finalidad de Seineldín era «restituir el honor del Ejército», afectado por las condenas a protagonistas de la lucha antisubversiva. Alfonsín, que estaba en EEUU al producirse el levantamiento, ordenó esta vez al Jefe del Estado Mayor del Ejército, general José Dante Candi, reprimir a los insurrectos, pero éstos acordaron con su jefe una solución de la crisis sobre la base de reconocer como justa la demanda de Seineldín. Sorpresivamente, el ministro de Defensa de la Nación, Horacio Jaunarena, hablando en nombre del presidente, pareció asentir a esta coincidencia, haciendo expresa referencia al «flagelo que azotó a la Argentina a partir de fines de la década del sesenta, violencia que subvertía el estado de derecho, cuya perdurabilidad hubiera tornado imposible cualquier proyecto de sociedad que hubiésemos querido construir... Las Fuerzas Armadas se vieron ante la circunstancia de tener que enfrentar militarmente a un enemigo de nuestra convivencia sin el diseño ni la adaptación necesarios para esta emergencia. La mayor parte de la lucha se llevó a cabo fuera del marco de los gobiernos constitucionales, quedando cuestionada la legitimidad política y jurídica de una lucha que era necesaria. Eliminaron el fenómeno, pero no evitaron el reproche. Debemos admitir que nos equivocamos todos. ¿Vamos a seguir tratando de cargar todas las culpas en el otro sin la admisión de la menor responsabilidad propia...?»1206. Había cambiado el lenguaje oficial empleado al asumirse la presidencia en 1983.


Como era de rigor, otra vez la opinión pública a través de influyentes voceros habló de «negociaciones», y otra vez saldría Alfonsín a negarlas. Lo cierto es que lejanos estaban los tiempos de posturas rígidas y duras. Mientras, el sector de la ciudadanía que se expresaba, tomaba partido y permanecía expectante, aunque resultaba evidente el mantenimiento de la lealtad al régimen democrático instaurado en 1983, siendo por tanto esquiva a cualquier aventura golpista que le abriera camino a la ruptura institucional.


Las circunstancias continuarían poniendo en jaque al gobierno. El 23 de enero de 1989, una banda terrorista de extrema izquierda intentó el copamiento del Regimiento de Infantería Mecanizada de La Tablada. Sofocar este acto demencial –en el que estuvo presente algún reincidente en la criminal trayectoria del tristemente célebre Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), cuyas hazañas ya se han puesto de relieve– produjo episodios de atroz crueldad en los que murieron muchos atacantes y miembros de las fuerzas armadas y de seguridad, éstas al servicio de la defensa del orden constitucional. El periplo de la experiencia radical demostraba así la importancia que revestía una equilibrada armonización de la ley y de la fuerza, cuando se trataba de dar apoyatura a una lozana vigencia del régimen democrático en la República.



Confrontación con el poder sindical


Cuando transcurría el año 1983 Argentina venía ya desde hacía varias décadas, soportando deformaciones que entorpecían su vida socio-económica. Una de ellas estaba vinculada con el sindicalismo. Su dirigencia ocupaba espacios políticos que no le correspondían, manejando a veces la clientela gremial con espíritu faccioso, y sirviéndose de ella para obtener réditos personales, y esto no era secreto para nadie. No obstante, esa dirigencia, en general, transitaba por caminos ideológicos de signo argentino, y estaba lejos de atar a sus prosélitos al carro de aventuras internacionales trasnochadas, violentas y fracasadas.


Alfonsín decidió, lanza en ristre, impolítica y precipitadamente, acabar con el corporativismo subsistente en las organizaciones obreras, como lo había intentado hacer con el sector militar. De allí su denuncia de un pacto sindical-militar, presunto o real, pero de la que el gran beneficiario sería su partido, aunque también su proyecto de liderazgo, ambos enfrentados desde hacía décadas con esos factores de poder.


Decidió pues a «democratizar» la actividad gremial, envió al Congreso un proyecto de ley de reordenamiento sindical, que perseguía descabezar la conducción peronista de las agrupaciones obreras mediante elecciones, y por las dudas, asegurar en los planteles directivos de ellas la representación de los sectores minoritarios, para ganar al menos influencia en los casos de que en los comicios fracasaran sus partidarios. Reeditaba así la iniciativa que otrora había impulsado la Revolución Libertadora al respecto.


El proyecto fue aprobado por los diputados, donde el radicalismo tenía mayoría, pero no pudo pasar el Senado, en el que por el contrario, predominaba el justicialismo. Pero resultó mucho más grave que esta derrota parlamentaria, el hecho de que las estructuras sindicales, al no haber sido consultadas respecto de la propuesta, consideraron a ésta como un verdadero acto de agresividad política. En consecuencia, los gremios galvanizaron su unidad dentro de la CGT, y se dispusieron a ofrecer batalla. El operativo terminó mal, con la renuncia del ministro de Trabajo y Seguridad Social, Antonio Mucci, hombre de izquierda, de marcada tendencia antiperonista. Azorado, Alfonsín empezaba a constatar que no poseía suficiente fuerza dirigencial en el campo obrero. Apeló para cubrir el cargo ministerial a Juan Manuel Casella, de cuyos ribetes ideológicos se ha señalado una pista con antelación.


Como había sucedido con el caso militar, Alfonsín habría de intentar transitar, entonces, el camino de la concertación. Pero claro, la falta primigenia de tacto político, hubo de pagarla muy caro. Melo lo apunta cuando, refiriéndose al manejo de choque esgrimido por el presidente en esta esfera, lo califica como «absolutamente contraproducente porque generó el efecto de reacción contraria en el sentido de que el aparato sindical replicó con la misma estrategia de confrontación entretejida de reclamos salariales y protestas, paros generales y hasta el cuestionamiento de la legitimidad de ejercicio de las autoridades constitucionales. Pero además, porque la confrontación iniciada por el gobierno, al no superar la prueba de fuerza con el poder sindical en el ámbito institucional del Congreso, lo puso en la situación de negociar, cediendo considerablemente en sus propósitos de democratizar las estructuras sindicales»1207. La cuestión siguió por caminos tortuosos. Hubo de restituir la sede de la CGT a los gremios que le enfrentaban y aceptar planteos de éstos respecto de la Conferencia Económica y Social, organismo creado por el gobierno para concertar en esos campos. La CGT llegó aún más lejos, permitiéndose lanzar una campaña contraria al pago de la deuda externa, y ante la perspectiva estabilizadora del Plan Austral, la central obrera solicitó aumentos de salarios por encima de lo que el gobierno estaba dispuesto a conceder, teniéndose en cuenta el esfuerzo antiinflacionario que se estaba realizando.


A la sazón, frescas todavía las sensaciones favorables de los resultados de las elecciones de fines de 1985, Alfonsín nuevamente se empeñó en disociar el frente interno de la CGT, cuyo líder, Saúl Ubaldini, con tozudez, engreimiento y cortedad, no facilitaba para nada el diálogo con el gobierno, ni aportaba tampoco solidez a la central obrera que conducía. Pero un rebrote inflacionario, hacia el comienzo del segundo semestre de 1986, dio pie a la posición inflexible del secretario general, que logró –pese a la reticencia del influyente y más lúcido dirigente gremial Lorenzo Miguel, que llegó a entrevistarse con Alfonsín y a conseguir mejoras salariales para el gremio metalúrgico– que se operaran sendas huelgas generales en octubre de 1986 y en enero de 1987. Puede comprobarse que esta gimnasia del paro general, casi invariablemente, ha aportado su cuota francamente negativa para la suerte de nuestra República.


En 1987, en septiembre, se realizarían elecciones parciales, y por ello el gobierno trató de accionar de diversas formas con el objeto de mejorar el panorama que se complicaba ante el desborde inflacionario, intentando maniobrar con las piezas del complicado ajedrez social. Para ello buscó apoyarse en las divergencias existentes en la conducción de la CGT, entre la posición siempre dura del ubaldinismo; las 62 Organizaciones de Lorenzo Miguel, más contemporizadora; y el grupo de los 25, vinculados a la renovación peronista. Con dirigentes peronistas de militancia en los 25, y otros de distinta orientación política, se promovió el grupo de los 15, destinado a asumir una posición más cercana a los designios del gobierno, y en su esfuerzo por lograr espacios en el campo obrero, llegó a designar como ministro de Trabajo a Carlos Alderete, sindicalista de extracción peronista y en sintonía con el sector de los 15. Alderete reemplazaba así, en dicho cargo a Hugo Barrionuevo. Finalmente, la gestión de Alderete le fue contraproducente al presidente en su designio de evitar una derrota electoral que al final se consumó, y el ministro fue relevado.


A pesar de la lucha interna en el seno de la CGT entre los distintos sectores peronistas: renovadores, ubaldinistas y miguelistas, la central obrera puso su acento en la oposición a la política económica del ministro Sourrouille, que materializará –a pesar de las resistencias apuntadas– con un rosario de paros generales, los que durante la gestión alfonsinista llegaron a unos doce. Las dificultades con los sectores sindicales no amainaron a pesar de una aparente progresiva flexibilidad en la posición del gobierno. Tampoco disminuyeron las pujas internas dentro de la CGT, acicateadas por la lucha entre Cafiero y Menem por lograr el liderazgo justicialista de cara a las elecciones presidenciales de 1989.



En el ámbito económico-financiero


La herencia que recibió Alfonsín en esta materia no fue envidiable. Un Estado sobredimensionado y unas finanzas públicas deficitarias; una inflación crónica; una deuda externa creciente, asfixiante; el aparato productivo anémico; la especulación financiera dominando el panorama; clases bajas en dificultades.


Luego de su fallida embestida contra el frente sindical, Alfonsín intentó una política de concertación con los sectores empresariales y sindicales que se sobrellevó hasta la renuncia de su primer ministro de economía Bernardo Grinspun, a principios de 1985. Los remedios gradualistas caseros de éste, tendientes a controlar las variables mediante regulación de precios, tasas de interés y tarifas públicas; el intento de arreglo con el Fondo Monetario; el pago de la deuda externa que se considerara justa; ajustes salariales en consonancia con la inflación, aunque en menor escala, para evitar desbordes; y demás medidas, terminaron en fracasos.


El recrudecimiento del proceso inflacionario y el alza del costo de la vida consiguiente, obligó al presidente a un relevo ministerial, designando a Juan Vital Sourrouille en tal crucial conducción de la economía. éste confiaba en que con el alza del volumen de las exportaciones y el subsiguiente superávit en la balanza comercial, se generarían fondos para pagar la deuda externa, se posibilitarían inversiones que animaran el aparato productivo y con esto se generarían puestos de trabajo con salarios retributivos en alza. Sus convicciones y esperanzas, muy atinadas, chocaron con los objetivos de una Comunidad Económica Europea que continuaba protegiendo su producción primaria, y compitiendo con la nuestra en otros mercados. A ello se sumaba la incidencia en el deterioro de los términos del intercambio entre nuestro país y los nucleados en dicha Comunidad, por los aumentos de precios de lo que importábamos de ellos en relación con lo que le exportábamos. Mientras tanto, el costo de la vida seguía subiendo, al igual que las tasas de interés, fenómeno éste, que conspiraba contra la productividad.


A Alfonsín y a su ministro no les quedó otro camino que el heroico, esto es, el de un ajuste severo en las variables económicas: disminuir el déficit fiscal, pero asimismo comprimir las ganancias de las empresas, y los salarios. De esta decisión surgió el Plan Austral a mediados de 1985. Sintetizamos así como se estructuraba: 1°) Se daba a luz un nuevo signo monetario, el austral, que le daba su denominación al Plan. Un austral, a partir del 15 de junio de 1985, equivaldría a mil pesos argentinos de la anterior moneda, que desaparecía sustituida por la nueva; 2°) Pero las paridades entre ambos signos monetarios, en cuanto al pago de deudas de origen anterior a la fecha de entrada en vigor del plan, con vencimientos posteriores al mismo, no serían lineales ni exactas, esto es, quedaban sujetas a escalas de conversión. De tal manera que a quien le tocara recibir dinero en australes en pago de una deuda anterior, pactada lógicamente en pesos argentinos, recibiría menos, todo de acuerdo a las escalas de conversión que establecía el plan, originando lo que se denominó desagio. A favor de éste se argumentaba que al deudor le sería más costoso hacer los pagos con vencimientos posteriores a esa fecha, que debía hacerlos en australes, que en el caso de continuar haciéndolo en los pesos argentinos, sujetos como estaban éstos a la inflación, que ahora con el Plan se venía a detener, y por ello, a la inversa, sin el desagio, el acreedor se hubiese beneficiado indebidamente recibiendo el pago en australes. No obstante, para tomar esta decisión, el poder ejecutivo no solicitó la aprobación del Congreso, como tampoco para producir el cambio de signo monetario –ambas, atribuciones constitucionales de aquel– por lo que dichas medidas fueron tachadas de inconstitucionales, especialmente la primera, pues afectaba el peculio de muchos, por ejemplo, al restar a los ahorristas en plazo fijo bancario un porcentaje que consideraban de su propiedad, inviolable, según el resguardo establecido en el artículo 17 del texto constitucional; 3°) Preventivamente, antes de anunciar el Plan, el gobierno hizo una buena emisión de billetes, y aumentó impuestos, tarifas de servicios públicos y tipo de cambio, que la critica interpretó como un buen reaseguro frente a las promesas de no emitir y del congelamiento de las variables; 4°) Se reduciría drásticamente el déficit fiscal con el aumento de la presión tributaria y un cercenamiento del gasto público; 5°) Se congelarían precios, salarios y tarifas, aunque estas últimas, como se ha dicho, convenientemente aumentadas.


El presidente habló de «economía de guerra», dando una sensación de inflexibilidad frente al grave evento en esa materia; las medidas fueron recibidas con expectativas en general favorables por la población, en la que a veces sobra la sensatez que falta en la dirigencia. Hubo además otras decisiones complementarias. Con el Plan Houston, denominación que se le dio por el lugar donde se iba a anunciar, se perseguía atraer inversiones extranjeras en materia de extracción petrolífera, a las que se les otorgarían franquicias a las mismas, política ésta, que la UCR había repudiado en tiempos de Frondizi. Además se propuso un plan de privatizaciones de servicios públicos que venía prestando el Estado, a través de empresas como Gas del Estado, Agua y Energía, Ferrocarriles, Aerolíneas Argentinas, en forma deficitaria e ineficiente.


El Plan Austral obtuvo resultados auspiciosos en la primera etapa de su vigencia, especialmente en cuanto a la disminución considerable de la inflación, lo que produjo un alivio en el país que le permitió al radicalismo triunfar en las elecciones de fines de 1985. Pero casi inmediatamente después de este evento, comenzó a visualizarse la falta de firmeza oficial ante el pedido empresarial de aumento en bienes de consumo, que fue admitido en algunos rubros, hizo que la inflación comenzara a trepar nuevamente, mientras los salarios permanecían congelados. En materia de emisión monetaria también empezó a abandonarse la pauta de austeridad prometida. La reactivación que habría de operarse con las divisas producidas con el aumento de las exportaciones, tampoco aconteció, al no generarse tal incremento. Lo cierto es que el dólar, en el segundo semestre de 1986, aumentó su valor en un 70%, mientras el costo de vida lo hacía en un 80%. No mejoró el panorama en 1987, y ello le significó al partido del gobierno, con otras causas gravitantes, su derrota electoral en septiembre de ese año.


Ante la declinación del Plan Austral y ante la perspectiva electoral, se lo había intentado «retocar», sin resultados, aunque como veremos, tampoco los obtuvo el «Plan Primavera», implementado en la segunda parte de 1988, un ajuste destinado a controlar la variable inflacionaria que el termómetro del dólar denunciaba fatalmente.


En abril de 1988 el costo de vida había subido un 17,2% y en los doce meses anteriores el índice de precios minoristas lo había hecho en un impresionante 247,6%. El que fue a ser candidato presidencial por el radicalismo en las elecciones de 1989, sostenía en mayo de 1988 que la «inflación está en un índice insoportable» que permita a «la gente desarrollarse, pues hoy no puede llegar a fin de mes con el sueldo que percibe»1208. En agosto se produjo una suba de las tarifas de servicios públicos del 30%, con lo que se buscaba equilibrar las cuentas fiscales, produciéndose una consecuente remarcación de los precios. La situación de los asalariados, se fue tornando cada vez más insoportable. La escalada del dólar y la espiral inflacionaria parecían imparables.


En febrero de 1989, el Plan Primavera, instrumentado con el objeto de facilitar el papel de la UCR en las cercanas elecciones presidenciales de 1989, se derrumbó estrepitosamente, dando la señal correspondiente el propio ministro Sourrouille al informar al presidente la imposibilidad de frenar al dólar en su vertiginosa carrera, dado que los grandes exportadores se negaban a liquidar en el mercado de divisas las sumas obtenidas en esa moneda como producto de sus ventas al exterior. Retener dólares era el reaseguro que buscaban frente al descalabro que se avizoraba. Alfonsín, cuya administración no pagaba a su vencimiento los compromisos atinentes a nuestra deuda externa desde abril de 1988, acudió pidiendo paliativos al Comité de Bancos Acreedores, por un lado, y préstamos al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial, interesando en esto último al propio presidente de los EEUU, George Bush, sin resultado positivo alguno 1209. No quedaban remedios a la vista ni el propio relevo de Sourrouille (fines de marzo).


Las aspirinas del ministro sustituto, Juan Carlos Pugliese, no mejoraron al enfermo, que entonces entró en colapso: pérdida del poder adquisitivo del salario en un 60% respecto del que tenía al asumir Alfonsín; «la loca escalada del dólar» según palabras del propio Pugliese 1210; derrota electoral en las elecciones presidenciales del 14 de mayo; hiperinflación; desabastecimiento en productos de primera necesidad; saqueo de supermercados y casas de comercio; agresión a edificios públicos; caos en las calles de Rosario, Córdoba, Capital Federal, Gran Buenos Aires, Mendoza; estado de sitio. Con este trasfondo, ¿podría terminar su período el presidente Alfonsín que había iniciado el mismo con tanto ímpetu?







Reformas en el campo de la familia


Es de rigor que en este tema repitamos algo consabido. La familia es la célula de la sociedad y su enfermedad genera a su vez patologías sociales. Nuestra Constitución Nacional, quizás por ello, proclama enfáticamente en su artículo 14 bis que el Estado argentino tiene como misión «la protección integral de la familia». Y la estructura familiar que le dio solidez y grandeza a nuestra cultura, fue la cimentada sobre los pilares de la monogamia y la indisolubilidad del vínculo matrimonial.


En la antigüedad precristiana, la humanidad no había terminado de desentrañar estos principios observando la naturaleza y fines de la familia, como no había detectado con firmeza y seguridad tantos otros principios del derecho natural, como el repudio de la esclavitud o la situación igualitaria que en lo sustancial debe tener la mujer respecto del varón. La decadencia y el posterior derrumbe del Imperio Romano, asentado sobre principios heredados de las preclaras culturas orientales, griega y latina, llevó a la humanidad a una reflexión severa sobre las causas de ese ocaso y desmoronamiento, ayudada en esa meditación por la Fe que surgía de las catacumbas cristianas. Entonces advirtió que factor fundamental de la destrucción había sido la burla del orden moral natural preexistente al mismo hombre, y que una civilización no puede subsistir en medio de extremo hedonismo, la propia energía física del hombre comprada y vendida para la producción como si proviniera de animales, la mujer considerada como mero instrumento de placer para el otro sexo al cual debía estar sometida, la diversión sangrienta llevada al paroxismo multitudinario del circo. Entre los valores naturales hollados, se encontraban los relativos a una sana constitución del núcleo familiar, origen primario de la vida y de la educación.


La humanidad aprendió verdades de a puño en aquellos siglos, que ahora algunos consideran oscuros, pero que en muchos aspectos fueron luminosos. De la propia experiencia dolorosa de la disolución del gran Imperio, ayudados por el nuevo credo liberador, los pueblos de Europa comprendieron que la familia sólo cumple acabada-mente su insustituible misión cuando se fundamenta su estructura sobre la unión de uno con una hasta la muerte. Monogamia e indisolubilidad del vínculo, hoy sustituidos en tantos casos por la poligamia sucesiva que el divorcio vincular genera. Divorcio vincular, considerado un «cáncer de la sociedad» en la frase célebre de nuestro Arturo M. Bas que escribiera un libro con ese título en los años treinta 1211; una «lacra social» para Chesterton 1212. Es que esta pretendida innovación, este progreso que significaría la instauración del divorcio vincular, no es sino un regreso, un retroceso cultural a las pretéritas épocas decadentes que hemos evocado. De tal modo, cuando en la campaña electoral de octubre de 1983, Rafael Martínez Raymonda calificaba a nuestra institución familiar tradicional como anacrónica, los que caían en un anacronismo eran él y su partido –la democracia progresista– pioneros en la tarea que pacientemente llevaron a cabo, junto a otras expresiones políticas de la misma raigambre ideológica, para lograr su objetivo devenido en disolvente de la célula de la sociedad, tuvieran o no conciencia de sus consecuencias desgraciadas.


Muchos maestros se han referido a las falacias de quienes han propugnado el establecimiento del divorcio vincular, tales como: que debe respetarse la conciencia de los que no son católicos, como si el matrimonio no fuese una institución de derecho natural común a todo el género humano; que los numerosos casos de separaciones originados en graves conflictos matrimoniales hace imperioso tomar medidas al respecto, esto sin que se conociera exactamente el número de casos, sin certezas sobre que el divorcio vincular sería solución al problema, cuando en realidad la experiencia ha demostrado que lo multiplica pues ha creado una cultura divorcista, que ha acelerado el proceso de disgregación familiar. También se argumenta que lo exige la libertad humana, siendo que en realidad propende a destruir la familia, y sin ésta, los hombres tenemos escasas posibilidades, cuando no enormes dificultades, de estructuramos como seres plenos, capaces de ejercitar nuestras libertades cabalmente. Se insiste en que lo exige el régimen democrático, cuando, por el contrario, es de rigor que con masas desprovistas de intensa e integral formación humana y social, es imposible una sana democracia. ¿No se sabe, por experiencias obvias, que la familia es la educadora por excelencia? Frente a esos supuestos derechos de los esposos en conflicto o separados, Chesterton reflexionaba: «al hombre desafortunado que no puede soportar a la mujer que entre todas las mujeres ha elegido, lejos de animarle para que vuelva a reunirse con ella y procure tolerarla, se le anima a que elija otra, a la que, con el decurso del tiempo, podrá aborrecer igualmente»1213. Podríamos referir nosotros a los perniciosos efectos que produce en el mundo actual este estigma social: factor de baja natalidad, de niñez abandonada, de aumento de los males sociales, como la delincuencia precoz, suicidios, enfermedades mentales, filiación ilegítima, concubinatos. Y en la «cultura del divorcio» que se ha creado, el divorcio vincular resulta al fin agente replicador o, multiplicador de la proliferación del divorcio. Bastan para confirmar las afirmaciones precedentes numerosas cifras estadísticas 1214. Mucho es lo que puede acotarse respecto de este tema fundamental, pero no resulta el objeto de este trabajo.


La generación del ´80, con su carga de positivismo, heredera de la ilustración mamada en sus maestros de la generación del ´37, fue la que inició la brega por el logro del establecimiento del divorcio vincular. Esta tarea fue continuada por algunas expresiones de nuestra partidocracia obsesionadas por el tema: socialistas, demócratas progresistas, sectores del conservadurismo liberal y del radicalismo. No obstante, en su originario acceso al poder, el radicalismo encontró en Yrigoyen un obstáculo franco y decidido a la instauración de la novedad 1215. Quizás por no ser tan dado a las disquisiciones librescas, el ex comisario de Balvanera tenía puesto su fino olfato en la percepción de la realidad como para saber qué era lo que le convenía y lo que no le convenía al pueblo al que tanto amó y sirvió.


Desde la década del treinta en adelante los intentos menudearon. Pero la comunidad resistió firme a que cayera la columna que sostenía, vigorosa, la sólida contextura social argentina, esto es, su familia, que le dio a la Nación la pléyade de arquetipos que la impulsaron con su sangre y con su mente. ¡Cuántas veces regresaron del Viejo Mundo y de EEUU conciudadanos admirados de su ciencia y de su técnica, pero nostálgicos de algo que no visualizaron allá: los hogares frutos de una institución matrimonial férreamente sedimentada en principios rectores de nuestra mejor tradición!


Los partidos participantes en la brega electoral de 1983, salvo excepciones, siempre a la pesca de votos a dos manos, no mostraron sus cartas al respecto. Alfonsín manifestó en plena campaña electoral: «En cuanto al divorcio vincular, creo que es una decisión que tendrá que tomar el país»1216. Si el país debía decidir, y esto lo haría a través de sus representantes elegidos precisamente en 1983, era deber ineludible del referente máximo del radicalismo hacer mención clara de la posición de su partido al respecto, o al menos expresar su opinión sobre el tema, y no salirse con esa ambigüedad propia de un profesional del sofisma. Equívoca fue también su contestación en una encuesta que sobre diversos temas se realizó en esa campaña, cuando preguntado respecto del divorcio contestó que «el debate debe postergarse»1217. No movió los labios cuando a poco de asumir empezó a menearse la cuestión en diversos ámbitos, incluso en el parlamentario. Como se ve, a pesar del «principio de raigambre yrigoyenista» que le adjudican Floria y García Belsunce, Alfonsín no era Yrigoyen ni por asomo. Veremos, por otra parte, que no hubo tal pronunciamiento popular, ni tampoco postergación.


Laborioso estuvo un buen sector de diputados empecinados en la adopción de la novedad en estas tierras, y poco dispuestos a dilaciones o a consultas de ningún tipo. Radicales, en connubio con rezagos de nuestro conservadurismo liberal, peronistas renovadores, quizás por su adopción de recetas socialdemócratas, desarrollistas, intransigentes, y por supuesto, demócratas progresistas 1218, rivalizaron, durante 1985 y parte de 1986, en la presentación de nada menos que veintitrés proyectos de ley modificando el régimen del matrimonio civil que incluían la posibilidad de la disolución del vínculo y de contraer nuevas nupcias. Las comisiones de la Cámara de Diputados de Legislación General, y de la Familia, Mujer y Minoridad, elaboraron con todos esos antecedentes un único proyecto de ley. Este comenzó a debatirse en la sesión del 13 de agosto de ese año 1986 e insumió más de treinta horas, no el debate, sino las amables exposiciones con las que, da la sensación, nadie intentó convencer a nadie. Las cartas estaban echadas. Una rotunda mayoría se sabia de antemano pondría la hoz en la base del tronco familiar.


Los divorcistas acudieron a argumentos efectistas, apelaciones a la libertad de conciencia y de culto –como si la indisolubilidad del vinculo matrimonial fuera un tema estrictamente dogmático soslayando su raigambre jus-naturalista– o al sensiblero recurso del auxilio a prestarse a los separados que quisieran «reconstruir sus vidas» con un nuevo matrimonio, todo aún, a costa de pagarse el alto precio de demoler la institución. Se aseguró que con el divorcio se desterraría el concubinato, siendo que en Francia, nación pionera en el tema, la «pareja» ha sustituido en notable medida al matrimonio. El diputado Perl, propulsor del proyecto, enfáticamente expresó: «En esta forma protegemos a la familia»1219, afirmación en la que coincidieron el diputado Terrile 1220 y el diputado Arabolaza 1221.


Terrile consideró que adecuarse a orden natural, en su concepción hispana (?) es sostener «una concepción autoritaria e intolerante», y que en cambio su postura acompañaba «un proceso de profundas transformaciones democráticas, depurándolas de concepciones verticalistas»1222, como si pudiera votarse respecto a las leyes de la naturaleza, y esto dicho sin objetar sus convicciones democráticas. Terrile afirmó que la adopción del divorcio vincular mejoraría la situación de los hijos 1223. El diputado Furque expuso con seguridad: «¿cómo se pueden sostener con lealtad y buena fe aquellas afirmaciones apocalípticas acerca de la plaga del divorcio que genera más divorcio, drogadicción y delincuencia juvenil?... Se invoca... que debemos defender nuestro ser nacional, ese gelatinoso concepto que generalmente nutrió a las derechas fascistas argentinas (aplausos)»1224. Manido recurso al que hemos visto apelan algunos autoconvencidos demócratas cuando necesitan abonar sus dichos en razonamientos válidos, y no los tienen, acuden entonces a la frase que denigra e insulta al interlocutor, calificándolo de fascista. Causa tristeza que a un diputado de la Nación Argentina le parezca gelatinoso el concepto ser nacional, aunque claro, resulta incomprensible a los hijos de la ilustración, puesto que priorizan ser ciudadanos del mundo por sobre el vínculo cultural que los une a sus compatriotas argentinos. Los aplausos con que se acompañaron aquellas expresiones, nos apabullan.


Fue así, de rondón, sin haberlo expuesto en su programa preelectoral de 1983, que el radicalismo alfonsinista, del que Furque era integrante, introduce un cambio de 180 grados en esta materia fundamental. Vanossi aproximó este dislate refiriéndose al despacho mayoritario: «... afianzará la estabilidad de las relaciones» matrimoniales 1225. Así, ni más ni menos. Afirmación que contradice toda la experiencia europea y norteamericana, por ejemplo. ¿A qué seguir? Los sofismas se amontonan atropelladamente. ¿No llega la diputada Macedo de Gómez a citar los conceptos de Juan Pablo II para fundamentar su voto afirmativo respecto del proyecto mayoritario?1226.


Pero la sorpresa, el estupor, culminaría con la exposición del diputado justicia-lista renovador Antonio F. Cafiero. Ya el diputado radical Spina había pretendido respaldar su posición divorcista sin desmedro de su condición de católico, apostólico, romano, aparentemente práctico según sus expresiones, y también de acuerdo a éstas, «sin arrepentimiento ni propósito de enmienda»1227. Cafiero fue más allá: él opinaba como legislador del pueblo, como político, como peronista renovador y también como católico militante. Según el diputado Cafiero, la cuestión de la indisolubilidad del vinculo matrimonial «no afecta al dogma de la fe, siendo únicamente una cuestión política concreta que el legislador debe asumir aquí y ahora, frente a la realidad social en que se halla inmerso y a la que debe imperiosamente atender». Esta afirmación pretende fundamentarla en el documento Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo, del Concilio Vaticano II, que aboga por la libertad religiosa, y en conceptos del Papa Juan Pablo II resguardando la libertad de conciencia. Y todo este esfuerzo mistificador, aclara nuestro diputado lo realiza «A fin de llevar aliento y sustento a quienes creen que pueden estar conmoviendo las bases de su fe al votar favorablemente el divorcio vincular». Consideraba que se debe actuar comprensiva y amorosamente con los esposos separados, a lo que nos preguntamos ¿Quien podía dudar de las bondades de tal actitud? Pero una cosa es prohijar una manifestación tan cristiana producto de la civilización del amor, y otra muy distinta es pretender enrolar a la Iglesia en la posición que detentaba Cafiero, y ha seguido sosteniendo, esto es, que la indisolubilidad del matrimonio es uno de los «ancestrales tabúes de la sociedad argentina»1228. ¿Tabú, algo que para un católico, además de serle prescrito por el orden natural, como a cualquier ser humano, también le es de mandato divino?: «Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre». Sorprende asimismo que la formación recibida por este diputado, y esto nos consta, le permita sostener que la indisolubilidad del matrimonio no está fundamentada en el derecho natural, sino en el orden establecido, sofisma que permitiría poner en tela de juicio cualquier apotegma moral inmutable de meridiana claridad.


Finalmente, en diversas intervenciones de los diputados, campea el evolucionismo sin cortapisas, capaz de barrer con toda escala de valores esenciales. Así, Terrible, propugnará «la modificación del régimen de matrimonio civil para una sociedad distinta, cuyos legisladores han tomado conciencia de que no representan a la sociedad del siglo pasado (siglo XIX), dado que hay un orden público diferente y otras costumbres, convencionalismos y criterios»1229, a contrapelo de la realidad, donde se ve una sociedad distinta en aspectos accesorios, aunque idéntica en los caracteres que le son sustantivos: comunidad de hombres y mujeres de la misma naturaleza, con pasiones y llamado a las virtudes y defectos, de hoy y de siempre, aunque con hábitos y exterioridades fluctuantes. Pugliese se adhirió a esa posición evolucionista extremada: «Estamos legislando en un mundo que se transforma... frente a la rapidez con que evoluciona ese mundo estamos atrasados en hacer las cosas que debemos hacer. Por lo tanto es un acto de voluntad ubicamos en el cambio». Y da como ejemplo el proyectado cambio de la capital de la República 1230. ¿Para Pugliese era lo mismo cambiar la sede de las autoridades que cambiar el régimen matrimonial? ¡Ubicarnos en el cambio! Lo que a nadie se le ocurre, como regar las plantas con kerosene o intentar aparear perros con gatos, porque sería cosa de desequilibrados, en el campo de los valores morales sí se lo permiten, claro, hasta que las consecuencias de sus extravíos les demuestre que con la naturaleza espiritual del hombre tampoco pueden cometerse desafueros. Consecuente con Pugliese, Monserrat espetó: «Debemos atender la realidad de nuestro tiempo porque es evidente que han cambiado las características tanto de la institución familiar como de los roles que tienen el hombre y la mujer en sociedad»1231. Y así otros diputados, también inmersos en la ausencia de conocimientos filosóficos sólidos que les hubiesen permitido distinguir entre lo accesorio y lo sustantivo del ser humano.


A esta altura de las presentes consideraciones, el lector podrá preguntarse quiénes salieron en defensa de la concepción tradicional de nuestra familia. Lo hicieron, valiente y medulosamente, entre otros, los diputados González Cabañas, Medina, Cavallaro, Ferré, Contreras Gómez, Romano Norri, Ulloa, ávalos, Juez Pérez, Altamirano, Guzmán H., Brizuela G. R., Brizuela J. A., Solari Ballesteros, Cangiano, de distintas extracciones políticas. Expusieron argumentos sólidos, muchos de los cuales, en forma sucinta, dado el carácter de este trabajo, han quedado señalados en párrafos anteriores. Pero no convencieron a mentes cerradas y oídos sordos En la sesión del 19 de agosto, 176 diputados, en su mayoría sin mandato popular al respecto, votaron por el divorcio vincular; sólo 36 en contra, representantes y voces defensoras de una de las tradiciones más valiosas de la República. Recuerdo una máxima antigua que el diputado Solari Ballesteros le recordó a la rotunda mayoría divorcista: «Echad a la naturaleza y volverá velozmente»1232.


Sancionado el proyecto en Diputados, ahora las expectativas se centraron en el Senado, donde la oposición justicialista era mayoría en relación con el oficialismo, y, por ende, se esperaba que el proyecto fuera resistido. Inesperadamente, a fines de noviembre de ese año 1986, la Corte Suprema de Justicia, con mayoría de ideología afín a la sustentada por el oficialismo alfonsinista, fallaba un juicio de divorcio declarando la inconstitucionalidad del artículo 64 de la ley de matrimonio civil n° 2393 que prohibía contraer nuevas nupcias a los divorciados o separados. En el caso, por ende, se le otorgaba a los esposos separados, poder volverse a casar. Tal pronunciamiento, de tremenda trascendencia, se dictaba con el voto de tres ministros, Fayt, Petracchi y Bacqué, con la disidencia de los otros dos, Caballero y Belluscio.


Comentar este fallo, bien podría llenar las páginas de un libro, espacio que obviamente no tenemos, pero digamos al menos que quienes impusieron su criterio, repitieron todos los lugares comunes en pos de su objetivo: con la indisolubilidad el derecho a contraer matrimonio se agota en una sola oportunidad (Fayt y Bacqué)1233; hay que darle a los divorciados la posibilidad de recomponer sus vidas (Fayt); debe bregarse por la desaparición del concubinato (Fayt)1234; no puede obligarse a alguien que no profese el catolicismo a ceñirse a cánones de esta religión (Petracchi y Bacqué)1235; la indisolubilidad se contrapondría con el sistema de libertad personal proscrito por los artículos 14, 14 bis, 16, 17, 18, 19, 20, 28, 32 y 33 de la Constitución Nacional (Petracchi y Bacqué)1236. El doctor Petracchi, además, expone «que para que una ley de matrimonio civil sea compatible con el sistema de libertad consagrada en nuestra Constitución, debe serlo también con la neutralidad confesional que ésta adopta... De este modo resultaría violatorio del art. 14 CN imponer coactivamente algunos de los principios de las diversas religiones que coexisten en nuestra sociedad, incluido el de la indisolubilidad del vínculo matrimonial proscrito por el credo católico...»1237. Con este criterio, se puede también argumentar que es inconstitucional la monogamia, en cuanto el Islam admite la poligamia, y de esta manera dejar sin rastros los caracteres de nuestra institución matrimonial.


Se apeló asimismo a la razón efectista de la imposibilidad de reconstruir sus vidas que tenían los esposos separados, malogro que se corregiría volviendo a contraer nupcias (Petracchi) 1238, pero soslayando el fracaso de tantos hijos ante la disolución del vínculo. Fayt, Petracchi y Bacqué se mostraron muy celosos en cuanto a la custodia de ciertos preceptos constitucionales, pero no tienen en cuenta otros trascendentes, como el principio de la división de los poderes. Caballero y Belluscio dejaron sentado contundente-mente que «regular el matrimonio civil, sus efectos jurídicos y los modos de su disolución», es facultad excluyente del poder legislativo de la Nación, y no del poder judicial 1239. Verdad de perogrullo dejada a un lado por estos juristas presuntos custodios del texto fundamental.


¿En qué convicciones filosóficas abrevaron éstos sus puntos de vista? Petracchi manifiesta en su voto: «Las normas de la Constitución están destinadas a perdurar regulando la evolución de la vida nacional, a la que han de acompañar en la discreta y razonable interpretación de la intención de sus creadores». Y más adelante: «Son múltiples las modificaciones, como es obvio, que nuestro país, al igual que otros ha producido en su desenvolvimiento histórico desde entonces» (segunda mitad del siglo XIX). «...Lo que no se ha modificado es que tanto entonces, como ahora, existe como realidad una cierta proporción de fracasos matrimoniales. Tal como antes sucediera en otras sociedades con múltiples variantes en sus prácticas morales o en sus confesiones religiosas, y como sigue ocurriendo hoy en las culturas más desarrolladas, o en las que se ven más necesitadas de luchar contra el retraso impuesto por un orden aun demasiado injusto para la edad de la civilización humana»1240. ¿Qué más antiguo que la era de la decadencia del Imperio Romano? Brota el progresivo comtiano en esos párrafos. Como en este otro de Bacqué: «No es menos cierto que a través del lapso mencionado (se refiere a los últimos cien años), la realidad social de la República Argentina ha cambiado en lo referente a las relaciones familiares y no parece razonable que la realidad jurídica y la social se encuentren separadas por la distancia que hoy es constatable en nuestra sociedad»1241. Ambas fundamentaciones resultan muestras acabadas de evolucionismo progresista, de raíz comtiana que remata en relativismo moral. Hay por cierto, aspectos accidentales respecto de los cuales el derecho positivo debe acompañar los cambios sociales, pero también hay áreas sustantivas inmutables en que el derecho no puede transigir con variaciones cuya aplicación seria perniciosa, como el respeto de la vida, de la libertad y de la igualdad humanas, de su dignidad, de los pilares institucionales básicos: familia, propiedad, sociedades intermedias. Lamentablemente, en la formación de muchos de nuestros juristas se verifica la ausencia del principio elemental de la subordinación del derecho positivo al derecho natural.


Desgraciadamente este fallo incidió, o se lo hizo incidir convenientemente, en la suerte de la reforma buscada. La Corte Suprema de Justicia, en cuya conformación fuera decisoria la nominación presidencial de los doctores Fayt, Petracchi y Bacqué como ministros de la misma, introducía un factor acuciante para el logro del objetivo propuesto.


Era de esperar que la tesitura triunfante en el alto organismo, multiplicara el número de separados que acudieran al recurso ante el mismo, y que dicho temperamento se mantuviera mientras esos tres ministros lo integraran, haciendo estéril un rechazo por parte del Senado del proyecto sancionado en la cámara baja. En aquel cuerpo, a ocho meses del acogimiento por diputados, no se había iniciado el tratamiento de la cuestión. ¿Dudas de conciencia? Quizás: la mayoría de los divorcistas era menor que en la Cámara de Diputados. ¿Influencia de la opinión pública? Sin duda. ¿Falta de líderes ideológicos suficientemente convencidos que impulsaran a los irresolutos a dar el paso? Creemos que aquellos no abundaban, estamos convencidos que el fallo de la Suprema Corte sirvió de detonante.


Abierto el debate en el Senado a partir del 6 de mayo de 1987, se escuchó al senador radical Brasesco, opositor a la innovación, decir: «A pesar de todo lo que se dice en el sentido de que este fallo crea un vacío legislativo, el senador que habla considera humildemente que no es así». Y que si el Congreso rechazara el divorcio vincular «ese acto judicial no podría repetirse»1242. Gass, en la posición contraria, espetó: «La realidad nos ha desbordado...el Poder Judicial está afectado por la disparidad de criterios... Esto también es nuestra responsabilidad por no haber entregado oportunamente el instrumento legal que evitara esta anarquía en la interpretación...»1243.


El escenario estaba preparado para la intervención de Eduardo Menem que completó la cuota de dramatismo, que seguramente pesó en algunos integrantes de su bloque justicia-lista: «...creo que después de lo ocurrido hace poco tiempo con ese fallo de la Suprema Corte... el tema de la oportunidad ha sido superado totalmente... el Congreso de la Nación no puede seguir cerrando sus ojos a la realidad del país... La Constitución es lo que la Corte dice que es, nos guste el fallo o no. De modo que seguir insistiendo en la sanción de una norma que ya ha sido declarada inconstitucional no sólo me parece poco práctico sino que además estamos avanzando sobre el principio de la división de los poderes... ¿Cómo no vamos a advertir la infinidad de pleitos que se están planteando en estos momentos cuando algunos tribunales inferiores no aceptan el fallo de la Corte, porque no es vinculante, y niegan la disolución del vínculo matrimonial, lo cual obliga a las partes a actuar por la vía recursiva? ¿Hasta cuándo seguiremos recargando a los tribunales con este trabajo...?»1244. ¡Las razones de orden práctico prevaleciendo sobre las altas conveniencias de la defensa de la célula de la sociedad! ¡No es esta la tradición del partido justicialista que en la reforma de 1949 introdujera los derechos de la familia y con ellos su indisolubilidad! También Martiarena se siente urgido por el fallo 1245, como de la Rúa 1246. Los cuatro citados últimamente votaron el divorcio vincular, por supuesto, utilizando los mismos argumentos frívolos y acomodaticios de los diputados que ostentaron esa tesitura, y apelando a idéntica filosofía del evolucionismo progresista radicalizado, capaz de barrer pilares culturales maestros con toda impavidez. A este respecto el senador Berhongaray fue bien explícito: «Esta modernización de estructuras, de la cual habló reiteradamente nuestro presidente, no significa solamente la modernización en el terreno tecnológico, la cibernética, la rebotica, la informática, la biogenética, etc., sino que abarca un concepto mucho más amplio: modernizar las normas de convivencia, las estructuras sociales y juntamente con ello, nuestra legislación. Es la modernización más barata, la más sencilla. Es comenzar a retomar el hilo conductor de aquel concepto de modernidad que nació con el Renacimiento, ese cambio del teocentrismo al antropocentrismo. Es dejar atrás las teorías mecanicistas (?) y organicistas (?) para privilegiar el concepto de libertad integradora por sobre el del determinismo (?); aquello que en su oportunidad tuvo expresiones concretas en Galileo, Copémico, Newton, Bacon, Descartes, y que en algún momento los argentinos también supimos interpretar cuando levantamos en nuestra legislación las banderas de la Revolución Francesa»1247. Pese al galimatías filosófico inescrutable, Berhongaray señala las fuentes del pensamiento evolucionista que campeó en muchos defensores del divorcio vincular.


Es de destacar el exceso de optimismo en cuanto a que esta reforma era barata. El futuro será testigo del precio que pagará la sociedad argentina por esta innovación tan alegremente puesta en marcha. En cuanto a las banderas de la Revolución Francesa, debería haber aclarado si entre ellas computaba a la vil explotación del hombre por el hombre que en el campo económico generó, al revolucionarismo anárquico que en materia política engendró y a los guillotinamientos en serie usados por ella como expediente para imponer el respeto de los derechos del hombre.


Que el presidente había hablado reiteradamente con esta tónica filosófica, era verdad entera. Lo había terminado de hacer el 1 de mayo de 1987 al inaugurar las sesiones del Congreso de ese año: «Entre esos problemas, uno de los principales sigue siendo nuestra incapacidad, no siempre inocente, de poner al día nuestras ideas y nuestra manera de actuar. Persiste aún en muchos de nosotros una obstinada resistencia al cambio cultural.


La acumulación de oscurantismo ideológico, corporativismo profesional... Se impone, pues, una renovación cultural profunda...nuestro universo cultural debe cambiar, y cambiar profundamente... Es necesario rechazar los dogmas que con increíble simplismo, con una manera ingenua de reducir e incluso negar la complejidad de los hechos políticos y sociales, con esa creencia en la verdad de las ideas propias capaz de sobrevivir a los más espectaculares desmentidos históricos, no solo son inofensivas reliquias heredadas del siglo pasado (siglo XIX), sino a menudo el origen de ciegos fanatismos...» Insta a liberamos «de antigüedades ideológicas» y asegura que «estos confortables dogmas no son en modo alguno necesarios»1248. Días después de este envión presidencial, Berhongaray cumplía en pasar en limpio que el oscurantismo, el fanatismo, los dogmas innecesarios, las antigüedades ideológicas, tenían en la indisolubilidad del vínculo matrimonial un claro elemento ejemplar: aboliéndola, empezaba la «renovación cultural profunda»... El mensaje de Alfonsín fue la clarinada que impelió a las huestes. Así lo entendió Enrique Díaz de Guijarro en un trabajo publicado en aquel tiempo con toda la autoridad de un pionero en la lucha divorcista 1249.


Con este espaldarazo, el Senado sancionó el proyecto con modificaciones que prestamente Diputados aceptó el 3 de junio de 1987, convirtiendo en ley la iniciativa el presidente Alfonsín quien, por supuesto, no creemos se le haya pasado por la mente vetarla. Lejos de ello, la promulgó el 8 de junio. La «renovación cultural profunda» recibía un aporte inestimable. Aunque serán legión los que permanecerán fíeles a los «confortables dogmas...en modo alguno necesarios», rechazando este «progreso» y plantando los cimientos del tejido social argentino.


Debemos también puntualizar que la versión de divorcio vincular que se adoptó, es la peor de todas, pues lo admite cuando hay común acuerdo de los esposos, y aun por decisión unilateral de uno de ellos, en el caso de que dictada sentencia de separación hayan transcurrido tres años de ésta. Debe tenerse presente que la separación personal, a su vez, puede decretarse a petición de cualquiera de los cónyuges, cuando éstos hubieren interrumpido su cohabitación sin voluntad de unirse por un término mayor de dos años. Y la interrupción puede producirse por el abandono voluntario y malicioso del hogar por parte de uno de los cónyuges. De tal manera que se admite el divorcio, por decisión unilateral de uno de los esposos, cuando simplemente se abandona el hogar. Una obra maestra en pos de la disolución de la familia argentina.


En materia de familia, la ley nº 23.264, dictada por el Congreso en septiembre de 1985, equiparando a los hijos matrimoniales con los hijos extramatrimoniales, iría a ser junto con la adopción ya comentada del divorcio vincular, un elemento coadyuvante al debilitamiento de la familia.



La educación


No creemos faltar a la objetividad expresando que el alfonsinismo, en materia educativa, siempre mostró su tendencia laicista. Y que en cuanto a la enseñanza superior ha abrazado, in totum, los principios de la reforma universitaria, de cuyo cauce ha sabido recoger gran parte de su dirigencia. Su reserva respecto de la enseñanza privada son notorios, postura colindante con el monopolio estatal respecto de la educación. Ingreso irrestricto, gratuidad del servicio educativo, y con ello aumento considerable del presupuesto en esa materia, son pilares maestros de su posición. Estímulo a la libre formación de centros de estudiantes, aun en el nivel medio, es capítulo importante de su propuesta.


Hemos visto que 1984 y 1985 fueron años en que el proyecto de Alfonsín pareció alcanzar su mejor nivel. En esos años, disparó buena parte de la carga reformadora que traía en sus alforjas la corriente vencedora en 1983. Aprovechando que en 1984 se cumplía el centenario de la ley 1420, paradigma por su laicismo de los ideales sarmientinos que el alfonsinismo compartía, el presidente propuso la realización de un nuevo Congreso Pedagógico que abordara la actual problemática educativa.


Alfonsín presentó un proyecto de ley convocando a ese nuevo Congreso, evocando todo lo que el primero había hecho, con estas palabras: «Hace cien años nacía a la vida institucional de la República la ley 1420; la precedieron profundos y esclarecedores debates no sólo parlamentarios sino también técnico-docentes como los que registró el Congreso Pedagógico de 1882. A partir de su vigencia el país conquistó prestigio en el escenario educativo del mundo; la educación popular y sus principios inherentes de igualdad y gratuidad avanzaron sobre el analfabetismo y nos dieron una jerarquía cultural que no habían alcanzado aun muchos países de la Tierra». Luego de hacer mención elogiosa de la Reforma Universitaria de 1918, el presidente se refirió a la crisis actual por la que pasaba todo el proceso educativo argentino, y a la necesidad de convocar a todas las expresiones del pensamiento tanto político como pedagógico, para un análisis profundo de la situación y estructurar un sistema armónico que superase esa crisis.


Las expresiones referidas a la ley nº 1420 son aceptables en cuanto contribuyó al avance de la alfabetización, aunque en otros campos, como el de la formación en el conocimiento y práctica de los valores fundamentales, dicha ley, en nuestro concepto, significó un notorio retroceso. Los hombres de Mayo, Moreno, Saavedra, Belgrano, San Martín, no programaron una enseñanza laica. ésta, pues, no forma parte de nuestra verdadera tradición en esa materia tan sensible, desarrollada desde el siglo XVI en adelante. Alfonsín apuntaba como graves males de nuestra realidad educativa «índices de analfabetismo y deserción escolar desdorosos»1250. No obstante existen peores, como escamotearle a niños y jóvenes la formación clásica e histórica y el conocimiento de los principios rectores a que deben ajustar su conducta moral y espiritual.


Así se dictó la ley nº 23.114 en septiembre de 1984, con el voto unánime de diputados y senadores, convocando a estudiantes, padres, cooperadoras escolares, gremialistas, docentes, especialistas en ciencias de la educación, partidos políticos, organizaciones sociales y pueblo en general, a pensar el tema de la educación, encarar sus problemas, plantear soluciones y asesorar a los poderes del Estado en tales cuestiones. Se encargaba a una Comisión Organizadora Nacional del Congreso, presidida por el ministro del ramo e integrada por miembros del poder legislativo nacional y representantes de los poderes ejecutivos de las provincias, regentear sus actividades.


Estas se desarrollaron entre septiembre de 1984, fecha de sanción de la ley, y la época de la reunión de la Asamblea Nacional realizada en Embalse Río Tercero entre el 27 de febrero y el 6 de marzo de 1988; tres años y medio de labor, pues. La organización del Congreso, en cada provincia, Capital Federal y territorio de Tierra del Fuego, estuvo a cargo de los gobiernos provinciales, municipalidad de Buenos Aires y gobierno del territorio mencionado. Ellos formaron en cada una de las veinticuatro jurisdicciones una Comisión Organizadora, jurisdiccional y una Asamblea Pedagógica jurisdiccional. Cada una de las áreas territoriales dispuso la creación de un número de zonas locales en las que se desarrollarían asambleas pedagógicas de base de las que podían participar personas mayores de quince años residentes en ellas que sacarían sus conclusiones. Y así, cada Asamblea Pedagógica Jurisdiccional, integrada por representantes de las asambleas de base de cada provincia, a su vez, elaboraría sus propuestas y designaría sus representantes que las presentarían en la Asamblea Nacional.


En la actividad del Congreso a nivel local, se observó una relativa participación popular, especialmente en lo vinculado a la canalización vía partidos políticos y asociaciones gremiales docentes. Los partidos políticos, acuciados por la frondosa actividad electoral, y en el caso del radicalismo, por el avance de la crisis económico-social, no se ocuparon demasiado, en el caso de los docentes y sus organizaciones gremiales, por estar absortos ante su grave problemática salarial y consiguiente gimnasia huelguísta. Aunque ambas situaciones, como es obvio, no exculpan ni a unos ni a otros dada la trascendencia de la materia educativa en debate.


Ciñéndonos en nuestro panorama a la Asamblea Nacional, colofón del Congreso, realizada en 1988 con trescientos miembros que representaban a las veinticuatro jurisdicciones señaladas –elegidos en las correspondientes Asambleas Pedagógicas jurisdiccionales– señalaremos –siguiendo cómputos hechos por Emilio F. Mignone– que del total de los participantes, «la primera minoría la constituía el bloque católico, con un centenar de representantes, exactamente la tercera parte, a quien Rouillón, en el artículo citado, describe como «alineados con la enseñanza libre y los valores religiosos, independientemente de agrupamientos partidarios». Cabe señalar que la expresión enseñanza libre equivale a la defensa del subsidio estatal a las escuelas privadas, que es el punto de política educativa en discusión. Alrededor de setenta integrantes de la Asamblea se reconocían como peronistas. La mayor parte de ellos se agruparon en las cuestiones decisivas con la primera minoría, no sin concesiones mutuas. Entre los Justicialistas se advertía una diferencia: mientras los de las provincias del norte, oeste y centro se inclinaban por la posición descripta, los de la Patagonia apoyaron actitudes estatistas. Los radicales, con propuestas moderadas y transacciones, pero derivadas de la tradición liberal-laicista, alcanzaron a sesenta y cinco; los democristianos, partidarios, aunque con recaudos, de la enseñanza libre, eran catorce; y los miembros del Partido Intransigente, rigurosamente estatistas, alcanzaron a once. La cuarentena restante estaba formada por los llamados independientes, en su mayoría férreamente partidarios del monopolio estatal de la enseñanza; por algunos liberales, sostenedores de la privatización a ultranza; y por unos pocos marxistas dé diversas capillas»1251.


No es de extrañar entonces que las conclusiones, según Julio César Labaké, destacado miembro de esa Asamblea Nacional, coincidieran «en la centralidad de la persona humana y una concepción de la misma que supera todo intento de reduccionismo, incluida la dimensión religiosa de su trascendencia («según sus propias opciones»); la educación concebida como educación integral que responde a todas las dimensiones de la persona; el rol protagónico y primordial de la familia en la responsabilidad de educar y la misión del Estado de hacerlo posible para todas las familias, como gestor del bien común; el rescate del indiscutido derecho de los padres a elegir el tipo de educación para sus hijos y de crear las instituciones acordes con sus ideales; el deber del Estado, en razón de justicia, de subvencionar la educación pública de gestión privada que esté encuadrada en los principios de justicia social. Tampoco quedó descartada la posibilidad y el derecho de los padres de encontrar esa dimensión religiosa, como parte de la educación integral, en las escuelas públicas de gestión estatal». Labaké destacó el consenso unánime sobre la concepción de la persona «considerada como tal desde el momento mismo de la concepción y el evidente rechazo del relativismo absoluto y del agnosticismo finalmente nihilistas», como «del estatismo en educación; del individualismo y toda supuesta versión colectiva; del enciclopedismo; del positivismo; del racionalismo intelectualista abstracto; de las formas de lucha dialéctica en el proceso social; de toda forma de dependencia despersonalizante; del laicismo como prescindencia de lo religioso, de toda forma de dogmatismo, tanto en nombre del ateísmo, del materialismo, como de lo religioso. También quedó en claro, sobre el concepto y compromiso con la liberación, que comienza por ser liberación personal (interior), de todo aquello que desde dentro del mismo hombre degrada su vida»1252. La cita ha sido larga, pero es conveniente que el lector mida el alto, el largo y el ancho de estos luminosos conceptos que Argentina presentaba como fruto de un pronunciamiento popular tan relevante.


Con este resultado, aprovechando que no era vinculante para los poderes públicos, era de esperar que un sospechoso manto de silencio cayera sobre este pronunciamiento democrático, surgido después de cuatro años de labor de un Congreso promovido por los mismos que ahora intentaban relegarlo al desván del olvido. Actitud deplorable que sin embargo habría de ir al fracaso en su estrategia, pues las conclusiones del Congreso Pedagógico servirían para iluminar la Ley Federal de Educación que se dictaría durante el período presidencial siguiente.


En el campo de la enseñanza universitaria, Alfonsín fue sumamente presto en tomar medidas que convirtieron a las casas de altos estudios en áreas de acción política intensa con el fin de auspiciar la corriente partidaria que lideraba. Esto sigue ocurriendo en la actualidad, lo que desvirtúa en buena medida la función específica de la educación superior, que es la búsqueda de la sabiduría y de la ciencia, y no ser antesala, o ámbito mismo, de las actividades que son propias del comité o de la unidad básica.


Mediante un decreto del mismo diciembre de 1983, el gobierno intervino las universidades nacionales, designando en cada una de ellas rectores normalizadores a quienes, a su vez, les competía designar decanos del mismo carácter en cada facultad. Además, en las distintas universidades se formaba un Consejo Superior Provisorio integrado por el rector normalizador, los decanos y tres representantes de los respectivos centros de estudiantes. Esto último nos parece reprobable: los alumnos, que deben ser dirigidos a la obtención de la sabiduría y de la ciencia, dirigiendo ese proceso. Y nos parece aun más contraproducente, que ese poder se le diera en el momento álgido de la reorganización de esos centros del saber superior.


Ese mismo decreto reconocía además, un solo centro de estudiantes por cada facultad, una sola federación de centros por cada universidad, federación que a su vez se nucleaba en una sola Federación Universitaria Argentina, lo que nos parece sencillamente antidemocrático y contrario a una elemental libertad gremial.


En junio de 1984 se sancionó la ley de normalización provisoria de las universidades nacionales n° 23.068, que admitía la impugnación de los concursos de profesores realizados durante el gobierno de facto anterior, y establecía el derecho a la reincorporación de docentes y no docentes separados por algún motivo (cesantías, prescindencias o renuncias por razones políticas, gremiales o conexas). Otra ley de septiembre de ese año, n° 23.115, establecía toda una arbitrariedad jurídica: a los docentes que hubieran obtenido sus cátedras por concurso y que tuviesen estabilidad en sus cargos en virtud de la ley n° 21.536, dictada por el gobierno militar anterior, se los despojaba de tal carácter de confirmados en sus cátedras, se los reducía al carácter de interinos y se los sometía a un nuevo concurso cuando lo dispusiera la autoridad universitaria correspondiente. Resultaba un desconocimiento de derechos adquiridos por profesores de larga y acrisolada actuación, indigno de un régimen que alardeaba de ser democrático.


Aquel cogobierno –con participación de alumnos y en algunos casos de no docentes– el ingreso irrestricto y masivo, la falta de recursos para atender una población estudiantil cada vez más nutrida, produjo efectos negativos. La extremada politización de los claustros, a punto tal que, salvo raras excepciones, cada núcleo estudiantil respondiera a una determinada militancia política partidaria, hizo que el nivel académico descendiera. La deserción de muchos profesores de relevancia, unos por no poder soportar los sueldos bajos que se pagaban y otros por sentirse desjerarquizados, afectó la enseñanza y la investigación que cayeron en manos, en muchos casos, de notorias mediocridades. La falta de espacio físico, de condiciones mínimas de orden e higiene en el mobiliario, de material didáctico fundamental, paredes y demás enseres de los locales donde funcionan nuestras universidades, fueron y son notorios y en algunos casos indignos, para sorpresa de personas que accidentalmente visitan esos ámbitos. Además, un semillero de pleitos iniciados por profesores en defensa de sus derechos ante los estrados judiciales, y la congestión burocrática no resuelta en las facultades ante el alto número de alumnos ingresantes cada año. Estos son los resultados de la política universitaria inaugurada en 1983 y que aún hoy nos afectan. La apertura al pueblo de la universidad, siempre es deseable, pero esto, sin que sufran desmedro los altos fines que ella persigue. La autoridad directiva y académica debe surgir, invariablemente de la competencia y de la capacidad –y no de la demagogia– de manera que la severa exigencia intelectual para todos excluya cualquier suerte de facilismo. La libertad sin orden, sólo sirve para engendrar mediocridad y anarquía, y éstas son el caldo de cultivo de la supresión de las libertades e instauración de los procesos hegemónicos.


En cuanto al nivel de los estudios y la disciplina en la escuela media o secundaria, recibió los embates de actitudes y medidas del gobierno –tomadas so pretexto de la lucha en que se creía empeñado contra todo real o supuesto autoritarismo– dejaban traslucir su cuota de demagogia. A la jerarquía de la actividad intelectual se le proporcionó un duro golpe eliminándose la evaluación numérica del rendimiento de los estudiantes y la consiguiente eximición de someterse a exámenes complementarios sólo en caso de alcanzar el puntaje de siete en una escala de uno a diez. Se lo reemplazó por un errático y viscoso sistema de calificación conceptual, culpable de un abrupto descenso en la resultante concreta de la enseñanza. En la segunda parte del siglo XIX, este ciclo de la educación abandonó la formación clásica, que enseñaba a expresarse con propiedad, a pensar, a contemplar las verdades absolutas, y las relativas insertas en la historia de la comunidad propia y de la humanidad; se transformó en una enseñanza enciclopedista, pletórica de erudición pero flaca en sabiduría. Ahora dejaría de ser enciclopedista también. Nuestros bachilleres egresan desprovistos de conocimientos elementales.


Con la eliminación del régimen de amonestaciones y suspensiones, y la autorización de la formación de centros de estudiantes, también sufrió la disciplina. Aquellas habían permitido que prevaleciera un orden aceptable en nuestras escuelas en un ciclo de la educación destinado a formar adolescentes, edad, como se sabe, sumamente difícil y definida de la personalidad futura. Indudablemente, la comprensión y el amor juegan un rol fundamental en la educación del hombre y de la mujer en su etapa de la pubertad, pero a veces, la prudencia aconseja cierta firmeza y energía, que por cierto deben administrarse al mismo tiempo que se hace reflexionar nuevamente al irreductible ante los primeros consejos. Desde ya, se parte de la base que todo docente que no se maneja impelido por la práctica activa de la virtud de la prudencia, no es apto para su oficio.


Agrupaciones estudiantiles que colaboren en la formación física, intelectual, moral y espiritual de los adolescentes, nos parecen positivas. Centros de estudiantes con connotaciones políticas partidistas y de actividad contestataria, son un verdadero despropósito.



Política internacional


En este ámbito, los zigzagueos de una administración demasiado apegada a prejuicios ideológicos, obedecieron al mismo temperamento señalado en relación a las políticas para las áreas castrense y sindical. Apuntando, como bien lo señala Melo, a resolver los problemas de la deuda externa y de la soberanía sobre las Islas Malvinas, la cancillería alfonsinista pensó en apoyarse en Europa Occidental, donde gobiernos como el español, francés, italiano y otros, de tendencia socialdemócrata, aparecían como afines y simpáticos a la cosmovisión del presidente, quien aspiraba a dicho apoyo para obtener consideraciones de los organismos financieros internacionales en el caso de la deuda, como de Gran Bretaña y de su respaldo norteamericano, respecto de la cuestión de Malvinas. Mas, debió tenerse presente que el gobierno de M. Thatcher en aquella, y de R. Reagan en EEUU, eran de tendencia conservadora. Esta táctica terminó en otro fiasco.


La Comunidad Europea se manejaba en materia financiera en base a los dictámenes del Fondo Monetario Internacional, organismo en el que ejerce fuerte influencia EEUU. De tal manera, cuando nuestro gobierno apeló a los de Francia, Italia y Alemania Federal para obtener refinanciación de la deuda externa e inversiones, estos gobiernos le expresaron que era previo un acuerdo con el Fondo Monetario respecto de la política económica a seguir por Argentina, para recién, luego, entablar negociaciones con los bancos privados 1253. Por ello fue que, cuando el segundo ministro de economía de este período, Sounrouille, hubo de ponerle fundamento a su plan Austral, fue necesario el acuerdo con el Fondo, hecho que implicaba previamente mejorar las relaciones con el país del norte. Así se vería llegada la hora del plan «Houston» y de las «relaciones maduras» con Norte América.


No puede olvidarse que en los comienzos del período presidencial, nuestra cancillería apuntaba nada menos que a interferir en actitudes concretas de esta potencia respecto al área centroamericana, zona altamente sensible para ella, pues el sandinismo nicaragüense, de reconocida postura marxista, la enfrentaba. Para ello se arbitró la adhesión argentina al grupo «Contadora», así llamado por haber surgido en 1983 de una reunión entre los cancilleres de Colombia, México, Panamá y Venezuela en la isla panameña de Contadora. Este grupo se fijó como meta el logro de la paz en América Central tratando de evitar que Estados Unidos ejerciera intervención alguna en esa región. A esos efectos surgió el «Grupo de los ocho», plegándose a los cinco anteriores también Brasil, Perú y Uruguay. A principios de 1985 la dura realidad llevó a Alfonsín a abandonar sus devaneos con Contadora, el Grupo de los ocho y el Movimiento de Países No Alineados. Había, tempranamente, advertido que era el momento de acercarse al Fondo Monetario, al Banco Mundial y de alinearse con los mismísimos EEUU


Hemos hablado ya de la política de la cancillería en cuanto al problema del Beagle 1254. En relación con nuestra otra grave cuestión territorial, la de las Malvinas, Alfonsín también pensó en buscar apoyo en la Europa socialdemócrata. Esto le permitió obtener una inocua votación favorable en la Asamblea General dé las Naciones Unidas, con la inclusión del sufragio de Francia y Grecia que rompían la generalizada posición de veto de la Comunidad Europea en esa cuestión. Pero las votaciones de dicha Asamblea ya se sabe que en la práctica no pasan de un mero sentido declamatorio. La propuesta de la dura Thatcher de eliminar la «zona de exclusión» establecida por Inglaterra alrededor de las Islas, a cambio de que nuestro gobierno declarara el cese de hostilidades con nuestra contendiente, recibió de la cancillería argentina un rotundo «no ha lugar». Esto le dio pie a Londres para tomar medidas que no fueron líricas: fortificar militarmente las Islas y avanzar en la explotación ictícola en el mar adyacente. En respuesta, a nuestra cancillería se le ocurrió la insensatez diplomática de firmar convenios de pesca con la Unión Soviética y, su por entonces estado satélite, Bulgaria, referido al mar territorial argentino próximo a las Malvinas. Tales actos, que excedían el marco de la mera producción pesquera para pasar a comprometer el control occidental sobre una zona crítica en el contrapunto entre ambos bloques mundiales –dicho esto sin dejar de reconocer nuestro derecho soberano a firmar esos acuerdos, pero sin desmedro de una elemental prudencia en cuanto a tiempo y modo– provocó la reacción de EEUU, e Inglaterra, aprovechando la oportunidad servida en bandeja, en octubre de 1986 declaró unilateralmente «Zona de Administración y Conservación Pesquera» provisoria a un área de 200 millas alrededor del archipiélago, concediendo numerosos permisos de pesca en la misma. Y por supuesto, esto fortaleció la postura de Londres en los foros internacionales, en cuanto a no admitirse que se insertara la cuestión de la soberanía en posibles negociaciones con Buenos Aires.


La creación del «Grupo de los seis’’ conjuntamente con Méjico, Grecia, Suecia, Tanzania e India, tendiente a lograr la paz mundial y el desarme nuclear, enjuiciando de paso a EEUU, Francia, Gran Bretaña, Unión Soviética y China, fue otro inoperante y temerario paso dado por una conducción internacional jactanciosa, que olvidaba el apotegma de que la política es el arte de lo posible.


Se completa el cuadro de nuestra política internacional de esos años, con una estentórea defensa de los derechos humanos en los foros de opinión pública del planeta. Esta ponderó elogiosamente nuestros esfuerzos en tal sentido, pero sin que ello nos trajera aparejados avances en aspectos relativos a nuestros intereses concretos.



Saldo de una gestión de gobierno


En los dos primeros años, el gobierno alfonsinista apareció como exitoso: triunfó en el referéndum respecto de la cuestión del Beagle, primeros guarismos positivos económicos plan Austral mediante, y victoria electoral de fines de 1985. Hay un momento en que la popularidad del presidente llega al 72% de los encuestados.


La euforia y el optimismo impulsan al líder radical a proyectar emprendimientos de máxima. Propone la conformación de un «tercer movimiento histórico», empresa que tendería a fagocitar todo lo que pudiera del «segundo», esto es, del peronismo. Concomitante-mente, lanza al ruedo un planteo de reforma constitucional que giraría en tomo de la sustitución del presidencialismo de la parte orgánica, por un semi parlamentarismo. éste consistiría, en la propia expresión del presidente, en «combinar aspectos de nuestro tradicional régimen presidencialista con elementos de los sistemas parlamentarios. Una fórmula mixta, como la vigente en algunas democracias pluralistas y estables, permitiría que el Congreso interviniera directa y eficazmente en su gestión y control de los asuntos del Estado, que los ministros tuvieran una relación más fluida con el Parlamento, que se distinguiera entre la gestión cotidiana de la Administración y la fijación de las grandes políticas nacionales, y que existiesen mecanismos institucionales más dúctiles para enfrentar cambios en determinadas circunstancias sociales y políticas»1255. Ya se ha dicho que mérito de Alberdi, fue sugerir para Argentina un poder ejecutivo eficaz, que permitiera consolidar el principio de autoridad frente a la anarquía enquistada en el Río de la Plata a partir del proceso emancipador, resuelta en buena medida, pero no totalmente, por la experiencia rosista. Luego de la segunda guerra civil operada entre nosotros en los años setenta de este siglo, era riesgoso ir a un régimen de organización de los poderes proclive a debilitarlos. Régimen del que la propia Francia, en tiempo de De Gaulle, hubo de zafar para lograr estabilidad política con una suerte de presidencialismo, que es probable deba adoptar Italia ante su bamboleo institucional crónico; y se verá en que termina la institucionalidad española. Pero Alfonsín, tan amigo de la modernización a toda vela, aquí parece involucionar. Aunque en esto le tentaba al hombre de Chascomús la posibilidad de perpetuarse en el poder pasando de la presidencia a ser primer ministro, o bien sorteando la reacción de la opinión pública que provocaría un intento de reelección presidencial, que quizás sí soportaría la instauración de una suerte de ministro coordinador, en la afirmación de Melo, que compartimos 1256.


Obsesionó también al presidente el tema de la capital de la República, aunque debe reconocerse, en nuestra opinión, que con razón. Gravísimo problema éste, el de nuestra macrocefalia, que resulta sencillamente monstruosa. El 40% de la población de la República se halla concentrada en los escasos kilómetros cuadrados del Gran Buenos Aires frente al enorme territorio que poseemos. Mientras, las fronteras se hallan desiertas en los cuatro puntos cardinales, en especial en la zona patagónica. Conmueve observar un mapa integral de la República. Pero la enfermiza concentración que padecemos no es solo demográfica, sino económico-financiera y cultural, además de política y administrativa. Un engendro peligroso, del cual es responsable la generación del ‘80, que en la solución de la cuestión de la capital privilegió las conveniencias partidarias del roquismo a las de la República.


Alfonsín tomó el proyecto de traslado en sus manos, directamente, logrando en 1986 que las legislaturas de las provincias de Buenos Aires y Río Negro cedieran sus ciudades: Carmen de Patagones, en el primer caso; Viedma y Guardia Mitre, en el segundo; todas en la zona de la desembocadura del Río Negro. En 1987, el Congreso declaró a todo el perímetro cedido por ambas provincias como nueva capital de la República. Satisfecho, Alfonsín expresaba: «Vamos a comenzar a respetar en serio el federalismo, no sólo en el campo político sino en el económico...»1257.


Pero las derrotas electorales que sufrieron los radicales en 1987 y 1989 sepultaron la iniciativa, que hoy es solo un recuerdo. Como las cesiones de Carmen de Patagones y Viedma quedaban sin efecto si en el término de cinco años no se producía el traslado a ellas de la capital –todo de acuerdo a las respectivas leyes provinciales dictadas en su momento– y dicho lapso transcurrió en exceso, lamentablemente caducó este buen propósito de Alfonsín, que Menem, a su turno, archivó definitivamente.



Elecciones presidenciales de 1989


Luego de su derrota de 1983, el justicialismo soportó una grave crisis interna. Cuando Alfonsín se propuso encabezar lo que se denominó «tercer movimiento histórico», dicha fuerza sintió temblar sus cimientos. La autocrítica se ensañó con el sector denominado «ortodoxo» con referentes como Herminio Iglesias, uno de los «mariscales de la derrota» en la jerga partidaria. Surge entonces, enfrentando a esta conducción cuestionada, el llamado peronismo «renovador», que se estructura definitivamente como corriente interna en diciembre de 1985. Cuando en las elecciones parciales del 6 de septiembre de 1985 el líder renovador Antonio F. Cafiero se consagra como gobernador de la provincia de Buenos Aires, su corriente daría un paso decisivo hacia el desplazamiento de la cúpula ortodoxa. Concomitantemente aparecían los pujos socialdemócratas de Cafiero que lo acercaban al presidente Alfonsín. Quizás este factor coadyuvase para que dentro del justicialismo renovador fuese creciendo la figura del gobernador de la provincia de La Rioja, Carlos Saúl Menem, atrayente figura que entró resueltamente a competir con la virtual, a la sazón, supremacía de Cafiero. Cuando el 9 de julio de 1988 ambos aspirantes se disputaron la candidatura a la presidencia de la Nación por el justicialismo, se produciría un sorprendente triunfo del riojano sobre su veterano contendiente, quien debió pagar caro sus idas y vueltas en materia de convicciones.


Paralelamente, la gestión radical tiene que ir afrontando con crecientes dificultades los graves sacudones que le propina la crisis económico-social. Al ocaso del plan Austral y al fracaso de su sucedáneo, el plan Primavera, se suman los motines militares y la rebelión sindical con su rosario de paros. La nominación radical del candidato para disputarle a Menem la primera magistratura, recae en el gobernador de Córdoba, Eduardo César Angeloz, desgraciada candidatura, que debería llevar sobre sus hombros el lastre de los infortunios y malogros de la administración alfonsinista.


Así se llega a los comicios presidenciales del 14 de mayo de 1989. El triunfo justicialista fue más claro de lo esperado. La asunción de Menem estaba prevista para el 10 de diciembre de ese año, pero sucesos graves, ya esbozados, irrumpen en el escenario de la economía y de la sociedad. La hiperinflación genera la violencia en las calles de las urbes más significativas. Alfonsín se va convenciendo de la imposibilidad de controlar las variables desbocadas de las finanzas que pudieran calmar la vorágine. Finalmente, antes de la culminación de su periodo de gobierno, prevista para el 10 de diciembre, se ve obligado a renunciar, el 30 de junio. Personeros del peronismo y de la UCR acuerdan, acta mediante –con la aprobación de los presidentes saliente y entrante– que el traspaso del poder se operaría el día 8 de julio de ese año 1989.


Paradojas de la historia. Un líder con un poder inmenso en 1983, que víctima de sus propios yerros y de una coyuntura desventurada, no puede sostenerse en él durante los últimos cinco meses de su mandato, a punto tal, «que sus más allegados le hacen ver la necesidad de renunciar a la primera magistratura de la Nación»1258. Algo que hace, demostrando una faceta muy rescatable de su personalidad: aceptar la desgracia, que si en cambio hubiese sido resistida, habría producido más dificultades a su patria dolida.


Melo, señala con acierto otro aspecto positivo de estos sucesos: «Después de sesenta y un años se volvía a cumplir la histórica ceremonia en que un presidente reclutado civilmente y elegido por el procedimiento legitimo establecido en la Constitución Nacional, sucedía pacíficamente en el mando a otro presidente civil, constitucionalmente elegido. A ello se sumaba la significativa circunstancia de la alternancia con el cambio en la orientación política dentro del mismo régimen político democrático»1259.