San Martín y la soberanía nacional
San Martín ante la amenaza de las primeras potencias europeas
 
 
Custodio de la soberanía nacional


Fue providencial el surgimiento de un gobierno fuerte que galvanizara el espíritu, las energías y los recursos de la Patria en aquel momento histórico. Las ricas posibilidades del espacio platense ya habían despertado las codicias de Portugal y de Inglaterra durante el lapso de la dominación española. Aquélla, con su constante avance sordo y solapado en el área de frontera producto de la habilidad de una diestra diplomacia. Esta, había jugado su gran carta en las jornadas de 1806 y 1807. Perdidosa, había decidido lograr mediante pacientes ardides especulativos el control comercial de la zona, que era lo que capitalmente le interesaba, mientras en 1833 se apoderaba por la vía violenta de nuestras Malvinas, de singular importancia estratégica.

Además de Brasil, heredero de los objetivos y procedimientos portugueses, en 1838 una nueva interesada en la penetración se agregaría a las anteriores: Francia. Debilitada luego del descalabro napoleónico, buscaba reconstruir su destino imperial y por esa época iba asentando su dominación colonial en Argelia. Ahora exploraría posibilidades en Méjico y entre nosotros.

Argumentando nimias cuestiones de ciudadanos franceses presuntamente ofendidos por su incorporación a la milicia o por arrestos que se consideraban arbitrarios, tentó fortuna hegemónica mediante intimaciones insolentes, captura de nuestra flotilla de guerra, ocupación de zonas vitales, bloqueo comercial. Muchos argentinos se equivocaron en tales circunstancias, algunos incluso pensando que Francia cumplía un deber humanitario y civilizador interviniendo en el Plata para contribuir a crear dificultades al gobierno de la Dictadura.

San Martín, desde Europa, seguía atentamente las vicisitudes políticas de la Patria distante. Lejos de desentenderse en un cómodo exilio de la problemática nacional, siguió los acontecimientos platenses con mirada de águila y corazón solícito, fiel al papel de custodio de la soberanía patria que la Providencia le había señalado en los designios que lo habían llevado a ser Padre de la Argentinidad.

Fueron precisamente esos ojos de Padre siempre atentos al peligro, los que supieron ver el riesgo a que estaba sometida la Nación entre el embrollo de los sucesos y la faramalla retórica que pretendió justificarlos. Y el carisma paternal que lo distinguió le permitió no errar cuando tanto personaje ilustre erró. Prestamente su pluma, el 5 de agosto de 1838, se dirige por primera vez al jefe de la Confederación Argentina ofreciendo sus servicios militares para el caso de que el conflicto rematara en una guerra. Su proverbial modestia se pone una vez más de manifiesto, pues brinda colaboración “en cualquier clase que se me destine”. 36 Otra vez desde Grand Bourg a siete leguas de París, repárese que el Libertador escribía estas cosas desde la propia Francia, en carta a Rosas del 10 de julio de 1839, califica a la actitud de este país en el Plata como no perteneciente “a un gobierno fuerte y civilizado”, afirmando que “esta conducta puede atribuirse a un orgullo nacional, cuando puede ejercerse impunemente contra un Estado débil o a la falta de experiencia en el gobierno representativo y a la ligereza proverbial de esta Nación”. Y haciendo referencia a los connacionales que por uno u otro motivo habían acompañado con la pluma, con las armas o con la conspiración a la agresión extranjera, estampó este juicio lapidario: “pero lo que no puedo concebir es el que haya americanos que por un indigno espíritu de partido se unan al extranjero para humillar a su patria y reducirla a una condición peor que la que sufríamos en tiempo de la dominación española; una tal felonía ni el sepulcro la puede hacer desaparecer”. 37

Merced al Tratado Mackau-Arana de octubre de 1840, la Confederación Argentina pudo salir con honor de esta conyuntura histórica. Pero en 1845 se le plantearía una nueva dificultad, esta vez mucho más grave que la anterior. Ahora el entredicho fue provocado por la misma Francia, acompañada nada menos que por Inglaterra. La Confederación Argentina, que había sido agredida por fuerzas orientales al mando de Fructuoso Rivera aliado a argentinos unitarios, ejercía sus naturales derechos de represalia coaligada a su vez con el presidente constitucional de la Banda Oriental, Manuel Oribe Este sitiaba desde 1843 a Montevideo apoyado por nuestro gobierno. La plaza no caía por la subrepticia ayuda que recibía de agentes internacionales brasileños, franceses e ingleses. Cuando en 1845 la caída sé hizo inminente, aparecieron en el Plata representantes diplomáticos de Francia e Inglaterra exigiendo a nuestro gobierno privar de toda ayuda a Oribe y levantar el bloqueo marítimo a Montevideo que nuestra escuadra sostenía al mando del ínclito almirante Brown. Además nos conminaban a conceder la libre navegación de nuestros ríos interiores para barcos de todas las banderas, principio que las potencias requirentes no reconocían en cuanto a sus propias corrientes fluviales y que no era norma de derecho de gentes aceptada por entonces.

Como nuestro gobierno rechazara tan extemporáneas e injustas exigencias, las dos primeras potencias del orbe se entregaron a actos de violencia tales como el apresamiento de nuestra flota, ocupación de la isla de Martín García, bloqueo de los puertos argentinos, saqueo de pueblos indefensos, incendio de otros y el intento de abrir a cañonazos la navegación del Río Paraná para sus escuadras de guerra y flotas mercantes. Este último exabrupto dio origen a una heroica resistencia por parte de pueblo y ejército argentinos, de la que los combates de la Vuelta de Obligado y el Quebracho son las expresiones más destacadas de lo que puede i un pueblo celoso de su dignidad.

San Martín no asistió silencioso a esta nueva gesta de sus compatriotas. Era hombre ya de sesenta y siete años, y su pluma es la misma enardecida de sus años mozos cuando le escribe al amigo entrañable, Tomás Guido, el 20 de octubre de 1845: “Es inconcebible que las dos más grandes Naciones del Universo se hayan unido para cometer la mayor y más injusta agresión que puede cometerse contra un Estado Independiente; no hay más que leer el manifiesto hecho por los enviados inglés y francés para convencer al más parcial la atroz injusticia con que han procedido, i La humanidad! y se atreven a invocarla los que han permitido por el espacio de cuatro años derramar la sangre y cuando ya la guerra había cesado por falta de enemigos se interponen no ya para evitar males sino para prolongarlos por tiempo indefinido”. 38 En enero de 1846, en carta a Rosas, se lamenta de que la salud deteriorada no le permita ofrecerle su espada en la nueva contingencia guerrera; y al enterarse de la notable defensa argentina en la Vuelta de Obligado, le escribe así en marzo de 1846: “Ya sabía la acción de Obligado, los interventores habrán visto lo que son los argentinos. A tal proceder no nos queda otro partido que cumplir con el deber de hombres libres sea cual fuere la suerte que nos depare el destino, que por mi íntima convicción, no sería un momento dudoso en nuestro favor si todos los argentinos se persuadiesen del deshonor que recaerá sobre nuestra patria si las naciones europeas triunfan en esta contienda que, en mi opinión, es de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de la España. Convencido de esta verdad, crea usted, mi buen amigo, que nunca me ha sido tan sensible que el estado precario de mi salud me prive en estas circunstancias de ofrecer a mi patria mis servicios para demostrar a nuestros compatriotas que ella tiene aún un viejo servidor cuando se trata de resistir a la agresión más injusta de que haya habido ejemplo”. 39 En estos párrafos no es lo más notable nos parece, el orgullo del Padre por su pueblo o ¡a nueva muestra de la proverbial decisión del invicto general o la tristeza que muestra por no poder acudir al teatro de los sucesos a teñir su espada con la sangre agresora. Impacta la lucidez política de San Martín que señala la gesta emprendida por nuestro pueblo “de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de la España”. Es que aquella resistencia de acero habría de convencer definitivamente a las potencias dispuestas incluso a desmembrarnos según hoy se ha aclarado, que en nuestra área existía una comunidad señora de sus destinos, que nada ni nadie, ni aún los dos más poderosos imperios del universo, podrían sojuzgar. San Martín lo diría en la carta del 10 de Mayo de 1846 con su estilo simple y llano, proclive a ocurrencias como ésta: “los interventores habrán visto que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que el de abrir la boca”. 40

El Libertador aprovecharía estas contingencias para sembrar las ideas de hispanoamericanismo en las mentes de los hijos de estas regiones objeto de codicias inconfesables. Al chileno Manuel Tocornal le escribe en estos términos el 13 de abril de 1846: “Me dice usted que la escandalosa, y yo la infame e injustísima intervención de la Francia e Inglaterra en los negocios interiores del Río de la Plata, debería servir de estímulo a sus compatriotas para no desunirse del camino que han seguido anteriormente: tiene usted mil razones. El ejemplo dado por estas dos potencias debe alarmar, y con justicia, a los nuevos Estados americanos y tratar de poner un término a toda disensión si es que quieren ser respetados”. 41 Y como no puede prestar otra colaboración que la de su pluma patriota, el ilustre sexagenario dirigiríase a personajes influyentes en los altos círculos políticos europeos involucrados en la cuestión del Plata, previniéndoles respecto de las graves dificultades que dichas potencias habrían de arrostrar para salir con éxito de las injustas circunstancias por ellas provocadas. Así, Jorge Federico Dickson, residente en Londres, recibiría conceptos de San Martín que transmitiría al canciller inglés Lord Aberdeen y que fueron publicados en el diario londinense “Morning Chronicle” el 12 de febrero de 1846. Reproducimos lo más sustancial de esta nota del 28 de diciembre de 1845: “Bien sabido es la firmeza de carácter del jefe que preside a la República Argentina: nadie ignora el ascendiente que posee en la vasta campaña de Buenos Aires y resto de las demás provincias interiores; y aunque no dudo que en la capital tenga un número de enemigos personales, estoy convencido, que bien sea por orgullo nacional, temor, o bien por la prevención heredada de los españoles contra el extranjero; ello es que la totalidad se le unirán y tomarán una parte activa en la contienda. Por otra parte, es menester conocer (como la experiencia lo tiene ya mostrado) que el bloqueo que se ha declarado no tiene en las nuevas repúblicas de América (y sobre todo en la Argentina) la misma influencia que lo sería en Europa; éste solo afectará un corto número de propietarios, pero la masa del pueblo que no conoce las necesidades de estos países, le será bien indiferente su continuación. Si las dos potencias en cuestión quieren llevar más adelante sus hostilidades, es decir, declarar la guerra, yo no dudo que con más o menos pérdidas de hombres y gastos, se apoderen de Buenos Aires (sin embargo que la toma de una ciudad decidida a defenderse, es una de las operaciones más difíciles de la guerra), pero aún en este caso estoy convencido, que no podrían sostenerse por largo tiempo en la capital... Tratar de hacer la guerra con los hijos del país estoy persuadido será muy corto el número de los que quieran enrolarse con los extranjeros, en conclusión, con siete u ocho mil hombres de caballería del país y 25 y 30 piezas de artillería volante, fuerza que con gran facilidad puede mantener el general Rosas, son suficientes para tener en un cerrado bloqueo terrestre a Buenos Aires, sino también para impedir que un ejército europeo de 20.000 hombres salga a más de treinta leguas de la capital, sin exponerse a una ruina completa por falta de recursos”. 42

Así como estas opiniones de San Martín ejercerían influencia en las esferas del gobierno británico a los fines de la revisión de las actitudes tomadas en el Plata, una carta enviada por el Libertador el 23 de diciembre de 1849 al Ministro de Obras Públicas de Francia, Bineau, con conceptos similares a los vertidos en la misiva a Dickson, incidirían en las determinaciones del gobierno galo. En efecto, esta carta, que según el Libertador era escrita desde la cama “en que me hallo rendido por crueles padecimientos que me impiden tratar con toda la atención que habría querido un asunto tan serio y tan grave”, 43 fue leída en plena asamblea legislativa francesa por el Ministro de Justicia de esa nación, Rouher, quien buscaba argumentos fundados en sólidos criterios para lograr un arreglo decoroso con la Confederación Argentina. Es el mismo Rouher quien conjuntamente con el precitado Bineau y otro ministro francés, el general de la Hitte, había i mantenido largos cambios de pareceres con San Martín en la casa de la señora de Aguado en París respecto del conflicto en el Plata. En esas circunstancias nuestro héroe había sembrado buenas razones que contribuyeron a la celebración del Tratado Arana-Lepredour que terminó ese conflicto respecto de Francia, como el tratado Southern-Arana lo finiquitó con Inglaterra. Ambos documentos significaron un triunfo completo de la Confederación Argentina respecto de sus agresoras, y en ambos casos la mano y la mente del Padre de la Patria estuvieron presentes para el logro de esos resultados.

Pero volvamos unos meses atrás. Al conocer el levantamiento de los bloqueos con que Francia e Inglaterra nos hostilizaban, el Libertador exultaría de gozo en una carta que dirigiera a Rosas el 2 de noviembre de 1848 y en la que expresa: “Así es que he tenido una verdadera satisfacción al saber el levantamiento del injusto bloqueo con que nos hostilizaban las dos primeras naciones de Europa; esta satisfacción es tanto más completa cuanto el honor del país no ha tenido nada que sufrir, y por el contrario presenta a todos los nuevos estados Americanos un modelo que seguir. No vaya a creer por lo que dejo expuesto, el que jamás he dudado que nuestra patria tuviese que avergonzarse de ninguna concesión humillante presidiendo usted a sus destinos... Por tales acontecimientos reciba usted y nuestra patria mis más sinceras enhorabuenas”. 44

Y al contestarle, en marzo de 1849, Rosas no hace sino poner las cosas en su lugar, expresándole: “Nada he tenido más a pecho en este grave y delicado asunto de la intervención, que salvar el honor y dignidad de las Repúblicas del Plata, y cuanto más fuertes eran los enemigos que se presentaban a combatirlas, mayor ha sido mi decisión y constancia para preservar ilesos aquellos queridos ídolos de todo americano. Usted nos ha dejado el ejemplo de lo que vale esa decisión y no he hecho más que imitarlo”. 45 En efecto, la Confederación Argentina, su pueblo y su gobierno, no habían hecho otra cosa que seguir el camino de autodeterminación soberana y decoro nacional que el Padre de la Patria les había señalado durante los años en que vimos la luz merced a su tesón heroico.

Hasta en la redacción de su testamento quiso el Libertador dejar constancia de su permanente preocupación por la causa de la soberanía argentina premiando con el legado de su sable precisamente a quien, según su juicio, la había preservado incólume. He aquí la cláusula tercera de su última voluntad: “El sable que me acompañó en toda la Guerra de la Independencia de la América del Sud, le será entregado al General de la República Argentina don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha mantenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”. 46

Tres meses antes de morir, esto es, el 6 de mayo de 1850, San Martín dictaba la que creemos fue su postrer carta, dirigida al jefe de la Confederación Argentina. Son palabras de un hombre feliz, que se siente realizado. Había sido progenitor de un Estado soberano que como tal vio nacer, protegió en los años duros de la infancia y contribuyó a encaminar en la adolescencia tormentosa. He aquí esos términos: “como argentino me llena de un verdadero orgullo, al ver la prosperidad, la paz interior, el orden y el honor restablecidos en nuestra querida patria; y todos estos progresos, efectuados en medio de circunstancias tan difíciles, en que pocos Estados se habrán hallado. Por tantos bienes realizados, yo felicito a usted muy sinceramente, como igualmente a toda la Confederación Argentina”. 47

El 17 de agosto de ese mismo año el Libertador cerraba sus ojos para siempre con la tranquilidad de la misión cumplida. En la alternativa de ser lo que uno debe ser o no ser nada, el había elegido ser lo que debía ser, costara lo que costara. Aceptó ser padre de la Patria. Y los frutos podían verse: la Confederación Argentina estaba viva, próspera, pacificada, ordenada y respetada.