San Martín y la soberanía nacional
San Martín en la hora de la declaración de la Independencia
 
 
Padre de la Patria


La época del arribo de nuestro Libertador a Buenos Aires, es tiempo de retroceso revolucionario. La firma del acuerdo con el Virrey Elío reconociéndole autoridad sobre la Banda Oriental y pueblos de Entre Ríos. Absurdos manejos de campanario en el uso del poder en favor de grupos que jugaban la carta de la cerrada prevalencia de Buenos Aires sobre los intereses generales. Vacilaciones frente al enigma de los objetivos revolucionarios de las que son consecuencia las órdenes a Belgrano de guardar su bandera y de retroceder hasta Córdoba con el Ejército del Norte. Una siembra de terror inútil adobada con iniciativas administrativas que debían ceder en ese momento a la inteligente política de ganar voluntades, unir corazones, preparar ejércitos, clarificar fines emancipadores, asegurar territorios para la empresa nacional a. fundar. Prioridades todas que atendieron más eficientemente en otras latitudes grupos humanos más aptos que los nuestros.

San Martín fue una excepción en el Río de la Plata. Comprendió inmediatamente de pisar tierra el valor de dos temas de urgente y preferente tratamiento: señalar como designio primordial de la revolución el logro de la independencia y formar soldados para asegurar el éxito de esta meta. Ganar voluntades, unir corazones, asegurar territorios heredados, manejar resortes económicos-financieros, sería una consecuencia de aquello. Por ello, finalidades como resolver los pleitos de la prevalencia doméstica o encarar reformas administrativas brillantes debían en ese momento sacrificarse a las metas insoslayables del momento.

El 8 de octubre de 1812, San Martín, por única vez en su vida, contribuyó a derrocar un gobierno, ese régimen inepto que había comprometido peligrosamente el proceso revolucionario con devaneos y timideces.

Hombre de acción, nuestro prócer encaró el tema de la independencia mediante la fundación, con otros compañeros, de la Logia Lautaro, tendiente a orquestar las voluntades dispersas para ponerlas al servicio de ese gran designio. En cuanto a la formación de soldados, convencido como estaba de que era la hora de la espada y no la de los planteos ideológicos estériles, pasó toda su estancia en América en esa magna tarea, sacando de la nada el Regimiento de Granaderos a Caballo y el Ejército de Los Andes, artífices que hicieron realidad lo que la voluntad rioplatense había decidido bajo esa misma conducción: ser libres. Dentro de la Logia hubo de chocar con su compañero de viaje y camarada de armas, Carlos María de Alvear. Cedió éste frente a las sugerencias británicas y avalares de la situación europea que volvía a los cauces del absolutismo ante el hundimiento del proyecto napoleónico, e inclinó el parecer de la poderosa logia a una postergación de la anhelada emancipación, perdiéndose en imposibles proyectos de autonomías con príncipes que aceptasen una constitución liberal cuando no en solicitudes de protectorados o dominaciones inconfesables. San Martín, fiel a su constante convicción, según dijera textualmente, de que “Las divisiones nos arrastran al sepulcro”, 1 decide alejarse de Buenos Aires e ir a buscar la Patria en sus entrañas, disconforme seguramente con el aplazamiento pero nada dispuesto a provocar la menor fisura. En Yatasto se abraza con otro misionero de la independencia nacional, Manuel Belgrano, quien le cede la jefatura del Ejército del Norte sin una protesta. Es hora de caballeros dispuestos a renunciar a todo, vida, haberes, fama, ego, en demanda del alumbramiento de la Nación. Y en tanto se convence que la Patria no haría camino por el Norte, y mientras alienta la guerra gaucha que Güemes transformaría en antemural a la penetración realista en esa zona, su espíritu se consustancia con ese pueblo generoso y sacrificado, con esos hijos de la tierra humildes pero nobles, de tez morena pero de alma luminosa, iletrados quizás pero con la sabiduría de la tradición cultural recibida. En su epistolario la pluma de San Martín llena de elogios a esta raza viril y desinteresada. Ella le confirma en su íntima decisión de prohijar el nacimiento de un Estado libre y soberano. Y cuando se establece en Mendoza con motivo de su designación como gobernador de Cuyo, queda prendado de sus pobladores, a tal punto que determina afincarse allí cumplida su misión patriótica, atraído, según explica, “por el buen carácter de sus habitantes”. 2

Su paso por Cuyo es impresionante. Gobierna, según Encina, despojándose de sus simpatías doctrinarias o sentimentales para tornarse cuyano y solo cuyano. Trabaja como un galeote en la formación del ejército en medio de circunstancias personales acuciantes. Sabido es que padece no una sino varias dolencias; reuma, asma y probablemente una úlcera atormentan su vida, que prolongó hasta la vejez sólo debido a su espartana austeridad y sanos hábitos. Ha traído a su lado en Mendoza a María de los Remedios, de delicada salud. La frágil esposa es otro motivo de seria preocupación, como lo es su pobreza, a pesar de lo cual dona la mitad de sus sueldos al Estado y desecha un ascenso a coronel mayor pues manifiesta a Godoy Cruz que “si queremos salvarnos es preciso (hacer) grandes sacrificios”. 3 Semejante abnegación lleva a su médico personal, el Dr. Juan Isidoro Zapata, a encarecer en una nota dirigida a Guido: “ Empeñe Ud. toda su amistad para que este hombre todo del público se acuerde alguna vez de sí mismo, y que dejando de existir no servirá a esa Patria para quien debía vivir, y por quien él se hace inaccesible al consejo”. 4

La situación política se ensombrece. A fines de 1814, luego de Rancagua, se pierde Chile para la causa de la emancipación. Han caído también Méjico, Caracas y Bogotá. En noviembre de 1815 el Ejército del Norte, al mando ahora de Rondeau, es deshecho en Sipe-Sipe con lo que el Alto Perú capitula al parecer definitivamente. La llama de la revolución sólo queda ardiendo en la jurisdicción de Buenos Aires empeñada en una agotadora lucha intestina con la Banda Oriental y el Litoral artiguistas. El panorama europeo completa la tétrica situación. Ya se ha consumado la Santa Alianza dispuesta a consolidar la monarquía absolutista, y por ende a apoyar a Fernando VII, quien lejos de haber retornado como un padre agradecido a los fíeles súbditos que buscaron su restauración enfrentando la soberbia bonapartista, adopta posturas torpes de autócrata intratable. Para el Río de la Plata prepara una gruesa expedición dispuesta a retrotraer las cosas a 1808, como si nada hubiera ocurrido luego.

Meditemos un instante acerca de los efectos que en el alma del gobernador de Cuyo produjeron todos estos hechos. Y como si los mismos no fueran suficientes, la calumnia cayó sobre él, inseparable compañera de los verdaderamente grandes. Pero dejemos que el mismo San Martín nos lo refiera, cuando escribiendo a Godoy Cruz, el 29 de noviembre de 1815, le decía: “¡Ay amigo! y cuanto cuesta a los hombres de bien la libertad de su país! Baste decir que no en una, sino en tres o cuatro se dice lo siguiente: “Ustedes tiene en ese un Jefe que no lo conocen: él es ambicioso, cruel, ladrón y poco seguro en la causa, pues hay fundadas sospechas de que haya sido enviado por los españoles: la fuerza que con tanta rapidez está levantando no tiene otro objeto que oprimir a esa provincia para después hacerlo con las demás”. Ud. dirá que me habré incomodado: sí mi amigo, un poco; pero después llamé la reflexión en mi ayuda, hice lo de Diógenes: zambullirme en una tinaja de filosofía y decir: todo es necesario que sufra el hombre público para que esta nave llegue a puerto”. 5 ¡Todo es necesario que sufra el hombre público para que esta nave llegue a puerto! Palabras del Padre de la Patria en las vísperas del alumbramiento doloroso, pero al mismo tiempo gozoso, de nuestra nacionalidad. Y mientras padece esos sufrimientos, leal a los apotegmas de una cultura que ve en la función política una tarea de servicio y no de privilegio o de medro, con la fuerza moral de quienes mueren a su propia conveniencia para que viva la causa abrazada, insta a que se acelere la reunión del Congreso para que nos diera unión e independencia. Así, el 19 de octubre de 1815 apura al Cabildo mendocino a fin de que envíe de inmediato a los diputados por esa provincia al Congreso a reunirse en Tucumán expresando que era “demasiado urgente la reunión de la asamblea nacional que ha de fijar los destinos de la América del Sur”. 6

En enero de 1816, Tomás Godoy Cruz, uno de esos diputados, recibe sucesivas cartas del Libertador así concebidas: “¡Cuando empiezan ustedes a reunirse! Por lo más sagrado les suplico hagan cuantos esfuerzos quepan en lo humano para asegurar nuestra suerte”. 7 Días más tarde: “¡Cuando se juntan y dan principio a sus sesiones!”. 8 Y logrado que el Congreso comenzara a sesionar, su paciencia parece desfallecer cuando escribe al mismo Godoy Cruz el 12 de Abril de 1816: “Hasta cuando esperamos declarar nuestra independencia! No le parece a Ud. una cosa bien ridícula, acuñar moneda, tener el pabellón y cocarda nacional y por último hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree dependemos. ¿Qué nos falta más que decirlo? Por otra parte, ¿qué relaciones podremos emprender cuando estamos a pupilo? Los enemigos, y con mucha razón, nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos. Esté Ud. seguro que nadie nos auxiliará en tal situación, y por otra parte, el sistema ganará un cincuenta por ciento con tal paso. Animo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas”.9 Los términos finales que hemos reproducido señalan exactamente todo el papel jugado por el Padre en este crucial momento histórico de la Patria: “Animo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas”. Anima quien da ánimo, quien da alma a un ser San Martín es el verdadero animador de la empresa emancipadora, quien infundió el alma a la nueva Nación. Padre, el Padre de la independencia, el Padre de la soberanía nacional. El soplo que infundió vida a la nueva y gloriosa Nación.

El 16 de julio de 1816, estando en Córdoba, y al enterarse del paso augusto, expresa su júbilo en carta a Godoy Cruz: “Ha dado el Congreso el golpe magistral con la declaración de la Independencia... La maldita suerte ha querido que yo no me hallase en nuestro pueblo para el día de la celebración, de la independencia. Crea Ud. que hubiera echado la casa por la ventana”. 10


Comprende que la liberación no era solamente cuestión de manifestaciones verbales por más solemnes que ellas fueran. Y con el ímpetu varonil que le era peculiar, redobla el denuedo para terminar de sacar de la fase de los preparativos al Ejército que sellara con la acción el voto de aquel Congreso de frailes y abogados. Sus cartas de esta época contienen expresiones que revelan el espíritu indomable del héroe sobreponiéndose a las limitaciones aparentemente infranqueables de la materia: “Si no puedo reunir las muías que necesito me voy a pie; ello es que a más tardar estoy en Chile para el 15 (de enero de 1817)”. “El tiempo me falta para todo, el dinero ídem, la salud mala; pero así vamos tirando hasta la tremenda”. “¿Y quién hace zapatos me dirá usted? Andemos con ojotas; más vale esto que nos cuelguen, y peor que esto perder el honor nacional”. 11 Redimido Chile, haciéndose eco de la noticia de que una fuerte expedición española se dirigiría a someter al Río de la Plata, lanzaría estas estremecedoras palabras: “Ya no queda duda de que una fuerte expedición española viene a atacarnos; sin duda alguna, los gallegos creen que estamos cansados de pelear y que nuestros sables y bayonetas ya no cortan ni ensartan; vamos a desengañarlos. La guerra se la tenemos que hacer del modo que podamos: si no tenemos dinero, carne y un pedazo de tabaco no nos han de faltar; cuando se acaben los vestuarios, nos vestiremos con las bayetitas que nos trabajen nuestras mujeres; y si no, andaremos en pelota, como nuestros paisanos los indios. Seamos libres y lo demás no importa nada. Yo y vuestros oficiales os daremos el ejemplo en las privaciones y los trabajos. La muerte es mejor que ser esclavos de los maturrangos. Compañeros, juremos no dejar las armas de la mano hasta ver el país libre o morir con ellas, como hombres de coraje”. 12

Con tamaña decisión se explica que el sable del Libertador concretara la epopeya de los Andes y consecuentemente la liberación de Chile y de Perú, confirmando que el Padre de la soberanía nacional no lo fue solamente en la retórica sino en los hechos contundentes.