Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 9
 
 
Conjúranse los españoles contra el Adelantado. Lo prenden. Es nombrado Irala en su lugar. Los del partido leal intentan liberarlo. Es remitido a España. Después de un largo juicio fue absuelto.


Antes de partir la armada del puerto de los Reyes se opuso el Adelantado con aquella su firmeza ordinaria á que se desnaturalizasen muchos indios, que los conquistadores pretendían transmigrar á la Asunción. Este rasgo de entereza, unido á tantos de esta especie con que se había propuesto no dar partido á las pasiones, acabó de agriar la levadura que abrigaban en sus pechos. Las costumbres irreprensibles del Adelantado, su magnanimidad á toda prueba, el inmenso cúmulo de sus servicios y su reputación eran bastantes para equilibrar esa aversión que les inspirada la incorruptibilidad de su justicia. Sin embargo llevaban esta con tanto menos sufrimiento, cuanto eran más corrompidas las costumbres que los inclinaban á la licencia. No teniendo otro recurso que la desesperación, formaron el proyecto de despojarlo de su autoridad. Los oficiales reales, principalmente animados del deseo de la venganza, y temiendo la prosecución de su proceso daban todo el calor posible á la ejecución de este audaz designio. Todos sus pasos los encaminaban á este objeto, y no malograban ocasión de desacreditarlo. El retiro á que lo contrajeron sus enfermedades, lo interpretaban por un deseo de erigirse en un sagrado fantasma de quien no era digna la comunicación con los demás; su escrupulosa vigilancia en el buen tratamiento de los indios, por un efecto de los movimientos desiguales de su humor atrabiliario; en fin su aversión á las encomiendas, por un estudiado arbitrio de enriquecer con ellas á sus amigos. Como si el amor al orden los inflamase á vista de las desdichas públicas, se produjeron así en una junta de su facción. “¿Hasta cuando, amigos y camaradas, soportaremos estos excesos? Unas veces nos conduce por entre mil riesgos y fatigas á expediciones inútiles, otras fulmina contra nosotros procesos los más inicuos; tan presto despoja á unos del fruto de sus sudores, tan presto sonroja al pundonor de otros por su imprudente rigidez. A todo esto correspondemos con el silencio, y ved aquí en lo que funda su seguridad. ¿Cómo aun no nos hemos cansado de una dominación tan tirana? ¿Podremos sufrir que un déspota disponga arbitrariamente de las leyes, de nuestra fortuna, de nuestro honor, de toda esta provincia que debe á nuestra sangre su existencia; y que entretanto contemos por gran dicha poder vivir? Si todavía hay algún resto de honor en vuestros pechos unámonos todos y echemos por tierra esa autoridad, que ha dejado crecer nuestra cobardía.” Este razonamiento causó en los ánimos toda la impresión que deseaban; y la prisión de Alvar Núñez quedó acordada.

Como los de esta facción no podían ignorar que así el pueblo, como la más sana parte del ejército se hallaban muy adheridos á la persona del Adelantado, fué su primer cuidado no descubrirles todo el fondo de esta odiosa maldad. Pero para deslumbrarlos, dando un colorido de honestidad á sus movimientos, dispusieron se publicase que iban los oficiales reales á requerir al Adelantado no intentase quitar sus encomiendas á los que no habían tenido parte en la jornada; y que siendo de recelar algún insulto á sus personas, era muy justo concurriesen esa noche todos armados á casa del contador Felipe Cáceres, donde se darían las más oportunas prevenciones. Arrastrados unos por el ejemplo, otros por el temor, otros por motivos particulares, y alucinados muchos con las apariencias de un intento que nada tenía de criminal, entraron sin saberlo en la conspiración. Evacuado este paso se dirigieron á casa del inocente gobernador, cuyas puertas tenían ya ganadas por la infidencia de Navarrete y Diego Mendoza, dos familiares suyos. A pesar de estas dolosas precauciones, no faltó quien advirtiese la traición al Adelantado. Entonces acabó de conocer todo el peligro que le amenazaba; porque su inocencia y su virtud eran la más fuerte barrera, que hasta aquí había opuesto á los malvados. En medio de este infortunio es donde se desenvuelve la grandeza de su alma. Sin otro compañero que su valor saltó de la cama, se vistió precipitadamente y empuñó espada y rodela á tiempo mismo que lo saludaron los conjurados, profiriendo libertad, viva el Rey. No se turbó el Adelantado al ruido de estas voces tumultuarias; con toda presencia de ánimo les echó en cara su alevosía, y no cesó de combatir hasta el punto en que su defensa iba á declinar en temeridad. Ganándole la acción el malvado Jaime Rasquín, le puso á los pechos una ballesta en actitud de traspasarlo á no entregarse. Pero en Alvar Núñez parece que respiraba todavía la grande alma de su abuelo Pedro de Vera; dueño de sí, aun en tamaño peligro, echó sobre él una mirada de desprecio, y juzgando indecoroso rendir sus armas un hombre común, quiso dar á la violencia un aire de elección propia. Con toda la entereza de su voz llamó de los concurrentes D. Francisco de Mendoza, y las depositó en sus manos. Los conjurados entonces se acercaron a su persona, lo cargaron de prisiones, y lo trataron como á un infame delincuente. No por esto desmintió el Adelantado su carácter: sin proferir expresión que debilitase su constancia, toleró con varonil serenidad todo este tropel de afrentas é ignominias.

Acaso no fué la prueba menos señalada de la protección del cielo sobre el virtuoso Alvar Núñez, el que no tomasen sus enemigos el camino más breve y más seguro de su muerte, dice el padre Charlevoix 9; esto á lo menos no les hubiera costado más que un delito; siendo así que el que emprendieron, fué una serie continuada de atentados, cuya impunidad no podían esperar, sino por el medio de una abierta sublevación de éxito muy dudoso. Preso el Adelantado lo conducían á casa de García Venegas, cuando vuelto de su sorpresa los hombres fieles, arrojaron un grito de indignación. La atrocidad del hecho, el abuso de su buena fe y la afrentosa idea de patrocinar una alevosía, los obligaron á empuñar sus espadas, y purgar con su propia sangre sus pasadas inadvertencias. Pelearon con todo el esfuerzo que pudo comunicar el punto de honor; pero oprimidos al fin de la multitud acordaron reservar sus vidas á la patria, para que fuese menos funesta su calamidad. El poder que estos primeros pasos dejaron á los oficiales reales, era ya bastante expedito para ejecutar sin temor todo lo que podía conducir á perfeccionar su delito. Estrecharon al Adelantado en rigurosa custodia, se apoderaron de sus papeles, despojaron de su autoridad á las justicias ordinarias, soltaron á todos los malhechores, substituyeron en su lugar á aquellos caballeros, que podían causarles algunas inquietudes, convocaron al pueblo en las puertas del teniente Martínez de Irala, publicaron aquí á voz de pregonero un manifiesto lleno de imputaciones falsas, é ideas depresivas del honor de D. Alvaro, hicieron concebir á muchos haber formado el designio de despojar á los ricos hombres, para congratular con sus bienes á sus más adictas criaturas, y establecer sobre las ruinas de la autoridad legítima un gobierno tirano y arbitrario; en fin, haciendo del terror el resorte más poderoso de la fuerza pública, amedrentaron á todos los ciudadanos, y se hicieron respetar. En sentir del mismo autor que hemos citado, la lectura de este manifiesto produjo un aplauso casi general; y los oficiales reales que al principio habían sido mirados como rebeldes, fueron reconocidos por los restauradores de la libertad pública. Pudiera fortificar este concepto sabiéndose cuanto ayudada el respetable influjo de los padres Armenta y Lebrón; con todo, los posteriores hechos están en contradicción con este juicio; si no es que se apele á la volubilidad con que improvisamente pasa la multitud de sin extremo á otro, viniendo á ser por lo común una presa asegurada de todo el que quiere seducirla.

Ya era tiempo de que los oficiales reales, con el cuerpo de ciudad, procediesen á poner un gobernador. Sin contradicción alguna recayó la elección en Domingo Martínez de Irala.

Véase aquí el centro á que desde lejos tiraba sus líneas este hombre artificioso. El autor de la Argentina manuscrita, ó falto de noticias, ó lo que es más verosímil, prostituyendo la verdad histórica al interés de familia, se empeña en justificar la conducta de este su abuelo materno 10. A creer su narración él se hallaba ausente de la ciudad, ignoraba todo lo sucedido, tocaba por sus achaques en los últimos extremos de la vida, lloró la desgracia de D. Alvaro, se opuso á aceptar el mando, fué necesario, á fin de reducirlo, emplear toda la eficacia de los ruegos, y por último sacarlo en brazos al público para que fuese reconocido. Si lo expuesto tuviera alguna certidumbre solo serviría para admirar hasta donde llega el disimulo del hipócrita más profundo. Los demás escritores atribuyen esta sublevación en mucha parte á los cálculos y secretos manejos de su detestable política. Lo cierto es, que poseedor de la autoridad usurpada, no la restituyó á su legítimo duelo, ni aun atajó el curso de sus ultrajes. Por el contrario, autorizó todas sus humillaciones y se hizo reo de una criminal condescendencia.

Aunque á favor de la mayor fuerza triunfaba el partido de los rebeldes, era preciso estar dispuesta á terribles agitaciones. Los hombres buenos á cuyo frente se hallaban Diego de Abreu y Ruiz Díaz Melgarejo, tomaron con un noble entusiasma el distintivo de la lealtad. Los despojos, las prisiones y las muertes no hacían más que irritarlos; un deseo de venganza alimentaba el odio de ambas facciones; todos andaban armados en la ciudad como si fuera un campo de batalla; bastaba el menor rumor para afirmar un juicio avanzado; en fin la provincia entera estuvo expuesta á ser sepultada bajo sus ruinas al vaivén de estas violentas turbulencias. Para poner remedio á estos males el partido más pujante tomó el bárbaro arbitrio de inquietar á Alvar Núñez en su prisión, y amenazarle que calmaría el tumulto arrojando su cabeza al pueblo si él no lo apaciguaba. No podía dudar este ilustre prisionero el riesgo que corría hallándose á discreción de unos hombres, que hollaban todas las leves, y estaban resueltos á inmolarlo en su pasión. Con deliberado acuerdo firmó una orden en que mandaba á todos los de su séquito prestasen obediencia al nuevo gobernador, y no alterasen el reposo público. Los rebeldes se hallaban muy cerciorados de la peligrosa situación de los espíritus, para que quisiesen inflamarle de nuevo, publicando un documento que comprobaba solemnemente sus violencias. Aun sin este poderoso estímulo, que no hubiera hecho sino empujar á los celosos ciudadanos, setenta de ellos, aconsejados de su propio valor, se confederaron para libertar al Adelantado de la opresión, y restituirlo á la posesión de su gobierno. Solo tropezaban en el escollo de qué siendo sentidos se aventuraba su vida al último trance, pues no era dudable que García Venegas, Hernández de Romo y Hernando de Sosa, estaban aparejados para coserlo á puñaladas al primer movimiento popular. En tan difícil coyuntura resolvieron que el Adelantado fuese el árbitro de su resolución. Aunque su persona se custodiaba con la mayor vigilancia, consiguieron por gran dicha, que una india de su sirviente, acomodando engañosamente un papel entre las uñas de los pies, lo llevase hasta sus manos. Aprovechándose Alvar Núñez de una pólvora que hizo fluir con saliva, dió por el mismo conducto una respuesta digna de sí. Lejos de inspirar ideas hostiles, reprobó todo el plan de su libertad, quiso más bien ser un juguete infeliz de la fortuna, que deberla á costa de sus amigos.

Esta resolución del Adelantado desarmó el partido de los leales. El de los rebeldes se entregó entonces sin ningún freno á la tiranía más opresiva; porque sordo Irala á los llamamientos de un pueblo desgraciado, y á la débil voz de sus obligaciones, abandonó la provincia a sus odios y a su avaricia, como si pagase en esta moneda el precio de su elevación. Cincuenta castellanos de la facción perseguida desampararon la patria, creyendo hallarla donde quiera pudiesen vivir libres. Muchos indios buscaron su asilo en los montes; y los que perseveraron bajo el yugo tuvieron por recompensa de su sumisión el funesto permiso de entregarse á sus vicios. A los sacerdotes Rodrigo de Herrera, Antonio de la Escalera y Luis Miranda, que con un santo celo se opusieron á estos desórdenes, no les valía su inmunidad para que dejasen de ser el juguete de unas manos sacrílegas. La licencia y la corrupción había llegado á punto que nada deshonraba.

Aunque combinados ya todos los medios, para asegurar la preponderancia, se gloriaban los rebeldes de haberlo conseguido; con todo, la presencia del Adelantado infundía todavía unos temores de que no podían desentenderse. Todos sus conatos los dirigieron desde aquí á acelerar su remisión á España, de un modo que asegurase sus esperanzas tan injustas, como lisonjeras. En un proceso formado con la más dolosa cavilación, no tuvieron vergüenza de añadir á la fealdad de su alevosía la de imputar á su gobernador los crímenes más horrendos. Aun no contentos con esto, repartieron al pueblo los modelos de las cartas, que debían escribir, para que la reunión de sentimientos hiciese concebir de la verdad. Pero no por esto pudieron impedir que los más celosos defensores de Alvar Núñez remitiesen secretamente otras piezas justificativas de su inocencia. Preparadas todas las cosas, y habiendo dispuesto que lo acompañaran en su viaje los oficiales reales Alonso de Cabrera y García Venegas, con López de Ugarte, gran confidente de Irala, lo sacaron custodiado á la sombra de una noche para embarcarlo. Hacían diez meses que toleraba su desgracia en un obscuro calabozo. Al respirar el aire libre y gustas la vista del cielo dio gracias de rodillas al Hacedor de todo, por haberlo encontrado digno de esta satisfacción, y volviéndose a los circunstantes les dijo en tono circunspecto que daba cierto valor á su justicia, dejaba por lugarteniente, en nombre del Rey, al capitán Juan de Salazar. El rencor de Venegas se exaltó de manera, que le puso un puñal á los pechos, amenazándolo con traspasarlo, si volvía á tomar en boca el nombre del rey. Apresuradamente fue metido en el bergantín, que dió á la vela el año 1544 en la misma hora, asegurado con nuevas prisiones. Estas desventuras de la suerte afligían su corazón; pero no impedían que su grande alma las dominase.

Tan abominable atentado no podía menos que hacer cada vez más odiable el poder usurpado, y precipitar el deseo de destruirlo. Con cautelosa diligencia convocó á su casa el capitán Salazar más de cien soldados de su facción, de quienes fué reconocido por legítimo teniente. Irala, cuyo precario mando era un suplicio rodeado de todos los cuidados inseparables del delito, no tardó en saber por medio de sus satélites todo lo que convenía á sus intereses. Sin la menor detención sitió la casa de Salazar con cuatro piezas de artillería, la batió, lo puso preso en consorcio de Melgarejo, Richelme, y Estopinan, hizo que en otro barco los condujesen hasta dar alcance al de Alvar Núñez, y disipó la tempestad. Pero otra aun más temible seguía los pasos de esta nave cargada con todas las iniquidades de la tierra. Al desembocar en el océano, parece que la esperaba el brazo vengador de la inocencia. Por espacio de cuatro días fué tan deshecha la borrasca, que todos creyeron su muerte inevitable. Cerca de aquel momento decisivo en que desaparecen las sombras, y solo queda la verdad, y en que el malvado intrépido no puede sostener la voz de su conciencia, conocieron los oficiales reales toda la enormidad de sus delitos. Se echaron á los pies del Adelantado, los humedecieron con sus lágrimas, le quitaron las prisiones, confesaron á gritos sus atentados, le hicieron de ellos una solemne reparación, y le suplicaron el perdón. Solo el corazón del hombre justo tiene derecho á la protección del cielo: en los casos desesperados es donde más se complace que solo aparezca su mano. Alvar Núñez prometió echar el velo del olvido á todo lo pasado; y nadie fué tan desconocido, que viendo callada la borrasca se creyese desobligado á su mérito y su virtud.

Iban á regresar á la Asunción, cuando Estopinan, primo del Adelantado, ó esperando mejor suerte en la metrópoli, ó temiendo nuevos desastres en la colonia, logró embarazarlo. Al cabo de tres meses tomó puerto el bergantín en una de las islas Azores. Ya hacía tiempo, que el corazón infiel de los arrepentidos había desaprobado lo que confesó su lengua engañadora. No menos empeñados que antes de la pérdida de Alvar Núñez tiraron á persuadir con afanosa diligencia al gobernador de la isla se apoderase de su persona á pretexto de haber violado los derechos de la nación, dando al pillaje la de Santiago. Esta delación tan cruda debía prevenir al más inadvertido, que provenía de un origen emponzoñado. En efecto, el gobernador la despreció como frívola y maliciosa. Confusos los oficiales reales tomaron otro barco, y consiguieron ponerse en la corte catorce días antes que Alvar Núñez. Presidía en esta sazón al consejo de Indias D. Sebastián Ramírez de Fuenleal, obispo de Cuenca. Sus vastos conocimientos en los negocios de América, su rectitud inapelable y su política llena de sagacidad eran prendas que hacían de su persona el más cumplido magistrado. Lejos de dejarse sorprender, advirtió en la relación de los oficiales reales todos los artificios del engaño se disponía á mantener con su castigo toda la energía de las leyes penales. Por dicha de estos murió en aquellos días dejando en la nación un sentimiento universal. Alvar Núñez se presentó en la corte con todo el tren de sus virtudes; tanto más dignas de ser premiadas cuanto más habían sido el objeto del vilipendio. Los oficiales reales no pudiendo sufrir su concurrencia desampararon el campo. Una muerte repentina acabó de ahí poco los días de Venegas. Cabrera perdió el juicio y mató á su mujer en un acceso de locura. Si los hombres fuesen cautos, estos fines desastrados evitarían otros muchos. Alvar Núñez después de un juicio de ocho años, y después de una sentencia de destierro, fué absuelto de todo cargo, y recompensado con una renta de dos mil ducados; pero no siéndole permitido volver á América, falleció en Sevilla lleno de días y de mérito en el seno de un ocio tranquilo 11, siendo prior del consulado. Estopinan y Salazar siguieron la misma fortuna. Este último volvió después al Paraguay á gozar su pingüe encomienda. A nadie debe parecer extraño que la justicia de Alvar Núñez se equivocase por algún tiempo con el crimen, y diese mérito á su sentencia de destierro. Contra un hombre, que en un lugar de corrupción, como el Paraguay, había tenido el coraje de ser virtuoso, preciso era que el odio, la envidia y la calumnia se armasen para echar sombras sobre su conducta, y poner, cuando menos, en problema su opinión. Lo que hay de extraño es que después que el tiempo ha descubierto las intrigas de sus perseguidores, haya escritor como el Señor Azara, que se complazca en renovar sus ultrajes. La verdad no está sujeta á juicios arbitrarios. Ella clama á favor de Alvar Núñez en la mayor parte de los historiadores. Si el señor Azara pretende derruirla, presume demasiado y viene tarde.