Historia Constitucional Argentina
2. El régimen (1880-1916)
 
 

Sumario:Características. El Partido Autonomista Nacional. La cuestión electoral. La crisis económica. La Unión Cívica y el levantamiento de 1890. Nacimiento de la Unión Cívica Radical. La abstención revolucionaria. El socialismo. El Partido Demócrata Progresista.





Características


Dos grandes facetas presenta en el campo político la generación del ‘80. La primera es un notorio escepticismo respecto de la participación popular en el ejercicio de las prácticas cívicas. La segunda es la adopción de los métodos del maquiavelismo para el logro del ascenso al poder, para conseguir mantenerse en él y para obtener éxito con las concretas medidas de gobierno tomadas.


Respecto del primer carácter del obrar político de los hombres del ‘80, él produce el resultado concreto del fraude como hecho político habitual para imponer al pueblo sus conductores.


Roca pretende justificarse con su habitual destreza, exponiendo de esta manera la presunta necesidad de la violación de la voluntad ciudadana: «Esa es la conciencia que hizo necesario a los gobiernos el hacerse electores, para robustecer el Estado, para dar unidad a los poderes del Estado, fuerza efectiva al principio de autoridad. Ya veremos en qué se convierte el sufragio libre, cuando la violencia vuelva a amagar. Los líricos, los ingenuos, los que no conocen el país, ni han vivido su vida, ni saben lo que contiene, claro está que no han podido pensar en todo esto»684. Wilde se expresaba al respecto así: «Le advierto que si me diera a decidir, yo lo haría en favor de cualquier medio menos el de la elección por el pueblo; ese animal amorfo, bruto y malo, que elegiría lo peor de su misma masa»685. «¿Qué es el sufragio universal? El triunfo de la ignorancia universal. ¿Qué es la democracia? El gobierno de los más, que es decir el de los menos aptos»686. Juárez Celman acompañaba en sus conceptos a su ministro del interior y amigo, pues, según Rivero Astengo, era una de sus convicciones más firmes la siguiente: «Consultar al pueblo siempre es errar pues éste únicamente tiene opiniones turbias»687.


Los procedimientos corrieron parejos con las convicciones. Podrían arrimarse pruebas múltiples y fehacientes que demuestran que el fraude fue el arma política corriente y discrecional de los hombres del ‘80 –quienes apelaron a la falsificación de las instituciones para acceder al gobierno y poder mantenerse en él – mas solo apelaremos a algún testimonio de los propios actores, quienes, por otra parte, nos irán dando idea del clima de maquiavelismo en el que actuaban.


Roca manifestaba a su concuñado Juárez, a la sazón residente en Córdoba, el 4 de enero de 1878: «Deben fijarse mucho en los ocho diputados que deben mandarnos el año que viene. Tienen que ser amigos decididos, por el estilo de Galíndez, Moyano. Bouquet, Malbrán. No sean zonzos y no nos manden tilingos que no sirven para Dios ni para el diablo»688. Como se ve, era tan evidente que en las elecciones parlamentarias cordobesas se impondrían los amigos, que no se habla de proposición de candidaturas sino de designación a dedo de diputados.


Ramón J. Cárcano le especifica a Juárez el 23 de Agosto de 1883: «Hay dos modos de dominar a los hombres: el afecto o el miedo. Ud. maneja hábilmente estos dos elementos, luego puede dominar a todos los hombres y ganar, por lo tanto, la carrera del ‘86". «El general Roca no tiene, ni puede tener otro candidato sino Ud. Es su prole natural»689. El electorado entraría por el aro merced al presunto afecto hacia el candidato. De no, una buena dosis de miedo lograría el mismo efecto.


Wilde, por su parte, expone con meridiana certeza en vísperas de la elección presidencial de Juárez, nada menos que en un editorial del diario «Fígaro»: «Será Presidente el candidato que designe el General Roca. El General se ha hecho acreedor a esa conducta y debe aceptar el honor con serena conciencia; lo ha ganado legítimamente»690.


La generación del ‘80 no buscó en la calificación del sufragio la marginación de los sectores incivilizados, según su propia jerga, de la vida política nacional, como lo habían propuesto otrora los sectores rivadavianos en el Congreso reunido a partir de 1824, o Echeverría, o Alberdi. Esta fue una propuesta objetable para muchos, pero al menos sincera. A partir de Caseros no hubo calificación del sufragio, pero se apeló al fraude, en general rodeado de violencia, como método electoral corriente, y los afectados de turno, a veces victimarios antes de haber sido víctimas, protestaban ruidosamente o se alzaban revolucionariamente. En cambio, a partir del ‘80, salvo excepciones que no hacen sino confirmar la regla, el fraude fue admitido silenciosamente por gran parte de la dirigencia, e incluso, como se ha visto, descaradamente justificado por otros 691.


No sólo fue la violación de la voluntad popular para arribar al poder, sino la maniobra, el disimulo, la mentira, la dureza o la blandura en el tratamiento de las circunstancias según conviniera, la infidelidad. En una palabra, todo el arsenal del más estudiado maquiavelismo.


Roca fue en esto el maestro. Sus expresiones escritas lo delatan. él mismo indirectamente se autocalificó: «La fuerza del político está en saber ser león y zorro al mismo tiempo», según le escribía a Juárez en 1879 692. Sus contemporáneos así lo motejaron, «el zorro». De sus actitudes, fieles a la astucia y a la fuerza como únicas armas de combate político –y en esto el maestro se comportaba como consecuente discípulo de Darwin y Spencer–, son claros testimonios estos párrafos suyos, de los tantos que salieron de su pluma: «Detrás de esa «Pastoral» veo las orejas de muchos de esos tipos a quienes ustedes han suprimido las «pichinchas» y quieren hacer atmósfera y hacerlos aparecer en entredicho con la Iglesia y sublevándose contra el espíritu religioso de Córdoba. Conviene no dar ni pretexto a la especie y no dar importancia a las barbaridades de los ultramontanos. Si es necesario, haga una Novena en su casa y hágase más católico que el Papa». «Diga buenas palabras y ahorque enseguida. ¡Todos aplaudirán! ¡Así es este mundo americano!» (carta a Juárez de 1879)693. Y dándole cuenta a éste del nombramiento de Manuel D. Pizarro, de notoria militancia católica, como ministro, le explica: «El mismo Pizarro, que tiene además la condición de ser católico, es muy apto para el ministerio que le he confiado. Tiene talento y es dócil; y cuando sea necesario se lo puede enderezar contra la Catedral»694. Ya presidente, le confiaba, también a su concuñado: «Un gobernante tiene que guardar, por lo menos, las apariencias de imparcialidad»695.


Los que rodearon a Roca vierten, por supuesto, manifestaciones del estilo. Para Juárez Celman «la audacia es todo en la vida»696. Cárcano confiesa: «En estos momentos en que los rumbos a seguir no están bien marcados para la generalidad, yo sigo la máxima de Lucrecio «Desconfía de todos y vivirás bien» (carta a Juárez de 1883)697. Wilde por su parte, en carta a Juárez, del año 1885, aconseja: «Mi opinión es radical en todos los casos que afectan a estas materias. Creo que los enemigos políticos y los opositores de principios, los clericales en este caso, no deben ser contemplados». «No nos atrevemos a ser perfectos y tenemos aprensión de ser radicales, razón por la cual siempre hay en nosotros una pequeña muestra de transigencia». «Gusto de hacer las cosas a medias... el elemento gobernante debe ser homogéneo»698.





El Partido Autonomista Nacional. La cuestión electoral


Instrumento clave del «régimen» fue el Partido Autonomista Nacional, el PAN, en el lenguaje intencionado de los opositores. Esta fracción política comenzó a estructurarse con motivo de la alianza de sectores del interior provinciano con el partido autonomista de Alsina, en ocasión de la campaña presidencial que llevó a la primera magistratura a Avellaneda. Esos sectores, núcleos oligárquicos de tierra adentro, no llegaron a constituirse en una corriente nacional, con dirección única. Avellaneda, en dicha campaña, habló vagamente de la constitución de un nuevo partido nacional, como cuando dijo: «Podemos ahora llamarnos un partido Nacional sin que la geografía nos contradiga»699, haciendo alusión a la alianza entre esos grupos y el autonomismo alsinista.


En 1877 los republicanos se separaron del partido autonomista, al cual volvieron en 1878, reorganizándose entonces esa fuerza política. Pero a poco, volvió a escindirse en «líricos», sostenedores de la candidatura presidencial de Tejedor, y «puros», propiciadores de la de Roca, que también recibió el apoyo de la «Liga de gobernadores». Siendo presidente Roca, «puros» y «Liga de gobernadores» se vertebraron en el Partido Autonomista Nacional, bajo la conducción de Roca. Promediando la presidencia de éste, ya se comenzó a hablar y a trabajar con la vista puesta en la sucesión presidencial.


Ya en 1881, Dardo Rocha, gobernador de Buenos Aires y fundador de La Plata en 1882, trabajaba su candidatura presidencial, pero sin apelar al primer magistrado: grave pecado; esto le haría perder toda chance, y llegó a conspirar contra Roca fallidamente hacia 1885. Otras candidaturas fueron las de los ministros del interior y de guerra, Bernardo de Irigoyen y Benjamín Victorica respectivamente. Pero ninguno de ellos obtuvo el favor de Roca, sino su concuñado Miguel Juárez Celman, su hombre fuerte en el interior, organizador de la «Liga de gobernadores». éste había realizado una gobernación de la provincia de Córdoba con ribetes progresistas, pero por su mediocridad intelectual y política no debería haber aspirado a otra cosa.


Contra la candidatura del partido oficialista, el autonomismo nacional, se orquestaron en Buenos Aires y en alguna situación provincial, los «Partidos Unidos», alianza en la que confluyeron Rocha, Irigoyen, Gorostiaga, Mitre, Sarmiento, Luis Sáenz Peña, del Valle y los católicos bajo la jefatura de José Manuel Estrada, es decir, gran parte del estado mayor de la dirigencia política de aquel entonces, muchos de los cuales estrecharían lazos en la «Unión Cívica» del ‘90.


Proclamada la fórmula Manuel Ocampo-Rafael García, denunciaron que 8.000 de los 18.000 nombres de ciudadanos inscriptos en el padrón de Buenos Aires, correspondían a personas inexistentes. El probo juez nacional Virgilio M. Tedín pudo constatarlo. En Mendoza, Córdoba, Santiago del Estero y Entre Ríos, no se les permitió inscribirse en el registro a los opositores. En las demás provincias hubo deficiencias en la formación del padrón electoral.


Resultado de aquello fue, que en las elecciones presidenciales de abril de 1886, los «Partidos Unidos» sólo se impusieron en Buenos Aires y en Tucumán: en las demás provincias los electores fueron para la fórmula Juárez Celman-Pellegrini, salvo en Salta donde no hubo comicios 700.


Entre 1886 y 1890, durante los años que gobierna Juárez Celman, el sistema de opresión cívica se perfeccionó. El presidente se convirtió en nuevo jefe del Partido Autonomista Nacional, o Partido Nacional, como se acostumbró abreviadamente decirse. De esta guisa, Juárez digitó a candidatos a ocupar los escaños legislativos nacionales y las gobernaciones de las provincias. Esa conjunción del poder ejecutivo nacional con la jefatura del partido oficialista, que en la época se conoció como el «unicato», en jocosa alusión que se hacía de la corrupción administrativa que llegó a imperar, le permitió a Juárez un omnímodo manejo del poder. Esto le permitió cambiar a los gobernadores de Tucumán, Córdoba y Mendoza, lo poco que le había quedado a Roca de influencia en el interior, que así se volvió nula.


Además de la «Liga de gobernadores» y del «unicato», otro espécimen brotado en la deplorable época política de Juárez Celman fue la «camarilla». Componían este círculo en general jóvenes que habían sido roquistas, pero que ahora rodeaban al nuevo presidente como «incondicionales» de su persona, a quien adulaban y trataban de captar para obtener de él favores. El presidente aceptaba sus presentes, que adornaron la rumbosa residencia que se hizo construir en Buenos Aires, y sus muestras de obsecuencia que llevaron su efigie a los sellos postales o su nombre a alguna calle de Córdoba. Tales, José Figueroa Alcorta, Ramón J. Cárcano, Luis V. y Rufino Varela, José Nicolás Matienzo, Osvaldo Magnasco, Juan Balestra, el ya maduro Lucio V. Mansilla, Norberto Quirno Costa, Salustiano J. Zavalía, José Antonio Terry, Luis María Drago, Víctor Molina, Eleodoro Lobos, etc. De este grupo precisamente, surgió la idea de hacerlo a Juárez jefe único del Partido Nacional, marginando a Roca que quedó cada vez más relegado.


Roca, al comienzo de la gestión de Juárez, hizo un largo viaje a Europa dejando a su pariente actuar libremente, pero cuando regresó se encontró con que la «camarilla», y el propio Juárez, tenían su candidato a la presidencia, el extremadamente joven Ramón J. Cárcano, que en 1888 contaba con apenas 28 años. Esto, y las intervenciones en la política interna de Córdoba, Mendoza y Tucumán, enfriaron la larga amistad entre Juárez y Roca, que luego de la revolución del ‘90 se transformaría en rencorosa enemistad y distanciamiento familiar 701.





La crisis económica


La revolución de 1890 fue provocada fundamentalmente por la gran crisis económica desatada en el país en 1889, que terminaría haciendo pico en 1891, aunque ya desde fines de la presidencia de Roca, hacia 1885, había comenzado a visualizarse.


La obra administrativa que realizan los gobiernos de Roca y Juárez Celman es importante: organización del gobierno de la Capital Federal; construcción del puerto de Buenos Aires; nuevo ordenamiento de la justicia en la ciudad capital; sanción de códigos; obras públicas vinculadas a la salubridad; los puertos; canalización de ríos; líneas telegráficas; unificación y creación de la moneda nacional; construcción de numerosos edificios públicos; realización de censos de diversa naturaleza; etc.702. Pero los presupuestos del Estado nacional entre 1880 y 1890 dan déficit, todos y cada uno de los años. En 1882 los gastos, 58 millones de pesos oro, duplican los ingresos: 26 millones de la misma moneda.


No es extraño, pues, que la deuda pública, que en 1880 alcanzaba a 86 millones de pesos oro, en 1890 hubiera ascendido a 355 millones 703, y por ello, cerca del 40% de los ingresos fiscales deben ser invertidos anualmente para satisfacer los servicios de la deuda pública 704.


En esos diez años, las inversiones del capital británico en Argentina ascendieron de 20 millones de libras, en 1880, nada menos que a 156 millones hacia 1890, según J. Fred Rippy 705. Pasamos a ser el primer país latinoamericano en tales guarismos. Si, según los cálculos del ministerio de hacienda, en 1892 el monto total del capital extranjero invertido en la República era de 836 millones de pesos oro, y si esas inversiones rentaban un promedio del 5% anual –porcentaje bastante bajo según Cortés Conde– esto originaba el fenómeno de que cada año había que girar al exterior en concepto de intereses y dividendos, un monto de 40 millones de pesos oro. Teniendo en cuenta que las exportaciones argentinas en ese año 1892 llegaron a 100 millones de pesos oro, se concluye, que el 40% del valor de ellas estaba hipotecado al pago de esas rentas. Los cómputos de Hansen Terry llevan esa proporción al 60% 706.


Entre 1881 y 1890 la balanza comercial da permanente déficit, con excepción de la de 1881. El balance de pagos, si se deducen los ingresos provenientes de préstamos del exterior, muestra déficit cuantioso. El desnivel en la balanza comercial, y el pago de intereses, dividendos, garantías ferroviarias, y amortizaciones que reclamaba la atención de las inversiones extranjeras radicadas, requerían el crecimiento de los compromisos de orden externo. . El círculo se hizo vicioso: se pagaban deudas con nuevos endeudamientos. Argentina quedó empeñada por largo lapso. Esta subordinación económico-financiera que reconocieron prominentes hombres del «régimen» como Cárcano, y que denunciara ya en 1873 Vicente Fidel López 707, generaría la drástica crisis con que terminaría esa década.


Se calcula que entre 1881 y 1885 la República había logrado empréstitos externos por un valor de 150 millones de pesos oro, y que entre 1886 y 1890 alcanzaron a 668 millones de la misma moneda. La consiguiente abundancia de medios de pago se produjo a un ritmo descontrolado, en buena medida especulativo, de transacciones internas y externas. Esto, a su vez demandó una alocada expansión del crédito y de la emisión monetaria, que incluso sobrepujó el compás de los negocios. La inflación consiguiente se fue reflejando en la suba del oro, termómetro insoslayable del crash sobreviniente.


Todo pudo superarse mientras la corriente de entrada de capitales se mantuvo fluida, que al mejor estilo alberdiano, nadie vigilaba en sus dimensiones y condiciones. Pero cuando, entre 1889 y 1890, esa entrada masiva se contuvo por razones inmanentes del propio sistema al que pertenecíamos, y sin que tampoco, también propio del mejor modo alberdiano, nadie estuviera en condiciones de reanimar, la falta de medios de pago en lo interno y la cesación de pagos externa, fueron el epílogo forzoso del episodio 708.


Finalmente, entre 1889 y 1891, se produjo la paralización del aparato económico-financiero, a la sazón improvisado sobre las endebles bases de un proceso de explotación de las posibilidades de producción agrícolo-ganadera de la pampa húmeda, nuestro gran capital, abandonado al exclusivo y liberticida juego de las fuerzas de mercado internas e internacionales. El saldo fue impresionante: quiebras en cadena, que incluyó a entidades financieras prominentes como el Banco Nacional, cierre de numerosas y encumbradas casas de comercio, desocupación, pérdida del valor adquisitivo del salario, huelgas, revolución, regreso de gruesos sectores de inmigrantes al viejo continente, resentimientos que fueron gérmenes de marxismo anárquico, el hambre en las calles, desalojos, suicidios.


Gregorio Torres, hombre de fortuna, le escribía así al ex-presidente Juárez Celman: «La crisis sigue su camino. La miseria es cada día más grande. La especulación pasada ha sido tan enorme, que recién ahora empiezan a verse sus estragos. Gentes que uno suponía muy rica, están luchando por sostenerse un tiempo más, con la esperanza de que aumente el valor de las tierras o papeles, para liquidar sin tanto desastre... Llegará tiempo en que faltará dinero para las necesidades más apremiantes de la vida... En fin, si esto sigue así, creo que vamos a morir todos»709.


Semejante cataclismo económico y social, con su secuela de sacrificios y dolor, aguijoneó la conciencia cívica de los argentinos que había dormitado en los últimos años en medio del clima de negocios especulativos en que se había vivido. Ni los mejores espíritus, en general, habían reaccionado en esos años frente al cuadro de corrupción que presentaban esferas del oficialismo, entregadas a la venalidad, el peculado o el negociado, obteniendo concesiones de favor, créditos bancarios fáciles sin garantías suficientes, etc. La Bolsa convertida en un garito: la natural predisposición de la naturaleza humana por el juego, se exacerbó hasta el delirio. El lujo y el placer, logrado a cualquier costo, habían reemplazado las costumbres austeras de la vieja aldea capitalina 710.





La Unión Cívica y el levantamiento de 1890


La hora del dolor despertó esa conciencia cívica de que hablábamos; se incorporó desde su lecho en agosto de 1889, cuando la «camarilla» juarista organizó, aparentemente ajena al drama económico-social que comenzaba a acentuarse a su alrededor, un banquete nada menos que para agasajar al presidente, y para lanzar la candidatura de Cárcano a la futura presidencia.


En «La Nación» del 20 de agosto, día del ágape, Francisco Barroetaveña publicó un trabajo que tituló «Tu quoque, juventud, en tropel al éxito» («Tu también, juventud, en tropel al éxito»), haciendo referencia a la frase de Julio César al advertir que entre sus asesinos estaba su amigo Bruto: «¡Tu quoque, Brutus!». El artículo, en el que condenaba a los jóvenes «incondicionales» de Juárez, conmocionó a Buenos Aires.


Un sector de gente joven, que se venía reuniendo en la «Rotisserie Mercier», entre los que se encontraban Marcelo T. de Alvear, ángel Gallardo, Carlos Rodríguez Larreta, etc., decidieron formar una agrupación, la «Unión Cívica de la Juventud», y organizar un mitin en el Jardín Florida, zona céntrica de Buenos Aires, el 1° de septiembre de 1889, en respuesta al banquete de la «camarilla». En ese mitin hicieron uso de la palabra los jóvenes Barroetaveña, Manuel A. Montes de Oca y Damián Torino, y algunos políticos maduros invitados a dirigirse a la concurrencia, como del Valle, Delfín Gallo, Vicente Fidel López, Pedro Goyena, Torcuato de Alvear y Leandro N. Alem. éste último causó sensación. El buen suceso de la reunión, con una concurrencia de varios miles de ciudadanos, decidió a jóvenes y maduros a constituir la «Unión Cívica», con ánimo de participar en la vida electoral 711.


En esta alianza confluyó el mitrismo, con Mitre y Eduardo Costa a la cabeza; una fracción del autonomismo, con Alem, Bernardo de Irigoyen, Vicente Fidel López, Luis Sáenz Peña, Aristóbulo del Valle, como principales figuras; y el sector católico liderado por José Manuel Estrada, a quien siguen Pedro Goyena, Miguel Navarro Viola y otros, que habían sido los primeros en criticar acerbamente, en todo sentido, al «régimen».


Los postulados de la «Unión Cívica» fueron fundamentalmente dos: luchar por la pureza en las prácticas electorales y propiciar la erradicación de la corrupción administrativa.


El propósito inmediato, en lo concreto, era participar en la elección de diputados del 2 de febrero de 1890, que no cuajó pues no se logró un número de inscriptos suficiente en el registro cívico para enfrentar al oficialismo 712. Es que la crisis pareció ceder en ese verano.


En marzo de 1890, la cotización del oro comenzó a trepar nuevamente en relación con el peso papel. La sociedad porteña volvió a conmocionarse, y la Unión Cívica, el 13 de abril, realizó un magnífico mitin en el Frontón Buenos Aires, con alrededor de 20.000 asistentes. Los discursos insumieron largas horas, escuchándose a Mitre, Alem, Barroetaveña, del Valle, Estrada, Navarro Viola, Pedro Goyena y algunos jóvenes cívicos. Estuvieron presentes figuras como Hipólito Yrigoyen, Marcelo T. de Alvear y Lisandro de la Torre, jóvenes aún, de prominente actuación política en las décadas siguientes. Buenos Aires vibró con este acto, y Juárez Celman hubo de cambiar el gabinete para aliviar la tensión, incorporando a su ministerio figuras más respetables, especialmente en la cartera de hacienda, que pone en manos del prestigioso Francisco Uriburu. Además, Pellegrini, Roca y Cárcano renuncian a sus candidaturas presidenciales en contribución a crear un clima de concordia. Esto sucede entre el 16 y el 18 de abril.


Una diferencia surgida en junio con Uriburu, provocada por el descubrimiento de emisiones clandestinas de moneda de papel, hizo que el ministro renunciara y ocupara su lugar un integrante de la «camarilla» Juan Agustín García, lo que terminó con las expectativas favorables de la opinión pública.


Integrantes de la Unión Cívica venían reuniéndose, desde los días posteriores al mitin del Frontón, con oficiales del ejército, animados de propósitos conspirativos. Finalmente se decidió el estallido de un movimiento revolucionario para el 21 de julio de ese año 1890, determinándose que el mitrista general Manuel J. Campos se constituyera en jefe militar de la sedición, mientras el presidente de la Unión Cívica, Leandro N. Alem, sería el presidente provisional de la República si la algarada triunfaba. A Mitre se lo reservaba para una presidencia constitucional ulterior.


Se planeó el movimiento, que estalló solamente en Buenos Aires, sobre la base de la toma del Parque de artillería, que fue el epicentro de los hechos, operación que practicarían cuerpos de ejército sublevados y civiles plegados. Desde allí se atacarían otros objetivos: casa de gobierno, departamento de policía, cuartel del Retiro, etc. La escuadra, pronunciada también, bombardearía lugares que se le señalarían, y comandos civiles detendrían a Juárez Celman, a Roca, Pellegrini y Levalle, éste último ministro de guerra.


La revolución estalló en realidad el 26 de julio a la madrugada. Hubo que postergarla porque el gobierno se enteró de los preparativos y puso en prisión al jefe militar del movimiento, general Campos. Este, misteriosamente, en esa mañana del día 26, no solamente salió en libertad, sino que el cuerpo de ejército que lo mantenía prisionero, se sublevó también y se puso bajo sus órdenes. El día anterior había mantenido una conferencia con el general Roca.


El primer objetivo, la toma del Parque, se cumplió, pero fue evidente que Campos no actuó con rapidez atacando otros centros vitales. Permaneció quieto toda la mañana, lo que facilitó que los responsables políticos y militares oficialistas, concentraran tropas en el Retiro y rodearan el Parque. Ni el presidente –que fue convencido de que abandonara la ciudad con el desprestigio consiguiente– ni Pellegrini, ni Roca, ni Levalle, fueron detenidos.


Al frente de la represión quedó el vice-presidente Pellegrini, hombre de garra para estos lances, y el ministro de guerra Levalle.


La conducta del ministro de guerra, antes del estallido fue altamente sospechosa, pues alertado por el jefe de policía, el ferviente juarista Alberto Capdevila, no tomó mayores precauciones para detener la revolución. Todo parece indicar que Pellegrini, Roca y Levalle, pudiendo evitar el movimiento, no lo hicieron, y que en complicidad, o no, con Campos, permitieron que se materializara, pero que no triunfara: una maniobra hábil para demoler la figura presidencial, pero al mismo tiempo un acto de maquiavelismo sin par, que llevaría a la muerte o a la invalidez a un buen número de seres 713.


La lucha se extendió desde el mediodía del 26 hasta la mañana del día 27 inclusive, en las manzanas aledañas al Parque, y hasta que aguantó la provisión de municiones de los revolucionarios. Cerca del mediodía hubo necesidad de solicitar un armisticio. El 29, los insurrectos se rindieron, con la condición de una amnistía amplia para militares y civiles involucrados en la rebelión.


Desde el 31 de julio al 4 de agosto, el presidente Juárez Celman recibe fuertes presiones para que presente su renuncia, abandonado por sus «incondicionales», especialmente por los legisladores 714, alarmados porque se enteran que el 15 de agosto había que pagar un servicio de la deuda pública y prácticamente no había fondos para ello. Quienes presionan al presidente son fundamentalmente Roca, Pellegrini y Levalle, que reunidos con el gabinete, le sugieren indirectamente el alivio de la situación que significaría su alejamiento del cargo. Algunos ministros renunciaron y se ofrecieron carteras a figuras de prestigio como Bernardo de Irigoyen, Eduardo Costa, José María Gutiérrez, el propio Roca, que nadie acepta.


Acorralado por los acontecimientos, el 6 de agosto el presidente renuncia definitivamente, y el Congreso le acepta la dimisión por 61 votos contra 22 715. Asume Pellegrini, nombrando a Roca como ministro del interior, .confirmando a Levalle en la cartera de guerra.


Había concluido una obra maestra entre las tramas políticas, como lo confirmaría el propio Juárez, quien el 14 de agosto de 1890 escribía al preceptor de sus hijos en Londres, el ingeniero Agustín González: «Vencida la más grande e inmoral de las revoluciones que registra la historia de nuestro país, y perdonados sus autores, surgió del seno de mis propios amigos y colaboradores, la conjuración más cínica y más ruin de que haya memoria en los anales de la miseria humana... me he sentido sin fuerzas para luchar con las intrigas de palacio, cuyo protagonista era un hombre a quien había profesado una vieja y leal amistad y con quien me ligaban otros vínculos que no ha sabido respetar... Ni yo ni mi familia mantendremos relaciones con Roca»716.





Nacimiento de la Unión Cívica Radical


La derrota de la revolución no amilanó a los «cívicos» sino muy fugazmente. En enero de 1891, en Rosario, la convención nacional de la Unión Cívica proclamó la fórmula Bartolomé Mitre-Bernardo de Irigoyen para las elecciones presidenciales de abril de 1892. El primero estaba en Europa, y al regresar en marzo de 1891, una manifestación imponente fue a recibirlo al puerto de Buenos Aires: nunca se había asistido en esa ciudad a una recepción semejante. Hasta Roca fue a saludar en su casa al candidato a presidente de los «cívicos».


Al retribuirle la visita, Mitre se enteró que Roca había decidido, conjuntamente con el partido gobernante, apoyar la fórmula de Rosario, en homenaje a la pacificación de los espíritus. Parece que el «zorro» sugirió reemplazar a Irigoyen por José Evaristo Uriburu, salteño, para evitar, supuestamente, que ambos términos de la fórmula fueran porteños. Mitre aceptó sin más la adhesión, halagado sin duda por la idea de ser candidato de todos 717. La estrategia roquista daría óptimos frutos: los sectores autonomista y católico de la Unión Cívica, con Alem a la cabeza, se alzaron indignados ante esta componenda, argumentando que aquélla no había sido creada para hacer presidente a Mitre, sino para oponerse de «raíz» al régimen, cuya cabeza, luego de la caída en desgracia de Juárez, era precisamente Roca, cuya compañía era insoportable para Alem y sus prosélitos.


Mitre no entraba en razones, por lo que la gente de Alem, Bernardo de Irigoyen, Mariano Demaría, Alvear, Hipólito Yrigoyen, Lisandro de la Torre, entre tantos, deciden abrirse y formar la Unión Cívica Radical, reuniendo a los opositores de raíz al régimen, y proclamando una nueva fórmula presidencial: Bernardo de Irigoyen-Juan Garro, este último dirigente católico de Córdoba.


Los radicales sostendrían cuatro postulados fundamentales: juego limpio electoral, decencia administrativa, no personalismo sino principismo y sentimiento nacional.


Alem, líder de la nueva fuerza política que ha aparecido, a partir de septiembre de 1891 realiza una gira por el interior donde es saludado como una auténtica esperanza por las masas provincianas, entre cuyos componentes se reclutan viejos militantes del desaparecido federalismo 718.


Los fieles de Mitre, con filas más escuálidas, aliados al roquismo, forman la Unión Cívica Nacional, manteniendo la candidatura presidencial de Mitre, secundado por Uriburu.


Mitre no llega a las elecciones, renuncia a la candidatura. Quizás advierte el error que ha cometido pues el calor popular está con los radicales, o entendiendo que conciliar a roquistas y mitristas era tarea más que ardua.


Dentro del oficialismo surge entonces, una corriente «modernista» que lanza la candidatura de Roque Sáenz Peña, dirigente con predicamento, que aunque ha sido juarista, milita dentro de una corriente americanista, ha luchado en la guerra del Pacífico junto a los peruanos, y que en la I Conferencia Panamericana realizada en Washington en 1889, enfrentó los proyectos yanquis de unión aduanera lanzando la consigna «América para la humanidad». Como hombre recto que es, ve con suma aprensión a Roca.


Roca, entonces, trama para obstaculizar esta candidatura, convenciendo, a través de Mitre, y reunión de notables de por medio, al padre de Roque, Luis Sáenz Peña, setentón que goza de prestigio por su personalidad de juez de la Corte Suprema y por su intachable conducta, que debía aceptar su postulación para una presidencia de transición y de unión nacional. Al aceptar inexplicablemente el padre este ofrecimiento, Roque retiró su nominación y el modernismo murió.


A don Luis se le adosó a Uriburu para la vicepresidencia, y así quedo formalizado el binomio oficialista que debía enfrentar a los candidatos radicales Irigoyen-Garro, en comicios a celebrarse el 10 de abril de 1892.


Una semana antes, pretextando una conspiración radical, Pellegrini declaró el estado de sitio y puso en prisión a los dirigentes de esa fracción, encabezados por Alem e Irigoyen. El 10 de abril, la fórmula oficial obtuvo la casi unanimidad de los electores presidenciales 719. No terminaba de nacer el radicalismo, cuando se lo vetaba de esta cruda manera.





La abstención revolucionaria


Durante la presidencia de Luis Sáenz Peña, inaugurada el 12 de octubre de 1892, se asistió al espectáculo de un roquismo dedicado a hacer inviable la permanencia en el poder de su propia criatura.


Entre octubre de 1892 y julio de 1893, se produjeron sucesivas crisis políticas que exigían permanentes cambios de ministros del interior 720. Sáenz Peña intentó en julio de 1893 recostarse en sectores afines al radicalismo, y llamó a Aristóbulo del Valle –que aunque no estaba afiliado al radicalismo, simpatizaba con él desde la primera hora de la Unión Cívica– a conformar un gabinete.


Del Valle aceptó, y se reservó el ministerio de guerra. Su proyecto consistía en desarmar las situaciones provinciales, permitiendo el estallido de revoluciones triunfantes en ellas, que a su vez exigirían intervenir las mismas. En las provincias intervenidas se llamaría a elecciones libres, y así se irían purificando los aires electorales en toda la República.


Comenzó con Buenos Aires y Santa Fe, estando en el proyecto también Corrientes. Desarmados sus gobiernos, se produjeron en las primeras sendas revoluciones radicales que tomaron el poder. Lo mismo ocurrió en San Luis. Cuando del Valle quiso intervenirlas, se encontró con que el Congreso se negó a votar esas medidas.


Convencido Sáenz Peña, por Pellegrini, de la peligrosidad del método ensayado por del Valle, se obtuvo súbitamente del Congreso, en ausencia de éste, que estaba en La Plata, la intervención a la provincia de Buenos Aires, donde iría como interventor un hombre designado por el presidente, Carlos Tejedor. Enterado del Valle de lo que significaba una desautorización a su cometido, después de algunos escarceos, renunció con los demás ministros del gabinete que él había integrado.


Sáenz Peña llamó al duro de Quintana para formar un nuevo equipo de colaboradores. Se enviaron interventores militares a las provincias rebeladas para sofocar los conatos revolucionarios, lográndose. La «revolución por arriba» había sido un fracaso.


En septiembre de ese mismo año 1893, ocurre la «revolución por abajo». Alem se pronuncia en Rosario y hay focos subversivos en Tucumán, en la ciudad de Santa Fe y en unidades de la marina. Pero la cosa ha sido mal organizada y el nuevo y desesperado intento, también se frustra 721.


En enero de 1895, el presidente, que ha debido soportar otra sustitución de gabinete, dimite harto de problemas con un Congreso hostil donde campean las influencias de Roca, Pellegrini y Mitre: la «santísima trinidad gobernante», en el giro divertido de los porteños.


El vice-presidente José Evaristo Uriburu sería el reemplazante, quien completa el período presidencial entre 1895 y 1898. Esta presidencia fue de calma interna ante las dificultades con Chile.


En 1896 Alem se suicida, y Bernardo de Irigoyen recibe en herencia la jefatura del radicalismo. Don Bernardo está viejo y cansado y con propensión a transar con el régimen, pero no lo abandona su ambición de llegar a la presidencia.


En la provincia de Buenos Aires, mientras gobierna Uriburu, alguien prepara el futuro del país con tesón de vasco y paciencia de hormiga, reorganizando al radicalismo bonaerense: Hipólito Yrigoyen. Pronto se verá en él al verdadero líder de esa corriente. En 1897 se opone a una política de «paralelas» entre el radicalismo y el mitrismo, que pretende explotar Bernardo de Irigoyen en favor de su candidatura presidencial. Es que Hipólito tiene bien estudiado el libreto mitrista, y sabe que una alianza con Mitre, en el fondo, es una componenda con el régimen, y que el radicalismo debe ser la «causa» que enfrente al «régimen». El despistado Lisandro de la Torre no lo entiende así, y no sólo se aleja del radicalismo cuando Yrigoyen hace fracasar la política de las «paralelas», sino que se bate a duelo con éste en uno de los episodios más netos de esta histórica enemistad.


En 1898, con la ayuda de Pellegrini, asume el poder por segunda vez el general Roca, quien hasta mediados de 1902 debe enfrentar la grave cuestión con Chile. Yrigoyen, patrióticamente, mantiene quieto al radicalismo. Ya es el jefe indiscutido de éste, pues, luego de una opaca gobernación de la provincia de Buenos Aires, Bernardo de Irigoyen cede posiciones.


Resuelto el problema con Chile, el radicalismo vuelve a la acción. El 26 de julio de 1903 concentra 50.000 ciudadanos que celebran el aniversario de la revolución del ‘90. Para las elecciones presidenciales de abril de 1904, se abstiene, estoicamente conducido por Yrigoyen, que protesta de esta manera austera contra el clima de fraude que se vive. Pero la abstención será, de aquí en más, revolucionaria 722. En efecto, el radicalismo conspira. Su líder teje la trama sediciosa con su habitual entrega y prudencia. Debía estallar en septiembre de 1904, antes que Roca finalizara su cometido, pero hubo de postergarse su concreción porque el movimiento fue conocido por el gobierno.


El 12 de octubre de 1904 asume la primera magistratura Manuel Quintana acompañado por José Figueroa Alcorta en la vice-presidencia, cuya imposición electoral fue la triste parodia de siempre.


El 4 de febrero de 1905 estalló la revolución en Buenos Aires, Rosario, Bahía Blanca, Córdoba y Mendoza. Triunfa en estas dos últimas provincias, pero al fracasar en Buenos Aires, Yrigoyen, que no desea una lucha cruenta, da orden de abandonar el intento. Quintana reprime a los sublevados con la severidad que le es característica 723.


Soplarían vientos nuevos para la República: el presidente muere en 1906 y asume José Figueroa Alcorta. Este cordobés protagonizó una presidencia histórica. Hombre del régimen, realizó una carrera política singular: legislador provincial, ministro provincial, diputado nacional, gobernador de Córdoba, senador nacional, vicepresidente, presidente, y más tarde juez de la Corte Suprema de Justicia. Pellegrini, que estaba distanciado de Roca desde 1901, pudo ser el apoyo de Figueroa Alcorta, pero falleció él también en ese mismo año 1906, y el presidente quedó políticamente huérfano. No obstante, prevaliéndose de su investidura presidencial, pudo terminar con la carrera política de Roca, y arrinconar a otro poderoso ejemplar del régimen, el hasta 1906 gobernador de Buenos Aires Marcelino Ugarte 724, para lo cual hubo de clausurar las sesiones extraordinarias del Congreso en enero de 1908, y maniobrar en las elecciones de diputados de marzo de ese año, lo que le permitió contar con un poder legislativo más dócil en el resto de su período presidencial 725.


Figueroa Alcorta supo advertir en cauto gesto que lo honra, que era menester terminar con la era del fraude. Su manejo de la situación le permitió imponer a Roque Sáenz Peña como futuro presidente, sabedor que éste encararía la reforma electoral.





El socialismo


En el período que estudiamos, el espectro político argentino se diversificó, no solamente con la aparición en la arena política del radicalismo. También en la década del ‘90 hace su irrupción el partido Socialista.


Como veremos en el último parágrafo de este capítulo, la cuestión social fue encarada desde la izquierda marxista con dos métodos distintos. El anarquismo consideraba la lucha política dentro del esquema democrático como una mera tendencia reformista, y al parlamentarismo como una manera de distraer al proletariado. Despreciaba la conformación de partidos políticos, y era partidario de la acción directa, de los métodos drásticos: la violencia, la huelga general.


Los socialistas, en cambio, a pesar de que preconizaban la lucha de clases y la propiedad colectiva de los medios de producción, eran partidarios de un método de acción evolutivo, aprovechando los propios mecanismos burgueses para que el proletariado llegara al poder: elecciones, partidos políticos, vida parlamentaria.


Juan B. Justo, médico porteño, militó en la Unión Cívica, pero antimilitarista como era, no participó en la revolución del ‘90. Luego se convirtió en enemigo de la «política criolla». Desvinculado de la Unión Cívica, estuvo en la génesis del partido Socialista.


A partir de 1894 desarrollaba su acción una «Agrupación Socialista», que fusionada con los Fascio dei Lavoratori, organización de obreros italianos, Les Egaux, de franceses, y los Vorwaerts alemanes, formó el Partido Socialista Obrero Internacional, ese mismo año. Esta agrupación participó en las elecciones de diputados nacionales de la Capital Federal de 1896 llevando como candidatos, entre otros, a Juan B. Justo y obteniendo sólo 138 votos. En este año se realizó el Congreso Constituyente del Partido, dándose una carta orgánica y su programa de acción, denominándose en lo sucesivo Partido Socialista Obrero Argentino.


En 1902, también en elecciones en la Capital Federal de diputados nacionales, obtiene 204 votos. Pero en 1904, con el apoyo del mitrismo, y aprovechando la implantación del sistema electoral uninominal o por circunscripciones, Alfredo L. Palacios 726 salió ungido diputado, fue el primer legislador socialista, y por el barrio de la Boca, aunque la primera militancia de Palacios lo fuera en el catolicismo social.


Justo definió al Partido Socialista como un partido de clase: la clase proletaria en lucha contra la burguesía en la búsqueda de la apropiación de los medios de producción. Mientras la burguesía respetara los derechos políticos, no se apelaría a la violencia, que en caso de ser necesario utilizar, sería siempre momentánea. Considera que la lucha de clases es el motor de la historia: ella «se hace cada vez menos violenta y episódica, más regular y constructiva, un juego de fuerzas que agitan la sociedad entera y conducen a su progreso»; ya que «toda clase alta, de privilegios hereditarios, tiende a perder sus aptitudes y funciones sociales, y a degenerar en una casta parasitaria», mientras, «surgen clases nuevas, revolucionarias, propulsoras del progreso técnico-económico»: es el proletariado en lucha biológica, para vivir y reproducirse, posibilidades que el régimen capitalista le niega 727.


El socialismo sólo tuvo fuerza electoral en la Capital Federal donde llegó a ganar elecciones. En el interior su influencia fue casi nula, quizás porque las esencias culturales argentinas, más vivas en las provincias, contribuyó a que la extranjerizante influencia socialista fuera rechazada. Tolerado por nuestra clase dirigente política debido a la moderación de su prédica, realizó a través de sus legisladores una interesante labor en materia de legislación social. Como los parlamentarios católicos, de los que ya hablaremos, estuvieron siempre presentes en la sanción de las leyes sociales que se dictaron entre 1905 y 1943.


Desgraciadamente, el socialismo careció de sentido nacional e intentó socavar los cimientos culturales de la Nación. Palacio describe de la siguiente manera su aporte: «era un partido a la europea, que traducía a nuestro idioma la lucha de clases de los países industrializados, ignorando en absoluto la realidad nacional de la explotación de nuestra riqueza por el extranjero. Fuertemente inficionado de masonería, aceptaba íntegramente como «progresista», la herencia del liberalismo hasta el general Roca y se especializaba en la prédica antimilitarista y anticlerical. No es de extrañar que suscitara la simpatía de los sectores oligárquicos (que veían su falta de peligrosidad real), los cuales, impotentes para obtener representantes en la capital, lo ayudaron con sus votos contra el radicalismo»728.


Fue pacifista cuando el problema con Chile en la segunda presidencia de Roca, coincidiendo en esto con el mitrismo, y librecambista siempre, mientras que los destinos de la República exigían desarrollar su economía apelando al proteccionismo de su producción industrial 729.





El Partido Demócrata Progresista


Sancionada la reforma electoral entre 1911 y 1912, tópico que analizaremos en el próximo capítulo, al conservadorismo se le planteaba una crucial disyuntiva: o bien aceptaba las nuevas reglas de juego, se modernizaba y ofrecía un programa de gobierno atrayente para el electorado, capaz de lograr una fuerte captación de votos, que hiciera posible enfrentar al radicalismo y al socialismo y sobrepujarlos limpiamente en las urnas; o persistía en sus procedimientos electorales espurios para mantenerse en el poder. Las dos tendencias tuvieron sus cultores. En la dilucidación de este problema del conservadorismo se jugó en buena medida el futuro político argentino.


Los partidarios de la primera tesitura se reunieron en noviembre de 1914 en la casa de Mariano Demaría. El propósito era crear una fuerza que federara todas las corrientes conservadoras dispersas. En esa reunión estuvieron presentes personalidades del calibre de Carlos Ibarguren, Norberto Quirno Costa, Indalecio Gómez, José María Rosa, Alejandro Carbó, Joaquín V. González y Lisandro de la Torre, entre los más conocidos. Este último, que como vimos había militado en el radicalismo, se convirtió en el principal referente de la corriente que nacía. Era el animador, hasta ese momento, de la Liga del Sur, con centro en Rosario, la que luchaba contra el excesivo influjo del norte santafesino, con sede en la ciudad de Santa Fe, sobre el sur de esa provincia.


Ibarguren evoca la figura de de la Torre de esta manera: «Tenía un talento vigoroso, una elocuencia cálida y vibrante, un raciocinio claro, sobrio, preciso y rigurosamente lógico, una enérgica valentía moral y física para asumir responsabilidades y afrontar peligros, un temperamento enardecido y a la vez austero, una inflexibilidad dura y violenta, irresistible a todo lo que no concordaba con sus vistas unilaterales. Su pasión, incontenible, turbaba muchos de sus juicios, y cuando se inflamaba arremetía con ciega vehemencia contra los hombres, las cosas y los hechos que le eran hostiles o que creía tales... En muchos aspectos aparecía fanático y sectario; en esto, como en otros rasgos, notábase una afinidad espiritual con Juan B. Justo. Crudamente materialista y ateo, detestaba la religión y la Iglesia, sobre todo la católica, a la que atacó en sus últimos años con enconados vituperios. Cuando obraba bajo su acre impulso personal, su visión se empequeñecía, su espíritu se nublaba y reducía. En política subordinaba a veces grandes cuestiones a episodios personales y minúsculos. Pero si abordaba serenamente, con patriotismo, un problema de gobierno, su talento lo iluminaba en defensa de los intereses del país. Su ideología era la de un acérrimo liberal individualista del siglo pasado... A Lisandro de la Torre le faltó la comprensión política sutil y tolerante del general Roca; la amplitud espiritual, generosa y emotiva de Pellegrini: la elevación romántica, aunque realista, de Roque Sáenz Peña; la suprema elegancia y agudeza mental y moral de Indalecio Gómez. Fue un polemista notable y elocuente tribuno cuya palabra encendida arrancaba aplausos al auditorio, mas no pudo ser caudillo popular ni arrastró a las multitudes para conducirlas y gobernarlas. Nunca triunfó en los comicios; faltóle esa atracción personal de simpatía, grata al pueblo; esa irradiación cordial de benevolencia a las masas pobres en la que superábase como maestro Hipólito Yrigoyen. De la Torre era demasiado áspero para valerse de esas artes de seducción empleadas con éxito por los caudillos y demagogos»730.


Otros hombres se fueron agregando al proyecto demócrata progresista: el general José Félix Uriburu, Carlos Rodríguez Larreta, Julio A. Roca (hijo), Brígido Terán, Benito Villanueva 731, Juan Ramón Vidal.


El Partido quedó fundado a mediados de 1915. Su programa de gobierno resultó de avanzada: adopción del mutualismo, el cooperativismo y la previsión para la ayuda de los más necesitados; proteccionismo aduanero; descentralización política; autonomía municipal; independencia económica del extranjero; marina mercante nacional; comercio de exportación fiscalizado por el Estado; defensa y explotación de nuestro petróleo; sistema de fomento bancario a la producción; control y regulación de cambios y circulación monetaria; peso impositivo sobre la renta y no sobre el consumo.


Lamentablemente para el proyecto demócrata progresista, restó su apoyo el influyente caudillo conservador bonaerense Marcelino Ugarte; a poco, por diversos motivos, se retiraron Julio A. Roca, el caudillo correntino Juan Ramón Vidal y Benito Villanueva, los tres con importante gravitación en los círculos conservadores, en el fondo no convencidos de la viabilidad de un planteo que proponía el juego limpio electoral para acceder al poder. El resto lo hizo la intemperancia y sectarismo de de la Torre, «el hombre a contramano de la realidad argentina», como lo calificara Ramón Dolí 732, acentuando su postura anticatólica que fue exteriorizando cada vez más imprudentemente, enajenándose vastos sectores del electorado que podían votar una solución conservadora para el país. Conservadora en el buen sentido de la palabra, esto es, acendrada en la guarda de los valores esenciales de la nacionalidad, aunque partidaria del avance en lo que es accidente circunstancial y en la solución de los problemas concretos que presenta la coyuntura.


El Partido Demócrata Progresista, por estos motivos, quedó reducido a ser una pequeña expresión del electorado del sur santafesino. Y aunque su líder prestó a la República el buen servicio de denunciar el negociado que significaba la exportación de las carnes en 1935, la empresa de que la Nación contara con una potente fuerza conservadora de recambio frente al radicalismo, quedó frustrada. Con ello se perdió la posibilidad de que tras el desgaste del radicalismo en 1930, los conservadores apelaran en 1934 al voto, y no al golpe, en 1930, y luego al fraude.