Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 15
 
 
Primeros establecimientos de las Misiones Jesuíticas. Censura contra Azara. Reglamento de estas Misiones. No es la igualdad de fortunas, que en ellas reinaba, digna de la censura que hace Azara. La libertad de estos indios convenía a su estado de infancia. Vindícanse los jesuitas del aprovechamiento que se les imputa.


Aunque en el capítulo precedente hicimos mención de los primeros pasos que dieron los jesuitas para levantar en las provincias del Guáyra y los Paranás esos establecimientos conocidos con el nombre de Misiones, no era justo interrumpir la narración de los sucesos con el detalle del reglamento a que los sujetaron. Pareciéndonos por otra parte que sin su conocimiento dejábamos un gran vacío en esta historia, hemos creído que debíamos dedicar este capítulo a tan importante objeto.

Los dos jesuitas Cataldino y Mazeta, destinados al Guáyra, a poco de su arribo fundamentaron en el mismo año de 1610 la reducción de Loreto, cuna de las demás, con doscientas familias que encontraron bautizadas y con veinte y tres pequeños pueblos que a persuasión de estos misioneros se les incorporaron. Era ya demasiado crecida esta población para que sus conductores pudiesen mantenerla con buen orden. A solicitud del cacique Aticayá tuvo su origen la de San Ignacio, a la que sucedieron otras dos más que por de pronto fueron tenidas en clase sucursales para la recepción de los neófitos.

Por otra parte los padres Lorenzana y San Martín fundaban en el Paraná la de San Ignacio Guazú.

Observa el célebre autor de los establecimiento de los europeos en las dos Indias 45 que instruidos los jesuitas del modo con que los Incas gobernaban su imperio y hacían sus conquistas, los tomaron por modelo en la ejecución de este gran proyecto. En prueba de este pensamiento forma entre unos y otros un paralelo más ingenioso que sólido. Nosotros creemos que tuvieron otro más acabado en las máximas del evangelio, en la conducta de los primeros fieles y en los preceptos de la recta razón, al que si no se conformaron enteramente, a lo menos se aproximaron. El poco fruto que hasta su tiempo había recogido la religión, y la poca estabilidad de las anteriores reducciones, provenían precisamente de dos causas igualmente funestas. La tiranía con que habían sido tratados los indios que de buena fe la abrazaron, y los malos ejemplos con que los mismos domésticos de la fe contrariaban la predicación de sus ministros. Para precaucionarse de estos males obtuvieron los jesuitas el permiso de que no fuesen encomendados los indios que introdujesen al seno de la religión y del Estado, y se establecieron por ley sólo valerse de la persuasión. Los sentimientos de benevolencia con que habían sido mirados hasta entonces los avaros españoles, concedieron su plaza a los de odio y aversión que después les concibieron. Oigamos como estos misioneros se produjeron en el Guáyra delante de los españoles para justificar sus intenciones: “Nosotros no pretendemos, dijeron, oponernos a los aprovechamientos que por las vías legítimas podréis sacar de los indios, pero vosotros sabéis que la intención del rey jamás ha sido que los miréis como esclavos, y que la ley de Dios os lo prohibe. En cuanto a aquellos que nos hemos ganar a Jesucristo, y sobre los que vosotros no tenéis ningún derecho, pues que jamás fueron sometidos por la fuerza de las armas, nosotros vamos a trabajar para hacerlos hombres, a fin de formar de ellos verdaderos cristianos. Después de esto procuraremos empeñarlos a que su propio interés y de su propia voluntad se sometan al rey nuestro soberano, lo que esperamos conseguir por medio de la gracia de Dios. Nosotros no creemos que sea permitido atentar contra su libertad, a la que tienen un derecho natural, que ningún título alcanza a controvertirlo, pero les haremos comprender que por el abuso que hacen de ella les viene a ser perjudicial, y les enseñaremos a contenerla en sus justos límites. Nos lisonjeamos de hacerles mirar estas grandes ventajas en la dependencia en que viven todos los pueblos civilizados, y en la obediencia que tributan a un príncipe que no quiere ser sino su protector, y su padre, procurándoles el conocimiento del verdadero Dios, el más estimable de todos los tesoros; en fin que llevarán su yugo con alegría y bendecirán el feliz momento en que lleguen a ser sus súbditos.”

Por este raciocinio en que se ven grandes verdades al lado de aquellos rodeos que sabe dictar una política astuta pero sabia, es bien claro que los jesuitas dirigían principalmente su celo a la reducción de los indios salvajes, y sin otras armas que la persuasión y la paciencia. Es cierto que los Incas también se valían de la persuasión a fin de que los bárbaros adoptasen su religión, sus leyes y sus costumbres, pero se presentaron en la frontera con ejércitos armados, y sabían castigar una ofensa por una sujeción no voluntaria. Todo esto era desconocido en el plan de la conquista trazado por estos misioneros. Sabiendo que el grande imperio que tiene sobre el alma más rústica una virtud consoladora, se propusieron labrar estos templos místicos sin el hierro y sin un solo golpe de martillo, esperando que con sufrir sus indolencias, ganarles su confianza y atraerlos con los beneficios, verían por último el logro de su empresa.

Cuando el célebre autor que hemos citado da una hojeada sobre estos establecimientos no se detiene en asegurar que “después de haber vivido mucho tiempo al opinión, obtuvieron por último la aprobación de los sabios. El juicio, añade, que de ellos debe formarse en adelante, parece estar ya fijado por la filosofía, delante de la cual la ignorancia, las preocupaciones y los partidos desaparecen como las sombras delante de la luz”. Con todo, a pesar de este testimonio, que puede asegurarse nada tiene de sospechoso en nuestros mismos tiempos, es decir cuando avergonzada la negra envidia por el hecho de haberlos destruido se cubre el rostro, aparece un escritor como el señor Azara (46) disputándoles ese concepto. No contento con haber asentado que las reducciones de Loreto y San Ignacio Mini no son de fundación jesuítica “pues en ellas fueron establecidas por conquistadores legos”, como ni tampoco la de San Ignacio Guazú, añade después, que estas y otras fundaciones, hay alguna razón para creer, debieron su formación más bien al temor que los portugueses inspiraban a los indios, que al talento persuasivo de los jesuitas. Véase aquí el último esfuerzo que le restaba al espíritu de calumnia.

Por lo que hace a las dos primeras, recordamos al señor Azara las ochenta leguas que recorrieron los jesuitas, Cataldino y Mazeta, para congregar en un solo punto tantos indios dispersos; le recordamos que los que de estos eran bautizados se debía a las fatigas anteriores de los jesuitas Ortega y Filds, en fin le recordamos que si hubo alguna fundación de fecha antelada era esta más que de título que de realidad, pues careciendo los indios de doctrineros vivían en la práctica de sus costumbres primitivas. La reducción de San Ignacio Guazú tiene títulos, si no mejores, igualmente auténticos que las otras para que se repute de origen jesuítico. Es un error histórico atribuir este establecimiento al insigne varón fray Luis Bolaños; aunque el celo de este religioso se ejercitó con gran fruto de la civilización de los Guaraníes, no disfrutaron de sus tareas apostólicas los jesuitas mencionados. Todos cultivaban la misma viña pero por distintos rumbos. Los caciques del Yaguarón fueron los que allanaron el camino para que los padres Lorenzana y San Martín tuviesen buena acogida en la provincia enemiga del Paraná. A pesar de esto, documentos muy auténticos aseguran que a los seis meses de su entrada aun desconfiaban muchos indios de sus promesas y resistían su amistad. El mejor apóstol es la virtud práctica: ésta los convenció que eran verdaderas, y el establecimiento se dejó ver a más de treinta leguas de distancia de los de Guazapá y Yutí, que por el mismo tiempo levantaba su co-apóstol fray Luis Bolaños.

Para sostener su conjetura el señor Azara de que los establecimientos jesuíticos fueron más obra del temor que de la persuasión, observa, que los veinte y cinco años tan fecundos en fundaciones de esta clase caen precisamente en el tiempo en que los portugueses perseguían a los indios por todas partes para venderlos como esclavos, y que sobresaltados estos indios con el terror, corrían a refugiarse entre los ríos Paraná y Uruguay, donde no les era fácil penetrar a estos corsarios carniceros. Una observación más crítica, o más bien un juicio menos parcial hubiera puesto a este escritor en estado de conocer, que si el temor obraba en estos indios para buscar al asilo de los jesuitas, debió ser más bien el que habían concebido a los mismos españoles, que a esos inhumanos portugueses. No queremos decir que las crueldades que estos pudiesen entrar en paralelo con las de aquellos. Sabemos que la persecución de los portugueses era una calamidad más despiadada, pero sabemos también que la de los españoles era más universal, más inmediata y más autorizada. Los unos salían a casa de indios para hacerlos esclavos, y esto se tenía por un delito, los otros, para servirse de ellos como si lo fuesen, y esto se miraba por un derecho.

Pero observemos más: para ponerse los indios a cubierto de estos opresores, al paso que debían reputar por inútil el recurso a los jesuitas con respecto a los portugueses, debían considerarlo como muy provechoso con relación a los españoles. Los indios miraban en estos misioneros unos amigos fieles, humanos y estrechados a su causa, pero que sin más armas que las de sus virtudes, no podían servir de escudo, contra los portugueses, a su débil y tímida inocencia. Por el contrario bajo la tutela de estos misioneros indefensos debían esperar los indios cesasen las vejaciones de los españoles, contra quienes no se necesitaban otras armas que su crédito en los tribunales y su aceptación en el público. Así sucedió: las justas reclamaciones por la observancia de los derechos imprescriptibles del hombre pusieron término a sus trabajos excesivos a la violación de sus privilegios y a la transgresión violenta de las leyes; concluyamos pues, que si el temor hizo que los indios buscasen la sombra de los misioneros, fue más bien el que tenían concebido a los españoles, que el que les infundían los portugueses. Por último sale fuera de los términos de lo verosímil, que para buscar los indios el asilo de los jesuitas fuese de más eficacia el temor, que el convencimiento acompañado del beneficio. Nadie ignora, que cuando precede la inclinación, la persuasión obra eficazmente: el entendimiento fácilmente subscribe lo que aprueba la voluntad. Jamás voluntad alguna fue más bien obligada que la de estos indios por estos doctrineros. A fuerza de hacerles gustar las dulzuras de la vida social y de sacrificarse a sus intereses llegaron a conseguir ese ascendiente a que no alcanza el imperio más absoluto de la fuerza. Viviendo así estos indios bajo el dulce imperio de la beneficencia, ¿qué cosa hay más consiguiente como el que la persuasión hiciese sus efectos? Si hubiésemos de añadir alguna prueba sería que ninguna de estas poblaciones sacudió el yugo después de haberlo recibido: convencimiento claro de que se hallaba bien uncido, no con las frágiles ataduras del temor, sino con las indisolubles del convencimiento y del amor.

El reglamento que formaron los primeros autores de estos establecimientos, y al que después añadiremos otros, sin duda será el mejor convencimiento de lo dicho.

Pero para conocer su mérito demos primero un diseño del carácter de estos indios. Son estos naturales de color pálido, bien formados y de elegante talla: su talento y capacidad no se resisten a cualquiera enseñanza, y aunque carecen de invención, son muy felices en la imitación. La pereza parece en ellos connatural, aunque más puede ser propiedad de costumbre que de temperamento, es decidida su inclinación a saber y la novedad hace en sus almas todo su efecto. Ambiciosos del mando, desempeñan los puestos con honor. El que se distingue por la elocuencia merece el primer lugar: la pasión de la avaricia no degrada sus almas. Una palabra injuriosa les labra más que el castigo y lo solicitan ellos mismos para evitar otros ultrajes. La incontinencia en las mujeres se mira con indiferencia, y aún los maridos son poco sensibles a una infidelidad. El amor conyugal tiene poco influjo para suavizar la dureza del trato que los maridos dan a sus mujeres. Los padres de familia cuidan muy poco de sus hijos. La serenidad del alma de estos indios en medio de los mayores males tiene poco ejemplos en la redondez del globo, jamás un suspiro debilita su sufrimiento.

En cada reducción había dos jesuitas, es a saber, el cura y el vicario, que comúnmente era un joven puesto al aprendizaje de la lengua y de aquel género de gobierno. Ambos estaban sujetos al superior de las Misiones, y todos al provincial.

Para el gobierno interior de la reducción había un corregidor, un teniente, dos alcaldes y varios regidores, todos indios elegidos por el pueblo a presencia del cura y sujetos a él, así en lo temporal como en lo espiritual. Estas elecciones eran anuales y se confirmaban por el gobernador de la provincia. A más de estos oficiales municipales residía un cacique, que venía a ser el jefe, pero cuyas principales funciones se dirigían a la guerra.

El gobierno de esta república más tenía de una teocracia donde la conciencia hace veces de legislador. No había en ella leyes penales, sino unos menos preceptos, cuyos quebrantamientos se castigaban con ayunos, oraciones, cárcel y algunas veces la flagelación. Nadie se admitirá de estos castigos, si advierte que las costumbres eran bellas y puras. A imitación de la primitiva iglesia se introdujo el uso de las penitencias públicas. Algunos indios de los más irreprensibles eran constituidos por guardianes del orden público. Cuando estos sorprendían algún indio en alguna falta de consecuencia, vestían al culpado con un traje de penitente, el que conducido al templo, donde confesaba humildemente su crimen, era después azotado en la plaza pública. Ninguno había que pretendiese minorar su delito, ni eludir el castigo; todo lo recibían con acciones de gracias, y aún no faltaban quienes sin más testigo que su conciencia confesaban su culpa y pedían la expiación para calmar esos remordimientos, que eran para ellos el más duro de los suplicios.

Tampoco había leyes civiles porque entre estos indios era casi imperceptible el derecho de propiedad. Verdad es, que a cada padre de familia se le adjudicaba una suerte de tierras, cuyo producto le correspondía en propiedad, pero no podía disponer de él a su albedrío, porque viviendo siempre como el pupilo bajo la férula del tutor, todo lo disponía el doctrinero.

Otra parte de estos terrenos se cultivaba en común, pero sus productos tenían una destinación limitada: era este el sustento de las viudas, huérfanos, enfermos, viejos, caciques, demás empleados y los artesanos. Lo restante de las tierras y sus frutos, como también los productos de la industria, pertenecían a la comunidad. Con este fondo se socorrían las necesidades imprevistas, el culto de las iglesias, el sustento de los indios y todas las demás necesidades públicas y privadas.

Los primeros tres días de la semana se empleaban en los trabajos de la comunidad, los restantes en los que exigía el cultivo de sus propias heredades. Para suavizar el peso de las tareas se procuraba que ellas tuviesen ciertos gusto de festividad: para ello marchaban procesionalmente al campo, llevando una estatua entre las dulces cláusulas de la música.

No se permitía en esta república que hubiese mendigos ni ociosos. Estos eran destinados al cultivo de los campos reservados, que se llamaban la posesión de Dios. A las indias se les daba tarea del hilado, menos aquellas que se ocupaban en el carpido de los algodonales. De esta fatiga estaban exentas las embarazadas, las que criaban y otras legítimamente impedidas de salir al campo, pero no de la ocupación del hilado.

En cada reducción había talleres para las artes, principalmente aquellas que les eran más útiles y necesarias, es a saber, herrería, platería, dorado, carpintería, tejidos, fundición, y no eran desconocidas otras de agrado como la pintura, escultura y música.

Desde que los niños se hallaban en estado de trabajar, eran llevados a estos talleres, donde el genio decidía de su profesión. Los efectos comerciales, así en natura, como manufacturados, entraban en el giro de la negociación. Los más considerables de estos artículos eran la yerba del Paraguay, la cera, la miel y los lienzos de algodón. Entre los indios era desconocido el uso de la moneda. Estos artículos salían fuera de la provincia, y se despachaban la mayor parte en Buenos Aires. Con su producto se pagaban los tributos y los diezmos, el sobrante se retornaba para el consumo de los pueblos, adorno de los templos y galas dispendiosas de que usaban los indios de oficios públicos en sus festividades. Eran estas repúblicas las únicas del mundo donde reinaba esa perfecta igualdad de condiciones que templa las pasiones destructoras de los estados y suministra fuerzas a la razón. La habitación, el traje, el alimento, los trabajos, el derecho a los empleos, todo era igual entre los ciudadanos. El corregidor, los del cabildo y sus mujeres eran los primeros que se presentaban en el lugar de las fatigas. Todos iban descalzos y sin más distinción que las varas y bastones; los vestidos de gala que el común tenía destinados para decorarlos sólo servían en las festividades.

Las habitaciones de estos pueblos al principio, más parecían guaridas para defenderse de la intemperie, que para proporcionarse un alojamiento de comodidad. Sin ventanas, no tenía en ellas libre curso la circulación del aire, sin muebles, todos se sentaban y comían en el suelo, sin catres dormían en hamacas. Después fueron más regulares.

En cada pueblo había una casa llamada de refugio, donde se mantenían en reclusión las mujeres que no tenían hijos que criar durante la ausencia del marido, las viudas, los enfermos habituales, los viejos y estropeados. Allí se les sustentaba y vestía aplicándolos a aquel género de trabajo que sufría su capacidad. Para el mejor mantenimiento del orden público todos debían recogerse por la noche a sus casas a una hora determinada. Una patrulla celadora que se remedaba de tres en tres horas, velaba sobre la observancia de esta ordenanza.

Las calles de los pueblos eran tiradas a cordel, la plaza tomaba el centro, donde hacían frente a la iglesia y los arsenales. Al lado de la iglesia estaba el colegio de los misioneros, y sobre la misma línea los almacenes, graneros y talleres.

Las continuas irrupciones de los portugueses pusieron a estos pueblos en la necesidad de proveerse de armas de fuego y ejercitarse en la disciplina militar. En cada reducción había dos compañías de milicias, cuyos oficiales tenían sus uniformes bordados de oro y plata de que sólo hacían uso en la guerra y en tiempo de los ejercicios doctrinales cada semana.

Los indios de estas reducciones reconocían al rey de España por su legítimo soberano. De tiempo en tiempo eran visitados por los gobernadores y los comisionados regios que despachaba la corte.

Igualmente reconocían la jurisdicción de los obispos y sus ordinarios. Los obispos, así de Buenos Aires como del Paraguay, visitaban también estas reducciones y recibían en ellas todas las pruebas de sumisión y respeto que exigía su alto ministerio.

Había en estas reducciones escuelas de primeras letras, donde se enseñaba a los niños a leer, escribir y contar. El talento prodigioso de estos indios para la imitación en todo género, menos para la invención, ha dejado de conocer, entre otras muchas cosas, en las excelentes copias de la letra de molde de que corren varias piezas, y que harían mucho honor a la mano más exacta y segura.

Un gusto natural por la melodía y armonía de la música se dejó sentir desde luego en la índole de estos naturales. Sus conductores siempre atentos a estudiar sus inclinaciones no podían menos que aprovecharse de este recurso que les ofrecía el genio y que consideraba de los más oportunos para atraer a los salvajes y fijar los convertidos. En efecto, los jesuitas abrieron en cada reducción una escuela de música en donde le enseñaban a tocar toda clase de instrumentos que por el modelo de los que se les daban construían ellos mismos. El canto por las notas se cultivaba con igual esmero por los aires más escabrosos de la música, y como observa Charlevoix, era tan suelto, elegante y natural, que parecía cantaban por instinto como los pájaros.

En el paralelo que forma el autor de los establecimientos, ya citado, entre los Incas y los jesuitas, entra también el exquisito esmero de unos y otros para hacer respetar la religión por la pompa y el aparato del culto público. “Las iglesias, nos dice, son comparables a las más bellas de Europa. Los jesuitas han hecho el culto agradable, sin hacer de él una comedia indecente. Una música que habla al corazón, cánticos penetrantes, pinturas que hablan a los ojos la majestad de las ceremonias atrae a los indios a las iglesias, donde el placer se confunde con la piedad. Aquí es donde la religión se hace amable”.

Los jesuitas realizaron en estas reducciones el proyecto de los cementerios, que mucho tiempo después discurrió la policía española sin acabarlo de lograr. Eran estos cementerios unas áreas cercadas de una baja muralla y bordadas de cipreses, limoneros y naranjeros.

De cuando en cuando se permitían regocijos públicos, que venían a ser unas gimnásticas, donde la salud adquiría fuerzas y aumento de la virtud. En estas danzas jamás se permitía esa promiscuación de sexos siempre ofensiva del pudor.

Omitimos otros muchos capítulos de reglamento en obsequio de la brevedad. Entre los referidos se encuentran los que establecieron esa comunidad de bienes, esa falta de propiedad, en fin, esa dependencia absoluta que a juicio del señor Azara hacen a este gobierno de los jesuitas desmerecedor de los elogios que le han tributado los escritores europeos. “Siendo todos iguales, nos dice, sin ninguna distinción, y sin poseer ninguna propiedad particular, ningún motivo de emulación podía moverlos a ejercitar sus talentos, ni su razón, pues que el más hábil, el más virtuoso y el más activo, no era ni mejor comido, ni mejor vestido que los demás y no tenía otras fruiciones.”

La igualdad de condiciones y de fortunas siempre ha sido mirada como el segundo bien de una sociedad. No es poca gloria para los autores de este gobierno, que sus censores le formen el proceso por el crimen de haberlo conseguido. Una igualdad absoluta por todos los respetos, que pusiese en la misma línea la virtud y el vicio, los talentos y la incapacidad, el mérito y el desmérito, no hay duda que sería contraria a los principios del instituto social. Pero ni es esta la que ha merecido la aprobación de los sabios, ni la que introdujeron los jesuitas en su república. Estos insignes legisladores examinaban por sí mismos las disposiciones de cada individuo, y le daban aquellas educación más análoga al destino en que podían ser más útiles; los premios para las grandes acciones fue otro de los resortes de que se valían; estos se ganaban en concurrencia de otros competidores, y no podían dejar de excitar la emulación; aunque la propiedad era limitada, siempre tenían algún ejercicio: El mío y el tuyo no eran desconocidos, pero con la diferencia de producir aquí muchas de sus ventajas, sin ninguno de sus males; en el uso de los bienes siempre entraba la discreción de los conductores, y como los indios se convencían de su acierto bajo esa misma dependencia, les parecía que procedían por elección. Por lo que respecta al uso de los de la comunidad, no faltándoles cosa alguna, venían a gozar en cierto modo de una propiedad ilimitada. Pero convengamos en que fuese restringida, y que fuese también el origen de algunos males, ¿por ventura no tienen también los suyos una propiedad entera? Donde ésta reina, la avaricia, la prodigalidad y el lujo son sus cortesanos. Millones de artistas viven ocupados en corromper a los hombres, haciéndolos contraer más necesidades ficticias que hacen desdichados a los que las sufren. El oro hace veces de virtud, de nobleza, de instrucción y de todo, y para pasar con estimación es preciso ser otra cosa que hombre de bien. De aquí cuantas miserias, cuantas calamidades y cuantos infortunios sin recursos! Es cierto que los indios de esta república se hallaban privados de esas comodidades y placeres que son el fruto de un gusto refinado, pero en su lugar disfrutaban de los que siguen a una subsistencia asegurada, a unas tareas sin exceso, a un conocimiento cierto de que los muchos hijos lejos de servir de carga a sus padres eran su consolación, a una orfandad sin peligro, a una viudedad sin desamparo, a una enfermedad sin desconsuelo y a una vejez sin amargura. Pero convendremos también en que la libertad de estos indios para el uso de sus bienes no era cual convenía a una república en el estado de su perfección. Nada hubiera sido más absurdo como una libertad que era excluida por el carácter y condición de estos indios. Acostumbrados en su estado de barbarie a gobernarse por sólo el apetito actual sin extender sus miras más allá del momento presente, a no determinarse más que por el influjo de una necesidad ejecutiva, y en fin a no hacer uso de la razón por hallarse entregados al imperio de los sentidos, era preciso que corriesen algunos siglos de infancia social, para que llegasen a adquirir esa madurez que exige el pleno ejercicio de la libertad.

Este momento no había llegado aún, y así era preciso que estos indios fuesen gobernados por unas instituciones acomodadas más bien a las de un padre que gobierna su familia. Extraña el señor Azara que siglo y medio no hubiese bastado para sacarlos de esa infancia; y de aquí concluye “o que la administración de los jesuitas era contraria a la civilización de los indios, o que estos pueblos eran esencialmente incapaces de salir de ella”. Sin duda este escritor no reflexionó que en el sistema legislativo de la América los indios son tratados en clase de menores, y que en tal caso volvía contra sus propias armas. Nosotros también podíamos decirle; van corridos cerca de tres siglos que no han salido de la minoridad; es necesario pues optar de dos cosas una, ó esta legislación es contraria a los fines del instituto social, ó los indios son incapaces de alcanzarlo. No disimularemos que si el plan de los jesuitas hubiese sido trazado para mantener a los indios en una perfecta infancia, era desde luego defectuoso, y aún más, que debieron irles dando ya una educación más liberal y más conforme al hombre que llega a conocer toda su dignidad.

Algunos han creído que este sistema de gobierno tenía por objeto aprovecharse los jesuitas de los trabajos y sudores de estos neófitos. Imputación injuriosa y mal fundada. Para los que se hallan instruidos en la cuenta y razón de los caudales de estas reducciones siempre será un objeto de admiración la pureza de este manejo, llevado constantemente hasta el crepúsculo. No hubo ejemplar, que un solo cura administrador diese alguna cosa de momento, ó a sus co-administradores, o a los rectores de los colegios, o a sus mismos superiores, sino es que fuese por su legítimo valor y precio, ni era cosa nueva verlos tropezar en esas pequeñeces que son frecuentes en unos mercaderes que comienzan.