Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 4
 
 
Lastimosa situación de los españoles en Buenos Aires. Sitio de los Querandíes. Partida del Adelantado a la fortaleza de Corpus Cristi y su vuelta a España. Crueldades de Galán. Sucesos de la Maldonado.


La deplorable situación de estos españoles hacía en este tiempo un contraste horroroso con la felicidad prometida. Las manos que a su partida sentían ya el peso del oro y de la plata, caían desfallecidas por su propia miseria; los enemigos que despreciaban como imbéciles se habían ya familiarizado con la sangre española, y aprendían de sus propios contrarios el arte de vencer, los menos temibles de los bárbaros eran los que huían a los montes, y que dejándoles un suelo estéril, los ponían muy vecinos a los extremos de la necesidad; el hambre era tan ejecutiva y clamorosa, que quitó de sobre los objetos más chocantes el velo de la repugnancia, que habían hecho contra la naturaleza y la costumbre; y aun así no pudieron muchos preservarse de morir a sus filos; pero con todo, el descontento entre ellos mismo soplaba el fuego de las facciones, y debilitaba su poder, de que fue buena prueba la muerte del capitán Medrano, cosido a puñaladas en su cama. El general, que debía con su firmeza inspirar el aliento, se hallaba a punto de expirar por la memoria de tantos infortunios, que emponzoñaban todos sus días. Era preciso que todas estas cosas les convenciesen, que donde habían buscado conquistas hallaban su sepulcro. Para remedio de tantos males, despachó el Adelantado al capitán Gonzalo de Mendoza en busca de víveres, y a Juan de Ayolas para que hiciese algún útil descubrimiento. Ambos partieron a su destino, llevando orden de avisar entre cuarenta días su resultado. Pasados estos, poco faltó para que a lo menos el Adelantado con la mitad de la gente que tenía, llevase a ejecución su propósito de abandonar esta empresa, y restituirse a Castilla.

Aparejadas todas las cosas para la marcha, desistió de ella por ahora con la llegada de Ayolas, las buenas noticias de su amistad con los Timbúes, y los víveres que condujo del puerto de Corpus-Cristi, donde dejó al capitán Alvarado con cien soldados. Bien fue necesario todo este auxilio, para no llegar a perecer en el más peligroso de los conflictos, a que pudieron reducirlos las furias desatadas de los Querandíes. Animados con sus pérdidas mismas, solo la ruina de sus autores era, en su juicio, capaz de repararlas.

Un crecido número, que los historiadores primitivos hacen subir hasta veinte y tres mil hombres entre los suyos y los aliados, a quienes habían acalorado con la historia lastimera de sus desgracias, se presentaron ante la ciudad con ánimo resuelto de vencer, o no sobrevivir a su aflicción. Fue su primera diligencia poner cerco a la ciudad. Los más osados la asaltaron por varias partes, pero fueron rechazados por los sitiados, cuyo valor crecía a vista del peligro. El destrozo que hacía en ellos la artillería les hizo recurrir a un arbitrio muy superior a su disciplina, y que no desdeñaría el más ingenioso arte de pelear. Con un diluvio de flechas, que por uno de sus extremos llevaban materias combustibles, consiguieron muy en breve reducir a pavesas la ciudad, cuyos techos eran de paja. Al mismo tiempo destacaron por mar un grueso cuerpo a incendiar toda la armada. Cuatro embarcaciones mayores, menos su gente que se trasbordó a otras cercanas, no escaparon la combustión. Las otras, que se hallaban provistas de bombardas, previnieron igual fracaso, arrojando sobre los indios tantas balas, que los obligaron a buscar su seguridad en la fuga. El sitio fue levantado con gloria de los españoles, quienes solo perdieron treinta soldados y un alférez, quedando de los enemigos cubierto el campo de batalla. Sucedió este acaecimiento el año de 1535.

Por muy honrosa que fuese esta victoria para los españoles, no podía dejarles mucha materia de regocijarse. Si habían salvado sus vidas, era para reservarlas a otros peligros, que por todas partes amenazaban. De los mismos vencidos Querandíes, eran de quienes más dependían los vencedores. En esta coyuntura tan difícil hizo el Adelantado reseña de su gente, y solo encontró quinientos sesenta españoles, fuera de los pocos que Juan de Ayolas había dejado en destacamento para guardia del presidio que levantó en Corpus Cristi. La mayor parte de los que faltaban perecieron en brazos del hambre. Esta se dejaba sentir de nuevo; y era forzoso prevenir sus efectos apelando prontamente al remedio. Después de haber el Adelantado embarcado cuatrocientos hombres y conferido la tenencia del mando al capitán Ayolas, marchó río arriba en su compañía buscando una fortuna menos ingrata. Pero esta era un bien fugitivo que solo de lejos lo halagaba. En el viaje se le murieron muchos, y la mitad de la guarnición de Corpus-Cristi había corrido la misma suerte. A pesar de la buena acogida que le hicieron los Timbúes, su ánimo se cubría cada vez más de sombras melancólicas, cuando advertía el estado de esta expedición a que se dio en principio una confianza orgullosa; continuó la dificultad de retroceder; y estaba en la vigilia de aniquilarse por un orden inesperado de sucesos infaustos. Todo ocupado de su tristeza, cayó en un desfallecimiento mortal, que desmentía con mucha mengua su antigua reputación. Habiendo despachado a su teniente llevando consigo trescientos soldados con el objeto de hacer descubrimientos por el río, y esperando inútilmente sus resultas, volvió a revivirse con más fuerza la resolución de regresar a España. Púsola por obra haciendo primero escala en Buenos Aires. Adonde quiera que volvía los ojos le salta al encuentro el dolor. Aquí vio también con amargura disminuida en la mitad la población a los rigores del hambre, y próxima a sucumbir la otra mitad. Aunque la llegada del capitán Gonzalo de Mendoza, que conducía bastimentos del Brasil, y en dos embarcaciones la gente del capitán Mosquera, dio algún ensanche al pesar, su partido estaba ya tomado: él se hizo a la vela para España. La desgracia la seguía muy de cerca: tuvo la última acabando sus días en el viaje sobre un lecho de angustias y miserias el año de 1537. Parece que el antiguo crédito de D. Pedro de Mendoza, fue más bien obra de la fortuna que de la naturaleza. Cuando aquella lo abandonó, desapareció su heroísmo, y sólo quedaron sus flaquezas. Sin genio, sin talento, sin valor, y lo que es más, sujeto a las pequeñeces de las pasiones, que envilecen al último del pueblo, no había nacido para grandes designios. Sin duda él mismo ayudaba la malos suerte a labrar sus infortunios. El primer eslabón de esta cadena fue la muerte de Osorio; razón fuera que el último fuese la suya.

Volvamos un poco más atrás. El Adelantado a su partida para el fuerte de Corpus-Cristi, encomendó el mando de Buenos Aires al teniente Francisco Ruiz de Galán. A este hombre, a quien pintan los historiadores con los colores más odiosos, le había tocado en suerte una alma dura, montada sobre la atrocidad, para que fuese el suplicio de los de su especie. Mandando ahorcar tres soldados, que en los últimos apuros del hambre, hurtaron un caballo y lo comieron; y obligando en rigor de justicia a una mujer a que se prostituyese a un marinero, o le restituyese el pez, que bajo este pacto le había dado, debemos reconocer en su persona a un malvado, que violando todas las leyes se atraía la execración del universo. ¡Qué principios! ¡Qué hombres para enseñar equidad a los salvajes! Estos hechos no debieran manchar la historia, si no enseñasen hasta que punto el abuso del poder puede degradar la dignidad del hombre. A más de esto ellos preparan el ascenso a otro mucho más inhumano, si no en todas sus circunstancias como lo han concebido los historiadores copiándose unos a otros, a lo menos en lo que tiene relación al carácter de esta fiera.

Se cuenta comúnmente, que una mujer llamada Maldonado, a quien los crueles rigores del hambre le parecieron menos soportables que el tratamiento de los bárbaros, burló la vigilancia de los centinelas, se evadió clandestinamente de la ciudad. Buscando albergue la noche misma de su fuga, entró desprevenida en una cueva que la deparó su destino. No hubo dado el primer paso, cuando descubrió una leona formidable. El pavor y la admiración se disputaron la posesión de su alma: aquel infundido de un miedo natural; ésta de sus halagos inesperados. Sufría la bestia los dolores de un trabajoso parto; el sentimiento que la ocupaba le hizo olvidar por este instante los de su fiera condición; toda temblando en ademán de pedir socorro, se acercó mujer, y despidió en su idioma gemidos capaces de enternecerla. La Maldonado ayudó a la naturaleza en esos momentos dolorosos, en que no parece, sino que a pesar suyo echa a luz un ser, a quien generosamente dio la vida. Llena la leona de reconocimiento, se tomó el cuidado de conservar sus días, trayendo a la cueva mucha presa, que dividía entre sus hijos y su benefactor. Duró este cuidado lo que tardó la naturaleza en dar a los cachorros la fuerza necesaria para buscarse por sí mismos el sustento. Viéndose la Maldonado sin apoyo, salió de su retiro y siguió el curso de su fortuna; pero no tardó mucho tiempo en ser cautiva de los indios. Uno de ellos se aficionó de su trato y la tomó por mujer propia. Corriendo el tiempo la rescataron los españoles de Buenos Aires. Gobernaba todavía el tirano Galán; cuya servicia no se daba por satisfecha mientras no hollaba las leyes de la naturaleza, que respetaron los bárbaros y las fieras. Como si no estuviese bien purgado el delito de la fuga con tantos sustos y aflicciones, la condenó a que ligada a un árbol fuera de la ciudad muriese a los rigores del hambre, o fuese pasto de animales devoradores. A los dos días siguientes fueron varios españoles a reconocer el destino de esta víctima. ¡Cuál fue su sorpresa, cuando encontraron a sus pies una leona y dos leonzuelos, que velaban en guarda de su vida! Eran éstos esa familia deudora de sus beneficios, y con quien había pasado en tan grata compañía. Retirada la leona a una distancia, dio bien a conocer en su aire de mansedumbre la seguridad con que podían los españoles acercarse a desatarla. Así lo hicieron, llevándose a la Maldonado, y una lección con que los brutos enseñaban a los hombres a ser dementes. La leona, y sus leoncillos siguieron algunos pasos la comitiva, dando aquellas señales de ternura, que sabe sacar del pecho la amistad. Los soldados refirieron fielmente al comandante todo lo sucedido. Avergonzado acaso éste de ser inferior a las bestias, dejó con vida a una mujer a quien el cielo tan visiblemente protegía.

La fuga de esta mujer, su buena acogida entre los salvajes y la terrible sentencia que sufrió, todo es muy análogo y conforme a la situación de la plaza, a las costumbres de estos indios y al genio despiadado de Galán. Por lo demás tiene esta historia 3 todos los caracteres de un romance, ideado a gusto de un siglo en que el sello de lo maravilloso, concedía a los hechos más increíbles inmunidad de todo examen.