Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 16
 
 
Entra a gobernar la provincia del Tucumán D. Fernando de Zárate. Las tropas del Tucumán vienen en auxilio de Buenos Aires. Los calchaquíes se sublevan en el gobierno de D. Pedro Mercado. Hacen las pases. Los Diaguitas se sublevan en la Rioja. Gobierno de D. Alonso de Rivera quien vence los calchaquíes. Funda una ciudad en el valle de Londres. Nueva expedición a los Césares. Abolición del servicio personal. Entra a gobernar D. Luis de Quiniones Osorio. Incendio de la iglesia de Santiago. Fúndase la Universidad de Córdoba. Su método de estudios.


Con los sucesos que quedan referidos en el capítulo trece de este libro acabó su gobierno del Tucumán Juan Ramírez de Velazco á mediados de 1593. Su inmediato sucesor que fue D. Fernando de Zárate y quien, como dijimos, obtuvo después el gobierno del Paraguay, se valió de esta doble autoridad para oponerse a las empresas atrevidas del poder británico sobre el puerto de Buenos Aires.

Los tesoros del nuevo mundo transportados a España iban cegando por estos tiempos las fuentes de su poder verdadero. El dinero es riqueza secundaria, y en tanto tiene valor en cuanto representa muchas cosas. De aquí es que dando por su misma abundancia un valor excesivo a las obras de su industria, los ponían en estado de no poder sostener la concurrencia con las del extranjero. Por consiguiente, los artesanos, o abandonaban una profesión que no les era lucrosa, o buscaban fueran del reino su acomodo. Debilitados por este medio la industria nacional, los fue de necesidad el comercio, cuyas operaciones se reducían en muchas partes a un tráfico pasivo de dinero propio con lo que sobraba a los de afuera. Por ideal que fuese esta felicidad, los hombres se dedicaban a buscarla con preferencia a la que resulta de la agricultura. Esta primera base de la opulencia de un estado quedó reducida con el tiempo a un corto espacio. El último resultado de estos males debió ser la decadencia de la población y así sucedió. Todo lo que perdía la España ganaban las naciones extranjeras. Siendo cierto que el dinero, como dice un gran político, busca necesariamente las verdaderas riquezas, es decir, las cosas que se consumen y reproducen para volverse á consumir pasó este de las manos de los españoles á las suyas que eran las depositarias. Con él florecieron más sus artes, creció la emulación, tomó mayor actividad su comercio y al fin llegaron a un grado de poder que les era desconocido antes del descubrimiento de la América.

Hemos querido hacer esta observación sin otro que el de manifestar una de las causas de la altivez insultante, con que los extranjeros persiguen una monarquía acostumbrada antes á respetar.

Los ingleses principalmente fueron los que confiados en sus fuerzas marítimas, continuaron en infectar nuestras costas. Nos referiremos el éxito desgraciado que tuvo su expedición contra Buenos Aires en el gobierno de Zárate y de que dejamos hecha mención en otra parte; pero sí la prontitud con que las tropas tucumanas estuvieron en su auxilio. El inmortal Tristán de Tejeda, que como un esclavo voluntario de la república seguía su suerte, cualquiera que ella fuese, los condujo, de orden de Zárate, por entre muchas naciones enemigas que eran dueñas del tránsito. Aunque el naufragio anticipado de los enemigos dejó sin ejercicio su valor, no lo estuvo su celo por la seguridad de la patria. A beneficio del calor y diligencia con que ponía en movimiento los brazos de su gente, tuvo fin la construcción del fuerte que se levantó en aquel puerto.

Los ingleses siempre lisonjeados con el aspecto ventajoso de su constitución hicieron posteriormente otro amago, después de haber dado caza á la nave llamada la "Española". Este accidente hizo que de nuevo volasen en socorro de la plaza los auxiliares tucumanos bajo la conducta del general Alonso de Vera y Aragón. El Tucumán fija una de sus glorias en haber concurrido casi siempre a la defensa de este puerto.

Vueltas estas tropas a la provincia, no tuvieron tiempo de colgar sus espadas y entregarse al descanso. Las continuas derrotas de los indios sólo hacían en ellos una impresión pasajera. Bajo un mismo rendimiento alimentaban una sublevación de voluntad que si les persuadía su independencia, á lo menos se las hacía esperar. ¿Pero sobre qué principio pensaban conseguirla? Podían ellos ignorar que las poblaciones españolas habían tenido por cuna las fatigas y los peligros? Y si en la infancia más débil prevalecieron de su poder, ¿sucumbirían en la adolescencia? A pesar de toda reflexión ellos parece que entendían que la esperanza más lejana merecía el sacrificio de sus vidas. Dando muerte los Calchaquíes a un religioso franciscano, á cuatro españoles y á otras gentes, publicaron su insurrección. A nada menos se extendía su odio sanguinario que ha destruir las dos ciudades de Salta y San Miguel del Tucumán.

Había ya concluido su gobierno Fernando de Zárate y desde 1595 se hallaba reemplazado por el caballero D. Pedro de Mercado Peñalosa. No era este puesto superior á su mérito. Dotado de una alma firme, elevada y animosa, hizo ver lo que puede el genio y la aplicación en las coyunturas más difíciles. Con la posible prontitud puso la gente en campaña bajo el mando de Alonso de Vera y Aragón, Juan de Medina y García del mismo apellido. Eran estos tres capitanes de fama, que no respiraban sino gloria, y en todas las ocasiones procuraban señalarse por acciones memorables. Al cabo de algunas jornadas entró el ejército en el valle. Los indios no rehusaron la acción, pero al fin fueron vencidos después de varios y porfiados combates. El mismo año de 1595 firmaron paces, y sujetaron esos terribles Homaguacas que de tantos años atrás cometían grandes hostilidades. No obstante esto un rumor de sublevación obligó al gobernador a segregar de entre ellos a Piltico y a Feliú, dos caciques, a cuya voz todo se decidía entre estos bárbaros, y cuyos perniciosos ejemplos eran obstáculo a la progresión de la fe. El primero murió a poco después en el seno de la religión: el segundo con otros de sus compañeros pasaron en Santiago el resto de su vida.

El rigor de los encomenderos frustraba los benéficos efectos de las leyes. Siempre agitados los indios no hacían más que pasar del vasallaje a la rebelión, y de la rebelión al vasallaje. Sus inquietudes eran semejantes a las de un enfermo que muda de situación porque la que tiene no le acomoda. Dando muerte los Diaguitas de la jurisdicción de la Rioja a sus encomenderos y a otros españoles, se sublevaron con manifiesto riesgo de esta nueva ciudad. No podía faltar de la escena el gran capitán Tristán de Tejeda. Su nombre equivalía á batallones enteros. Habiendo recibido ordenes del gobernador Mercado, pasó largas jornadas con su gente, y siempre acompañado de esa presencia de espíritu que no desconcertaban los acontecimientos más peligrosos, obligó a los indígenas á que entrasen de nuevo en sujeción.

Aunque estas turbulencias se interrumpieron desde 1600 en que concluyó su gobierno Peñalosa, y al que por su orden sucedieron D. Francisco Martínez de Leiva y D. Francisco Barrasa y Cárdenas y volvieron á tomar su curso ordinario en la del célebre Alonso de Rivera. Solo un vaivén de fortuna pudo hacer de este grande hombre viniese al Tucumán. Sus proezas militares en las campañas de Italia y Flandes le habían adquirido un nombre inmortal. Todo lo que la fama alegaba en su favor, contribuyó para que el rey le destinase al gobierno de Chile, donde los fueros araucanos hacían temblar a los más fuertes y amenazaban devorarse esta provincia. Rivera reanimó los abatidos de los chilenos, y procuró contener los progresos del enemigo, pero le desamparó su cordura, casándose sin real permiso con la hija de la célebre Aguilera. Disgustada la corte por esta trasgresión de las leyes, lo privó del empleo y lo destinó al Tucumán, donde entró a fines de 1605, o principios del siguiente.

Las alteraciones continuadas de los indomables Calchaquíes llamaron las primeras atenciones del gobernador. A fin de poner una barrera á estos bárbaros, que como un torrente desbordado, asolaban las campañas, y dar á las ciudades un tiempo de reposo y seguridad, quiso se levantase un establecimiento en su mismo valle, pero no lo pudo conseguir. Logró sí después castigar sus atrocidades, para lo que habiéndolos vencido, sacó de entre ellos cuatro principales caciques que mandó ahorcar en el valle de Yocavil, y dispersó en la jurisdicción de la capital muchos viejos y viejas, cuyas sugestiones eran nocivas á la tranquilidad de la provincia. Los Calchaquíes perdieron por algún tiempo el deseo de medir sus fuerzas con las nuestras y dieron señales de su arrepentimiento, en la prontitud con que los Mitayos salían á la ciudad de Salta á recibir órdenes de sus encomenderos.

Prevenido Rivera á favor de los nuevos establecimientos, que con razón miraba como otros tantos puntos de apoyo de esta combatida autoridad, fundó en el valle de Londres una ciudad a quien llamo San Juan de la Rivera año de 1607. Dos años después incorporó la de Madrid de las Juntas a la de Esteco, que trasladó a más ventajoso sitio.

A medida que los españoles procuraban dar consistencia á su poder se empeñaban los bárbaros en destruirlo. Dando muerte los indios pampas á nueve comerciantes que transitaban por el camino de Buenos Aires y cubriendo de desastre los campos le declararon la guerra á Córdoba. Rivera se hallaba dedicado á la construcción del nuevo Esteco, y no le era posible desamparar este objeto de importancia. El dio orden á su teniente para que saliese á campaña con toda prontitud. Eralo este el licenciado Luis del Peso, sujeto en quien las letras se hermanaban con el valor. Puesto á frente de su tropa en 1609 penetró hasta las tierras del enemigo, castigó sus excesos y lo dejó bien escarmentado. La confianza que le inspiró este suceso acompañado de una actividad propia de unos tiempos en que eran desconocidas las lentitudes de la pereza, hizo renacer en su ánimo el deseo de encontrar esas tierras encantadas de los Césares. Luis del Peso acometió esta empresa, pero no hizo más que recoger trabajos y aumentar desengaños.

En lugar de esa soñada felicidad logró la provincia otras más sólidas y duraderas. Una de ellas fue la fundación del colegio conciliar, llamado comúnmente de Loreto.

Con razón se mira la educación de los colegios en general como preferible á la particular. Estas son unas casas en que estrechados los jóvenes á la necesidad de tratarse mutuamente adquieren anticipadamente un diseño aunque imperfecto del trato que los aguarda en la sociedad. El choque de sus disputas desarrolla los talentos y los encamina á llenar el voto que formó la naturaleza, inspirándonos en el deseo de saber. En fin bajo la dirección de maestros hábiles y virtuosos adquieren la práctica de las virtudes que han de sostener después el vigor de la república y de las leyes. Loreto fue el primer establecimiento literario de esta provincia, y bajo el título de Santa Catalina virgen y mártir se erigió en el expresado año de 1609, hallándose la iglesia catedral en la ciudad de Santiago del Estero. Constaba de seis plazas dotadas, cuyas becas eran azules á distinción de las pagadas que eran encarnadas. El fondo asignado para la subsistencia de la casa, fue el tres por ciento, que por disposiciones canónicas y reales cargan los beneficios eclesiásticos de esta diócesis. El crédito de los jesuitas hizo que se les encomendase su dirección por el obispo D. Fray Fernando Trejo. La condición exigida por estos directores de no poderse mezclar en su gobierno los prelados diocesanos, no era la más á propósito para asegurarles la perpetuidad. En efecto los sucesores del obispo Trejo vieron con desagrado una exención que derogaba sus más sólidos derechos, y no adviniéndose los jesuitas á la dependencia que reclamaban cedieron la dirección al clero secular. Aunque sea anticipando las épocas, diremos, que poco después de la fundación de este colegio, erigió otro este prelado en la ciudad de Córdoba bajo el título de San Francisco Javier. Estuvo también el cuidado de los jesuitas. Este colegio fue de poca nombradía hasta tiempos más bajos, como diremos en su lugar.

La otra ventaja fue la abolición del servicio personal de los indios causada por las equitativas ordenanzas del visitador Alfaro. Todo se puso en movimiento para frustrar una reforma que iba á substraer al débil de las garras del poderoso. El gobernador Rivera fue amenazado con todo lo que el espíritu de venganza podía serle funesto en el juicio de residencia, a fin de que se opusiese á unos cuantos estatutos eversivos de muchas y pingües fortunas. Rivera poseía una alma firme y tenía bastantes luces para reconocer la injusticia de la demanda. Con ánimo varonil y desinteresado dio al vitador Alfaro todos los fomentos que dependieron de su, y contribuyó a sacar a los indios del insoportable yugo del servicio personal.

Aunque la continuación en el mando de la provincia hubiera sido muy oportuna para sostener el vigor de estas últimas ordenanzas, no se pudo conseguir, porque llegado el tiempo de su gobierno, se halló en la necesidad de dejarlo. Con todo, esta remoción de Rivera, acaecida el año de 1611, no impidió el fruto deseado que prometían las nuevas ordenanzas. El caballero don Luis Quiñones Osorio que le sucedió, era capaz de llenar su vacío. Diez años de experiencias adquiridas en la villa de Potosí, donde desempeñó con crédito el delicado empleo de juez oficial real, le habían sido una escuela muy útil para conocer las enfermedades del reino y aplicar el remedio con inteligencia, celo y probidad. Consistía éste en aliviar á los indios de los trabajos excesivos a que contra la reclamación de las leyes, los condenaba el interés obscuro y bajo de los encomenderos. De aquí es, que dejando murmurar Osorio á casi toda la provincia, veló sobre la puntual observancia de los estatutos de Alfaro. No menos diligente en dar a los indios pastores y guías que los condujesen por el camino de la verdad, puso al cuidado de los religiosos de San Francisco las parcialidades de Ocloyas, Paypayán y Osas. Con tan útiles providencias era preciso que cesasen las alteraciones de los indios. En efecto, los cuidados paternales de un celo dulce y tierno, les hicieron olvidar sus pasadas vejaciones, y entrar en una sumisión voluntaria preparada por el convencimiento. El gobierno de Osorio es uno de los más pacíficos que ha tenido esta provincia.

Acibaró su ánimo un inopinado suceso. Un fuego devorador, causado de un descuido, redujo a cenizas la iglesia catedral de Santiago. Las llamas habían consumido las especies sacramentales y aumentado, por esta circunstancia, el terror del incendio. Veneraba Osorio el sacramento de la Eucarística con aquel profundo rendimiento que es el fruto de una fe respetuosa. Sobrecogido de este accidente, se empeñó en reparar su gloria, levantando un nuevo templo, más augusto que el primero.

A pasos lentos pero seguros, iba tomando la provincia un nuevo ser. Por gran dicha suya se fundó en Córdoba una universidad (47), que ha sido el mejor cimiento de su gloria y el centro de las luces esparcidas sobre las provincias convecinas. Debió su origen al inmortal celo del obispo, don Fray Fernando Trejo y Sanabria, quien con un desprendimiento verdaderamente apostólico consagró todos sus bienes a este importante objeto. Aunque esta donación debía tener su efecto con su muerte, anticipó cuarenta mil pesos a favor de los jesuitas, para que se dotasen estos estudios. Con ellos se dio principio a la enseñanza de la juventud abriendo en 1613 escuelas de latinidad, artes y teología, pero hasta 1622 no tuvieron el sello de la autoridad pública (48). A pesar de las ventajas que prometía este piadoso establecimiento tuvo que sufrir los tiros envenenados de la envidia, á que por lo común están sujetas las obras grandes. Valió mucho para defenderlo la autoridad de don Juan Alonso de Vera y Zárate, natural de Chuquisaca, que desde 1619 gobernaba la provincia.

No sin grandes contratiempos llegó este gobernador a su destino. Habiendo caído en mano de los Holandeses que cruzaban las costas del Brasil, fue expoliado de todos sus bienes. En su tiempo una copiosa lluvia que acaeció el 1 de Mayo de 1623, hizo salir de madre una antigua y vecina lagunilla, cuyas aguas inundaron la ciudad, y causaron lamentables estragos. Duró su gobierno hasta 1627. Acabamos de hacer mención de la universidad de Córdoba, que tuvo su origen por estos tiempos, pero como este establecimiento era el único de donde se difundía la instrucción de estas provincias, exige su importancia dar un bosquejo de los estudios que en él se cultivaban. Este prospecto servirá para darnos á conocer el progreso que hacia en estas partes el espíritu humano en la carrera de las letras.

Esta enseñanza pública empezaba por el estudio de la lengua latina, dividido en dos aulas, á las que precedían sus respectivos catedráticos. Buenos libros doctrinales sin ese cúmulo de pequeñeces que hace gemir la memoria, buen régimen y buenos preceptores, todo concurrió desde su principio, a que se lograse un ventajoso aprovechamiento. Los autores de la más culta latinidad y los mejores poetas se hicieron familiares á los alumnos, quienes se emulaban en imitarlos por sus composiciones prosaicas, y en verso.

Probada la aptitud por un examen público, se abría a estos estudiantes el estudio de la filosofía por el espacio de tres años, cuya carrera concluían con un solo catedrático, pero al que se le añadía otro, que empezaba su nuevo curso al principiar el tercer año del que acababa. El primero de estos años estaba destinado al estudio de las súmulas y de la lógica, el segundo al de la física, y el tercero al de la metafísica.

Sus ejercicios diarios se reducían a escribir la materia que se trataba, lecciones, explicación del maestro, pasos y conferencias en lo que se consumían cuatro horas.

Tenían también otros semanales, que se conocían con el nombre de academia y conclusiones. El año escolar duraba siete meses de rigurosa asistencia, y concluía con un examen de media hora, que era calificado por cinco jueces incorruptibles. Este examen era comprensivo de todas las partes de la filosofía: el último año del curso y su duración era de una hora. A este examen procedía otra función con el nombre de actillo, calificada por el mismo estilo. A los más aprovechados de los estudiantes se les señalaba un acto público.

Concluidos estos tres años, se pasaba al estudio de la teología para cuya enseñanza había cinco cátedras, dos de teología escolástica, una de moral, otra de cánones y la última de escritura. El catedrático de escolástica, que era el de prima, dictaba todos los días la primera hora de la mañana, el otro, que era el de vísperas, la primera de la tarde, los otros dos alternaban, con un día de intercalación, la segunda de la tarde siempre se empleaba en la conferencia.

El catedrático de escritura sólo enseñaba los domingos por la mañana.

Los ejercicios y prueba con corta diferencia eran los mismos que en la filosofía. El curso teológico duraba cinco años y medio, los tres y medio primeros eran de rigurosa asistencia diaria y seguían los estudiantes en la clase de pasantes, en cuyo tiempo sostenía cuatro funciones de aprobación y reprobación, que se llamaban parténicas. La carrera se coronaba con una función pública por mañana y tarde, que daba principio por una lección de hora sobre el punto que dos días antes le hubiese tocado en suerte. A los dos años y medio de empezada la teología se recibía el grado de maestro en artes, y á la conclusión los de licenciado y doctor.

Es preciso confesar que estos estudios se hallaban corrompidos con todos los vicios de su siglo. La lógica, ó el arte de raciocinar, padecía notables faltas. Obscurecidas las ideas de Aristóteles con los comentos bárbaros de los árabes, no se procuraba averiguar el camino verdadero que conduce a la evidencia del raciocinio. La dialéctica era una ciencia de nociones vagas y términos insignificantes, más propia para formar sofismas que para discurrir con acierto. La metafísica presentaba fantasmas que pasaban por entes verdaderos. La física llena de formalidades, accidentes, quididades, formas y cualidades ocultas, explicaba por estos medios los fenómenos más misteriosos de la naturaleza.

La teología no gozaba de mejor suerte. Lo mismo que la filosofía experimentaba su corrupción. Aplicaba la filosofía de Aristóteles a la teología formaba una mezcla de profano y espiritual. Se había abandonado el estudio de los padres por dar lugar a cuestiones frívolas e impertinentes. Razonamientos puramente humanos, sutilezas, sofismas engañosos, esto fue lo que vino a formar el gusto dominante de estas escuelas.

Allegábase a esto, que habiéndose introducido el espíritu de facción así en la filosofía como en la teología, vino en su compañía el furor de las disputas. Era cosa lastimosa ver arder estas aulas en disputas inútiles, donde desatendido el provecho, solo se buscaba la gloria estéril de un triunfo en vano. Para esto era preciso inventar sutilezas, y distinciones con que eludir las dificultades, y así se hacía.

Esta universidad nació y se crió exclusivamente en las manos de los antiguos regulares de la compañía de Jesús, quienes la establecieron en su colegio, llamado el Máximo, de la ciudad de Córdoba. Este cuerpo religioso, acaso el más celoso de su gloria, miraba las letras y la educación pública como uno de los más poderosos medios de adquirirla. Debióse á su diligente esmero que se mirase como uno de los establecimientos literarios más acreditados en la América del Sud. Los vicios que hemos indicado, lejos de servir de obstáculo a esa celebridad, fueron los que más la engrandecieron. No hay que extrañarlo, este era el título en que por estos tiempos fundaban su derecho a la fama las mayores universidades de la Europa. Como los caballeros andantes, dice el célebre Candillac, corrían de torneo en torneo peleando por hermosuras que no habían visto, así los escolásticos pasaban de escuela en escuela disputando sobre cosas que no entendían. Tocando después este establecimiento en diferentes épocas ha experimentado las alteraciones, á que está sujeto todo lo que pasa por la mano del tiempo y de los hombres. Estas las haremos conocer donde lo exija el orden de la historia.