Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 8
 
 
Levántanse los Agaces. Alvar Núñez hace las paces con los Guaycurúes. Manda ahorcar unos caciques de los Agaces. Hace que Irala repita los descubrimientos. Parte a una jornada por el río Paraguay. Castiga a los Payaguáes. Llega hasta los Guajarapos. Resisten los españoles continuar adelante, pero los obliga Alvar Núñez. Introdúcese tierra adentro, y se ve obligado a retroceder. El capitán Mendoza entra a un pueblo de indios, donde encuentra una grande serpiente. Choque de Alvar Núñez con los oficiales reales. Su vuelta a la Asunción.


No podemos menos de lamentarnos de recorrer el campo de una historia, donde la mala fe, la perfidia, y las traiciones parece que brotan bajo la pluma del escritor. No pudiendo estos indios contrarrestar por un valor heroico la fuerza irresistible de sus invasores, muchos de ellos substituyeron en su lugar el fraude y el engaño. De esto se valieron por ahora los Agaces, enemigos los más intratables del nombre español. A pesar del nuevo ajuste con el Adelantado, el primer instante de su partida contra los Guaicurúes, fué el último de su fidelidad. Nunca les pareció más fácil desalojar á los españoles de la capital, que cuando vieron la debilidad de su guarnición. Con este designio se acercaron en gran número; pero la vigilancia de Gonzalo de Mendoza, á cuyo cuidado corría la ciudad, frustró todos sus conatos. Los bárbaros despicaron su saña talando los campos, y haciendo incursiones en que dejaron los estragos de su ánimo hostil. El Adelantado juzgó que era preciso llevar la guerra al centro de esta nación, y obligarla cuando menos á respetar las fronteras. Pero antes quiso dejar cubiertas las espaldas, trayendo á su amistad al no bien domado Guaicurú. Parece que los españoles por el derecho de la guerra reducían á esclavitud algunos de los prisioneros. Los indios extendían este derecho aún á matarlos y comerlos. Observa un escritor que la suerte de los prisioneros ha sido varia según las diferentes edades de la razón: los más salvajes de los hombres los atormentan, los degüellan o los comen; este es su derecho de gentes. Los salvajes ordinarios los matan sin atormentarles. Los semibárbaros los reducen á esclavitud. Las naciones cultas los rescatan. Que los indios de que hablamos redujesen á esclavitud los prisioneros, parece que lo autorizaba la justicia de su causa, unida á su estado de barbarie; pero que los españoles los imitasen, á más de que lo vedaban sus leyes, tenían contra sí la injusticia de sus empresas, y la cultura de su razón. Con todo, dando Alvar Núñez por un rasgo de generosidad la libertad á los prisioneros Guaicurúes, ensayó obligarlos de este modo á la correspondencia. Para esforzar más su liberalidad convocó á estos prisioneros y les expuso cuan doloroso lo había sido que los insultos de su nación le hubiesen puesto las armas en unas manos, que deseaba solo extenderlas para su beneficencia. Hizo así mismo que uno de ellos significase á los principales su buena disposición para ajustar una amistad, de que nunca tendrían que arrepentirse. El embajador peroró sobre esta causa ante los suyos con toda la vehemencia de que es capaz el que bendice aquel momento, en que, sin imaginarlo, pasa de un perpetuo cautiverio al dulce estado de libertad. Rara vez andan separados el valor y la gratitud. Los Guaicurúes hacían no menos alarde de valientes que de generosos. A los cuatro días siguientes vinieron veinte indios cabezas de familia. Introducidos á presencia del Adelantado se sentaron sobre un pié, dando á conocer venía de paso, y tomando uno de ellos la palabra habló con toda la franqueza de un guerrero. Tejió de pronto una larga historia de los triunfos con que su nación se había adquirido el predominio sobre las demás, no para hacer una vana ostentación de su valor, sino, antes bien, para encontrar en ella misma un justo motivo de suscribir sin abatimiento á su misión, pues nada parecía más debido como rendirse al que venciendo al vencedor de los demás había obscurecido todas sus glorias. La subordinación al rey, el paso franco á la predicación del Evangelio y la cesación de hostilidades en el territorio de los Guaraníes amigos y vasallos fueron los artículos de la capitulación. El Adelantado quedó muy complacido de haber concluido un ajuste, á que no habiendo concurrido la fuerza de las armas, ni los bajos medios de la política, estaba muy distante de la extorsión. Otras naciones enemigas siguieron el ejemplo de la Guaicurú, y la dominación española iba cimentándose cada vez más.

Todo lo que el partido español ganaba por este lado, lo perdía por los irreconciliables Agaces. Los odios que estos profesaban á los demás sus compatriotas, hacían que mirasen su adhesión al español como una razón más de aborrecerlo. Siempre atentos á devastar nuestras campañas, tenían amedrentados á sus habitantes con sus continuas rapacidades. Antes de dar principio á la guerra, vengó el Adelantado su enojo mandando ahorcar en varios árboles del campo á doce prisioneros de esta nación. Hecho inhumano con que hizo traición á su corazón, y afeó la bella historia de su vida. Este severo ultraje de las leyes sirvió á lo menos para que los Agaces se ahuyentasen á lugares remotos, que defendidos de pantanos impracticables cerraron la entrada al ejército español.

Observa bien el padre Lozano 6 la equivocación que padece el cronista Herrera 7 afirmando, que Alvarez despachó gentes á que poblasen el puerto de Buenos Aires en consideración de su importancia. El silencio de todos los escritores, y el afirmar el Licenciado Centenera, que esta ciudad no se repobló hasta el año de 1580 siendo uno de los que concurrieron á este acto, acreditan la legalidad del reparo. Pero no es menos digno de crítica el mismo Lozano, cuando poco después se contradice 8 asegurando que Alvar Núñez mandó dos bergantines con Gonzalo de Mendoza á socorrer á los que había despachado á poblar á Buenos Aires.

La ambición de Martínez de Irala murmuraba, aunque en voz baja, por verse reducido á un puesto subalterno. No se le escondía al gobernador que su mano proveía de alimento al fuego de la sedición, y que este para manifestarse solo esperaba el primer soplo que lo reanimase. Valióse mañosamente el Adelantado de la aptitud de Irala para sofocar este incendio, que él mismo preparaba. Obligólo pues á que con noventa castellanos partiese en tres bergantines á repetir los descubrimientos del Río Paraguay. Nada descubre tanto el fondo de reserva de este hombre artificioso, como ese sufrimiento con que sin inquietud ve desvanecerse las obras de su maquinación. Sabía que el modo de malograr un designio, era precipitarse á recoger un fruto, que aun no estaba en sazón. Afectando tranquilidad de ánimo partió á su destino el 20 de noviembre de 1542. Habiendo arribado al puerto de las Piedras, á setenta leguas de la Asunción, dispuso según las instrucciones del Adelantado, que ochocientos indios con tres castellanos se introdujesen por lo interior de la banda occidental y adquiriesen todas las noticias, que conducían al plan general del establecimiento. Las sugestiones del cacique Aracaré, que amotinó á los indios, malograron esta empresa, y aunque repetida por otros más fieles á quienes persiguió aquel, no tuvo otro éxito, que recoger trabajos, sustos y desengaños. Los tres castellanos y los indios de esta expedición no habiendo encontrado á Irala fueron molestados del cacique Aracaré; pero al fin lograron incorporarse á los de la jornada. Continuó pues Irala su derrota hasta un puerto, que intituló de los Reyes, situado en la nación de los indios Cacovés. Reconocidas estas gentes las encontró dedicadas á la labranza, y que daban indicios nada equívocos de poseer ese metal, ingrato objeto de tantos afanes. Con estas noticias dignas de dar á esta empresa un aire de importancia, volvió Irala á la Asunción. No quedaron sin castigo las infidencias de Aracaré, porque fulminando su proceso en la Asunción, y cayendo en manos de Irala á su regreso, pendiente de un árbol sirvió de escarmiento á los demás.

No se puede negar que la situación del Adelantado era una de las más difíciles y delicadas. Cuando entreteniendo á Irala en continuas expediciones parecía cortar los brotes de la sedición, renacían estos con más vigor por el fomento de los nuevos méritos, que él mismo lo obligaba á contraer. Los sucesos de la última jornada practicada por Irala animaban los deseos que alimentaba el Adelantado de reconocer por sí mismo unos descubrimientos, que llamaban las serias atenciones del vigilante interés. Pero la declaración de su propósito no hizo más que suscitarle contradicciones. Intenta acopiar víveres entre los indios, y cuestan estos batallas y victorias, que ganó Irala, advierten los oficiales reales el nuevo crédito con que va á realzarse, y envidiosos de esta nueva gloria se atraviesan con mil embarazos. Pero la firmeza del Adelantado disipó todos sus estorbos. Después de haber hecho regresar á los padres Armenta y Lebrón, evadidos furtivamente para promover ante el rey las calumnias de los sediciosos, y después de haber abolido las nuevas exacciones con que estos tenían agravados los antiguos abusos, detuvo sus empresas con el arresto de sus personas. Irala que todo lo dirigía á sus fines con tanta destreza como constancia, parecía no hacer papel en esta escena; pero era bien averiguado, que sembraba con arte la discordia, que estaba unido de intención con los demás, y que respiraba en secreto su venganza.

A despecho de sus enemigos con cuatrocientos españoles y ciento cincuenta indios de guerra puso en obra su partida el Adelantado en 1543, dejando el mando al capitán Juan Salazar de Espinosa, y llevando consigo á Irala, dos oficiales, Pedro Dorante y Felipe de Cáceres, cuyos movimientos convenía observarlos muy de cerca; aunque el autor de la Argentina manuscrita dice, que también fué Alonso de Cabrera. Con próspera fortuna, unos por tierra, y otros por mar, llegaron hasta el puerto de Itapitán donde se embarcaron todos, y prosiguiendo el viaje, arribaron al de la Candelaria, ese sitio aborrecible por tantos infortunios. Al hombre de candor y buena fe es tanto más fácil engañar, cuanto imposible que él engañe. Toda la grande experiencia que se tenía del trato doble de los Payaguáes, no puso á cubierto al Adelantado para impedir que se burlasen de su credulidad. Seis indios de esta nación, contrahaciendo la inocencia con toda propiedad, se presentaron en su presencia, y dándose por enviados de un cacique principal, ofrecieron a su nombre poner en su poder dentro de un día natural, hasta sesenta y seis cargas de ricas joyas y presas, que fueron los despojos del desgraciado Juan de Ayolas. Cuando consideramos el indiscreto asenso que dió Alvar Núñez á esta torpe ficción, no tememos asegurar que los indios la comenzaron, ni que su gran deseo lo concluyó. Pasado con mucho exceso el término del emplazamiento sin que los ofertantes verificasen su promesa, y sabiéndose que los indios invadían á cara descubierta las canoas más lentas del convoy, conoció la burla el Adelantado, más tarde de lo que debiera. Su ofensa personal al verse sonrojado de uno bárbaros, el agravio de las armas españolas concurrieron para resolverlo á la venganza. A beneficio de una emboscada de embarcaciones que dispuso con arte y sagacidad, logró dar una descarga á los agresores, que le dejó sobrada materia al arrepentimiento. Canoas echadas á pique, indios destrozados por las balas, otros reducidos á cautiverio, sus caciques ahorcados en los bosques fué el triste resultado de la pasada burla. Viendo al pacífico Alvar Núñez tan fieramente encarnizado, es fácil reconocer aquí las preocupaciones odiosas tanto tiempo funestas al género humano.

Bien satisfecho su enojo contra los Payaguáes, continuó su marcha hasta la tierra de Guajarapos y Guatos, con cuyas naciones trabó amistad, haciendo intervenir todos los medios que podían cautivar su voluntad. El 25 de Octubre llegó la división de este río, que partido en tres brazos forma con el uno un gran lago, y hace con los restantes la isla de los Orejones; grande, poblada, abundante, amena y tan deliciosa, que mereció llamarse el paraíso. Fueron recibidos aquí los españoles con una cortesanía nada común á los otros pueblos. Estos gigantes atractivos los inclinaba á levantar un establecimiento que podía servir de escala á esta importante navegación, y de entre-puerto á la comunicación del Perú. Observaremos en adelante lo que costó á la España haberlo despreciado. A la penetración del Alvar Núñez no podían escaparse estas utilidades pero, ó temiendo enflaquecer sus fuerzas con esta división, ó reservándose elegir lo mejor después de bien examinado el terreno, resistió por ahora este proyecto. Su resistencia causó en el ejército una fermentación, que estuvo en vísperas de declararse en alboroto popular. “¿A qué fin, gritaban en voz alta, principalmente los veteranos, habitar siempre en países salvajes, consumirnos en fatigas, exponernos á nuevos riesgos, sin tener una fortuna asegurada? ¿Qué buscamos en los desiertos, en los bosques y en los países inundados donde sólo nos saludan antropófagos? ¿Y á la vista de nuestros compatriotas que las enfermedades quitan de nuestro lado, qué podemos esperar sino una suerte semejante? Seamos prudentes á sus expensas, y sin ir á buscar más lejos esos tesoros quiméricos, que parece huyen de nosotros, ¿por qué no hemos de gozar el bien que hoy día nos presenta la Providencia? Cuando más, busquen los jóvenes ese oro, mientras pasamos en un ocio tranquilo los cansados años de nuestra vejez.” Los principales de la tropa se acercaron al Adelantado y le expusieron cortésmente estas bien fundadas quejas: pero tomando por su parte la palabra les dijo, algo demudado: ¿Son españoles estos que yo oigo hablar así? ¿Hemos dejado la España, nuestros padres, nuestros amigos, por venir á buscar tierras y gozar en la obscuridad una vida blanda y ociosa? Para eso, ¿qué nos faltaba en nuestra patria? Yo me imagino ver aquí unos muchachos, que por recoger manzanas desprecian los tesoros cuyo precio no conocen. El emperador, nuestro señor, nos ha enviado á este nuevo mundo para conquistarle provincias y asegurarle la posesión de las riquezas, que ellas encierran en su seno; es necesario, ó morir, ó emplear la vida en experimentar mayores males; conviene á nuestro honor corresponder á la confianza con que nos ha honrado este gran príncipe. Yo sé cuales son mis obligaciones y las vuestras; á mi me toca daros el ejemplo; vosotros lo seguiréis, si fuéseis dignos del nombre que tenéis.

Este raciocinio calmó los ánimos, y se dejaron conducir hasta el puerto de los Reyes, donde arribó la armada, no sin crudos trabajos y fatigas. Fué muy cumplido el regocijo cuando á poco de haber recorrido el campo, encontraron á estas gentes tan humanas, como si cada cual limitase su ambición á ser amigo de los españoles, y pusiese su felicidad en servirlos. Nacía sin duda esta mansa índole de su profesión agricultora, y de ese tal cual culto, aunque á fingidas deidades, que no sin asombro de los huéspedes advirtieron en estos indios, con exclusión de los que hasta entonces habían tratado. En ocasión tan oportuna, no podía estar sin ejercicio el celo activo de Alvar Núñez. Dispuso pues que se formase una capilla provisional donde se propuso dar á estos naturales una alta idea de nuestros misterios, y les habló del rey y de la religión con toda la dignidad de un enviado. El comisario Armenta acabó esta pasajera instrucción, no con el éxito que vanamente se lisonjeaba sino con aquellas engañosas señales, que manifestando convencimiento dejan siempre idólatra al corazón. Prueba de ello fué que intentando destruyesen sus ídolos, los defendieron con sus lamentos, como quien veía su propia ruina unida a la de su culto. No obstante esto, con un celo precipitado, ellos se quemaron á presencia de los indios, quedando muy pasmados de que el cielo no volviese por su causa.

El señor de más nombradía en estas comarcas era el cacique Jarayes, de quien recibe el nombre este célebre lago. No descuidó Alvar Núñez en diputarle una embajada solicitando su alianza, ni el cacique en recibirla con la más atenta cortesanía. Sentado este señor en una hamaca de finísimo algodón, que le servía de trono, rodeado de trescientos cortesanos, y decorado de un tren de magnificencia correspondiente á su poder, escuchó con señales de majestuoso agrado las proposiciones de amistad, que hacían el objeto de esta legacía, y cargando de dones y caricias á los embajadores los despachó, para que convidasen de su parte al general y su tropa, tuviesen la bondad de acercarse hasta su pueblo á darle el singular honor de conocer á unos hombres, que inmortalizaba la fama, y recibir los oficios de su gratitud y beneficencia. Aun no satisfecho con esto, destinó á un vasallo principal suyo, no solo para que cumplimentase de su parte al general español, sino también para que le sirviese de fiel guía en caso de resolver la prosecución de sus empresas. No debe admirar tanta humanidad en un bárbaro: la razón y la equidad son de todos los lugares y los tiempos y dictan los mismos sentimientos, si no se hallan contradichos por otros usos corrompidos. Los embajadores Héctor Acuña y Antonio Correa, con el enviado del cacique, volvieron al campo español, y refirieron al Adelantado todo lo expuesto, quien quedó muy complacido. En los ocho días que tardó esta embajada se incorporó á la armada la división de Gonzalo de Mendoza con noticias muy adversas. Estas fueron que los Guarapos, según decían los españoles, por una bajeza igual á la generosidad de los Jarayes, habían quebrantado la fe de los tratados, invadiendo alevosamente el bergantín del capitán Agustín Campos, á quien le mataron cinco españoles, fuera de Bolaños que se ahogó, y que persuadiendo á las naciones vecinas la vana invencibilidad de los españoles las excitaban á una conspiración general. No creyó el Adelantado debía retardar sus proyectos, por castigar este hecho. Aprovechando los momentos resolvió su marcha por tierra hacia el rumbo del Poniente con trescientos españoles y los demás auxiliares. El capitán Juan de Romero teniendo á sus órdenes cien castellanos y doscientos indios amigos, quedó en custodia de la armada.

Sabiendo que la mayor parte del ejército español iba arrastrado por el freno de la obediencia, que maseaba á pesar suyo, fácil es conjeturar no sería muy aventurado el éxito de esta marcha. En efecto, vencidas ya cinco jornadas por bosques tan espesos, en que fué preciso, á veces, abrirse camino con los brazos, manifestó sus incertidumbres el conductor Jarayeno. No debía ser de mucha consecuencia este accidente, supuesto que se supo por otro más perito, que á diez y seis jornadas, aunque no fácil tránsito, venía ya á tocarse el término tan buscado. Pero los mal contentos se atrincheraron de este pretexto en una junta ante el general para que prevaleciese su intento. Alvar Núñez echó de ver que en la disposición de los ánimos eran muy arriesgadas resoluciones absolutas; sacrificando su juicio á la quietud pública, tuvo la prudencia de ceder. Aunque quedó decretado el regreso al puerto de los Reyes, dió orden, con todo, para que el capitán Francisco de Rivera, con seis castellanos y pocos bárbaros, guiados del indio práctico, se avanzase hasta un lugar llamado Tapuá. El entretanto experimentó en el puerto lo poco que servía el débil muelle del temor, para poner una amistad al abrigo de la inconstancia. Estos salvajes excitados, en la ausencia del ejército, por los influjos de los Guarapos, y dando oído á las voces agonizantes de su religión, de sus costumbres y de su libertad, entraron en el proyecto de deshacerse de los españoles por medio de una traición. La vuelta de Alvar Núñez calmó esta borrasca. Sospechando los caciques algo traslucido su designio, intentaron disculparse. No pasaron del todo sus excusas, porque estimó el general debía asegurarse de un terror verdadero por una severidad simulada. Afectó al vivo un acceso de irritación, y mandó ponerlos al borde del suplicio, donde sabía muy bien sería interesada su compasión por los ruegos de su gente. Esta lo desarmó en efecto, y aprendieron los indios, á su costa, á ser más cautos.

Aunque moderados los españoles con las severas órdenes de su jefe no daban materia al sentimiento de los bárbaros: los odios y las venganzas por todas partes se unían á sus pasos. Para ser una nación aborrecida basta por lo común ser conquistadora. Faltos de víveres los españoles, fué despachado el capitán Gonzalo de Mendoza en solicitud de buscarlos. Los Arrianicocíes, parcialidad vecina, llevaron su arrogancia hasta negar por su justo precio los alimentos, de que abundaban y de presentarle batalla en desprecio de sus pacíficos requerimientos. Aunque en número de cuatro mil contra ciento veinte castellanos y sesenta indios amigos, se dieron vergonzosamente á la fuga á los primeros tiros de fusil. Mendoza entró á su pueblo que encontró desierto de habitantes, lo entregó al saco, y regresó cargado de víveres, y otros despojos. Antes de retirarse los españoles encontraron en la plaza de este lugar una gran torre de gruesos maderos, que terminaba en figura piramidal. Este era el templo de una serpiente monstruosa, que estos bárbaros habían erigido en divinidad, y á quien mantenían con frecuentes sacrificios de carne humana. Abultaba por el medio tanto como un novillo, cuya mole iba en degradación hasta las extremidades: la cabeza casi cuadrada, los ojos muy pequeños, pero vivos y centellantes; la boca en extremo grande con cuatro formidables colmillos, ó como quieren otros, con órdenes de agudísimos dientes; su largura de veinte y cinco pies (otros se extienden hasta veinte y siete) cubierta de una piel dura y atezada, menos hacia la cola, cuyos colores tan varios como vivos asentados sobre escamas de tamaño de un plato, que á trechos formaban ojos perfectos, añadían ferocidad al monstruo. La vista de este objeto de mecanismo tan horrible causó en todos los circunstantes una sensación de pavor. Pero se aumentó mucho más cuando herido de un tiro de arcabús, arrojó un bramido descomunal, y se azotó contra las paredes con tal ímpetu, que hizo temblar la tierra y estremecer el edificio. Con todo los españoles le dieron muerte.

Los ánimos de los oficiales reales, irritados por una sed de venganza, no perdonaron ocasión de malquistar al Adelantado. Más porque se le mirase con todo el odio de un injusto opresor, que por verdadero celo de los reales haberes, pidieron ante su tribunal el quinto de la presa. Consistía esta en mantas de algodón, pellejos, barros y otras pequeñeces de esta clase. Observemos aquí de paso, que, sofocando así la voz de la equidad, y atropellando las reglas de la buena fe, vinieron á ser estos empleos en América un objeto de abominación. La tropa, dueña del despojo, manifestó sus inquietudes con señales de sedición. Los oficiales reales se aplaudían de un hecho tan favorable á sus intentos; pero el Adelantado se había establecido por ley suprema ser siempre dueño de sí mismo, y le era fácil hallar recursos en su genio para contrariar sus pasiones las más vivas. Después de haber reprendido unas exacciones injustas con que se hacía odioso el nombre del rey, declaró por libre el despojo, y aseguró las resultas con cuatro mil ducados de su sueldo. Bastó esto para sosegar el tumulto, hacer que recayese la odiosidad en los mismos que se la procuraban. La aversión con que el señor Azara mira las cosas de Alvar Núñez, le hace adoptar la opinión de que el Adelantado fué el que se amparó de la presa y arrestó al comandante, que la reclamaba para los soldados. La historia detesta la parcialidad. Nosotros seguimos la mayor parte de los historiadores con quienes concuerda en esta parte la Argentina manuscrita.

Con estos sucesos concluyó el año de 1543. A principios de él volvió de su jornada el capitán Francisco de Rivera. La relación de este viaje es de un convencimiento sin réplica del tino con que Alvar Núñez meditaba las empresas; y que debería triunfar de la oposición mas obstinada, si alguna vez tuviese influjo la verdad sobre una pasión interesada en obscurecerla. Después de veinte y un días de continuada marcha por entre bosques muy espesos, pero abundantes de subsistencia, llegó Rivera á un pueblo de la Nación Tapecoráes; fué recibido de un indio con urbanos miramientos; registró con sus ojos las piezas de oro y plata de que eran propietarios; supo que aquellas tierras encerraban tesoros muy sobrados para despertar la codicia más dormida, y se instruyó de que á tres jornadas existía una nación con la que los españoles tenían relaciones de comercio. Es verdad, que estas noticias venían mezcladas con el éxito azaroso de una fuga precipitada, á que debieron la vida Rivera y todos los suyos, dando al mismo tiempo sus heridas un testimonio irrefragable de su peligro; porque irritados los indios á la vista de los Guaraníes sus antiguos enemigos (como escriben algunos) resolvieron acabar con todos; pero el ejército español no tenía que temer que estas animosidades hubiesen inutilizado sus designios. Sobre este principio no desesperó el Adelantado de reducir á su tropa, y hacerla entrar en antiguos sentimientos. Pero todo fué en vano. La vuelta á la Asunción se publicaba no en el sumiso tono de la súplica, sino en el imperioso del mando. Las enfermedades habían empezado á grasar en el ejército, y las inundaciones del río hacían los caminos bastante impracticables. Todas estas consideraciones obligaron al general á desistir de su intento, y publicar la vuelta luego que llegase el capitán Fernando de Ribero, que con un bergantín había partido en busca de víveres.

No pudo esta verificarse con la prontitud deseada, porque aprovechándose los Socorines y Jaqueces, unidos con los Guarapos, de las dolencias del ejército, dieron principio á sus incursiones, cautivando cinco españoles que inhumanamente destrozaron. Este primer suceso los alentó á otras empresas: cincuenta y ocho españoles murieron á sus manos, sin que pudiesen nuestras armas vengar su sangre. Con no menos denuedo persiguieron la marcha por el río. Pero al fin logró esta tocar en la Asunción el 8 de Abril del mismo año. El capitán Juan de Salazar tenía á esta sazón aprontado un ejército muy numeroso para castigar á los rebeldes Agaces; pero las disensiones intestinas, de que hablaremos, embarazaron las operaciones de este armamento. Si fuese lícito entretener con hechos fabulosos la curiosidad de los lectores, extractaríamos aquí la relación que formó de su viaje el capitán Hernando de Rivera. Pero los conocimientos de las edades posteriores, han desacreditado demasiado la existencia de estos pueblos, regidos y habitados de puras mujeres; cuya perpetuidad era debida á la cohabitación que en cierto tiempo del año hacían con los hombres sus vecinos y enemigos, á quienes mandaban los varones que nacían quedándose con las hembras. El capitán Rivera harto crédulo á las noticias que le comunicaron los Urtueses dió tanta fe á esta quimera, á la heroicidad de esta raza y á las portentosas riquezas de estas regiones, que no dudó trasmitirlas á la posteridad bajo el juramento más solemne. La critica desprecia los juramentos que se oponen á la verdad.