Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 7
 
 
Cabeza de Vaca solicita el Adelantazgo del Plata, el que se le concede. Fórmanse algunas ordenanzas para el gobierno de la provincia. Se hace a la vela el Adelantado, y llega a Santa Catalina. Su viaje por tierra, y su recibimiento en la Asunción. Promuévese la conversión de los indios. Obstáculos que se experimentan. Nombra a Martínez de Irala por maestre de campo, y lo destina a nuevos descubrimientos. Vence Riquelme al cacique Tabaré. Arrogancia de los Guaycurúes. Son vencidos.


El anhelo a las riquezas hizo que algunos particulares trocasen en estos territorios una fortuna asegurada por otra contingente. La experiencia debió abrirles los ojos para conocer que siendo estos países exhaustos de metales, y no produciendo por entonces ningún fruto que pudiese entrar en la balanza del cambio, era este un bien poco menos que imaginario. Pero como es esta una pasión a quien irritan sus mismos desengaños, los medios de curarla los obstinaban a exponer esa fortuna a nuevos riesgos. Así venía a suceder que la codicia se hallaba castigada por la codicia misma. Los armadores en la expedición de Diego García se engañaron, pero al fin fundaban su esperanza en el crédito de las riquezas con que este nuevo mundo hizo que el viejo le volviese los ojos. D. Pedro de Mendoza incidió en el mismo error; pero fue con las muestras en las manos que hizo correr la ligereza de Gaboto. El armamento del Veedor Alonso de Cabrera fue en parte una consecuencia del tratado con Mendoza, y aunque el rey ayudó en estas jornadas, el aumento de la dominación a que dirigía sus auxilios era siempre un interés que daba lugar a estos sacrificios.

La nave Marañona de la expedición de Cabrera estaba de regreso en España, y con ella el pormenor del estado de la conquista. En la serie de estos acontecimientos hablaba con elocuencia la voz de la miseria. Pues con todo, véase aquí un nuevo aventurero, que solicita la provincia con empeño.

Este es el memorable Alvar Núñez Cabeza de Vaca, más célebre por sus desgracias, que por sus pretendidos milagros. Era este caballero nieto del Adelantado Pedro de Vera, cuyas proezas militares en tiempo de los reyes católicos redujeron la gran Canaria a una provincia de Castilla. Alvar Núñez se vio empeñado en esta ruta del honor con todo el entusiasmo que podía inspirarle un ejemplo doméstico tan brillante. Pasó a la América con Pánfilo de Narváez en la desastrada expedición, que tenía por destino la conquista de la Florida. De cuatrocientos hombres que componían este armamento, solo cuatro, entre ellos Alvar Núñez, escaparon la vida en la borrasca; pero tan al arbitrio de la suerte, que bien fue necesario atribuirles un milagroso don de la curación, con que se hacían gratos a los bárbaros, para libertarlos en los diez años que sufrieron su cautiverio. Nos parece más verosímil que aquel aire lleno de franqueza y de afabilidad, a que rara vez se resisten los corazones más despiadados y que por un privilegio de la naturaleza era tan propio de este ilustre prisionero, fue toda la virtud con que logró amansar la fiera condición de los bárbaros. Por lo demás una santidad a prueba de milagros toca en los ápices de la perfección y nunca se ha visto pasar a América en busca de fortuna. No escarmentado Alvar Núñez con sus pasados infortunios, solicitó el Adelantazgo del Río de la Plata con todo el empeño de un acalorado pretendiente. A favor de sus servicios, y de ocho mil ducados con que ofreció costear una nueva expedición, sin dispendio del real erario, se le concedió este gobierno a condición de haber muerto su propietario Juan de Ayolas; ocupando el grado subalterno de su teniente en el evento contrario. Así se capituló en 18 de Marzo de 1540.

No ha faltado quien mire la civilización como un pasajero que progresivamente va buscando los países templados y ricos en vegetales. No hay duda que atendido el curso natural de la cultura, la esterilidad del terreno ha debido retener al hombre por más tiempo en la vida salvaje. Pero un feliz concurso de causas políticas puede invertir este orden, y establecer en él la vida social, con anticipación a otro más fecundo. Vióse esto palpablemente en las ingratas regiones del Perú, con respecto a las de estas provincias todas salvajes, a pesar de su capacidad para fructificar cualquier semilla alimenticia. El interés del vasallaje hizo que los reyes de España se apresurasen a introducir la cultura de estas regiones; pero solo hasta aquel grado que fuese compatible con la odiosa calidad de colonos. Estos bárbaros crueles, antropófagos, despiadados, y no amando a sus mujeres con ardor, carecían de la más fuerte atadura de la sociabilidad. Por otra parte, la falta de medios para subsistir desterraba toda idea de unión y de amistad y los tenía en perpetua guerra.

La introducción del cristianismo, algunas semillas para el cultivo de nuevos frutos, algunos animales domésticos y ciertos artículos correspondientes al buen orden, fueron los medios que por ahora puso en práctica la corte de España bajo la dirección de este Adelantado. Pondremos aquí los más dignos de su memoria.

Primero: “Que se propagase la religión cristiana con el mayor esmero”. No es dudable que este era el medio más eficaz de dar a este estado una forma regular y consistente; pero la austera verdad de la historia no permite disimulos incompatibles con su imparcialidad. Es preciso confesar de buena fe, que este arduo empeño se hallaba erizado de unas dificultades, tantos más difíciles de superar, cuanto ellas nacían de los mismos profesores de la fe. El duro tratamiento de estos conquistadores tenía de tal modo enajenados los corazones de los indios, que para rehusar el cristianismo, bastaba verlo profesado de sus tiranos. Bajo la misma opresión alimentaban el deseo de libertarse, y este era inconciliable con la resolución a un estado, que en su concepto de necesidad la perpetuaba. Por otra parte las costumbres corrompidas de sus nuevos dueños, su insaciable sed de riquezas, sus odios mutuos excitados por el deseo de dominar, y en fin sus disoluciones sin más términos que los del apetito, era preciso que cuando menos pusiesen muy en duda la santidad del Evangelio. No era fácil persuadirles que estos cristianos de que hablamos, se hallasen convencidos de unas verdades que tanto despreciaban, ni que tuviesen mucho temor a un Dios cuya justicia provocaban.

Segundo: “Que no pasasen abogados, ni procuradores a estas partes.” Había ya acreditado la experiencia cuanto atrasaba la población el abuso de estos causídicos, que a favor de la distancia interpretaban las leyes a su antojo, y venían a ser otra cosa que los instrumentos más nocivos las pasiones.

Tercero: “Que los castellanos y los indios pudiesen tratar libremente.” El libre ejercicio de los cambios y demás contratos es uno de los medios más eficaces para la civilización, y el que parece abrazar todos los bienes comprendidos en la esfera de los deseos. Trae su origen de ese derecho de propiedad de que el hombre es tan celoso, por cuan sería esta muy incompleta, si al derecho de gozar no se uniese la facultad de disponer. Los conquistadores abusaban de su poder contra los indios en esta parte; pero los reyes de España, ¿abusaban menos del suyo contra unos y otros imponiendo restricciones al tráfico?

Cuarto: “Que de los tenientes se apelase a los gobernadores, y que la relación de las operaciones de éstos se remitiese al consejo.” Tenía por objeto esta ordenanza desarmar el fiero despotismo subalterno a que estimula el espíritu de conquista, cuando lo alienta la impunidad. Otra era necesaria para poner término al de los reyes. Sin ella no podía haber vida, fortuna, derecho, ni propiedad asegurada.

Como si quisiera el nuevo Adelantado y gobernado forzar la fortuna a que le resarciese el tiempo y las fatigas vanamente empleadas en buscarla, partió prontamente de San Lúcar el 2 de noviembre de 1540 llevando bajo su mando, según la probable opinión, cinco embarcaciones y cuatrocientos hombres fuera de la gente de mar. En Marzo del siguiente año arribó a la isla de Santa Catalina, donde hizo saltar a su gente y veinte y seis caballos de cuarenta seis que se embarcaron. Sirvióle de no pequeño consuelo encontrar aquí a los padres Armenta y Lebrón de la orden franciscana, que con un celo verdaderamente heroico desempeñaban las funciones del apostolado. Fuese fastidio de la navegación, fuese por haber perdido dos embarcaciones, dicen, o más bien por un deseo de adquirir prácticos de los lugares y naciones, a que pretendía extender las influencias de su mando, emprendió por tierra viaje a la Asunción, habiendo entrado primero por el río Itabuco, y despachado por mar a Felipe Cáceres con todos los inválidos. En esta jornada fue donde haciendo conocer Alvar Núñez, que sabia poner a sus deseos límites más estrechos que a su poder, y que si se manifestaba armado era para proteger a los débiles, dio pruebas de su bondad, seguramente, más gloriosas que las victorias. Los indios habitantes en este dilatado espacio se admiraban de que un hombre fuese capaz de tanta beneficencia. Con sus personas y sus bienes, puestos a los pies del Adelantado, no creían hacer más que honrar la virtud misma. Después de haber tomado posesión de estas tierras, dando a la provincia el nombre de Vera, entró por fin en la Asunción el 11 de Marzo de 1542 sin más desgracia que la muerte de un solo hombre. Poco después arribaron las embarcaciones, no habiendo tenido en el transito otro accidente azaroso que la escasez de víveres de que fueron socorridos por las prudentes prevenciones del Adelantado. En más riesgo se hallaron las balsas que desde el río Paraná despachó con algunos enfermos, imposibilitados de seguir la marcha por tierra; pues atacados de doscientas canoas de indios necesitaron todo su valor para salir libres de aquel peligro. Estas llegaron un mes después que el Adelantado.

Los españoles de alta dase recibieron en la Asunción al gobernador con más urbanidad que verdadero agrado. Ellos se asombraban con las particularidades de su jornada; pero querían más bien dice un escritor, atribuirles a un prodigio del cielo, que a unas virtudes, que no estaban en disposición de imitar. Cuando la historia haya puesto a la vista el cuadro de infelicidades que sobrevinieron a la provincia en tiempo de este gobierno, nadie podrá excusarse de preguntar, ¿cómo un justo que siempre hablaba con la virtud y el ejemplo más poderoso que las leyes, pudo ser ocasión de tantos desastres? Es que nunca son más temibles los vicios de un pueblo corrompido, que en el peligroso trance de hallarse reprimidos.

El Adelantado no defirió un momento el artículo de la religión, tan digno de su celo y tan conducente a acreditar la fidelidad de su empleo. Convocó al clero, le manifestó la voluntad del rey, le recomendó el buen tratamiento de los indios, como medio necesario para facilitar su conversión y lo hizo responsable de esta causa, que sin traición su ministerio no podía abandonar. Juntó también a los indios, exhortándolos a recibir la religión, les produjo un razonamiento lleno de aquellas verdades primitivas, que no dejan de percibirse aunque ofuscadas entre la nube de los errores. Convirtiendo después el Adelantado sus atenciones a las cosas del gobierno, hizo reseña de la gente y se encontró con más de mil trescientos españoles. Confirió luego empleo de maestre de campo a Martínez de Irala. Esta ya fue una falta con que empezó él mismo a labrarse sus gracias. Exigía su seguridad no autorizar demasiado a un ambicioso con todos los talentos que lo ponían en aptitud de ejecutar un mal designio, y que acostumbrado al mando, era de presumir sufriría con impaciencia otro sobre él. El suceso acreditará este rasgo de política. Alvar Núñez no era capaz de incidir en la baja timidez de un silencio pernicioso; sabiendo cuan justificada era la aversión que los oficiales reales se habían concitado por la odiosa altivez de su conducta, reprimió con varonil entereza sus vejaciones, y los contuvo entre los justos límites de sus deberes. Un disimulo artificioso cubrió sus odios hasta lograr ocasión de satisfacerlos. El Adelantado empezó a conocer aunque tarde, el error de haber armado a Irala, y usó alguna vez de la política para retirar de su lado un émulo tan peligroso. Hizo, pues, que con trescientos hombres avanzase los descubrimientos del río más allá del puerto de Ayolas, hasta encontrar otro más cómodo por donde pudiese realizar el proyecto tan deseado de comunicar con el Perú. Irala desempeñó esta comisión como hombre de espíritu y sagacidad; subió hasta el puerto de los Orejones, que después llamaron de los Reyes, cien leguas más arriba del antiguo descubrimiento; trabó amistad con aquellos pueblos de índole pacífica; se informó de todas las naciones que ocupaban lo interior del tránsito; y cargado de oportunos conocimientos dio vuelta a la Asunción. El Adelantado había empleado este tiempo en ajustar nuevas paces con los inquietos Agaces; siempre temibles por sus continuas piraterías a pesar de los tratados.

En este estado se hallaban las cosas cuando un incidente interrumpió la cesación de hostilidades. El cacique Tabaré, señor de la provincia de Ipané, poseído de una noble altanería, y teniendo la sujeción de sus vasallos al dominio español como una afrenta que deshonraba su autoridad, los excitó a sacudir el yugo. Antes de tomar las armas quiso Alvar Núñez darse un aire de justicia. Sabía que en su pueblo se hallaba prisionero un hijo del desgraciado portugués Alejo García, de quien dijimos que habiendo penetrado los confines del Perú, murió a manos de los asesinos Guaraníes. La consecución de este prisionero le pareció de mucha importancia, por lo que sus luces podían conducir al gran proyecto de internación. No era muy de esperar que el fiero Tabaré accediese a un pacífico rescate; con todo, Alvar Núñez se lo hizo proponer por medio de indios amigos, esperando dar con su repulsa una nueva justificación a su causa. En efecto, con una osadía ignominiosa y cruel cerró el bárbaro todas las vías de conciliación; su respuesta fue quitar la vida a los emisarios, dejando a uno solo con ella, para que fuese mensajero de su atrocidad y desprecio. Contaba este cacique con unas fuerzas capaces de desempeñarlo en su querella. Consistían estas en ocho mil indios esforzados de su parcialidad, fuera de otros muchos aliados, y en su capital fortificada con tres órdenes de gruesas estacadas, a que antecedía un gran foso de circunvalación. Toda la mansedumbre del Adelantado no fue bastante para tolerar un agravio que interesaba lo más vivo del honor. El capitán Alonso Richelme con trescientos soldados y más de mil indios dirigió su marcha al pueblo de Tabaré con ánimo resuelto de expugnar esta fortaleza, donde con todas sus fuerzas se hallaba acantonado el enemigo. Los requerimientos de paz producían en estos bárbaros un efecto contrario. Una inopinada salida obligó a los españoles a valerse de todo su ardimiento para no ser desordenados. Después de una vivísima acción, en que los bárbaros resistieron con un valor inesperado, al fin fueron rechazados. Por otra parte el capitán Camargo, que con una compañía y cuatrocientos Guaraníes venía cargado de vituallas, fue asaltado con generoso ímpetu de un trozo de enemigos, en cuyo lance acaso hubiese perecido a no haberle dado la victoria, aunque con mucha pérdida, el desaliento de que se dejaron apoderar con la muerte de un caudillo. Estos antecedentes pusieron a los españoles en la necesidad de abreviar el asedio con un asalto general y decisivo. Las cosas se disponían para ello cuando, saliendo los bárbaros por dos puertas, se arrojaron con un coraje tan resuelto, que penetraron por nuestro real y se apoderaron de la plaza de armas. Avergonzados los españoles, embistieron con aquella noble emulación, que asegura la victoria; y aunque fue vigorosa la resistencia, consiguieron recuperar el campo perdido. La resolución del asalto estaba tomada, y así se practicó. Los indios hicieron una de las defensas más obstinadas y más dignas de mejor fortuna. Los españoles necesitaron de toda la ventaja de sus armas para triunfar y quedar dueños de la plaza; año 1542. Se contaron hasta cuatro mil muertos, y tres mil prisioneros por parte de los vencidos; por el lado de los vencedores murieron de los españoles diez y seis soldados, y fueron heridos más de ciento; de los indios amigos, entre muertos heridos, fueron muchos.

Hizo tal impresión en los bárbaros esta derrota, que los seguía a todas partes la sombra del terror. Los fugitivos a la cabeza del humillado Tabaré, con los demás pueblos adyacentes, vinieron poco después a jurar un eterno vasallaje con tal que se les perdonasen las vidas. Richelme usó con moderación de la victoria; no sólo les conservó la vida sino que dejo a Tabaré en posesión del cacicazgo. Restablecida la tropa de sus fatigas, regresó a la Asunción donde recogió muchos honores entre el estrépito de júbilo militar.

La paz y la tranquilidad son sumamente necesarias para curar las llagas de un estado. Pero la calamidad de estos tiempos no daba lugar a otra cosa que a estar siempre ceñido de este fierro homicida, y siempre manejando esas armas competidoras de los rayos. Los Guaraníes se hallaban bajo la tutela del poder español. Por este principio sus agravios les tocaban muy de cerca, como también la necesidad de vindicarlos. Los más urgentes en el día eran los que les inferían los Guaicurúes, nación muy numerosa, atrevida, guerrera y cruel, quienes por sus violentas depredaciones tenían infestado el país. A la política de los conquistadores le era muy interesante acreditar el valimiento de su protección. Con esto lograban sojuzgar a todos, ya aficionando a los imbéciles, ya rindiendo a los más fuertes con el auxilio de sus mismos compatriotas. Alvar Núñez dio orden para que los padres Armenta y Lebrón con el presbítero Francisco de Andrada hiciesen entender a los Guaicurúes que prontamente restituyesen cuanto tenían usurpado, desistiesen de la guerra contra sus aliados, prestasen obediencia al César y no impidiesen en su territorio la publicación del Evangelio. Un lenguaje tan nuevo para los oídos de estos bárbaros, proferido por quien, sin derecho, llano, se erigía en juez de un pueblo libre, y lo lo sujetaba a la obediencia de un dueño, que él no había elegido, amotinó de tal modo su soberbia, que bien fue necesaria toda la escolta de cincuenta soldados, para que estos mensajeros no pagasen con sus vidas el precio de su temeridad. Sin embargo, no fue pequeña dicha de la escolta escapar con algunas heridas.

Era este un atentado muy insolente en el juicio de los españoles; el Adelantado se resolvió a vengarlo por sí mismo. Habiendo nombrado por cabos subalternos a Irala y a de Salazar, pasó el río con quinientos españoles de infantería, diez y ocho jinetes y dos mil Guaraníes, suministrados por el escarmentado Tabaré. Vivían los Guaicurúes tan satisfechos de sí mismos, que desdeñaron todo preparación, como vergonzoso indicio de cobardía. Todos dispersos los de esta tribu según su costumbre, tuvieron necesidad los españoles de darles tiempo a la reunió. Sin haberlos aun sentido, asentaron su pueblo tres leguas de nuestro campo. En el silencio de la noche logró este ponerse en proporción de que sus espías escuchasen los cantares llenos de arrogancia y valentía, con que alimentaban su vanidad en menosprecio del español. Al siguiente día se avistaron los dos ejércitos. No pudiendo sufrir el Guaicurú ver violado su territorio, acometió al español con más impavidez que cordura.

A pesar del estrago que hacía la artillería, sostuvo el choque heroicamente, y no sin daño de los nuestros. Lo que no pudo conseguir la viva fuerza, obró un temor ilusorio. Había dispuesto el Adelantado que los pretales de los caballos estuviesen guarnecidos de muchos cascabeles. En lo más vivo del combate acometieron éstos de tropel, llevando en el ruido y la novedad un sobresalto capaz de sorprender el coraje más prevenido. Un pavor frío se apoderó de los bárbaros y les hizo caer las armas de las manos. Desordenados y vencidos, buscaron en la fuga el único modo de recobrarse. No fue de sentir el general se siguiese el alcance; porque los Guaraníes aun no se habían restablecido del temor; y porque era muy de recelar emboscadas a cada paso, de un enemigo jamás acostumbrado a ceder. Cubierto de esta gloria, que hasta aquí nadie había merecido, regresó con todo su ejército a la Asunción.