Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 4
 
 
Disgústase el obispo Torres con el general Cáceres, y lo excomulga. Persigue Cáceres cruelmente al prelado. Prende al provisor, e intenta expatriarlo. Su viaje hasta la isla de San Gabriel. Fórmase una conjuración, y es preso. Levántase con el mando Martín Suárez de Toledo. Cáceres es remitido a España. Acompáñalo el obispo. Muere éste en San Vicente. Viajes funestos del Adelantado Zárate. Su arribo al Río de la Plata.


No pueden faltar agitaciones, donde á más del carácter inquieto de los que mandan, se hallan obscurecidos los principios fundamentales de la autoridad. Cuando la historia nos presenta ejemplos de estos gobiernos absurdos, si ella mortifica la razón, deja á lo menos lecciones importantes del precio y las ventajas que hacen tan codiciables y los justos. Este deberá ser el fruto de los desafueros cometidos durante las disensiones del teniente Cáceres, y del obispo Torres. En el espantoso cuadro que presentan las humillaciones del virtuoso Alvar Núñez, aparece el contador Cáceres, como un monstruo formado de todos los vicios, sin el apoyo de virtud alguna. El presente no hace más, que reproducirnos su figura retocada con tintas de un temple más fuerte. Inflexible, audaz, rencoroso, sus preocupaciones y su genio lo hacían apto para trastornar un Estado. Desde que Cáceres y el prelado volvieron de la jornada se hallaban ya disgustados. Cada cual formaba su bando, y escuchaba las delaciones de sus espías. No podían menos sus ánimos que inflamarse y llegar á un rompimiento escandaloso. El obispo hallaba en su natural bondadoso y suave un recurso con que templar la irritación; pero su provisor Alonso de Segovia, á cuya dirección estaba entregado, hombre fogoso, intrigante y advertido, tenía en prisión esta bella índole, y le sugería partidos violentos, opuestos á sus principios de paz y su carácter. A pretexto de ciertos hechos que ofendían la dignidad episcopal, fueron tan poderosas sus sugestiones, que lo obligó á fulminar censuras contra Cáceres y sus ministros. Proceder indiscreto, que en semejantes casos hizo perder su reputación á varios prelados desde que la ignorancia cegó la senda del verdadero espíritu de la iglesia. ¿Qué podía aprovechar este remedio contra un temerario y poderoso? Por el contrario, la censura quedaba expuesta á la irrisión, y lejos de reprimir al contumaz, lo impulsaba á mayores delitos.

Hecha un caos tenebroso quedó la república con este golpe. Era preciso buscar principios á fin de desautorizar al prelado. Demasiado ignorantes para encontrar ideas justas en materias tan delicadas, se recurrió á una grosera imputación de crímenes atroces, por los que se pretendía haber incurrido en suspensión. Después que Cáceres hubo cargado de grillos y prisiones al provisor, se propuso hollar todos los fueros del obispado y sacerdocio. Con estas miras puso entredicho á las funciones del ministerio pastoral; prohibió al prelado la entrada de su iglesia; mandó expeler de ella á los que concurrían á la celebración de los misterios; lo confinó a su propio palacio; extrañólo del reino, y ocupó sus temporalidades. En medio de los estragos que causaba esta fiera devoradora, su alma se hallaba atormentada de mortales inquietudes. Las mismas víctimas que sacrificaba á su seguridad, temía no lo empujasen al precipicio. Aumentar sus sobresaltos por los mismos medios de que se valen los tiranos á fin de aniquilarlos, es el más cruel de sus suplicios. Sobre todo se recelaba que el provisor encontrase recursos en su sagacidad con que trastornar todas sus medidas: pues si se hallaba en estrecha prisión era porque fué preciso espiar el momento en que se hallaba casi dormido. Para salir de este cuidado, tomó el expediente de expatriarlo á la provincia del Tucumán. No halló por conveniente fiar sino de sí mismo esta diligencia. A pretexto de auxiliar al gobernador Zárate en caso de su arribo, navegó hasta la isla de San Gabriel, llevándoselo consigo. Puesto á su regreso en la boca del río Salado, dió sus disposiciones á fin de que, introducido el preso por este rumbo no trillado, fuese conducido hasta Santiago. Esta empresa encontró escollos insuperables; por lo que cedió de su pensamiento, y volvió á tomar la Asunción, donde bajo de fianzas lo puso en libertad.

La ausencia del caudillo es siempre peligrosa para los sucesos. En la de Cáceres las cosas habían tomado otro semblante. La inocencia del prelado cruelmente perseguido su bondad, su mansedumbre, fueron de bastante eficacia para poner en sus intereses á los más acalorados partidarios de Cáceres. Una conjuración se forma contra su vida, y es descubierta. Cae entonces sobre sus autores, depone como sospechoso á su teniente, hace decapitar á Pedro de Ezquibel, renueva la persecución del prelado, y vomitando estragos y amenazas se esfuerza en infundir un terror pánico que dejó inmóviles á los ciudadanos. Pero esto era precisamente lo que los excitaba á prevenir su desgracia por medio de una traición. El obispo se hizo invisible á favor de un piadoso asilo que encontró en el convento de la Merced. Con todo, fray Francisco Ocampo de la misma orden, que antes había seguido el bando de Cáceres, unido de intención con el provisor, minaban sordamente las baterías de Cáceres. Poniendo en crédito el principio de que ningún contumaz á los mandatos de la iglesia es digno del gobierno, persuadieron á cien vecinos, que era licito unir la espada á las censuras, y se coligaron contra él. Cáceres vivía sumamente receloso, y no se había descuidado en hacerse custodiar con una respetable guardia de cincuenta soldados. A pesar de esto, una mañana que escoltado de su tropa se hallaba en la iglesia catedral el año de 1572 entraron tumultuosamente por sus tres puertas los conjurados presididos del obispo, el provisor y el padre Ocampo, quienes profiriendo á gritos viva la fe cristiana, hicieron que se precipitasen sobre su persona. Después de una corta resistencia en que Cáceres mostró presencia de espíritu, y recibió algunas estocadas, fué sacado del templo entre baldones é ignominias, y conducido á un grueso cepo, cuya llave se depositó en manos del obispo. ¡Cuán triste cosa es ver á los ministros del santuario perturbar la paz pública bajo el velo de la religión! Este es el oprobio de que son responsables los siglos de ignorancia. Siglos en que olvidados los eclesiásticos, que su ministerio era de paz, se creía servir á Dios sublevando los pueblos, armando los ciudadanos contra los ciudadanos mismos.

La desgracia del general Cáceres, unido al estado borrascoso de la república, estaba convidando al más osado á que se apoderase del mando. El teniente depuesto Martín Suárez de Toledo, naturalmente irritado con la afrenta que acababa de experimentar, tuvo el arrojo de presentarse en la plaza pública rodeado de arcabuceros, y levantar vara de justicia en el momento mismo que atravesaba el humillado Cáceres hecho el juguete de la multitud. A otra igual extorsión debió que el cabildo lo autorizase por capitán y justicia mayor de la provincia, en cuyo empleo nada hizo, que pudiese cubrir la ilegitimidad de sus títulos. Llegado un año en que los enemigos de Cáceres abusando de su situación, lo tenían expuesto á los insultos del pueblo, insistiendo con más viveza en su remisión á España, el capitán Ruiz Díaz Melgarejo, que en calidad de rebelde mandaba la provincia del Guaira con un despotismo sin límites, fué destinado á ser su conductor, porque había seguridad, que no consultaría, sino sus odios y venganzas para mortificarlo. Casi en vísperas de darse á la vela, no faltó quien persuadiese al Obispo debía acompañar á Cáceres en su viaje; así para asegurar los resultados de la causa, como para precaver, que en adelante fuese turbado el ejercicio de su ministerio pastoral. Este buen hombre era un instrumento pasivo entre las manos de los que lo rodeaban. Sin temor de los daños, que por este medio podrían sobrevenirle, no advirtió á echar una mirada más allá del momento presente, y dió su consentimiento. Aparejadas todas las cosas, habiéndose dispuesto que el noble vascongado Juan de Garay, con ochenta soldados, al mismo que bajaba á establecer una colonia, escoltase esta navegación. Dióse principio á ella el año de 1573.

¿Qué éxito podría tener una empresa acompañada de tan enormes faltas? El bergantín que con Cáceres y el Obispo hacía su navegación á España, vino de arribada á la isla de San Vicente. Los portugueses alargaron al reo una mano oculta para libertarlo de la prisión. Tronaron de nuevo las censuras contra los cómplices del hecho; conmovióse toda la villa, y atemorizados sus vecinos, lo entregaron al brazo de la justicia. No por esto lograron Melgarejo y el Obispo ver todo el éxito de sus ideas proyectadas. Un nuevo orden de sucesos se opuso á sus intentos. Melgarejo se vió en la necesidad de prestar auxilios al gobernador Zárate, y encomendando la conducta de Cáceres á persona de su confianza, desistió del viaje á España. El Obispo tampoco pudo continuar su viaje; pues asaltado de enfermedades superiores á unas fuerzas ya rendidas por el peso de los años, acabó sus días en la misma villa de San Vicente. Refieren varios historiadores de estas provincias, haberse dejado ver sobre el cadáver de ese prelado algunas de esas señales portentosas con que tal vez se complace el cielo acreditar una virtud heroica. Lo que sabemos es que el supremo consejo de las Indias desaprobó con indignación el abandono de su diócesis y la prisión de Cáceres. No es cosa nueva que unos conceptos errados hagan perder á los mejores hombres el camino común de sus obligaciones.

El general Garay había escoltado al bergantín de Melgarejo hasta un brazo del Paraná llamado de los Quiloazas. De aquí retrocedió con sus ochenta pobladores, fundó la ciudad de Santa Fe de la Vera-Cruz, el año de 1573, 33 al sudoeste del río habitado por los indios Quiloazas, en un llano apacible tres leguas del Paraná poblado de varias naciones numerosas, y de diferentes idiomas. Después de haber guarnecido la ciudad de fuertes torres y baluartes, salió Garay con cuarenta hombres á empadronar los indios del distrito, á fin de repartirlos en encomiendas, según la política de aquellos tiempos. Los bárbaros ven en peligro su libertad y se disponen á defenderla, más por el artificio que por la fuerza. Acarician á los españoles, y se linsonjean haberlos seducido bajo la perspectiva de la amistad. Pero Garay que era hombre de espíritu y sabía mejor que ellos hacer uso de sus talentos, advirtió en esta afabilidad comedida un no sé qué de engañoso, que lo prevenía estar alerta para observar mejor sus movimientos. La mañana del 19 de Septiembre concurrió á la plaza del lugar donde se hallaba una gran multitud de indios. No es timidez huir del peligro, que la prudencia enseña precaver. En este mismo momento mandó Garay recoger su gente á las embarcaciones, y que estuviese sobre las armas. No pasó mucho tiempo sin que avisase el centinela de la gavia cubrirse la campaña y el río de enemigos armados. Se habían éstos confederado contra todos los que intentasen turbar el ejercicio de su libertad, y forzarlos á recibir otras leyes, que las de su albedrío. El peligroso estado de los españoles no daba lugar á otro conque al de la resistencia. Garay alentaba á sus soldados con la esperanza de una victoria, que según él decía, era tanto más asegurada, cuanto que destinados por Dios los españoles á ser señores de este nuevo mundo, debían esperar sus auxilios contra unos enemigos, que no sólo en invadirlos, pero aun en defenderse se oponían á sus decretos. Véase aquí la teología y el derecho público de estos tiempos. Más animosos los soldados á medida que su peligro era mayor, se disponían al combate. Esta era su situación, cuando fuera de todo lo que podía imaginarse, gritó el mismo centinela divisaba un hombre á caballo. Este golpe de novedad sorprendió todos los ánimos. Nadie podía persuadirse la existencia de un caballero, que debiendo ser español, no era imaginable el rumbo que allí pudo conducirlo. La duda declinaba en un juicio, que calificaba de ilusorio el pensamiento, cuando aseguró de nuevo eran ya seis los jinetes, y que escaramuceaban con los indios. En efecto, una tropa de españoles combatía á estos salvajes con el denuedo acostumbrado. Huyendo los demás de una matanza cierta, despejaron el campo, y quedó por este medio disipado el peligro.

Luego que Garay se vió asegurado de lo que pasaba, escribió á estos españoles significándoles su reconocimiento, y el deseo de conocerlos. Por ellos supo eran soldados de D. Gerónimo Luis de Cabrera gobernador del Tucumán, quien después de fundada la ciudad de Córdoba, había hecho aquella campaña, y agregado á su gobierno el pueblo de San Luis en el aliento de Gaboto, con todas las islas de aquel río en 25 leguas de distancia desde la boca del Carcaraña. El mismo Cabrera vino poco después personalmente, y requirió á Garay en términos urbanos, se abstuviese de fundar fuera de los límites del Paraguay. Garay escuchó este requerimiento con todo el desagrado de que es capaz un conquistador á quien se le despoja en parte de la presa. Pero él era hombre cuerdo, y conociendo la superioridad de su rival, eludió la contienda por medio de una condescendencia disimulada. Cabrera como diligente general consagraba á los negocios el tiempo y los cuidados. Apenas hubo regresado á la ciudad de Córdoba, cuando destacó con treinta soldados á Onofre de Aguilar para que se entregase de la tenencia de Santa Fe. Eran ya otras las fuerzas de Garay, para que dejasen de ser otros sus alientos. Con varonil entereza rechazó esta pretensión, que violaba sus derechos, y envilecía su tenientazgo. Un nuevo accidente, que sobrevino, debió afirmarlo en su resolución, y desesperar á sus contrarios. Durante estos debates recibió Garay un pliego del Adelantado Juan Ortiz de Zárate, por el qué le noticiaba su arribo á la isla de San Gabriel, y lo revistió de nuevo con la tenencia cuestionada. Onofre de Aguilar se creyó fuera del estado de insistir en un empeño, que atraía sobre él y sus soldados una desdicha cierta: esa misma noche tomó la vuelta para Córdoba 34.

Exigía la razón, que el Adelantado Zárate hubiese sabido conciliar la vehemencia de sus deseos, por la consecución del mando, con la firmeza en los infortunios á que lo expuso su ambición. Sus viajes desde Lima á Cartagena, y desde Castilla á esta parte de América, no son más que un entretejido de caprichosas desventuras, que hacía su amarga pusilanimidad. Hecho prisionero por un corsario francés, fué expoliado de todos sus haberes, y reducido á la mendicidad. Pero por dicha suya poseía el humilde talento de representar muy á lo vivo el oficio de plañidero. Sus lágrimas interesaron la compasión de algunos españoles residentes en Cartagena, quienes lo habilitaron para que siguiese el curso de sus pretensiones. La corte le hizo gustar unos de esos días serenos, que anuncian las grandes tempestades. Felipe II confirmó á su favor las mercedes hechas por su gobernador del Perú, en fuerza de un nuevo asiento celebrado en 1569. Es bien referir estos ajustes, si queremos formar ideas exactas de estos tiempos. El historiador Lozano nos dice que por él se obligó Zárate á llevar los descubrimientos del Río de la Plata hasta sus últimos confines; transportar en cuatro navíos y un patacho doscientas familias, trescientos hombres de guerra, cuatro mil vacas, cuatro mil ovejas, quinientas cabras, trescientas yeguas; y levantar diferentes poblaciones, que sirviesen de freno al orgullo indómito de los bárbaros. Si nada hubiese que rebatir de estos artículos, admiraría cómo un particular fallido pudiera entrar en un convenio tan dispendioso. La admiración es menos, conviniendo que parece hay poca exactitud en el número de las especies transportables, cuyo excesivo monto no tiene proporción con la capacidad de los buques. No es tanta la contrariedad entre la pobreza de Zárate, y la ingente suma que parecía exigir este agigantado empeño. España se hallaba rica de basamentos por un efecto de su numerosa población, y la América aun no le había proveído un capital sobreabundante de esos preciosos metales, que siendo la medida de los valores, representaban mucho en poca cantidad.

Sea de esto lo que fuere, en 17 de Octubre de 1872 se hizo Zárate á la vela del puerto de San Lúcar, con tres embarcaciones de alto bordo, y tres menores. Reflexionando el licenciado Centenera (que fué uno de los que hicieron esta navegación) sobre sus malos aprestos, nos dice en su Argentina, que más parecía destinada á conducir delincuentes condenados al naufragio. A tan mal ajustadas disposiciones, que en breve produjeron el hambre y la miseria de que murieron muchos, se unieron terribles golpes de fortuna, cuales fueron calmas funestas, y deshechas borrascas, á las que hacía más espantosas la impericia de los pilotos. Después de haber andado este convoy de un puerto en otro, más bien diremos de un precipicio en otro, contando la gente cada día por el último de su vida; y después de haber expirado no pocos, arribó al fin en noviembre de 1573 al puerto de San Gabriel. Para la mala suerte no hay ningún puerto de seguridad. Aquí también los persiguió su desventura. Una violenta tempestad rompió los cables en el momento mismo que iba a dar principio

La confianza y se hallan todos a punto de sumergirse. Quiso el cielo que fuese de corta duración. La subsiguiente calma dio lugar a que desembarcasen la gente. La vista de estos españoles despertó el recelo mal adormecido de los Charrúas; pero temerosos de un descalabro, trataron de acreditarse con engañosa puntualidad en su servicio.

En uno de los contratiempos de mar se había dividido la nave el Patacho, y arribado por gran dicha á la isla de San Vicente. Por la gente de esta embarcación supo Ruiz Díaz Melgarejo las tristes aventuras de Zárate. Con toda diligencia vino en su auxilio, y le fueron muy importantes sus experiencias.