Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
TITULO II - Capítulo 1
 
 
Juan Núñez del Prado entra a la conquista del Tucumán. Tiene sus diferencias con Francisco Villagrán. Funda la ciudad del Barco. Nuevo encuentro con su rival. Queda esta conquista por colonia de Chile. Buen gobierno de Prado. Su prisión por Francisco de Aguirre. Sublevación de los indios. Trasládase la ciudad del Barco, y recibe por nombre Santiago del Estero. Victoria de Bazán. Entra Zurita a gobernar. Su deposición por Castañeda.


Desde la retirada del capitán Heredia, parece que había menguado mucho la reputación del Tucumán entre los conquistadores peruanos. A la verdad, un país al parecer, por entonces, exhausto de metales no podía ser para ellos de gran precio, ni servir de fuerte tentación de sus pasiones. Más con todo, fué preciso, que él entrase en el objeto de sus anhelos. La pacificación del reino, después de la derrota de Gonzalo Pizarro, puso al presidente de la Gasca en la inevitable necesidad de contentar á los capitanes de servicios más señalados. No fué posible que todos tuviesen parte en la repartición de la presa. Agregar nuevas conquistas era lo que exigía la gloria de las armas el interés de los guerreros. Uno de los que más reclamaban por la adjudicación del premio, era el capitán Juan Núñez de Prado. Había este seguido el bando de los rebeldes con todo aquel ardimiento que es propio al espíritu de partido. Su conducta tímida é incierta le inspiró el bajo designio de reconciliarse con su fidelidad por medio de una traición. El ejército de los rebeldes oponía una fuerte resistencia á los realistas, empeñados en el paso de Apurima. Cuando todo aseguraba la confianza de Pizarro, lo vendió Prado á su enemigo. Pasóse repentinamente al campo de éste, descubrióle sus ocultos ardides militares, y facilitó por esta acción su entero vencimiento. Véase aquí el galante mérito que le ganó la capitanía general del Tucumán.

Costóle indecibles trabajos para alistar soldados, que quisiesen acompañarlo en tan estéril empresa. Se creía con razón, que salvajes sujetos á pocas necesidades, difícilmente se sojuzgan; y que aun vencida esta dificultad, restaba el camino largo de crear un pueblo nuevo, robusto, ágil, lleno de altivez y sin esa insensibilidad á las comodidades, que en los bárbaros Tucumanos ahogaba todo principio de industria humana. Con todo, ochenta y cuatro soldados dieron sus nombres á esa milicia. Sus genios los arrastraban á esas empresas arrojadas, que su coraje infatigable concluía con buen éxito. Aprestadas todas las cosas, hizo Prado que en 1550 le precediese con esta gente y muchos indios amigos su maestre de campo Miguel de Ardiles, llevando expresa orden para debelar á los fieros Humahuacas, señores de este tránsito. Los españoles se habían hecho formidables por las campañas pasadas. Los indios vieron formarse este nublado, y apenas se atrevieron á oponer una guerra de escaramuzas. Ardiles los fatigó con la caballería, los llenó de espanto con sus arcabuces y los obligó por entonces á despejar el paso. A los dos meses siguientes partió Prado á unirse con su gente. Hallábase en su campo con los del pueblo de Talina, cuando se vió saludado por Francisco de Villagrán, que con un refuerzo de tropas pasaba al reino de Chile. Obrar de concierto con aquel celo generoso, que sacrifica al bien público los intereses personales, era lo que exigía de ellos un racional dictamen, y de lo que estaban más distantes. Nacía esta oposición de ciertos derechos equívocos que alegaba Villagrán para que esta conquista perteneciese á la de Chile. Pero por ahora se contentan con regañar en voz baja, mostrándose los dientes, como dos perros rabiosos á vista de la presa. El conquistador chileno sembró la discordia entre los soldados de su rival, y seduciéndole algunos, siguió su derrotero. Avanzóse Prado hasta Calchaquí, donde aun reinaba el cacique Tucumanhao de que hemos hecho mención en otra parte. Fuese por bondad de carácter, fuese por sumisión á la necesidad, fuese en fin por hacerse de un amigo capaz de apadrinar sus designios, Calchaquí se convino en formar una nación con la de su propio invasor. Con tan buena acogida levantó Prado la ciudad del Barco. No bien perfeccionada esta obra partió con solos treinta soldados á recorrer la campaña. Estaba muy ajeno de tener encuentros con su rival. Su sorpresa fué grande, cuando se halló una noche á la frente del campo de Villagrán. Había hecho este capitán un retroceso, encaminando su marcha por la falda de la cordillera. La pasión rencorosa de Prado renació entonces más enconada que nunca. Con un coraje mal empleado se atrevió á vengar sus resentimientos pasados. Sin considerar sus pocas fuerzas, dispuso atacar todo este ejército. El capitán Guevara con quince soldados tuvo orden de invadir la tienda del general entretanto que él con los otros quince acometía lo restante. Guevara forzó la guardia de la tienda, y se introdujo en ella. Recibiólo Villagrán armado de espada y rodela. Ambos se acometieron con tan furioso ímpetu, que cayeron en tierra al primer choque, y asidos de las espadas se las quitaron mutuamente. Prado no se había descuidado por su parte. Todo era confusión, cuchilladas y tumulto. Muchos soldados abandonaron el campo, otros acudieron con diligencia al socorro del general. Viendo Prado malogrado el designio de apoderarse de su contrarío, tocó á la retirada, y la ejecutó en buen orden.

Parece que el hombre no fuera dueño de sí mismo, cuando se encuentra á solas con su pasión. El honor ofendido de Villagrán en medio de una cólera exaltada, lo menos que pedía en reparación de su agravio, era la cabeza de Prado. Determinó seguirlo con sesenta soldados escogidos. Prado vió venir sobre sí este golpe y tembló de miedo. Desamparando la ciudad del Barco con algunos de su séquito, buscó un asilo en lo más hondo de la sierra. Villagrán la tomó sin resistencia, y juró no separarse mientras no lo tuviese á discreción. Este era el estado de los ánimos cuando entró por medianero un honrado sacerdote de genio conciliador. El agraviado general otorgó cuanto se le pedía á condición que se le rindiese su ofensor, y se tuviese este establecimiento por una colonia chilena. Conoció entonces Prado, que este era un mal á que no tenía otra cosa que oponer, sino el engaño y la paciencia. Humillado á los pies de su contrario, protestó la más sumisa obediencia al gobernador de Chile, D. Pedro de Valdivia. La mentira jamás imita, sino imperfectamente, la verdad. Villagrán debió advertir que este era un sometimiento fingido. Con todo, tuvo la generosidad de librarle nuevo título, y evacuado todo el terreno, partió en prosecución de su destino.

Prado sólo veía en el bastón que empuñaba una indecorosa insignia de su abatimiento. Luego que advirtió podía faltar sin peligro á los empeños de su palabra, se consideró desobligado y se resolvió á recuperar por una afrenta lo que no había podido conservar por una hazaña. Congregó inmediatamente el cabildo de la ciudad del Barco, y produjo un razonamiento contra Villagrán, lleno de aquella vehemencia que inspiran los agravios ayudados de la calamidad. Retrató en él á su contrario como un opresor de su justicia, como un hombre inurbano, que sublevando los ánimos, pagó en esta moneda la buena hospitalidad de Talina, y como un fiero déspota, que después de haber invalidado los títulos más legítimos, había obligado á todos á resoluciones forzadas. Dicho esto, depuso el bastón que obtenía de unas manos tan odiosas, y dejó á cargo del acuerdo la resolución de si debían tener efecto los despachos del presidente la Gasca. El congreso se hallaba animado del mismo espíritu, y era preciso aspirase á dejar el humilde estado de accesorio, á que lo había reducido la violencia. No teniendo que temer por otra parte á un enemigo que miraba por las espaldas, hizo publicar los despachos del presidente, y entró Prado al ejercicio de la autoridad.

Acaso persuadido este general que los nombres influyen en las opiniones, como las opiniones en la conducta de los humanos, dió á esta provincia el título del nuevo maestrazgo de Santiago. Pero no se contentó con imponerle un nombre tan brillante. A expensas de tesón más sostenido propendió á su adelantamiento más por los medios de la dulzura, que por los del terror. Los habitantes de la sierra, los del valle de Catamarca, los de los ríos Salado y Dulce, los de la jurisdicción de Santiago y los belicosos Lules se sujetaron con gran docilidad. Insistiendo Prado en la máxima de que la religión cristiana es el resorte más poderoso para domar pueblos feroces, y el medio más eficaz de disipar sus antipatías, la propagó con exquisito esmero 29. En medio de estas asambleas religiosas es donde los indios y españoles, tributando una común ofrenda, parecía que sellaban su alianza. Con piadosa estratagema mandó también levantar varias cruces en los campos, á las que concedió el derecho de asilo. Este respetuoso culto hizo en los bárbaros la impresión que se deseaba. Llenos de respeto hacia este signo de nuestra salud, colocaron ellos otras iguales en sus adoratorios, y se fueron acostumbrando á venerarlas. Estos sucesos tan lisonjeros lo esperanzaban de gozar largo tiempo las dulzuras de la autoridad. Así reparaba el jefe sus pasadas flaquezas, y llenaba con decencia el puesto de un conquistador. Anhelando siempre á engrandecerla, retiraba los límites de la provincia con nuevas adquisiciones hacia la cordillera de Chile, cuando una repentina borrasca puso fin á su prosperidad. El gobernador D. Pedro de Valdivia, irritado con la relación de Villagrán, y haciendo del provecho la única regla de su justicia, había conferido la tenencia de este maestrazgo al capitán Francisco de Aguirre. Este hombre precipitado cayó imprevistamente sobre Prado, apoderándose de su autoridad y su persona, lo hizo conducir á Chile. Luchaba siempre con la fortuna este desgraciado general y se hallaba contradictorio á casi todas las circunstancias. Aunque mandado reponer por los tribunales altos, no gozó esta satisfacción, ó porque la muerte abrevió su carrera, ó por otro motivo no bien averiguado.

Presto experimentaron los indios lo que va de un gobierno suave á otros tiránicos, y presto experimentó también Aguirre la ineficacia del rigor en paralelo del agrado. Este mandón se dejó ver apoyado sobre la fuerza y el rigor. Aspiraba con esto á su seguridad; pero nunca hay seguridad fundada sobre la base del terror; todos los momentos son peligrosos para el mismo que lo imprime, y una sola mirada entre los oprimidos basta para concertar su destrucción. Cuarenta y siete mil indios repartidos entre cincuenta y seis encomenderos, obligados aun á ahogar sus de gemidos, le enajenaron las voluntades, y fueron causa de una revolución.

Los indios se conspiraron contra esta colonia. El Calchaquí con porfiados asaltos llenó de consternación á la ciudad del Barco; la provincia entera, con mucho más número de soldados que en tiempo de Prado, se halló en víspera de sucumbir á los esfuerzos de los bárbaros.

Rodeado Aguirre y los suyos de los pueblos á quienes había ofendido, y que meditaban su ruina, trasladó la ciudad del Barco sobre la ribera del río Dulce en 1553, substituyendo á su antiguo nombre el de Santiago del Estero. Pero nuevos intereses convirtieron su actividad á otro destino. Las continuas insurrecciones de los valerosos Araucanos balanceaban la suerte de los conquistadores chilenos, y exigían refuerzos de parte de estos con que continuar la campaña. En 1554 voló Aguirre llevando socorros á sus conmilitones. Los españoles de Tucumán no pedían más que un pretexto para abandonar una conquista tan estéril, como trabajosa. La retirada del jefe dió ocasión para que muchos se acogiesen á Chile, y tomasen otros la vía del Perú.

En ausencia de Aguirre ejerció el mando de esta tenencia Juan Gregorio Bazán sobre un corto residuo de soldados, últimos restos de esta desgraciada expedición. La debilidad de estas fuerzas, un principio entero de discordias, que las enflaquecía mucho más, y la necesidad de reprimir á los bárbaros del Salado, unidos con los indómitos Chiriguanos, iban á sofocar en su cuna á esta triste y mal formada provincia. Bazán sintió sobre sus hombros un peso que lo agobiaba, y estuvo resuelto á abandonarlo todo, pero el prudente y valeroso Ardiles le rogó no permitiera que el lustre de su familia acabase en su persona, y que continuase unos servicios en que se interesaban la gloria de ambas majestades. La fuerza de estas razones lo contuvieron en sus deberes. Restablecido en su valor tomó las mejores medidas, para que no se desplomase este edificio; se previno contra todos los obstáculos, se afianzó en la amistad de muchas parcialidades; ganó el corazón de los soldados; y en fin, ayudado con estos auxilios, consiguió de los enemigos una victoria capaz de sostener su antiguo crédito. Bien preveía Aguirre desde Chile el peligroso estado de esta conquista. En 1557 destacó para Santiago alguna tropa á cargo de su sobrino Rodrigo de Aguirre, á quien revistió con la autoridad de su mando. Pocos meses conservó el puesto. El espíritu de facción alimentaba las disensiones, y los odios. Los partidarios de Prado lo prendieron, y fué reemplazado por el capitán Miguel de Ardiles á nombramiento de D. Francisco Villagrán, gobernador interino de Chile.

Esta es la época en que esta provincia nos ofrece un espectáculo de debilidad, discordias, crímenes y sublevaciones, que la encaminaban á su ruina, á no haber en 1558 entrado las riendas del gobierno á manos del general Juan Pérez de Zurita. Lleno de méritos y talentos este grande hombre daba relieve á su heroísmo militar un fondo de mansedumbre poco común en un siglo feroz, y casi ajeno de su profesión. Con tan relevantes prendas, que lo hacían digno de gobernar á los de su especie, se abrió camino á esta tenencia habiendo ganado todo el concepto de D. García Hurtado de Mendoza, gobernador de Chile, é hijo del virrey, marqués de Cañete. Parece que los conquistadores de esta provincia queriesen á competencia suplir con nombres fastuosos lo que faltaba de realidad. Zurita le denominó nueva Inglaterra en consideración á Felipe II rey de la Gran Bretaña. Como político diestro fué su primer cuidado cimentarse sobre establecimientos, que sirviesen á los que pensaba hacer de nuevo. Dentro del valle de Calchaquí dió principio á tres ciudades, que fueron Londres, Cañete y Córdoba. En buena inteligencia con el cacique D. Juan de Calchaquí, desarmó los belicosos ánimos de sus vasallos, y pudo dar más vuelo á sus grandes designios. En 1559 con un pequeño ejército, vino de victoria en victoria á poner en sujeción á los Diaguitas, juríes, Catamarqueños, y Sonogatas; naciones todas, que aunque excitadas de una causa común, obraban sin concierto, ni unanimidad, y no hacían más con su resistencia, que ofrecerle nuevos triunfos. El fin primario de estas gloriosas campañas no era gustar el funesto placer de la victoria, sino el abrir entre estos salvajes los fundamentos de la vida civil, y darle leyes, costumbres, idioma y religión. Con este designio redujo á pueblos innumerables indios, que se hallaban sembrados por las riberas de los ríos y vivían como confinados en sí mismos.

La buena dicha de estos sucesos adquirió á Zurita una nombradía de valor, justicia y probidad, que puso de su parte al concepto público. Calculando el virrey, conde de Nieva, que Chile y Tucumán eran dos grandes masas difíciles de prestarse auxilios mutuos, erigió el último en gobiernos separados por los años de 1560, ó principios del siguiente. Zurita fué condecorado con su mando y es el primero en el orden de los que han obtenido este gobierno. Pero un golpe de fatalidad puso límites á su dicha. Los vecinos de Londres, monumento primitivo de sus afanes, abandonados á una vida voluptuosa y desarreglada, se hallaban muy atormentados con el yugo de su virtud. Resistiéndose á ciertos órdenes suyos, se ofrecieron á D. Francisco de Villagrán gobernador de Chile, no como quienes buscaban el mérito de alguna sujeción, sino como quienes huían la pena de un delito. Confesemos en honor de la verdad, que la tirantez con que Zurita llevó sus resentimientos hasta sacrificar á su enojo las cabezas más respetables, desmintió por esta vez su carácter, y le hizo perder los corazones. Viilagrán admitió esta querella con un maligno regocijo, y se aplaudió de un suceso, que favorecía su ambición. Gregorio Castañeda con un lucido trozo de milicia chilena partió inmediatamente á Tucumán, llevando expresa orden de deponer al gobernador Zurita. Hallábase éste á la sazón en Jujuy, entregado á los cuidados de levantar la ciudad de Nieva. No fué posible á su enemigo rendirlo á viva fuerza, y se valió de las insidias (30). Con cierto aire de candor afectó desistir de sus intentos, en vista de los títulos que legitimaban su autoridad. El noble ánimo de Zurita creyó descubrir en sus protestas aquella verosimilitud, que siempre gana el juicio de los hombres de bien. Cuando el traidor lo vio más satisfecho, hizo que extendía la mano para devolverle los despachos y no fué sino para apoderarse de su persona. Desde este momento cambió repentinamente su fortuna. Lisonjeándose los pueblos de tener en Castañeda un instrumento de sus voluntades, lo proclamaron por su libertador, y llevado Zurita á su lado como en triunfo, nos dejó un terrible ejemplo de las vicisitudes humanas.