Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 10
 
 
Derivación de Tucumán. Entrada de Diego de Rojas a esta provincia. Choque de este general con un cacique de Copayán. Su marcha para el distrito de los Diaguitas. Batalla con estos indios. Muerte de Diego de Rojas. Le sucede don Francisco de Mendoza. Llegan los españoles al Río de la Plata. Heredia mata a sus competidores, y se apodera del mando. Se vuelven los españoles al Perú.


Con el descubrimiento de la América tenían abierto los españoles un camino de conquistas más vastas que las de Ciro y Alejandro. Su confianza y su valor debían crecer sobre él cimiento de las dificultades superadas, y aun defenderlos de la nota de temerarios. El tiempo en que nos hallamos, es en el que sucesivamente iban entrando á su dominio todas las partes de este nuevo mundo. El nombre de Tucumán, cuya más probable derivación, parece que viene de un famoso cacique de Calchaquí llamado Tucumanao 12, no era desconocido entre los conquistadores. Cuatro aventureros en tiempo de Gaboto, de quienes ya hemos hablado, á más de los naturales, lo habían hecho resonar, y no tan desnudo de recomendación. Sobre todo, el ejército de Diego de Almagro en su tránsito al reino de Chile, debió preconizar por todo el reino la fama de este vasto distrito, y la índole de sus moradores. Después que decapitado el Inca Atahualpa, quedó su reino bajo las armas triunfadoras de España, reflexionó Francisco Pizarro que ni á su seguridad ni á los cálculos de su ambición convenía tener á su lado a un rival tan poderoso como Diego de Almagro. Por sus insinuaciones, y aun más por el atractivo de unas riquezas que se consideraban de inmenso precio, se decidió este conquistador á la expedición de Chile. Con quinientos setenta españoles y quince mil indios peruanos, se puso en marcha por los años de 1535.

Hallándose acampado este grande ejército en el pueblo de Tupiza, cinco soldados españoles se adelantaron hasta el territorio de Jujuy. La fama de una guerra devastadora, en la que ya se veía ensangrentado el trono los Incas, era un mensajero que no debía prepararles buen hospedaje. En efecto los jujeños despedazaron a tres de ellos: los otros dos se escaparon de sus manos, y volvieron al ejército con la historia de este infortunio.

La guerra era para Almagro su elemento, se hallaba muy pujante, y caminaba con la confianza de un héroe para que quisiese sufrir un desacato. Los capitanes Salcedo y Chaves, con un buen número de soldados, fueron encargados de vengarlo. No se descuidaron los bárbaros en tomar todas las medidas más convenientes á su delicada situación; celebraron congresos militares, convocaron á las tribus amigas, procuraron ganar con sacrificios la protección de sus deidades, reforzaron su ejército con tropas auxiliares, fortificaron su pueblo con gruesas palizadas, abrieron fosos donde, para inutilizar el uso de los caballos, clavaron estacas de agudas puntas mañosamente disimuladas. La constante dicha de los españoles acaso les había hecho concebir que la fortuna tenía fijada de su parte la victoria. Salcedo y Chaves, llenos de ardor y de confianza, pusieron cerca á la plaza, y esperaban sujetarla bajo condiciones bien duras. Con todo, á pesar de los terribles ataques las tribus confederadas hicieron ver que no hay fuerzas despreciables cuando las anima el patriotismo y las reúne la concordia. En una salida oportuna, dispuesta con valor y bello orden, mataron muchos enemigos, y se apoderaron del bagaje. Este accidente obligó á los españoles á la resolución poco decorosa de levantar el cerco. Sin duda influyó en esto el temor á desviarse del principal intento.

Con intereses tan contrarios entre indios y españoles no podía dar un paso el ejército de Almagro, que no se hallase erizado de dificultades y peligros. Al atravesar el valle de Chicoana, jurisdicción de Calchaquí, le picaron aquellos la retaguardia. Almagro quiso reprimir su osadía; pero experimentó toda la resistencia de un pueblo viril. En un porfiado encuentro le mataron el caballo, y tuvo á gran dicha á escapar con vida merced de los soldados que corrieron en su auxilio. Estos reveses lejos de desalentar al general, le ponían a la vista la necesidad de obrar con más esfuerzo. Empeñado en el castigo, destacó contra el enemigo algunas compañías de a caballo. No logró su designio, porque tomando el Calchaquí las eminencias de la sierra, burló su diligencia con insultante gritería.

Aunque todos estos acaecimientos eran sobrados á divulgar entre los conquistadores peruanos luces bastantes del Tucumán, lo que principalmente los engolosinaba para desearlo era el insidioso nombre de Río de la Plata. De tanta importancia se creía esta conquista, que la apetecían como premio los hombres más celosos de su mérito y su opinión. La ocasión de contentarlos no podía ser más oportuna. En la célebre batalla de Chupas acababan los conquistadores de esgrimir esas espadas, que en curso de sus empresas parecía habían afilado, para, por último, degollarse á sí mismo. La cabeza de D. Diego de Almagro el mozo, derribada en un cadalso, aplacó bastantemente el fuego de la guerra civil, y dejó sin oposición en manos de Vaca de Castro la distribución de las provincias. Sin agravio de la justicia no podía quedar sin recompensa el mérito de Diego de Rojas. La conquista de Nicaragua, la expedición de Pedro Ansures á las Montañas, la memorable batalla de las Salinas eran ciertamente unos teatros en que había sido coronados por manos de la victoria. Lleno de talentos militares y políticos, endurecido en las fatigas, firme, moderado, intrépido y guerrero poseía el arte de hacerse amar de los soldados. Todo este capital de méritos fué premiado con la capitanía general del Tucumán bajo las ideas exageradas de su riqueza 13.

Trescientos veteranos se alistaron en sus banderas, y pedían ser llevados á ganar honores y tesoros.

Juntada ya la milicia, y acostumbrado Rojas á ejecutar grandes empresas con pequeños medios, dejó la mayor parte á Felipe de Cáceres su teniente, y con sesenta soldados escogidos se internó hasta Copayán, jurisdicción de Catamarca 14. Era señor de este pueblo un indio vano y fanfarrón, quien con cierta seguridad, hija de una presuntuosa arrogancia, opuso á los españoles mil quinientos guerreros intimándoles al mismo tiempo, que el que pasase un cordón de paja tejida puesta entre los dos campos, de su orden, sería víctima de su furor. En vano procuró Rojas inspirarle sentimientos pacíficos: hacerle ver que su comisión se dirigía á entablar enlaces sociales útiles á la causa común, y que no debía hacer juicio de sus fuerzas por el número de sus soldados, sino por el de sus hazañas, pues por su parte no retrocedería de su empresa mientras le quedase un soldado con que poderse defender. Entre tanto los Copayanos rodearon su pequeña tropa con señales nada equívocas de invadirlo. El general español advertía su peligro con aquella presencia de ánimo, que todo lo proviene para salir vencedor. Mandó dar una descarga, y ella bastó á ponerlos en huida precipitada. Un suceso tan inesperado de tono para los bárbaros, obligó á bajar de tono al arrogante cacique. A poco días dirigió una embajada excusando su atrevimiento, ofreciendo una paz que prometía ser duradera. Los españoles la admitieron, y consiguieron por este medio víveres en abundancia. Esta fruición tan completa hizo que Rojas anticipase avisos á Gutiérrez para que acelerase las jornadas. No faltó en esta ocasión, quien para malquistar á estos generales, encontró dolosas intenciones en los procederes de aquel. Pero Gutiérrez era muy prudente y circunspecto. él quiso más bien sacrificar la opinión á sus obligaciones, que sacar partido en unas sospechas tan infundadas, como injuriosas.

Rojas fué obedecido y tuvo la satisfacción de que se le uniese su ejército.

No quiso el general tener ociosa mucho tiempo su gente, en un reposo que enerva las fuerzas del cuerpo y del alma. Después de permitir á sus soldados un descanso moderado, ordenó las marchas para el distrito de los Diaguitas al país de Mocaxas en territorio de los juríes. Eran estos indios de condición altiva, denodada y llena de aquella ferocidad que hace de los combates su pasión dominante. Nada miraban con más horror, que sujetar su cerviz á un yugo extranjero. Con un buen número de tropas, salieron al encuentro á Rojas, y le presentaron batalla. La primera descarga de los españoles causó en sus ánimos todos los efectos de la sorpresa: batidos y desordenados cedieron el campo al enemigo. Pero la vergüenza y la desesperación reanimaron el coraje de los vencidos. Resueltos á comprar con la última gota de sangre una libertad gloriosa, y habiendo encontrado el secreto de envenenar sus flechas, volvieron á renovar el combate. Por espacio de tres días se derramó mucha sangre sin ventaja decisiva. El triunfo, que al fin ganaron los españoles, no les reparó la pérdida de su valiente general. En lo más encendido de la acción fué herido Rojas con una flecha: herida que terminó su brillante carrera, y le hizo entregar su espíritu en brazos de la victoria. Cuentan algunos historiadores 15 que deseando los españoles descubrir el antídoto de este veneno, hirieron levemente á un indio prisionero; quien cogiendo yerbas de las que aplicó una á la herida, y tomó la otra en infusión, le hizo perder toda su actividad. Si este hecho es cierto, deberá lamentarse la historia natural de que el conocimiento de estas yerbas no haya enriquecido sus anales. En los tiempos más bajos se descubrió que la azúcar y la sal cortan prontamente los efectos de este veneno.

Felipe Gutiérrez y Nicolás Heredia, por su orden, debieron suceder á Rojas; pero posponiendo este los respetos de la justicia á las atenciones de la amistad, encomendó el mando á su amigo y confidente D. Francisco de Mendoza. Sea que Gutiérrez, como afirman algunos 16, quisiese sostener sus derechos, ó que Mendoza, como dicen otros 17, hiciese valer sus pretensiones sobre el derecho de la fuerza, lo cierto es que la prisión de Gutiérrez y de Heredia lo aseguró en su usurpación. Gutiérrez pudo escaparse y ganar el Perú con seis amigos suyos, donde incorporado á los realistas fué víctima de su fidelidad. Heredia deseaba recuperar su libertad: poco escrupuloso sobre los medios adoptó la pérfida máxima de que á los niños se engaña con el pan, y á los hombres con juramentos. Una aparente renuncia de derechos, afianzada sobre este gaje de la fe pública, concilió las diferencias entre él y su contrario. Menos embarazados los españoles con las arriesgadas competencias del mando entregaron á la pesquisa del oro y de la plata. No pocas tentativas sólo sirvieron para despreocuparlos de sus soñadas esperanzas. Con todo, estas se refugiaron al engañoso nombre de Río de la Plata, y guiaron sus pasos hacia este rumbo desconocido. Atravesada la sierra por el valle de Calamuchita, y tocadas las márgenes del majestuoso río Tercero, que poco después es conocido por el Carcaraña, siguieron sus corrientes hasta descubrir el Paraná, último término de sus codiciosas pretensiones.

Todo concurría á embellecer sus ideas, y aumentar el júbilo universal. Al siguiente día de su arribo llegaron á vez muchos indios en un crecido número de canoas. Los españoles los recibieron con los brazos abiertos, y ellos mostraron en la oficiosidad más comedida, que eran dignos de su amistad. ¡Cuán dulce es ver unos hombres de climas muy distantes saludarse por la primera vez con todo el agrado que engendra un común origen, á pesar de las revoluciones morales que alteran hasta los principios de la razón! Por estos indios supieron los españoles todos los acaecimientos de la conquista del Paraguay hasta su estado actual. Heredia con la caballería seguía la marcha á pasos lentos. Su retardado arribo dió sobrado tiempo á Mendoza para costear el Paraná. En la eminencia de una barranca descubrió éste una elevada cruz, cuya vista arrebató á los españoles en un transporte de religión. Llenos de respeto por este signo de unión y caridad la besaron de rodillas y la humedecieron con sus lágrimas. Los ojos que las vertían eran los mismos que tantas veces habían visto sin conmoverse empapadas sus propias manos en la sangre de sus semejantes. Para conciliar esta contrariedad de sentimientos, es necesario recurrir al carácter de un siglo, cuyas costumbres eran formadas por esa mezcla bizarra de religión y ferocidad. Al ejecutar esta adoración advirtieron una inscripción, que decía: cartas al pie. Hecha la excavación conveniente, se encontró una del gobernador Irala, en la que se contenía el resumen del estado de la provincia, con otras noticias importantes en orden á las naciones amigas y enemigas.

Para un genio emprendedor, como el de Mendoza, la lectura de ese papel no podía menos que irritar sus deseos de llegar a la Asunción. él se pone en marcha, y en breve vuelve sobre sus pasos sin otro fruto que el sentimiento de haber tocado la imposibilidad. Sabe que Heredia se hallaba en el país de los Comechigones (18) y prontamente viene á unírsele. Un odio mal reconciliado le hizo encontrar criminosa su tardanza. él fué depuesto del mando subalterno, y substituido por Ruiz Sánchez de Hinojosa. Heredia había reservado bajo el exterior de una moderación fingida el derecho de vengar á la primera ocasión sus pasados resentimientos. Llevando sus enojos más allá de los justos límites, mató á puñaladas estos dos competidores de su fortuna, y se apoderó de la autoridad. Nada convence tanto la ferocidad que precede á la cultura de las costumbres, como estos frecuentes asesinatos. Con estos atentados los ánimos se irritaban en lugar de conciliarse, y anunciaban una desdicha cierta. Heredia mismo, que antes parecía de unos modales nobles y decorosos, se hizo insufrible por su altivez, y por su caprichoso empeño en llevar adelante esta conquista. La impaciencia de los soldados degeneró en insolencia. Habláronle con tal resolución sobre tomar la vuelta del Perú, que más parecía amenazarle. El tuvo al fin la prudencia de ceder y ponerla en ejecución.

Apenas habían llegado estos españoles al lugar de Sococha en la provincia de Chichas, cuando supieron que el Perú ardía en sangrientas disensiones por los disturbios de Gonzalo Pizarro. La fidelidad y la codicia tuvieron en perfecto equilibrio el fiel de la balanza. Tan presto los arrastraba el deseo de ser leales á su rey, como el de adquirir riquezas vendiendo sus brazos al que los pagase mejor. Gabriel Vermudes, que se había adelantado á recoger noticias más exactas, los decidió por último al partido de la razón. Muchos murieron con la reputación de bravos soldados. Algunos de los que escaparon con vida, volvieron al Tucumán en la segunda entrada.