Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 2
 
 
Vuelve Gaboto a su fuerte de Santi-Espíritu. Destruyen los Charrúas el de San Juan. Parte Gaboto a España. Suceso trágico de Lucía Miranda. Desamparan los españoles a Santi-Espíritu. Se establecen en la costa del Brasil. Vencen a los portugueses.


Después que concluyó Gaboto su campaña en tierra de Guaraníes, regresó a su fuerte de Santi-Espíritu, situado en la boca de Carcarañá, al poniente del Paraná. Los indios vecinos a esta fortaleza eran los Timbúes, gente mansa, dócil y sensible al dulce placer de la amistad. A beneficio de estas prendas sociales y del buen trato de los españoles, se mantenía este puesto en perfecta tranquilidad. Los prevenidos comedimientos de Gaboto acabaron de solidarla con señales recíproca de una alianza verdadera. Entretanto, otra suerte muy contraria corría el de San Juan. Las gentes de Diego García se habían hecho insoportables para los Charrúas sus vecinos; la guerra siempre entre ellos estaba abierta, y con atenta indiferencia espiaban éstos estos descuidos para librarse de su opresión. Lograron su designio una madrugada en que los españoles se hallaban entregados al sueño: mataron muchos de sorpresa; pocos escaparon a las naves; ninguno quedó en su antiguo puesto. El silencio de tres años desde la partida de los agentes, que despachó Gaboto, causaba en su ánimo mortales inquietudes. Ya los encontraba sospechosos de complicidad con los émulos, que le granjeó la jornada a las Molucas; ya se persuadía que los apasionados a Diego García habían hecho revivir sus derechos con toda fuerza que pudo añadirles la violencia. Lleno de estos recelos dejó sin venganza la acción de los Charrúas por pasar prontamente a España en 1530, donde lo llamaban sus pretensiones. El suceso parecía haber acreditado la prudencia de su resolución. La Capitanía General del Río de la Plata le fue conferida en título. Pero esto no era más que una caricia de la fortuna para que le fuese menos amarga su desventura. Al mismo tiempo tuvo orden de no volver a este destino. Influyeron sin duda en esta resolución las quejas expresadas con toda la vehemencia del sentimiento de aquellos tres desdichados que se segregó Gaboto del trato de los hombres.

Dos años habían pasado después de la partida de Gaboto, y la fortaleza de Santi-Espíritu conservaba su paz inalterable. Gobernaba este fuerte un hombre de distinguido mérito. El talento, el valor, la rectitud y la prudencia formaban el carácter de Nurio de Lara. Una severa disciplina, sostenida por el ejemplo, quitaba a los suyos toda ocasión de desmandarse; pero esto todavía no lo ponía a cubierto de un desastre, correspondiendo acaso una nación enemiga a cada uno de sus soldados. Su propia seguridad le dictó cultivar cada vez más la amistad de los Timbués. Por medio de una afabilidad respetuosa ganó sobre ellos un imperio a que no alcanza la fuerza más armada. La buena inteligencia y los oficios de la cordialidad más expresiva apretaban de día en día los nudos de esta útil alianza. Con todo, en el seno de esta amistad, iba naciendo una pasión que había de ser tan funesta, como el odio más sanguinario.

Mangora, cacique de los Timbúes. a pesar de ser un bárbaro, no pudo resistir los tiros inflamados del amor. Había entre los españoles una dama llamada Lucía Miranda, mujer del valeroso Sebastián Hurtado, y esta era la que a los principios de un agasajo, inocentemente abría al bárbaro una herida, que jamás había de curar. No fueron después tan secretas las inquietudes el cacique, que no las advirtiese la Miranda. Con suma discreción procuraba ocultarse de sus codiciosas miradas, esconder unos ojos cuyas chispas habían producido tanto incendio. Aunque en el fervor de su pasión daba Mangora a sus deseos cierta posibilidad que no tenían, no dejaba de advertir que no valdrían remedios ordinarios a un mal casi desesperado. Entre aquel torbellino de deseos llamó a consejo a su hermano Siripo, no con la indiferencia del que duda, sino con el empeño del que busca un compañero de delito. Después de una porfiada disputa, en que Siripo manifestó el despejo de su razón, por último, a fin de huir la nota de cobarde, la pérdida de los españoles, menos de Lucía, quedó entre ambos decretada. La fuerza abierta era inútil contra una sangre tan fecunda de héroes. Una traición era lo único a que podía apelar, porque un traidor era solo lo que en estos tiempos temía un español.

Sabía Mangora que el capitán Rodríguez Mosquera, como dice Ruiz Díaz, el capitán García, con cincuenta de los suyos, entre ellos Hurtado, se hallaba ausente en comisión de buscar víveres para la guarnición extremosamente debilitada. Con toda diligencia puso sobre las armas cuatro mil hombres, y los dejó en emboscada cerca del fuerte, quedando prevenidos de adelantarse al abrigo de la noche. él entre tanto, seguido de treinta soldados escogidos y cargados de subsistencias, llegó hasta las puertas del baluarte; desde aquí, con expresiones blandas de la simulación más estudiada, ofreció a Lara aquel pequeño gaje de su solícito buen afecto. Los nobles sentimientos del general eran incompatibles con una tímida desconfianza, y por otra parte hubiese creído hacerse responsable a su nación, enajenando con ella un buen aliado. Recibió este donativo con las demostraciones del reconocimiento más ingenuo. Pero algo más se prometía el pérfido Mangora. La proximidad de la noche y la distancia de su habitación, le daban derecho a esperar para sí y los suyos una hospitalidad proporcionada al mérito contraído. No lo engañó un deseo, que era tan propio de la nobleza de Lara. Con suma generosidad les dio acogida bajo unos mismos techos; y mezclados unas gentes con otras, cenaron y brindaron muy contentos, como si ofreciesen sus libaciones al Dios de la amistad. Cansados del festín se retiraron. El sueño oprimió a los españoles y los dejó a discreción del asesino. Mangora entonces, comunicadas las señas y contraseñas, hizo prender fuego a la sala de armas; abrió a su tropa las puertas de la fortaleza, y todos juntos cargaron sobre los dormidos, haciendo una espantosa carnicería. Los pocos que de los españoles, como Pérez de Vargas y Oviedo, pudieron lograr sus armas, vendieron muy caras sus vidas. Lara con un valor increíble repartía en cada golpe muchas muertes; pero en su concepto nada era, mientras quedaba vivo el autor de esta tragedia; respirando estragos y venganzas buscaba diligente con los ojos a Mangora; al punto mismo que lo vio, se abrió paso con su espada por entre una espesa multitud, y aunque con una flecha en el costado, no paró hasta que la hubo enterrado toda entera en su persona. Ambos cayeron muertos; pero Lara con la satisfacción de haber dado su último suspiro sobre el bárbaro, y saber que en adelante no gustaría el fruto preparado por la más vil de las traiciones.

Ninguno escapó la vida en esta borrasca, a excepción de algunos niños y mujeres, entre ellas Lucía Miranda, víctima desgraciada de su propia hermosura. Todos fueron llevados a presencia de Siripo, sucesor del detestable Mangora. Una centella escapada de sus cenizas prendió en el alma del nuevo cacique en el momento que vio a Lucía: él consintió de pronto que aquella cautiva haría el dulce destino de su vida. Se arrojó a sus pies, y con todas las protestas, de que es capaz un corazón que hervía, le aseguró que era libre, siempre que condescendiese en hacer felices sus días con su mano. Pero Lucía estimaba en poco, no digo su libertad, más aun su vida, para que quisiese salvarle a expensas de la fe conyugal prometida a su esposo que adoraba. Con un aire severo y desdeñoso rechazó su proposición, y prefirió una esclavitud, que le dejaba entero su decoro.

Siripo encomendó al tiempo el empeño de vencer su resistencia: lisonjeándose de que la misma fortuna era su cómplice. Al siguiente día de la catástrofe, volvió al fuerte Sebastián Hurtado. Su dolor fue igual a su sorpresa, cuando después de encontrar ruinas en lugar de fortaleza, buscaba a su consorte, y solo tropezaba con los destrozos de la muerte. En él no se había verificado, que el primer momento de la posesión es una crisis de amor: el tiempo mismo lo afirmaba, y lo hacía necesario a su existencia. Luego que supo que Lucía se hallaba entre los Timbués, no dudó un punto entre los extremos de morir, o rescatarla. Precipitadamente se escapó de los suyos, y llegó hasta la presencia de Siripo, jamás una alma sintió con más disgusto la acedía de los celos, como la de este bárbaro a la vista de un concurrente tan odioso. Su muerte fue decretada inmediatamente. Bien podía Lucía tener preparada su constancia para otros infortunios; todas las fuerzas de su alma la abandonaron en el peligro de una vida, que estimaba más que la suya. Ella consiguió la revocación de la sentencia, pero bajo la condición de que eligiese Hurtado otra mujer entre las doncellas Timbúes, y que en adelante no se tratasen con las licencias de la unión conyugal. Acaso por ganar partido en el corazón de Lucía, tuvo Siripo, como algunos afirman, la humana condescendencia de permitirles que se hablasen tal cual vez. Pudo ser también, que en esto tuviese mucha parte el artificio y que fuese su intención ponerles asechanzas, sabiendo cuanto irrita a las pasiones una injusta prohibición. Lo cierto es, que habiéndolos sorprendido en uno de aquellos momentos deliciosos, en que recibían sus senos las lágrimas de un amor inocente y perseguido, y en que consolándose mútuamente, hallaban las recompensas de sus penas, mandó que Lucía fuese arrojada a una hoguera, y que puesto Hurtado a un árbol muriese asaetado. Uno y otro se ejecutó en 1532.

Una ruptura de amistad tan por entero entre Timbúes y Españoles, convirtió en odio implacable la pasada alianza, y no les dejaría a estos, otro partido que el de abandonar el fuerte de Santi Espíritu. El capitán Mosquera, jefe de estas tristes reliquias, pudo salvarlas navegando de costa en costa hasta el puerto llamado Igüa, distante veinte y cuatro leguas de San Vicente, establecimiento portugués.

Con esta retirada quedó del todo evacuado el Río de la Plata, término fatal de tres expediciones, que deberán desalentar al espíritu de conquista, faltando aquí el motivo de ensoberbecerlo con sus conquistas mismas. Es muy de presumir, que si la causa de la humanidad hubiese entrado directamente en el proyecto de estas empresas, hubieran sido menos desgraciados. No hay nación por bárbara que sea, que no se rinda al imperio del beneficio. Hacerles conocer a estos salvajes el plan de sociedad con todos sus encantos, trazado por la naturaleza, y de que estaban tan distantes; aficionarles al yugo suave de la ley, para que detestando sus antiguas abominaciones, concibiesen amor al orden; ponerles en las manos los instrumentos de esas artes consoladoras, cuya falta no les dejaba recursos contra las calamidades de la vida; en fin comunicarles todo el bien posible, economizar la sangre humana, manifestarse siempre dementes y atestiguar un santo respeto a la libertad; véase aquí al camino que para dominar hubiesen tomado los españoles, si la experiencia y la razón más ilustrada de nuestros tiempos hubiera podido socorrerlos. En su falta, juzgaron estos indios que debían sacrificar a su seguridad unos hombres, cuyos pasos llevaban delante por lo común el terror y la codicia. Bien avenidos los españoles con los naturales del país formaron su establecimiento, contando por mucha dicha verse, hacía dos años, distantes de enemigos. ¿Pero cuando se halla lo bastante el que tiene por vecino a un envidioso? Martín Alfonso de Sosa, gobernador de San Vicente, los observaba con todo el disgusto, que infunde el odio nacional, y buscaba un pretexto de incomodarlos. Fácilmente lo encontró en la acogida que habían dado a un hidalgo portugués desterrado por su corte. Por medio de requerimientos mezdados de amenazas les hizo notificar que dentro de tercero día jurasen obediencia al rey de Portugal, o desamparasen una tierra comprendida entre sus límites. Este golpe de autoridad ofendió enormemente la vanidad española, y excitó su valor hasta la desesperación. Aunque sin más defensa, que sus espadas y sus brazos, se prometían una victoria, que no podía esperarse sin temeridad. Pero parece que la fortuna se complace por lo común en ponerse de parte de los osados. En esta ocasión fue muy oportuno su influjo, trayéndoles a sus manos una presa, cuyo auxilio coronó después su valor y acreditó sus esperanzas. Un corsario francés se hallaba andado cerca del puerto, del que algunos marineros habían salido a tierra en busca de refrescos. Simulando los españoles ser los mismos, lo tomaron una noche de abordaje, y adquirieron abundantes armas y municiones, con que sostener el ataque a que se hallaban sentenciados. El general portugués con ochenta soldados bien armados y un gran número de auxilios vino por mar y por tierra, a cumplir la palabra en que estaba comprometido. No le salió feliz su animosidad; porque, acercándose a la trinchera lo saludó con una descarga de cuatro piezas de artillería, que desconcertó todas sus medidas, y puso en huida su amedrentado ejército hasta un bosque inmediato. Aquí lo aguardaba una emboscada de veinte españoles y cuatrocientos cincuenta indios amigos, quienes, cargando a un tiempo con los del fuerte, los destrozaron. Los españoles, llenos de denuedo, prosiguieron la victoria, entraron a la villa de San Vicente, la entregaron al saco y cargados de despojos se retiraron a su baluarte. Acaeció este suceso el año de 1534. El deseo de evitar sangrientas disensiones los obligó a desalojar este puesto, y tomar la isla de Santa Catalina, que sin disputa pertenecía a la Corona de Castilla; aquí perseveraron hasta el arribo de Gonzalo de Mendoza.