Historia Constitucional Argentina
3. Mitre encargado del Poder Ejecutivo Nacional
 
 

Sumario:La normalización constitucional. Liberales y federales.




La normalización constitucional


Fue Salvador María del Carril el que en enero de 1861 logró el acuerdo definitivo entre Urquiza y Mitre: Entre Ríos delegaría en Mitre el poder ejecutivo nacional, licenciaría sus tropas, admitiría que el gobernador de Buenos Aires reuniera el Congreso donde le pareciera mejor, y entregaría las aduanas nacionales existentes en su territorio al nuevo detentador del poder ejecutivo. Ante la exigencia porteña de abandonar el poder, promete hacerlo cuando pudiera alejarse dignamente, a lo que Mitre asiente, bajo promesa del entrerriano que lo apoyaría en su gestión 434 bis.


Detrás de Entre Ríos, Córdoba delegó en Mitre el poder ejecutivo nacional, actitud que siguieron Santiago del Estero, Tucumán, Catamarca, San Juan, Mendoza, Santa Fe y Jujuy. Curiosamente hubo resistencias en la Legislatura porteña a conceder a Mitre plenamente ese poder ejecutivo nacional. Solamente le otorgaron el título de «Gobernador de Buenos Aires, Encargado del Poder Ejecutivo Nacional», con facultades en materia de relaciones exteriores, pero solamente las indispensables y urgentes, y con obligación de mantener el orden público interno, hacer respetar por las provincias la Constitución Nacional, atender la fronteras, percibir la renta nacional e invertirla equitativamente, atender los asuntos urgentes que pudiesen sobrevenir, debiendo rendir cuenta al Congreso en su oportunidad. Es decir, Mitre ejercería limitadamente el poder ejecutivo, no con las atribuciones generales que en tal materia le había conferido Córdoba. Corrientes, por su parte, delegó en Mitre la prerrogativa de convocar al Congreso Nacional y manejar las relaciones exteriores, como La Rioja y San Luis. Salta sólo expresó su aceptación de la situación que prevaleciera después de Pavón.


Durante abril hubo elección de diputados y senadores nacionales, bajo la influencia de los gobernadores provinciales y de las fuerzas de ocupación mitrista en algunas provincias. Salvo en Córdoba y en Buenos Aires, las elecciones fueron tranquilas. En Córdoba lucharon dos fracciones liberales: la del gobernador Justiniano Posse y la de Félix de la Peña. El gobernador acusó al jefe militar Wenceslao Paunero de favorecer a de la Peña. Posse maniobró y logró imponer a sus candidatos, pero los diplomas de los diputados nacionales electos fueron impugnados por el Congreso Nacional. En la ciudad de Buenos Aires, los llamados autonomistas, que se oponían a Mitre, porque quería federalizar la capital, se negaron a votar los candidatos oficiales y sufragaron por candidatos propios.


El 25 de mayo, el Encargado del Poder Ejecutivo Nacional inauguró las sesiones del Congreso, que provisoriamente se reunió en Buenos Aires. éste, el 12 de junio, convocó a elecciones de presidente y vicepresidente de la República. El primer término de la fórmula lo tenía asegurado Mitre, nuevo árbitro militar en la República; por el sitial de vicepresidente, disputaron Manuel Taboada y Marcos Paz, obteniendo el último la mayoría suficiente de electores para quedar consagrado.


El 12 de octubre de 1862 asumían sus cargos los elegidos. Palacio describe así las expectativas que rodearon el advenimiento de Mitre a la primera magistratura nacional: «Con poco más de cuarenta años, es decir, en pleno vigor de su edad, se abría en esos momentos para el general Mitre la posibilidad de hacer un gran gobierno. Recibía un país enfermo y extenuado, que se hallaba entregado a su merced. La oposición interna estaba vencida; su jefe presunto, enclaustrado en su feudo, no quería sino obedecer. Los testimonios de la época concuerdan en reconocer la expectativa simpática que rodeó el advenimiento al gobierno del caudillo liberal, que venía con tanto ímpetu y profería tantas promesas. Todo el mundo quería la paz y colaborar en ella, desde la oposición alsinista de Buenos Aires hasta Peñaloza y sus hombres de los valles riojanos»435. Ya veremos cómo respondió el elegido a esas esperanzas.


Con respecto a la normalización constitucional del poder judicial, durante la gestión de Urquiza no había podido organizarse el más alto organismo de esa especie, según el texto constitucional: la Corte Suprema de Justicia; por lo que hizo sus veces la Cámara de Justicia de Entre Ríos. Derqui constituyó la Corte bajo la presidencia de Facundo Zuviría, que no llegó a funcionar debido a que sobrevino el proceso que llevó a Pavón. Ahora, el 10 de Octubre de 1862, fue erigido el alto organismo judicial, integrado por los siguientes jueces nombrados por Mitre con acuerdo del Senado: Valentín Alsina, Francisco de las Carreras, Salvador María del Carril, Francisco Delgado, José Barros Pazos y Francisco Pico. Al no aceptar Alsina, lo sustituyó José Benjamín Gorostiaga. El cuerpo comenzó a funcionar el 15 de enero de 1863, y desde el primer momento su misión fundamental consistió en vigilar la constitucionalidad de las leyes nacionales y provinciales, renunciando a la función política de controlar al poder ejecutivo como sucede en Estados Unidos.



Liberales y federales


Como consecuencia de la batalla de Pavón, alrededor de Mitre se nuclearon los círculos que habían sido unitarios, algunos exponentes del romanticismo de 1837, y hasta algunos federales atentos al cambio de los vientos que soplaban sobre la República. Toda esta ancha franja de dirigentes políticos constituyó el liberalismo, que se mantuvo unido por escaso tiempo, puesto que de su seno, en la provincia de Buenos Aires, surgió una oposición cuya primera motivación más evidente fue su negativa a admitir la federalización de Buenos Aires.


A Mitre, luego de asegurarse que Urquiza había decidido abandonar a su partido y cederle ancho campo en el interior de la Confederación, se le presentó una grave disyuntiva. Por un lado, miembros de su gabinete, en la gobernación de Buenos Aires, como Pastor Obligado y Norberto de la Riestra, opinaban que ésta debía reconcentrarse en sí misma y prescindir de los «trece ranchos», como despectivamente calificaban sectores de la dirigencia porteña, al resto de las provincias más allá del Arroyo del Medio. Ya hemos visto que incluso Mitre apoyó la idea de la independencia bonaerense, y que se produjeron los envíos de misiones diplomáticas para preparar el ambiente en los países del área platense; en el caso de Brasil, es de imaginar con que expectativas alentadoras habrá recibido su gobierno tal nueva, que le abría insospechadas posibilidades de tranquilo liderazgo de Río de Janeiro en Sud América, ante la disolución territorial de su principal oponente436.


Otros hombres cercanos a Mitre, en especial los de origen provinciano como Sarmiento, Vélez Sarsfield, Marcos Paz, eran partidarios de imponer a sangre y fuego el liberalismo en el interior, que según la expresión del gobernador santiagueño Manuel Taboada era uniformar los colores: «Yo salgo mañana con una división sobre la línea de Catamarca, y Antonino lo hará pronto con otra sobre la frontera de Salta. Colocados allí, veremos lo que más convenga hacer, para dejar esto de un color»437.


Existía también otro problema: algunos liberales radicalizados, como de la Riestra por ejemplo, querían la sustitución de la Constitución reformada en 1860 y vigente, por otra, que según este avieso personaje, debía ser unitaria.


Afortunadamente para la suerte de la República, Mitre optó por conservar la unidad y mantener la Constitución sin variaciones. En carta del 22 de octubre de 1861 explica: «Declarar por nuestra parte caduca la Constitución... sería levantar una nueva bandera de guerra civil, una guerra constitucional que hoy no asoma por ninguna parte, y a las profundas causas de desunión que nos dividen agregaríamos pueblos que quisieran respetar la Constitución y pueblos que quisieran darla por nula. En definitiva tal declaración no importaría otra cosa que romper los vínculos de la unión política volviendo al estado de aislamiento o marchando hacia la independencia...». Y el 29 de octubre completa su pensamiento: «La política de la guerra civil es que una vez lanzados a ella, nuestro destino está irrevocablemente ligado al de la República Argentina. Tenemos que salvarnos o perecer con ella, haciendo predominar el espíritu liberal sobre las influencias del caudillaje... La obra puede ser superior a las fuerzas de Buenos Aires pero... debemos tomar a la República Argentina tal cual la han hecho Dios y los hombres, hasta que los hombres con la ayuda de Dios la vayan mejorando»438.


Lamentablemente, en vez de utilizar métodos conciliatorios con los caudillos provinciales federales aun existentes en el interior, apeló, para sellar la unidad nacional, a una especie de guerra santa contra ellos, de acuerdo a la prédica de Sarmiento, desde la carta del 20 de septiembre que hemos trascripto en sus párrafos más duros. Que habría podido lograr alto objetivo por medio de la persuasión, lo revelan conceptos del principal de esos caudillos. ángel Vicente Peñaloza, cuyo pacifismo lo denota la carta del 8 de febrero de 1862 a Manuel Taboada, quien invadía Catamarca, y en la cual manifestaba: «¿Por qué hacer una guerra a muerte entre hermanos contra hermanos? Las futuras generaciones podrían imitar ese pernicioso ejemplo»439.


La República estaba harta del desencuentro fratricida y todo el mundo quería la paz. De allí la favorable expectativa con que en general se recibió la asunción de Mitre al poder en octubre de 1862. La actitud del liberalismo porteño, secundado por pequeños círculos del interior que habían venido preparando el advenimiento de los nuevos tiempos, en especial en Córdoba, Santiago del Estero, Tucumán, Salta y Jujuy, transformó a la presidencia de Mitre en un verdadero holocausto del federalismo, arrinconado y perseguido. Nicasio Oroño, acérrimo liberal, en pleno Senado de la nación, testimonió que en dicha presidencia se produjeron 117 revoluciones, 91 combates y la muerte de 4.728 hombres 440, sin contar las pérdidas de vidas provocadas por la guerra del Paraguay y las epidemias que fueron su consecuencia. Este último evento bélico, que como veremos, pudo ser evitado, fue en alguna medida también consecuencia de esa política de exterminio de todo lo que oliera a tradición o federalismo.


Volviendo al desarrollo sucinto del plan de extirpación de los focos federales del interior, ocupado Rosario, Mitre decidió en noviembre de 1861 la división de sus fuerzas en tres cuerpos de ejército: el primero iría a Santa Fe, al mando de Venancio Flores, para derrocar al gobierno de esa provincia; el segundo quedaría en Rosario, en previsión de un ataque de Urquiza; el tercero, con Paunero, se dirigiría al interior a deponer gobiernos federales.


Venancio Flores, el 22 de noviembre, descalabraba las fuerzas federales en Cañada de Gómez, episodio de salvaje represión ya comentado, y que preanunciaba la tónica del total de los operativos; esto le allanó el camino a Santa Fe. Paunero va a Córdoba, donde Marcos Paz asumiría la gobernación. Una columna, al mando de Ignacio Rivas, con quien va Sarmiento, desaloja a los Saa de San Luis haciendo gobernador al liberal Justo Daract. Lo mismo logran en Mendoza, imponiendo a Luis Molina en calidad de gobernador, que es favorecido por Sarmiento porque «tiene sangre en el ojo, y como otros no me indican sino a un don Hilario Correas, excelente sujeto, me inclino por el primero, que me parece adecuado»441.


En San Juan, el gobernador Francisco Díaz huye ante la proximidad de las tropas liberales, y se lo hace gobernador a Sarmiento. Mientras, los Taboada se abalanzan sobre Tucumán, donde imponen otro gobierno liberal, y sobre Catamarca, donde también opera Marcos Paz, provincia que recibe su condigna solución liberal en la persona de José Luis Lobo. En Salta es relevado el gobernador Todd y suplantado por el general Rojo.


El problema fue La Rioja, invadida desde San Juan por Sandes, desde Córdoba por Echegaray y desde San Luis por Loyola. Cuando todo se estaba poniendo de un solo color, en la expresión de Taboada, la provincia de Facundo se dispuso a resistir. Es que en ella se encontraba un peculiar caudillo, el general ángel Vicente Peñaloza, el más pacifico y manso de los caudillos que tuvo el federalismo, ex-soldado de Quiroga, de gran prestigio en los llanos riojanos por su generosidad, hidalguía y humanidad. Durante la época de Rosas, luchó contra éste como elemento de la Coalición del Norte y compartió el pan del destierro en Chile con algunos de los que ahora se constituirían en sus mortales enemigos, como Sarmiento. El gobernador Nazario Benavidez, toleró el retorno del Chacho, tal era su mote popular, a San Juan, bajo promesa de mantenerse tranquilo, lo que cumplió fielmente. Luego de Caseros fue vuelto al servicio militar activo por Urquiza, quien no sólo lo hizo general, sino también comandante de la región militar que comprendía las provincias de Catamarca y La Rioja. Pavón lo sorprende a Peñaloza en Tucumán, y ya hemos visto que su propósito es colaborar en el logro de la pacificación de la República. Pero no es la intención de Mitre, quien escribe a Marcos Paz el 10 de enero de 1862: «Mejor que entenderse con el animal de Peñaloza, es voltearlo, aunque cueste un poco más. Aprovechemos la oportunidad de los caudillos que quieren suicidarse, para ayudarlos a bien morir». En la postdata remacha el concepto: «Al Chacho es preciso que se lo lleve el diablo barranca abajo»442.


Aprovechando la ausencia de su caudillo, La Rioja se ha visto invadida por los cuatro costados. El Chacho consigue, no obstante, entrar triunfalmente en la ciudad de La Rioja y aunque quiere la paz bajo condición de la desocupación de su provincia por tropas mitristas, Paunero, jefe de la represión, no acepta y adopta una postura durísima: degüello de prisioneros por Sandes después de la acción de Aguadita de los Valdeses; incendio de los pueblos de Mazán y Aymogasta; fusilamiento de prisioneros cuyos restos son expuestos, colgados; aplicación de tormentos mediante el «cepo colombiano» de horrible efecto; mujeres de los montoneros federales llevadas a servir como prostitutas para escarmiento de quienes no querían entregarse. A pesar de todo, Peñaloza resistió heroicamente entre febrero y mayo de 1862.


Ante la evidencia de la dificultad de reducirlo, Paunero envía al rector de la Universidad de Córdoba, Eusebio Bedoya, y al estanciero Manuel Recalde a buscar al caudillo para lograr la paz. Encuentran bien dispuesto al Chacho, y el 29 de mayo llegan a un acuerdo con él conocido como paz de «La Banderita». El caudillo sólo pide la evacuación de La Rioja, esto es, la devolución de la autonomía a esa provincia. Llega el momento de facilitar las armas por parte de los montoneros a los jefes del ejército, y hacerse mutua restitución de los prisioneros. La escena es narrada por José Hernández, quien puntualiza que entregados los prisioneros por Peñaloza, quienes manifestaron de viva voz haber sido bien tratados, no logró que los mudos, asombrados y avergonzados jefes mitristas le devolvieran los propios, que habían sido prolijamente fusilados. Situación que mereció del caudillo riojano esta reflexión, en medio de los sollozos del mediador Bedoya: «¿Cómo es, entonces, que yo soy el bandido, el salteador, y ustedes los hombres de orden y principios?»443. Pregunta que sigue haciendo Peñaloza a un sector de nuestra crítica histórica.


La clase «decente» riojana no estaba conforme con esta solución del conflicto, como no lo estaba en San Juan Sarmiento, y en Mendoza otro hombre de su hechura, Luis Molina, perseguidor del paisanaje, para quien las hijas del pueblo humilde eran sólo «chinitas para regalar», según refiere el teniente coronel Lino Almandos444, y que según Paunero quería que a los federales «se los demos colgados en alguna de sus plazas» 445.


Ante la violación de lo convenido en «La Banderita», dada la persecución que sufrían sus parciales, la montonera federal reaparece en San Juan, San Luis, Catamarca, La Rioja; en ésta derrocan al gobernador Francisco S. Gómez. Mitre nombra como director de la guerra a Sarmiento, con estas instrucciones: «...declarando ladrones a los montoneros, sin hacerles el honor de considerarlos como partidarios políticos, ni elevar sus depredaciones al rango de reacción; lo que hay que hacer es muy sencillo...»446.


En Punta del Agua, provincia de San Luis, Sandes e Iseas, después de un encuentro con los jefes federales de Ontiveros y Puebla, fusilan prisioneros. El Chacho declara entonces la guerra el 16 de abril de 1863, el grito de Guaja, esperando sacar a Urquiza de la inacción. Lo que sigue es homérico. La Rioja queda en manos federales, y Catamarca, San Juan, Mendoza y San Luis se insurreccionan contra los gobernadores y las armas mitristas. Peñaloza invade Córdoba y entra en su capital; antes de hacerlo ha escrito a Urquiza invitándolo a ponerse al frente de lo que él llamaba la «reacción». Pero el entrerriano lo alienta a través de Benjamín Victorica sin hacer absolutamente nada por Peñaloza. Tomada Córdoba, la situación se torna tan grave, que debe acudir el propio Paunero con refuerzos para reducir al bravo riojano. Sale campo afuera y en las proximidades de Córdoba da la batalla de Las Playas, donde la inferioridad de sus armas rudimentarias le juega una mala pasada ante el mejor equipamiento bélico de Paunero. Este admite que los 2.000 cordobeses y riojanos de Peñaloza han tenido 300 muertos, contra 14 bajas propias: aquello fue una incalificable matanza según lo da a entender Victorica 447.


Las Playas fue decisiva para Peñaloza. Ataca San Juan pero es nuevamente derrotado, y entonces se refugia en los llanos riojanos, en el pueblito de Olta. Allí lo detiene una partida; llegado el comandante Irrazábal, le atraviesa el vientre de un lanzazo en presencia de la esposa del caudillo. Le corta la cabeza, que expone en la plaza de Olta, y una oreja que envía a Natal Luna en La Rioja como prueba de que el Chacho ha caído. Sarmiento exulta escribiendo en estos términos a Mitre, el 18 de noviembre de ese año 1863: «...he aplaudido la medida, precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a aquel inveterado pícaro y ponerla en expectación, las chusmas no se habrían aquietado en seis meses»448.


En este año 1863 comienzan a producirse los pródromos de ese gran holocausto que fue la guerra del Paraguay, desatada en 1865, causante de la muerte de alrededor de 25.000 jóvenes argentinos, de cuyas causas ya daremos noticias. Convocadas las reservas del interior provinciano para acudir al frente de esa contienda, buen número de paisanos se negó a concurrir a la lucha que no sentían como propia.


En Mendoza, en noviembre de 1866, se sublevaron milicianos llamados por el gobernador Melitón Arroyo para ser conducidos a pelear en Paraguay, en lo que se denominó «revolución de los colorados», por adoptar como distintivo el cintillo punzó; nombraron gobernador de Mendoza a Carlos Juan Rodríguez, elevada figura del federalismo, que había estado preso hasta el estallido, quien le dio fundamento a la rebelión manifestando que en Mendoza no existía la forma republicana de gobierno, «porque la legislatura compuesta de veinticinco diputados, contaba con veintiuno de una misma familia», llamándole a eso «oligarquía»449.


Juan Saa, que retorna de Chile, toma el gobierno de San Luis, dando un manifiesto atacando «a los hombres del Gobierno Federal, a sus agentes del interior, a la triple alianza y a los partidarios de la guerra (contra el Paraguay), anunciando que la oscura revolución de presos iniciada en Mendoza pondría término al poder oprobioso que se había enseñoreado del país desde la carnicería de Cañada de Gómez»450. Carlos ángel, secuaz de Peñaloza, se encumbra en La Rioja, y Juan de Dios Videla en San Juan. Todo el oeste es un incendio. Los revolucionarios reciben el invalorable apoyo del catamarqueño Felipe Varela, subordinado de Peñaloza en las luchas de 1862 y 1863, quien llega desde el exilio en Chile al frente de unos 200 hombres. Integra la «Unión Americana», organización que intenta la reacción hispanoamericana contra atropellos de Estados Unidos en Nicaragua, de España en Santo Domingo, y de Inglaterra, Francia y España en Méjico. Varela, en su proclama, ve la guerra del Paraguay como fruto de la intervención mitrista y brasileña que lesiona la autodeterminación de ese país, y llama a Urquiza a ponerse al frente del «gran movimiento nacional». Pero Urquiza no contesta, satisfecho con su papel provechoso de proveedor del ejército argentino en el frente paraguayo, y con la posibilidad de suceder a Mitre en la presidencia en 1868.


La situación se pone tan seria que Mitre debe desprender más de 3.000 hombres del ejército nacional combatientes en los esteros paraguayos, y venirse a Rosario con ellos para iniciar la represión. Y así, con la superioridad técnica que le dan sus modernos armamentos, Juan y Felipe Saa y Juan de Dios Videla, se estrellan contra los cañones «Krupp» y la caballería de José Miguel Arredondo mandados por Paunero: es la batalla de San Ignacio, en San Luis, en abril de 1867. Diez días después, Antonino Taboada daba cuenta de Felipe Varela en otro histórico encuentro en las afueras de la ciudad de La Rioja, el hecho de Pozo de Vargas, que inmortalizara una zamba famosa. Los Saa, Videla y Carlos Juan Rodríguez, escapan a Chile. Varela continúa la lucha extenuante, llegando a tomar Salta, pero cayendo inexorablemente en Pastos Grandes, en enero de 1869, a manos de un subordinado de Julio A. Roca. Muere en Chile al año siguiente. Desaparece también toda resistencia federal en el oeste, salvo algún atisbo de caudillejos de segundo orden. Sólo quedan federales en Entre Ríos, al amparo de Urquiza, que fue respetado en su feudo y que se ha convertido en colaboracionista del régimen liberal, lo que le acarrea ser cada vez más mal mirado por sus correligionarios.