Historia Constitucional Argentina
CAPITULO 5 | 1. Generación de 1837
 
 

Sumario: Generación de 1837. Pensamiento y principales obras de Echeverría. Las ideas de Alberdi. Los ideales de Sarmiento.



Los jóvenes que rodearon a Esteban Echeverría, regresado de Europa en 1830, Juan María Gutiérrez, José Mármol, Santiago Viola, Juan Bautista Alberdi, Juan Thompson, Vicente Fidel López, Miguel Cané, Carlos Tejedor, Luis Domínguez, entre otros, y que mantuvieron primitivamente reuniones en la casa de Mariquita Sánchez de Thompson, en la de Santiago Viola o en la de Miguel Cané, constituyeron un grupo intelectual de vital importancia desde el punto de vista institucional, en cuanto fueron, en alguna medida, inspiradores del pensamiento jurídico-político que cristalizaría en el texto constitucional definitivo adoptado por nuestra República. Hacia 1837, bajo una suerte de patrocinio de Marcos Sastre, formaron una sociedad literaria que funcionó en la librería que poseyó el educador mencionado y que recibió el nombre de Salón Literario. Se aprovechaba la existencia de la colección libresca de Sastre, fuerte en alrededor de mil títulos. En dicho Salón se disertó, se discutió y se cambiaron experiencias intelectuales entre los ávidos asistentes. Una nueva concepción filosófica, política, jurídica y estética los animaba: con Echeverría había arribado al Río de Plata el romanticismo.


¿Qué fue esta corriente del pensamiento? Se constituyó en la reacción, en los centros europeos, especialmente a partir de Alemania, contra la ilustración. Al racionalismo de ésta, el romanticismo opuso un pronunciado realismo; al subjetivismo un objetivismo que valoraba al hombre pero insertado en su medio, no abstracto, con su lengua, costumbres, historia, religión; al individualismo que imperaba, lo enfrentó con una estimación de la nación y la multiplicidad de los valores que ella representaba y que signaba a sus componentes; a la concepción jurídica iluminista, para la que la ley debía ser fruto del plagio de modelos universales, oponía la posición historicista de Savigny, que consideraba al derecho como una particular expresión de una forma de sociabilidad determinada. Al sentido materialista y utilitario, en lo que terminaba el iluminismo, que había inspirado a los autores de moda en el período rivadaviano, tales como Bentham, Condillac, Desttut de Tracy, se lo sustituyó por una cosmovisión en la que el sentimiento y el espíritu ocupaban un lugar predominante, frente al cálculo y al lucro. Los románticos abandonaron un cosmopolitismo interesado, para volver a sentir generosamente la fuerza de la Patria que los limitaba, es verdad, pero que al mismo tiempo los enriquecía con valores trascendentes. En el campo del arte, este movimiento se caracterizó por una liberación del artista de los cánones y normas clásicos en la producción de la belleza; aquel quedaba librado a su propia inspiración, imaginación y sentimiento, bebiendo en los elementos históricos, comunitarios, costumbristas, patrióticos, la motivación para su obra literaria, pictórica, plástica o musical. También debe decirse que al definir al hombre como un producto de la historia, llevó al romanticismo a valorar especialmente a la Edad Media, como laboratorio de nuestra cultura que fue, frente a la Edad Moderna, cuyas realizaciones llevan la impronta del racionalismo más acentuado 155.


Ilustración y romanticismo, en nuestro medio, encarnaron en personajes y en procesos históricos. Sierra asevera al respecto: «La época de Rivadavia respondió, intelectualmente, a la ilustración; la de Rosas, al Romanticismo... el unitarismo, por su sentido racionalista, su impiedad y su repudio del pasado, se apoyó en las orientaciones de un Iluminismo retrasado y de una Ilustración mal digerida, de segunda mano, mientras el federalismo, que comenzó siendo afirmación de valores tradicionales y telúricos, dotado de un gran sentido religioso, se manifestó en oposición al universalismo abstracto y materialista de la Ilustración, expresando un sentido afirmativo de lo nacional que conformaba, en su fondo, una posición romántica... Hecho histórico avalado por el repudio que fue corolario de los empeños rivadavianos, y la indiscutible adhesión popular que fue característica del rosismo»155 bis.


Pero volviendo al Salón Literario y sus exponentes más destacados, debe puntualizarse que salvo cierto gimoteo literario patente en la obra de Esteban Echeverría y en el periódico «La Moda» que editaron, los jóvenes que pretendieron identificarse con el romanticismo, formados en la época de Rivadavia, no pudieron superar sino muy limitadamente su iluminismo sustancial. Es que, como acota el mismo Sierra, el romanticismo fue «algo más que el acaramelamiento poético», tal como hemos visto cuando intentamos párrafos atrás describir someramente este gran movimiento intelectual y artístico.


Que nuestros románticos, fuertemente influidos por la ideología que les expusieran Juan Crisóstomo Lafinur, Manuel Fernández de Agüero y Diego Alcorta, no captaron plenamente el mensaje del romanticismo, lo revelan desde el vamos las disertaciones que se pronunciaron en el acto inaugural del Salón Literario. Marcos Sastre, si bien alertó sobre el «error del plagio político, el error del plagio científico, el error del plagio literario», exaltó la necesidad de separarse de todo lo exótico en materia legislativa y literaria, en especial de lo español, con lo que este romántico prescribía prescindir de nosotros mismos, pues si se descartaba lo español, ¿qué quedaba de nuestra sustancia cultural sino lo importado, francés o británico? Alberdi lo dijo más claramente: la Revolución de Mayo nos había puesto en camino de superar un españolismo caduco y abrirnos a la cultura francesa «que en materia de inteligencia es la expresión de Europa». Mientras tanto, Juan María Gutiérrez invitaba a renunciar a toda atadura literaria española, a divorciarnos del «vínculo fuerte y estrecho del idioma» que debía «aflojarse de día a día a medida que vayamos entrando en el movimiento intelectual de los pueblos adelantados de Europa». ¿Qué clase de romanticismo era este que llegaba a proponer cambiar el idioma nativo? Parece que sólo se redujo a intentar comprender el hecho de la dictadura de Rosas; e incluso acercarse al nuevo detentador del poder, de todo el poder, para procurar ocupar un lugar en el entorno del Dictador y aconsejarlo, cosa que éste no admitió. En este sentido. Marcos Sastre, en ese discurso inaugural, hizo alusión al «hombre grande que nos gobernaba»; y Juan B. Alberdi, en su obra de 1837, «Fragmento preliminar al estudio del derecho», trabajo sobre el que volveremos, dijo de Rosas que «no es un déspota que duerme sobre bayonetas mercenarias, es un representante que descansa sobre la buena fe, sobre el corazón del pueblo», «la persona grande y poderosa que preside nuestros destinos públicos»156.


La piedra de toque del romanticismo de la llamada generación de 1837, la constituyó la intervención francesa y el consiguiente bloqueo de 1838. Ante el ataque insolente de una de las grandes potencias del orbe, era de esperar que los jóvenes románticos platenses se pronunciaran por la Patria, por la defensa del pueblo agredido, por hacer honor a una historia en que la defensa de la dignidad nacional fue siempre timbre de honor, pero hicieron todo lo contrario. En realidad algo más que lo contrario, pues ni siquiera permanecieron al margen del conflicto, sino que con Alberdi a la cabeza se aliaron a Francia contra la Confederación. Mucho tuvo que ver con esta actitud su admiración por la cultura francesa, producto de la lectura de las expresiones literarias y políticas de esa procedencia que abundaron en el arsenal libresco de Sastre. Románticos gustadores de los valores estéticos o filosóficos franceses podía ser lo de menos. Lo que resultaba contradictorio es que se pretendiera trastocar nuestras esencias culturales por otras venidas de París. Pero lo que era sencillamente grave, y hasta trágico, es que buena parte de nuestra inteligencia joven se pusiera al servicio de la agresión internacional con su pluma y hasta con su espada 157.


Disuelto el Salón Literario, producida la intervención francesa, los jóvenes de la generación del 37 fundan, a imitación de la Joven Italia, la Joven Argentina, también llamada Asociación de Mayo. Unos treinta y cinco integrantes tuvo esta organización secreta que funcionó de acuerdo al modelo de las sociedades carbonarias europeas. Se elaboró un credo compuesto por las siguientes palabras simbólicas: Asociación; Progreso; Fraternidad; Igualdad; Libertad; Dios (centro y periferia de nuestra creencia religiosa); el Honor y el Sacrificio (móvil y norma de nuestra conducta social); Adopción de todas las glorias legítimas tanto individuales como colectivas de la revolución; Menosprecio de toda refutación usurpadora o ilegítima; Continuación de todas las tradiciones progresivas de la Revolución de Mayo; Independencia de las tradiciones retrógradas que nos subordinan al antiguo régimen; Emancipación del espíritu americano; Organización de la patria sobre la base democrática; Confraternidad de principios; Fusión de todas las doctrinas progresivas en un centro unitario; y, abnegación de todas las simpatías que puedan ligarnos a las dos grandes facciones que se han disputado el poderío durante la revolución. Este conjunto de convicciones, bajo el nombre de «Código o Declaración de los principios que constituyen la creencia social de la República Argentina», fue publicado en Montevideo, pues ante la intervención francesa varios jóvenes asociados tomaron el camino del exilio.


El romanticismo en Occidente, revalorizó el sentimiento patriótico entre otros valores, presidió gestas nacionales como la unificación de Italia y Alemania, la conquista del oeste y el sur en los Estados Unidos, la expansión colonialista de Francia que anhelaba recuperar un puesto de avanzada en el mundo moderno después de la derrota napoleónica. Es decir, el movimiento romántico estuvo consustanciado con la lucha contra el extranjero y contra los factores antinacionales. Entre nosotros ocurrió todo lo contrario: nuestros jóvenes románticos se caracterizaron por desertar de la causa nacional, justo en momentos en que ella iba a sufrir su prueba de fuego.





Pensamiento y principales obras de Echeverría


El que pasa por ser líder de la generación del ‘37 nació hacia 1805 en un barrio humilde de las orillas de Buenos Aires: el Alto. Hay indicios de haber sido tormentosa su adolescencia y primera juventud 158. Palcos cuenta que «canta al son de la guitarra en los barrios excéntricos de la ciudad, participa en fiestas equívocas, se enreda en unos violentos amoríos, La frágil contextura física del muchacho calavera queda desde entonces indeleblemente azotada»159.


Durante la época rivadaviana, ingresa al Departamento de estudios preparatorios de la Universidad, donde recibe las lecciones de Juan Manuel Fernández de Agüero, quien había sostenido la escolástica en los primeros años de su magisterio, pero hacia 1822, época en que precisamente dicta ya su cátedra de Filosofía en la Universidad, se aparta claramente del aristotélico-tomismo y aún del credo católico, pues según expresiones de Castro Barros enseñaba «que Jesucristo era un mero filósofo de Nazaret». Concretándonos al plano filosófico, Fernández de Agüero enseñó inspirado en Destutt de Tracy, Holbach y Condillac, habiendo sido precedido en la tarea de difundir las ideas de estos autores por Juan Crisóstomo Lafinur, que propagó el materialismo y el sensacionismo de los mencionados en el Colegio San Carlos e influyó también en Echeverría 160.


Condillac, al afirmar que el conocimiento proviene exclusivamente de la sensación, prácticamente negaba la existencia del alma humana. Destutt de Tracy y Holbach, son definida y crudamente materialistas, considerando al hombre nada más que como «un compuesto nervioso», cuya única facultad es la sensibilidad confundida con el pensamiento. Para estos autores, y por ende para Fernández de Agüero, el hombre no es más que un animal, quizás con una sensibilidad más refinada. No es extraño entonces que Echeverría pudiera profesar tales ideas: «La existencia de las ideas está subordinada a la sensibilidad. Es imposible al hombre tener ideas sin sentir; luego la fuente de todas las ideas es la sensibilidad»161.


La consecuencia de tal posición frente al problema gnoseológico, esto es, la negación lisa y llana de la existencia del alma humana simple e inmortal, la acepta impávido cuando expresa: «¿De qué puede servirme un alma semejante que sólo posee las propiedades de la materia? De nada. Yo la rechazo, pues, y me atengo a la sensibilidad. En última instancia debemos convenir en que no somos más que una maquina dotada de actividad por el resorte de la sensibilidad»162. La persona humana para Echeverría no es nada más que eso: una máquina movida por la sensibilidad. Este concepto da cierto respaldo filosófico al liberalismo capitalista para perpetrar, ya por esa época, sus abusos contra el proletariado, considerando al trabajador como una herramienta más. Es, por otra parte, la definición del hombre que al negar su realidad espiritual y, por ende, su libertad, serviría como columna maestra para sostener el edificio del determinismo histórico marxista o de cualquier otro totalitarismo.


Bentham, predicado por los maestros de Echeverría, influyó también decididamente en éste. En el «Dogma Socialista»», expresa: «La libertad es el derecho que cada hombre tiene para emplear sin traba alguna sus facultades en el conseguimiento de su bienestar, y para elegir los medios que puedan servirle a este objeto»163. Este concepto, repetido a la letra por Echeverría en su «Manual de enseñanza moral»164, destinado a formar nada menos que éticamente a la juventud, puede llevar al abuso de la libertad con consecuencias imprevisibles. Estrada, que hace un comentario del «Dogma», puntualiza lo peligroso de esta fórmula, que podía transformar a nuestros criollos, de costumbres fundamentadas en la práctica de virtudes austeras, en goza-dores escépticos, en epicúreos sin conciencia, creando el clima propicio para la explotación del hombre por el hombre, hecha realidad en la Europa de aquellos días, que nuestros ideólogos parecieron ignorar 165. Su racionalismo liberal es extremado, como lo revelan párrafos como éstos: «La España nos imbuía en el dogma del respeto ciego a la tradición y a la autoridad infalible de ciertas doctrinas; y la filosofía moderna proclama el dogma de la independencia de la razón, y no reconoce otra autoridad que la que ella sanciona, ni otro criterio para decidir sobre principios y doctrinas que el consentimiento uniforme de la humanidad»166.


Ambrosio Romero Carranza, en la revista «Criterio», ha llegado a afirmar que era Echeverría «un sociólogo cristiano de envergadura»167, que su obra magna, el «Dogma Socialista», «constituyó una orgánica y articulada declaración de principios demócratas-cristianos», y que los principios que sustentaba, llevó a la generación de 1837 «al establecimiento, en las orillas del Plata, de una democracia de inspiración cristiana»168. Nada más alejado de la realidad. Elegimos esta cita, de las que pueden esgrimirse, para demostrar que su cristianismo podía ser protestante, pero jamás católico, la religión profesada por casi toda la población argentina de aquel entonces: «Una lucha de tres siglos no ha bastado en Europa para aniquilar la influencia de ese poder colosal que se sienta en el Vaticano. Gran parte de la Europa es todavía católica, la conciencia humana allí es esclava, y no cree lo que quiere sino lo que le hacen creer los hipócritas y falsos profetas del Anticristo»169. En un país con una cuasi unanimidad de población católica, pretender establecer una democracia de inspiración cristiana con esas convicciones, es realmente un absurdo. Pero vayamos advirtiendo el divorcio del padre del romanticismo argentino, con la realidad ideológica y religiosa que lo rodea.


Aquella ruptura se hace evidente cuando analizamos aspectos más concretos del pensamiento echeverriano. En una época en que, por vía del federalismo, se afirma una concepción democrática populista que abjura del sufragio calificado, Echeverría se abraza a una formulación típicamente burguesa de la democracia cuando escribe: «La razón colectiva sólo es soberana, no la voluntad colectiva. De aquí resulta que la soberanía del pueblo sólo puede residir en la acción del pueblo, y que sólo es llamada a ejercerla la parte sensata y racional de la comunidad social. La parte ignorante queda bajo la tutela y salvaguardia de la ley dictada por el consentimiento uniforme del pueblo racional»170. Y también: «Otra condición del ejercicio de la soberanía es la industria. El holgazán, el vagabundo, el que no tiene oficio tampoco puede hacer parte del soberano... Aquel cuyo bienestar depende de la voluntad de otro y no goza de independencia personal, menos podrá entrar al goce de la soberanía...»171. Acusa al partido unitario por haberle dado «el sufragio y la lanza al proletario y puso así los destinos del país a merced de la muchedumbre 172. Remata su posición con este concepto: «El sufragio universal es absurdo»173. En otros párrafos aparece más proclive a la monarquía y a la aristocracia burguesa, que a la propia democracia burguesa: «Quizá en el año 16 hubiera sido fácil el establecimiento de una Monarquía; quizá en el año 19 pudo cortarse en el vuelo a la Democracia, fundando una Aristocracia de la riqueza y la ilustración. Yo por mi parte me hubiera adherido de buen grado a cualquiera de ambos sistemas»174.


Si la valoración del propio pueblo es característica del romanticismo, Echeverría aparece en las antípodas. Pocos apelativos con que zaherirlo se ahorró Echeverría al referirse a los habitantes del Plata, sus compatriotas. «Pueblo atrasado en todo sentido»; «un pueblo que no tiene instituciones ni tradiciones»; «ni idea de los derechos individuales»; un pueblo «que no sabe en qué consiste la libertad»175. También lo califica como pueblo de «instintos reaccionarios», de «instintos retrógrados», de «antipatías irracionales»176. Como «turba», como «populacho»177, como pueblo de costumbres viciosas 178, como pueblo de inteligencia esclava 179, como pueblo de supersticiosos 180. En «El matadero» es la «chusma»181. Señala a sus connacionales como hijos de «una civilización caduca y degenerada»182, criados otrora en una tierra «que vegetaba en las tinieblas», dominados y explotados 183. Sus sentimientos de desprecio le llevan a ubicarlos en la escala de los semibrutos y así se lee en el «Dogma»: «Las masas no tienen sino instintos: son más sensibles que racionales»184. Enrostra al partido unitario no haber hecho «uso de la fuerza para aniquilar a los facciosos»185, esto es, los federales. No era recomendable que influyera el gauchaje en la política nacional. Gauchaje era federalismo. Y el partido federal era «plebeyo», «semibárbaro»186, «una facción desorganizadora a que siempre se adhirieron los hombres más nulos y retrógrados de mi país»187. Habría que apartarlos de las asambleas públicas y tenerlos bajo tutela 188. ¿Y si los «que permanecían en minoridad» 189 se rebelaban? Entonces «el uso de la fuerza era santo»190. Quien afirmaba que sectores de nuestros proletarios reunían «todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme» 191 no podía aspirar sino a «una regeneración social»192. Si éramos hijos de una civilización degenerada 193, no había otro remedio que regenerar, esto es, cambiar radicalmente, dar nuevo ser a nuestra comunidad.


Contradictorio en tantas cosas, Echeverría lo es en materia económico-social. Hay pasajes de sus trabajos donde pareciera surgir la voz de un auténtico abogado de las clases oprimidas, en una época en que ya daba sus frutos amargos en el mundo la organización liberal-capitalista de la sociedad. Así escribe: «No hay igualdad donde la clase rica se sobrepone y tiene más fueros que las otras»194. «La potestad social no es moral ni corresponde a sus fines si no protege a los débiles y a los menesterosos»195. «Industria que no tienda a emancipar las masas, y elevarlas a la igualdad, sino a concentrar la riqueza en pocas manos, la abominamos»196. Pero en el «Dogma» formula estas adhesiones al principio quiritario del uso y abuso del derecho de propiedad: «El individuo, por la ley de Dios y de la humanidad, es dueño exclusivo de su vida, de su propiedad, de su conciencia y su libertad»197; «Cada hombre es libre en el uso de su propiedad: de ahí el derecho de propiedad»198. Obsérvese que al reconocer al hombre el derecho de propiedad, lo hace en forma absoluta, sin conceder ninguna salvedad en lo que refiere a su uso. Esto ha sido puntualizado por Sierra, quien en un viejo trabajo, hacía notar que Echeverría no propuso ninguna reforma al concepto liberal de la propiedad 199. También lo deja bien establecido Palcos 200. Nos parecen pues, aventuradas, las afirmaciones de quienes quieren ver en Echeverría un precursor de teorías económico-sociales de avanzada, como Carlos Sánchez Viamonte 201, José P. Barreiro 202, Mario Bravo 203, Alfredo L. Palacios 204.


Con espíritu objetivo, otros escritores generalmente inclinados a la alabanza de todo cuanto se refiere a Echeverría, expresan juicios contrarios a los anteriores. Alberdi, por empezar, niega terminantemente que la doctrina de Echeverría pueda ser calificada como socialismo 205. José Ingenieros afirma que el socialismo de nuestro romántico «fue un socialismo de leyenda»206. Expresa Palcos que el socialismo de Echeverría fue «una atenuación de una atenuación»207, un socialismo «amable»208. Ricardo Rojas asevera que para Echeverría el término socialista es sinónimo de «credo social» y que no formula «reforma alguna del capital y del trabajo»209. Por otra parte, la fuente de inspiración de Echeverría en esta faceta de su posición doctrinaria, esto es, el sansimonismo, es «más bien un inesperado prolongamiento del liberalismo económico que una tardía renovación de antiguas concepciones socialistas»210.


A su regreso de Europa escribe Echeverría: «En junio de 1830 volví a mi patria. Cuántas esperanzas traía. Todas estériles: la patria ya no existía»211. ¿Por qué la Patria ya no existía? Gobierna Rosas con facultades extraordinarias. Considera que no hay libertad y que por tanto no hay Patria. Lo dice también, sin rebozo, en este párrafo: «Los esclavos, o los hombres sometidos al poder absoluto, no tienen patria, porque la patria no se vincula en la tierra natal, sino en el libre ejercicio y pleno goce de los derechos del ciudadano»212. La Patria, pues, sería nada más que una realidad inestable, la que existiría según nos consideráramos ciudadanos libres u hombres sometidos: con este criterio, los polacos en 1980 no tenían patria.


Hay otra idea que obceca a Echeverría: civilización. Que equivale a liberalismo, riqueza, progreso material. Pero la Argentina de 1830 ama la libertad aunque es antiliberal; es rica, pero sólo en potencia; no quiere progreso sin soberanía. De allí la prédica: «hacer que el movimiento progresivo de la nación marche conforme con el movimiento progresivo de la grande asociación humanitaria»213. De allí la advertencia: «¿Qué valía la emancipación de la metrópoli, sin la grande idea de una regeneración social?»214. La Patria se esfuma sino se la regenera, que es civilizarla materialmente. Por otra parle, como liberalismo y civilización puede haberlos en cualquier parte del mundo, en cualquier parte de él puede haber Patria para un hombre que se precie de liberal y civilizado. Ya Echeverría podrá escribir entonces «...que el género humano es una sola familia y que nadie es extranjero en la patria universal»215. ¿Patria no es esta madre tierra, este sonoro idioma, esta equilibrada raza, estas comunes creencias, estas costumbres hidalgas, esta música sentida, estos huesos venerados de los padres, estos recuerdos queridos? Para Echeverría Patria es liberalismo y civilización. Con lógica meridiana agrega: «Los emigrados argentinos debían considerarse, por lo mismo, aliados naturales de la Francia o de cualquier otro pueblo que quisiera unirse a ellos para combatir el despotismo bárbaro dominante en su patria». «Había además, comunidad de intereses entre la Francia y los patriotas argentinos, representantes legítimos de los verdaderos intereses del pueblo argentino oprimido»216. Como se sabe, no fue esta la opinión de San Martín, Brown, Soler, Guido, Manuel Moreno, Mariano Sarratea, Necochea, Vicente López y Planes, y tantos otros patricios de la primera hora.


Quien hablaba de regenerar a la Patria, no podía ser clemente con la Madre Patria. Para Echeverría fue la madrastra 217, un pueblo «ebrio de ignorancia»218, «la nación más atrasada de Europa»219, «ha trabajado sólo para sí, sin dar contingente alguno a la civilización humana»220; no fue capaz de «constituir una nacionalidad robusta»221, sino sólo dejar en herencia «una civilización decrépita y degenerada»222. Reino «explotador»223, de «insolentes mandones»224, «esclavizadores»225. A la legislación de Indias la tilda de «legado funesto»226. Asevera que España «nos enseñaba a ser supersticiosos» 227 y a practicar «un catolicismo retrógrado»228. Muy seguro afirma que España no tiene principio alguno engendrador de literatura 229, que no tenía doctrinas 230. Por todo esto insta al repudio de la «herencia que nos dejó España» 231 y aconseja a «la pobre América» «beber» «en esa grande piscina de regeneración humanitaria»232, escuchar la lección del pueblo «que hace dos siglos marcha legítimamente como rey al frente del progreso humanitario» 233, Francia.


Para los jóvenes románticos con Echeverría a la cabeza, la historia de la nación argentina había comenzado en 1810, o quizás en 1789, con la Revolución Francesa; de todo lo anterior, de nuestro origen en brazos de una mala madre, era mejor olvidarse o repudiarlo. Es que para estos cultores del romanticismo, la nación era una entelequia puramente racional hacia la que había de tenderse sin violar ninguno de sus condicionamientos meramente subjetivos; se desechaba la historia, el pueblo, la lengua, las creencias, la índole, las formas artísticas vernáculas, las propias convicciones jurídicas y políticas, hasta la propia geografía. Como carecíamos de esos preconceptos subjetivos: civilización, riqueza, formas políticas de avanzada, libertinaje, debíamos regenerarnos adquiriéndolos. España, que no marchaba a la cabeza en tales rubros, y que apenas nos había dado tierra, pueblo, idioma, idiosincrasia, arte, religión, solidez institucional y jurídica, debía ser repudiada, para mirar a las potencias que podían dotamos graciosamente, de progreso material y de fórmulas político-jurídicas mágicas capaces de regenerarnos.


José Luis Romero ha denominado «pensamiento conciliador» 234 el de Echeverría y su grupo. Frente a la antinomia unitarismo-federalismo, se presenta al numen de la Asociación de Mayo, como elaborador de una «síntesis superadora», al decir de Alfredo Palacios 235; y así otros varios autores. Echeverría lo expone así: «...el partido federal, es espíritu de localidad... el partido unitario, el centralismo, la unidad nacional... La lógica de nuestra historia, pues, está pidiendo la existencia de un partido nuevo, cuya misión es adoptar lo que haya de legítimo en uno y otro partido... una síntesis alta, más nacional y más completa que la suya...»236. Como si la cuestión que separaba a federales y unitarios fuera una mera opinión sobre descentralización o centralización del poder; ya sabemos por lo expuesto en el capítulo anterior, que el enfrentamiento fue profundo: político, social, económico y hasta teológico. Miradas las cosas así, Echeverría no oculta su simpatía por los unitarios: «La generación nueva (se refiere a la del ‘37 que integraba) educada la mayor parte en escuelas fundadas por ellos (los unitarios) acostumbrada a mirarlos con veneración en su infancia, debía tenerles simpatía, o ser menos federal que unitaria»237, «...de ahí provino forzosamente la lucha entre el principio de Mayo progresivo y democrático, representado por los primeros (los unitarios), y el principio colonial retrógrado y contrarrevolucionario representado por los segundos (los federales)»238. Califica al partido federal de «partido infame que ha traicionado la Patria, renegando de Mayo»239; «los federales nunca han salido del ínfimo papel de facciosos, ni concebido, ni profesado, ni realizado, pensamiento alguno socialista»240. Llega hasta achacarle al partido unitario el no haber hecho «uso de la fuerza para aniquilar a los facciosos»241, esto es, los federales, concepto históricamente falso pues durante el gobierno de Lavalle lo intentó con una impiedad ejemplar. Mientras los unitarios esgrimieron «el principio del progreso, asociación y libertad», los federales fueron sinónimo de «statu quo, ignorancia y tiranía»242. ¿Dónde aparece pues el espíritu conciliador de Echeverría? Solamente en lo que refiere a la adopción de una forma de gobierno mixta unitario-federal o de un federalismo mitigado 243; y esto con reservas, pues tiene prevenciones frente al localismo, «principio disolvente y desorganizador», y a los gobernadores, útiles nada más «que para tiranizar al pueblo y hacerse caudillos»244. Pudo haber pasado a la Constitución de 1853 la idea conciliadora de Echeverría, a través de Alberdi, en materia de forma de gobierno, porque lo que es en materia de filosofía, esa Constitución recogió la propia del unitarismo, que Echeverría admiraba.


Después de lo dicho ¿qué queda del romanticismo de Echeverría? Ninguno, como él, fue plagiario del pensamiento en boga. Lo dijo Ingenieros: «Lo más del texto (se refiere al «Dogma») es glosa de escritos europeos, en que la palabra Europa esta reemplazada por América, Francia por Argentina. Revolución del 89 por Revolución de Mayo. etc.»245. Se adhiere a la acusación de que Echeverría no hizo sino importar ideas europeas 246. Groussac, por su parte, escribe que «siempre necesitaba Echeverría ser discípulo de alguien»247. Del «Dogma» acota que si se le quitara «todo lo que pertenece a Lammenais, Leroux, Lerminier, Mazzini e tutti quanti, sólo quedarían las alusiones locales y los solecismos»248.





Las ideas de Alberdi


La filosofía jurídica de Alberdi comenzó siendo claramente historicista en el «Fragmento preliminar al estudio del derecho», trabajo publicado en 1837 como se ha dicho. Durante ese año Alberdi intentó acercarse a Rosas, por lo que en dicho escrito no ahorró loas al Dictador. Le vino muy bien la lectura del pensamiento de Lerminier, quien trataba de introducir en Francia las enseñanzas del notable jurista alemán Savigny, creador del historicismo jurídico. Este maestro buscaba un derecho vivo y nacional para Alemania, para lo cual indicaba se debía acudir a las fuentes germánicas, a las costumbres propias de este pueblo, dejando de lado cuerpos legislativos estáticos emparentados con el derecho romano, superando así una labor puramente racionalista. Además se debía poner la mira no exclusivamente en objetivos individualistas, como lo quería el iluminismo, sino que se debían tener en cuenta los fenómenos del contexto social en la elaboración y la aplicación del derecho. Por ello en el «Fragmento», Alberdi afirma que «nuestra historia constitucional, no es más que una continua serie de imitaciones forzadas». Pero eran tiempos superados: el acceso del federalismo al poder significó «la abdicación de lo exótico por lo nacional, del plagio por la espontaneidad». La joven generación, de la que Alberdi formaba parte, estaba llamada «a investigar la ley y la forma nacional del desarrollo de estos elementos de nuestra vida americana, sin plagios, sin imitación y únicamente en el íntimo y profundo estudio de nuestros hombres, y de nuestras cosas».


Pero este historicismo aparentemente integral, en el propio «Fragmento», muestra la intrínseca contextura iluminista de su formación cuando aparece la prevención por todo lo español que era nuestra verdadera tradición y realidad: «Nosotros hemos tenido dos existencias en el mundo, una colonial, otra republicana. La primera nos la dio España; la segunda, la Francia. El día que dejamos de ser colonos, acabó nuestro parentesco con la España: desde la República somos hijos de la Francia. Cambiamos la autoridad española, por la autoridad francesa, el día que cambiamos la esclavitud por la libertad»249.


Cuando llega la hora previa al dictado de la Constitución de 1853, el Alberdi de 1852 que escribe «Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina», documento de trabajo que iba a ser muy tenido en cuenta por los constituyentes, se muestra como un iluminista extremado.


Alberdi parte de la base de que las instituciones francesas y norteamericanas eran inaplicables atendiendo al material humano deplorable que componía nuestra población. Entiende que la única solución viable consistía en cambiar la población, para que ésta entonces sí pudiera adaptarse a esas instituciones modelo. ¿Y cómo cambiar la población de un país? Propone la mestización con la población anglosajona. Dice en «Bases»: «Es utopía, es sueño y paralogismo puro el pensar que nuestra raza hispanoamericana, tal como salió formada de su tenebroso pasado colonial, pueda realizar hoy la república representativa, que Francia acaba de ensayar... y que los Estados Unidos realizan sin más rivales que los cantones helvéticos... si no alteramos o modificamos profundamente la masa o pasta de que se compone nuestro pueblo americano... No son las leyes las que necesitamos cambiar; son los hombres... Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces de libertad por otras gentes hábiles para ella... suplantar nuestra actual familia argentina por otra igualmente argentina, pero más capaz de libertad, de riqueza y progreso. ¿Por conquistadores más ilustrados que España, por ventura? Todo lo contrario, conquistando en vez de ser conquistados. La América del Sud posee un ejército a este fin, y es el encanto que sus hermosas y amables mujeres recibieron en su origen andaluz, mejorado por el cielo espléndido del Nuevo Mundo... Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos, no realizaríais la república ciertamente. No la realizaríais tampoco con cuatro millones de españoles peninsulares, porque el español puro es incapaz de realizarla allá o acá. Si hemos de componer nuestra población para nuestro sistema de gobierno, si ha de sernos más posible hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona. Ella está identificada con el vapor, el comercio y la libertad, y nos será imposible radicar estas cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esta raza de progreso y civilización»250. A esto se reduce el «gobernar es poblar» de Alberdi: a sustituir una población indígena, mestiza y española, cristiana y católica, por otra fundamentalmente anglosajona, mezcla de criolla-andaluza con inglés: «Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones del mejor sistema de instrucción: en cien años no haréis de él un obrero inglés que trabaja, consume, vive, digna y confortablemente»251. Traer inmigrantes, pero anglosajones, porque, explica Alberdi, «Poblar es apestar, corromper, degenerar, envenenar un país, cuando, en vez de poblarlo con la flor de la población trabajadora de Europa, se lo puebla con la basura de la Europa atrasada o menos culta»252. ¿Se refiere a españoles, cuyo concepto ya se ha visto, napolitanos, piamonteses, calabreses?; no pueden ser otros.


A esos extranjeros inmigrantes, según Alberdi, había que asegurarles libertad absoluta de comercio, de navegar libremente nuestros ríos, de ejercer todos los derechos civiles reconocidos a los nativos, de estar exentos de empréstitos forzosos, exacciones y requisiciones militares, «de mantener en pie todas estas garantías, a pesar de cualquier rompimiento con la nación del extranjero residente en el Plata»253, de disfrutar de entera libertad de conciencia y de culto. Es decir, los extranjeros debían gozar de todas las prerrogativas de los nativos, pero debían estar explícitamente excluidos de la principal obligación de todo integrante de una comunidad: «de no poder ser obligados al servicio militar»254. Situación, pues, de irritante desigualdad que consagraría la Constitución de 1853 (artículos 20 y 21).


Este Alberdi republicano –hubo una década después un Alberdi monárquico 255– patrocina un federalismo atenuado, propuesto como vimos por Echeverría: «abandono de todo sistema exclusivo y (al) alejamiento de las dos tendencias o principios, que habiendo aspirado en vano al gobierno exclusivo del país, durante una lucha estéril, aumentada por largos años, buscan hoy una fusión parlamentaria en el seno de un sistema mixto, que abrace y concibe las libertades de cada Provincia y las prerrogativas de toda la Nación, solución inevitable y única que resulta de la aplicación a los dos grandes términos del problema argentino, la Nación y la Provincia, de la fórmula llamada hoy a presidir la política moderna, que consiste en la combinación armónica de la individualidad con la generalidad, del localismo con la nación, o bien de la libertad con la asociación»256. La historia enseña dónde terminó este federalismo atenuado: en un centralismo galopante, pergeñado después de Pavón y cuya primera gran expresión fue el «unicato» de Roca y Juárez Celman.


El republicanismo de Alberdi es burgués y cosmopolita, es decir, sólo para ilustrados y propietarios, sin distinción entre nativos y extranjeros. Su adhesión al sufragio calificado y a la participación de los forasteros en la conducción de nuestra política, queda patente en este párrafo de «Bases»; «En cuanto al sistema electoral que haya de emplearse para la formación de los poderes públicos... la Constitución argentina no debe olvidar las condiciones de inteligencia y de bienestar material exigidas por la prudencia en todas partes, como garantía de la pureza y acierto del sufragio; y al fijar las condiciones de elegibilidad debe tener muy presente la necesidad que estos países escasos de hombres tienen de ser poco rígidos en punto a nacionalidad de origen»257. También, si no se podía establecer el sufragio calificado, debía apelarse al sufragio indirecto para evitar la influencia de las masas populares: «Para olvidar los inconvenientes de una supresión brusca de los derechos de que ha estado en posesión la multitud, podrá emplearse el sistema de elección doble y triple, que es el mejor medio de suprimirlo, y de preparar las masas para el ejercicio futuro del sufragio directo»258.


Cuando expresa ideas para la conformación de los órganos de gobierno, se inclina por la división de los poderes: «tres poderes elementales destinados a hacer, interpretar y a aplicar la ley tanto constitucional como orgánica»259. Al considerar la integración del poder legislativo, se manifiesta partidario del bicamerismo: «Así tendremos un Congreso general formado de dos cámaras, que será el eco de las Provincias y el eco de la Nación»260; luego, en el proyecto constitucional que elaborará, y que ya comentaremos, establecerá que en el Senado tendrán las provincias sus representantes, y en la Cámara de Diputados tendrá los suyos el pueblo de la Nación.


Alberdi es partidario de un poder ejecutivo que prevalezca sobre los otros dos poderes, esto es, prohíja un poder ejecutivo fuerte; así lo explica: «Esa solución tiene un precedente feliz en la República sudamericana, es el que debemos a la sensatez del pueblo chileno, que ha encontrado en la energía del poder del Presidente las garantías públicas que la monarquía ofrece al orden y a la paz, sin faltar a la naturaleza del gobierno republicano. Se atribuye a Bolívar este dicho profundo y espiritual: «Los nuevos Estados de la América antes española necesitan reyes con el nombre de presidentes»... La República no puede tener otra forma cuando sucede inmediatamente a la monarquía»261. ésta es una de las pocas veces en que aparece el Alberdi historicista, el joven de la generación romántica, el Alberdi que intenta ajustar la ley a la realidad. Algunos consideran, y creemos que con razón, que el secreto de la larga supervivencia de la Constitución dictada en 1853, estriba en esa prevalencia del poder ejecutivo que Alberdi propuso, preponderancia del presidente que le permitió gobernar a despecho del sistema de frenos, contrapesos y limitaciones copiado de la constitución norteamericana elaborada para otro pueblo, para otras circunstancias, para otra historia.


Entrando a los aspectos económicos de las ideas de Alberdi, que luego serían acogidos en líneas generales por el texto constitucional de 1853, diremos que su adhesión al liberalismo económico capitalista es total, irrestricta y extremada. Comenzando por el concepto de propiedad, él es el individualista, romano, quiritario; así expone: «Siendo el desarrollo y la explotación de los elementos de riqueza que contiene la República Argentina el principal elemento de su engrandecimiento y el aliciente más enérgico de la inmigración extranjera de que necesita, su Constitución debe reconocer entre sus grandes fines, la inviolabilidad del derecho de propiedad y la libertad completa del trabajo y de la industria»262. Propiedad inviolable pues, con función meramente individual, sin ninguna concesión a la función social. Conjuntamente con la inviolabilidad de la propiedad: «la libertad completa del trabajo» según se ha leído. Esto es, absoluta libertad de contratar la prestación de una actividad laboral, sin posibilidad de existencia de una legislación social que proteja al sector débil en la contratación, que es el estamento obrero; esta disposición adoptada por la Constitución de 1853, permitió la aparición de la cuestión social en el Río de la Plata, esto es, de la explotación del hombre por el hombre desde fines de ese siglo XIX.


Como corresponde a un liberal manchesteriano convencido, el librecambismo de Alberdi es neto: «Desmembración de un Estado marítimo y fabril, los Estados Unidos tenían la aptitud y los medios de ser una y otra cosa, y les convenía la adopción de una política destinada a proteger su industria y su marina contra la concurrencia exterior, por medio de exclusiones y tarifas. Pero nosotros no tenemos fábricas, ni marina, en cuyo obsequio debamos restringir con prohibiciones y reglamentos la industria y la marina extranjeras, que nos buscan por el vehículo del comercio»263. Que no teníamos industria ni marina corre por cuenta del tucumano; como se sabe poseíamos industria artesanal, necesitada precisamente de protección para evitar su destrucción, y para que ella se maquinizara y evolucionara hacia formas más complejas. También, como se ha visto en el capítulo anterior, poseíamos una notable marina de cabotaje, que era criterioso también proteger para que ella se convirtiese en la marina mercante internacional que reclamaba un país asomado al océano, con dilatadas costas sobre él de cuatro mil kilómetros. El subdesarrollo argentino tiene pues, en este párrafo de Alberdi, una de sus causales básicas. Pero no termina aquí el librecambismo de Alberdi, pues él se transforma en radicalizado cuando propone nada menos que suprimir las aduanas: «La aduana es la prohibición; es un impuesto que debiera borrarse de las rentas sudamericanas. Es un impuesto que gravita sobre la civilización y el progreso de estos países, cuyos elementos vienen de fuera. Se debiera ensayar su supresión absoluta por 20 años, y acudir al empréstito para llenar el déficit»264.


La falta de capitales durante la Dictadura, y después de ella –a decir verdad no fue tan absoluta, como lo afirman la mayoría de los panegiristas de la posición que tomó el autor de «Bases» al respecto– lo lleva a éste a adoptar una postura que no hesitamos en calificar de antinacional, cuando expone: «Proteged al mismo tiempo empresas particulares para la construcción de ferrocarriles. Colmadlas de ventajas, de privilegios, de todo el favor imaginable, sin deteneros en medios... ¿Son insuficientes nuestros capitales para esas empresas? Entregadlas entonces a capitales extranjeros... Rodead de inmunidad y de privilegios el tesoro extranjero para que se naturalice entre nosotros»265. No puede verse mal que los capitales extranjeros vengan a colaborar con el desarrollo del país, sometiéndose a nuestras leyes, cuyo objetivo primordial debe contemplar el logro del bien común nacional, sin excluir que esos capitales vengan a obtener ganancias, lo que resulta obvio, puesto que de lo contrario no vendrían. Pero cosa muy distinta es rodearlos de privilegios, que operan en detrimento de los propios capitales nacionales, que no los tendrían, y se encontrarán así en desigualdad de oportunidades.


Se ha visto, que Alberdi propone la supresión de las aduanas, sustituyendo su producido, que en aquel entonces era algo así como entre el ‘80 y el ‘90 por ciento de las entradas del tesoro nacional, por empréstitos que cubrirían los gruesos déficit. Sin perjuicio de tener visos de proyecto de pura fantasía, parece que al tucumano no le turbaban las gruesas cadenas con que el erario público se ataría a los prestamistas, que además, es de suponer serían mayoritariamente de origen extranjero. Es partidario también de apelar a los empréstitos con fines de progreso, y sin medir las condiciones: «El dinero es el nervio del progreso y del engrandecimiento... Sin él la República Argentina no tendrá caminos, ni puentes, ni obras nacionales, ni ejército, ni marina... Pero el medio de tenerlos en cantidad capaz de obtener el logro de esos objetos y fines... es el crédito nacional, es decir la posibilidad de obtenerlo por empréstitos garantizados con la hipoteca de todas las rentas y propiedades provinciales unidas y consolidadas a este fin»266. La garantía de ese endeudamiento constituida por «la hipoteca de todas las rentas y propiedades provinciales unidas», es decir, de todo el capital estatal nacional, fue expediente seguido al pie de la letra, especialmente con singular intensidad, a partir del ‘80, resultando de graves consecuencias para la República.


Su idea sobre la navegación de los ríos interiores, consiste en transformarlos en prolongación del océano: «Hacerlos del dominio exclusivo de nuestras banderas indigentes y pobres, es como tenerlos sin navegación. Para que ellos cumplan el destino que han recibido de Dios poblando el interior del continente, es necesario entregarlos a la ley de los mares, es decir a la libertad absoluta... Y para que sea permanente... firmad tratados perpetuos de libre navegación»267. Es decir, patrocina la más absoluta libertad de navegación, sin que ella sea limitada ni siquiera por una reglamentación elemental. Como ya se ha visto, esto fue de deletéreas consecuencias para nuestra marina de cabotaje y para nuestro destino en el mar, pues el pensamiento de Alberdi inspiró a los constituyentes de 1853.


El afán de atar a la República a tratados perpetuos con las potencias extranjeras – al fin y al cabo Alberdi fue buen sucesor mental de los que habían firmado el tratado con Inglaterra de 1825– se manifiesta en el párrafo trascripto precedentemente, pero también en secuencias como éstas: «Firmad tratados con el extranjero en que deis garantías de que sus derechos naturales de propiedad, de libertad civil, de seguridad, de adquisición y de tránsito, les serán respetados. Esos tratados serán la más bella parte de la Constitución... Para que esa rama del derecho público sea inviolable y duradera, firmad tratados por término indefinido o prolongadísimo. No temáis encadenaros al orden y a la cultura... No temáis enajenar el porvenir remoto de nuestra industria a la civilización, si hay riesgo de que la arrebaten la barbarie o la tiranía interiores. El temor a los tratados es resabio de la primera época guerrera de nuestra revolución... Los tratados de amistad y comercio son el medio honorable de colocar la civilización sudamericana bajo el protectorado de la civilización del mundo. ¿Queréis, en efecto, que nuestras constituciones y todas las garantías de industria, de propiedad y libertad civil, consagradas por ellas, vivan inviolables bajo el protectorado del cañón de todos los pueblos, sin mengua de nuestra nacionalidad? Consignad los derechos y garantías civiles, que ellas otorgan a sus habitantes en tratados de amistad, de comercio y de navegación con el extranjero»268.


Estas sorprendentes expresiones son completadas por estas otras: «Y ante los reclamos europeos por inobservancia de los tratados que firméis, no corráis a la espada ni gritéis; ¡Conquista! No va bien tanta susceptibilidad a pueblos nuevos, que para prosperar necesitan de todo el mundo. Cada edad tiene su honor peculiar. Comprendamos el que nos corresponde. Mirémonos mucho antes de desnudar la espada: no porque seamos débiles, sino porque nuestra inexperiencia y desorden normales nos dan la presunción de culpabilidad ante el mundo en nuestros conflictos externos... La victoria nos dará laureles; pero el laurel es planta estéril para América. Vale más la espiga de la paz que es de oro, no en la lengua del poeta, sino en la lengua del economista. Ha pasado la época de los héroes; entramos hoy en la del buen sentido»269.


Es que toda esta pasión por lo extranjero, en Alberdi, se entronca con su concepto de Patria, reducido a ver en ella la sede de la riqueza y de la comodidad: «Nuestros patriotas de la primera época no son los que poseen ideas más acertadas del modo de hacer prosperar esta América que con tanto acierto supieron sustraer del poder español. Las nociones del patriotismo, el artificio de una causa puramente americana de que se valieron como medio de guerra conveniente a aquel tiempo, los dominan y poseen todavía. Así hemos visto a Bolívar hasta 1826 provocar ligas para contener a Europa, que nada pretendía, y del general San Martín aplaudir en 1844 la resistencia de Rosas a reclamaciones accidentales de algunos Estados europeos... La gloria militar que absorbió sus vidas, los preocupa todavía más que el progreso. Sin embargo, a la necesidad de gloria ha sucedido la necesidad de provecho y de comodidad...»270. La hora de San Martín, Bolívar y Rosas había pasado, habían llegado los tiempos de Wheelwright, Baring, el barón de Mauá.





Los ideales de Sarmiento


En muy buena medida, la posición mental de Sarmiento frente a los distintos tópicos que hemos tocado, coincidía con las de Echeverría y Alberdi. Las diferencias son sólo de matices. Desde este punto de vista bien puede decirse que el sanjuanino integró la generación de 1837, y si no frecuentó el Salón Literario fue por no estar en Buenos Aires, aunque mantuvo correspondencia con algunos de sus concurrentes más conspicuos. Su consustanciado con las apreciaciones de Alberdi en «Bases», queda revelada por la carta que le envía a éste, al recibir un ejemplar de la obra que en su segunda edición iba acompañada por un proyecto de constitución: «Su constitución es un monumento. Ud. halla que es la realización de las ideas de que me he constituido Apóstol. Sea, pero es Ud. el legislador del buen sentido bajo la forma de la ciencia»271.


La misma concepción iluminista del derecho surge de la admiración de Sarmiento por el proyecto constitucional alberdiano. El mismo concepto del «gobernar es poblar», pero no con hombres meridionales de Europa, sino con habitantes del norte de este continente: la inmigración de vascos, italianos y franceses, era trabajadora, pero ignorante. En cambio a Estados Unidos iban habitantes del norte europeo, llenos de ilustración y ciencia 272. Se queja de los inmigrantes, en su mayoría italianos, que llegan en 1887: «Lo más atrasado de Europa... Parece que huyeran de la luz que en sus países respectivos brilla desde que llegan a su aldea los rayos de la mayor cultura»273. Su desdén se magnifica con la posibilidad de inmigración de rusos residentes en Alemania: «estarían prontos a embarcarse con destino a estas playas cantidad considerable de estos bípedos... Razas que están más abajo de los pueblos más atrasados del mundo»274. O con los inmigrantes irlandeses a los que califica de «chusmas irlandesas organizadas por sus curas» que en Estados Unidos habían sido derrotadas en elecciones en el Estado de Nueva York, por «el pueblo decente»275.


En «Argirópolis», libro editado en 1850, como Alberdi, se muestra partidario del federalismo, ante la evidencia de que hacia esa fecha ya era indiscutible que esa sería la forma de gobierno definitiva de la Confederación. En aspecto tan crucial para una democracia como el tipo de sufragio a adoptar, acompaña a Echeverría y a Alberdi en sus decididas convicciones por el sufragio calificado, expresando en 1844: «Pero creemos también que el ejercicio de la soberanía popular, esto es, la libre expresión de la voluntad nacional, en la acepción genuina del dogma, traería por consecuencia la elevación de un caudillo popular que representase en todos sus instintos y creencias a la mayoría numérica, en despecho de la minoría ilustrada que desea y siente otra cosa que aquella y a quien incumbe hoy el gobierno de la República. Esto es lo que ha sucedido en la República Argentina»276; «No queremos exigir a la democracia nuestra, más igualdad que la que consienten las diferencias de razas y posiciones; pero para disimular nuestras simpatías por los ojos azules, no hay necesidad de desquiciar a un gobierno, poniéndole un juez sobre el Ejecutivo, y sometiéndole el orden militar»277. Proclama enfáticamente: «Cuando decimos el pueblo, entendemos los ciudadanos notables, activos, inteligentes, la misma clase gobernante desde 1810 hasta 1831, de 1851 hasta el presente»278. En carta a Miguel Cané, probablemente de 1882, se muestra como racista: «En toda América española las razas indígenas han impreso a los hechos su ineptitud política y creado los gobiernos que Ud. Ve... Conclusiones: Buenos Aires con la inmigración infunde sangre europea blanca a la masa electoral; y llegaremos a cambiar la balanza; desde que tengamos ciudadanos blancos votando en mayor número»279. ¿Qué sufragio universal podía sostener quien en época de Pavón deseaba a Mitre «la gloria de establecer en toda la república el predominio de la clase culta, anulando el levantamiento de masas»?280.


En los hechos, en 1857, apela al fraude en las elecciones Buenos Aires entre «pandilleros», fracción que él integraba, y «chupandinos», según él mismo relata: «Nuestra base de operaciones ha consistido en la audacia y el terror, que empleados hábilmente, han dado este resultado admirable e inesperado... establecimos en varios puntos depósitos de armas y municiones, pusimos en cada parroquia cantones con gente armada, encarcelamos como unos veinte extranjeros complicados en una supuesta conspiración; algunas bandas de soldados armados recorrían de noche las calles de la ciudad, acuchillando y persiguiendo a los mazorqueros (así denomina a los opositores); en fin, fue tal el terror que sembramos entre toda esta gente, con estos y otros medios, que el día 29 triunfamos sin oposición... El miedo es una enfermedad endémica en este pueblo: ésta es la gran palanca con que siempre se gobernará a los porteños; manejada hábilmente, producirá infaliblemente los mejores resultados»281. Es que para Sarmiento «...una constitución no es la regla de conducta pública para todos los hombres. La constitución de las masas populares son las leyes ordinarias, los jueces que las aplican y la policía de seguridad. Son las clases educadas las que necesitan una constitución que asegure las libertades de acción y de pensamiento: la prensa, la tribuna, la propiedad, etc.»282.


El fuerte de Sarmiento no fue la economía, pero buena parte de sus escritos los destinó a temas vinculados con ella. Se muestra casi siempre como fiel admirador del programa de «Bases», y por ende, liberal convencido. En materia comercial, opina por la inserción argentina en el esquema internacional de la división del trabajo que nos deparaba Europa: «Los hombres vivirán en Europa, y la América meridional se destina a estancia para criarles el ganado que por falta de espacio no pueden criar allá»283. En Europa conoció a Cobden, prosélito de Adam Smith y campeón del librecambio universal, que de paso beneficiaba a las potencias industrializadas como su patria británica. Sarmiento lo admiró y aprendió de él que «la protección a las industrias nacionales (era) un medio inocente de robar dinero al vuelo, arruinando al consumidor y dejando en la calle al fabricante protegido»284. Antes de conocer a Cobden, en Chile, hacia 1842, había tenido pujos proteccionistas como lo revelan algunos de sus escritos de esa época y lugar, reconociendo que «La protección prestada en Chile hace muchos años, con los fuertes derechos de internación a los fabricantes de muebles, ha facilitado la formación de capitales»285. Pero luego de su primer viaje a Europa, se transformó en un librecambista consecuente, y entonces su adhesión a la doctrina del Estado gendarme es notoria: «Hace tiempo que los economistas están convencidos de que la acción de la ley en materia de industria, debe detenerse allí donde la acción industrial comienza. Dénos el gobierno tranquilidad interior y paz exterior, y seguridad de que no serán perturbadas: dénos seguridad de la propiedad, libertad de acción, y si se quiere correos, caminos, canales, puertos... y deje al capital la incumbencia de discernir qué es lo que más le conviene para multiplicarse... pero pretender abrirle caminitos artificiales, fraguando industrias lucrativas con la prima de derechos protectores, esto es, con imponer al país consumidor una contribución por la cual se le obliga a pagar más caro lo que habría comprado más barato, es un medio de producir riqueza que a la corta o a la larga se paga caro»286.


La misma postura de Alberdi ante los empréstitos externos y el endeudamiento consiguiente con los círculos financieros internacionales, hallamos en Sarmiento. No teme que el país se hipoteque: «Nuestras lanas y peleterías, nuestras harinas y nuestro maíz responden por las deudas contraídas de unos pobres millones de libras esterlinas. Hemos dado en la conquista de la pampa una nueva hipoteca y en los cereales, que ya figuran al lado de los Estados Unidos, una muestra del uso que hicimos de los capitales prestados»287, escribe eufórico en «El Nacional» del 25 de abril de 1879. «Nuestros enormes empréstitos llaman la atención y el mundo empieza a fijarse en nosotros»288, diría siendo presidente. Pero Sarmiento haría mucho más que Alberdi por la política del empréstito externo. Durante su presidencia contrajo el tercer gran empréstito con la banca inglesa por 30 millones de pesos, aunque el gobierno sólo recibió cerca de 26 millones. Ellos se invirtieron «en el fausto y listas civiles y militares de la administración, en las dos guerras de Entre Ríos con López Jordán, en las que se gastó más que en la del Paraguay, y por último en el muy célebre ferrocarril de Córdoba a Tucumán», según José María Zuviría289. Esto es, el empréstito se dilapidó en contentar a la burocracia y guerrear contra la «barbarie». Lo único útil que se hizo fue construir el ferrocarril a Tucumán, no obstante lo cual este empréstito se denominó «de obras públicas».


También como Alberdi, en «Argirópolis», es partidario de la libertad de navegación de los ríos interiores. Y como Alberdi, aparente prosélito del romanticismo en boga, reniega de España y de nuestros orígenes hispánicos. De la primera potencia mundial en el siglo XVI y parte del XVII, escribe: «La historia de España nos es hoy indiferente, ni por su aislamiento peninsular, serviría de núcleo a los hechos culminantes del continente europeo. La historia de Francia, por otra parte, es siempre materia de estudio necesario»290. De la autora del Siglo de Oro, sentencia: «son como... como nosotros, atrasados, sin ciencia y sin artes»291; «El castellano es hoy una barrera insuperable a la transmisión de las luces para los pueblos que lo hablan, y la América del Sur permanecerá en perdurable atraso si los hombres inteligentes no tientan un supremo esfuerzo para romper el atraso»292. De la gran civilizadora de América especifica haciendo gala de su proverbial pedantería: «Agradezco a V.E. los conceptos favorables con que en ella recuerda mis esfuerzos por difundir la educación. Por ellos es la primera vez que constará en un documento público que ha habido en la América del Sur un «pioneer» que ha estado señalando por treinta años el camino y el medio de colmar el deplorable vacío del sistema colonial, que condenó a la barbarie a los descendientes de europeos en América»293. De la admirable instauradora en América de un régimen institucional de gobierno equilibrado y eficaz, opina: «¿A qué raza pertenecemos? A la que perdió hace cuatro siglos hasta la memoria de toda forma de gobierno, si no es el capricho del rey». Agrega que a España «le faltan tradiciones» 294. De la patria de Vitoria, Suárez, Soto, Covarrubias, Mariana, etc., señala: «Tengo que luchar con la raza española tan incapaz de comprender el gobierno libre, crearlo y sostenerlo, aquí como en España»295. De la incorporación de América al mundo occidental y su egregia cultura, que fue el mérito de España, opinaba que era una «herencia de atraso»296, por lo que estamos «llenos de vicios, de preocupaciones, de indolencias, educados para el despotismo, la inacción y el retroceso»297. ¿A qué seguir? Su homérico desprecio por España contrasta con una admiración sin límites por Inglaterra: «...la poderosa Albión, la enérgica raza inglesa, cuya misión parece ser someter el mundo bárbaro de Asia, áfrica y de los nuevos continentes e islas al influjo del comercio, e improvisar naciones que trasplantan el Hábeas Corpus, la libertad sin tumulto, la máquina y la industria, bienvenida fue siempre y bien empleados serán sus capitales en las grandes empresas que completan nuestra existencia como nación civilizada»298. Esto era fundamentalmente producto del racismo del sanjuanino, de raíz spenceriana y darwinista, que le hizo escribir en 1844: «las razas fuertes exterminan a las débiles, los pueblos civilizados suplantan en la posesión de la tierra a los salvajes. Esto es providencial y útil, sublime y grande»299. Con estos criterios no es raro que escriba en el periódico «El Progreso», el 28 de noviembre de 1842: «La Inglaterra se estaciona en las Malvinas. Seamos francos: esta invasión es útil a la civilización y al progreso»300. Más adelante será admirador de Estados Unidos, al que visita durante la presidencia de Mitre; más tarde de la Alemania de Bismarck en lucha con Francia. Pero su tierra y el habitante de su tierra, los valores de la cultura a la que pertenecía, solo le infunden desprecio.


Hay en Sarmiento una idea fuerza –que en realidad no es propia, sino tomada, según Suárez, de Juan Cruz Varela301, y según Gálvez, de Arsenio Isabelle– volcada en su obra «Viaje a Buenos Aires y Porto Alegre»302: la contraposición entre civilización y barbarie. «Facundo», escrito en 1845, lleva la dicotomía como subtítulo, que en labios de Sarmiento será un verdadero grito de guerra. Allí, presenta sus apreciaciones sobre la civilización y a la barbarie en el Plata: «El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida civilizada tal como la conocemos en todas partes; allí están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular, etc. Saliendo del recinto de la ciudad todo cambia de aspecto: el hombre de campo lleva otro traje, que llamaré americano por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos, sus necesidades peculiares y limitadas; parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños uno de otro. Aún hay más: el hombre de la campaña, lejos de aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el frac, la capa, la silla, ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña. Todo lo que hay de civilizado en la ciudad está bloqueado por allí, proscripto afuera, y el que osare mostrarse con levita, por ejemplo, y montado en silla inglesa, atraería sobre sí las burlas y las agresiones brutales de los campesinos»303. Sarmiento contrapone pues, el estado social de la ciudad, especialmente de Buenos Aires, como sede de la civilización, del progreso, de las formas europeas de vida, con la situación de la campaña, ámbito de la barbarie, del atraso, de las formas vernáculas de supervivencia. El hombre de frac de la ciudad adherido a los usos importados, y el gaucho de chiripá, habitante de la pampa, con su índole y sus costumbres tradicionales. El primero es un arquetipo; el segundo símbolo de todo lo deleznable y que por tanto debe superarse imitando al ciudadano.


En realidad, la palabra barbarie proviene de bárbaro, el que vivía fuera de las fronteras del Imperio romano, el extranjero; y entre nosotros, en la campaña, supervivía lo más auténtico de nuestra cultura hispanoamericana. Por el contrario, en determinados estratos sociales de la ciudad, especialmente en Buenos Aires, se encontraba lo más desarraigado y extranjero de nuestras realidades humanas. En cuanto al estado de salvajismo de los habitantes de las pampas y demás zonas rurales del país, usando la palabra barbarie como sinónimo de fiereza o crueldad, esto es una impostura de Sarmiento, que conocía esas realidades. Uno de quienes ha puesto mejor las cosas en su lugar, ha sido Pedro de Paoli, que manifiesta: «La campaña argentina era primitiva, pero no bárbara. Sarmiento, con esa falta de respeto por el verdadero sentido de las palabras, por falta de conocimiento, y a veces de intento, confunde en su libro primitivismo con barbarie... El rancho del gaucho era poco confortable, pero se parecía más a la choza de Moisés que a la tienda de Alarico. El gaucho conservaba el apellido paterno, los sentimientos católicos de sus antepasados, las costumbres hispánicas que le eran ancestrales: tenía el culto de la hospitalidad; la hidalguía de su estirpe peninsular que llevaba en la sangre; la nobleza de los sentimientos caballerescos más elevados, y un gran don de gente. Todos los viajeros ingleses, personas cultas que han descripto fidedignamente nuestra campaña de aquella época, como Head, Robertson, Guillispe, King, Darwin, etc., están contestes en que los gauchos eran hombres de vida primitiva por lo simple, pero que eran civilizados, hospitalarios, dignísimos, honrados y caballerescos. Es que tenían el don de gente de sus antepasados, los viejos hidalgos españoles, como que descendían directamente de los conquistadores, y en la mayoría de los casos, en la provincia de Buenos Aires, sur de Santa Fe y sur de Córdoba, sin mezcla indígena... Belgrano, Güemes y San Martín se sirvieron de los gauchos para darnos patria y libertad. Muy desdoroso sería para nosotros, como argentinos deber esa patria y esa libertad a bárbaros»304. La contraposición de la civilización con la barbarie fue en Sarmiento una idea obsesiva, pero además, se ha dicho, un grito de guerra. Luego de la caída de Rosas, especialmente después de Pavón, el gauchaje quedó inerme, situación aprovechada por el sanjuanino para predicar, y en alguna medida concretar, la destrucción del paisanaje por la clase culta, como veremos más adelante.