Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
LIBRO I - Capítulo 1
 
 
Descubre Solís el Río de la Plata. Su muerte. Viaje de Diego García. Entrada de Gaboto. Levanta éste varios fuertes. Vence a los Agaces. Introduce el nombre del Río de la Plata. Llega Diego García. Continúa Gaboto en el mando.


Treinta y cinco años iban corridos desde el descubrimiento de la América, cuando el anhelo español por nuevas empresas crecía en proporción de las ya vencidas. Como si fuese poco haber hallado un nuevo mundo, que reprobaba la razón misma, se pretendía atravesar por uno de sus estrechos, y abrirse paso al mar del Sud en busca de las Molucas. A este pensamiento atrevido daban fomento los intereses de nación, en que tenía no poca parte un sentimiento de gloria digno de aquellos tiempos.

El temor de que Portugal previniese este útil hallazgo aceleró las disposiciones de la corte. Fue una de ellas confiar a la pericia de Juan de Solís, natural de Lebrija, piloto el más acreditado de su edad, todo el éxito de esa brillante expedición. No pudo ser más acertado este nombramiento. Navegando este insigne náutico por los años de 1508 con Vicente Núñez Pinzón había sido el primero que extendió velas europeas en el famoso río llamado entonces Paranaguazú. Con dos navíos de su mando zarpó del puerto de Lepe, el 8 de octubre de 1515 y tomando la costa del Brasil, sobre sus propias huellas, suplicó esta vez el reconocimiento, que por un efecto de inadvertencia pudo escaparse antes a su penetración. Este suceso le pareció bastante lisonjero y digno de que eternizase su memoria: mudado el nombre nacional del río, llamóse en adelante de Solís. Era forzoso reconocerlo, y advertir todas las ventajas que ofrecía su situación local; embarcado en una carabela, costeó lo largo de su ribera septentrional, y vino a ser en breve un objeto de sorpresa para la admiración de muchos bárbaros, que ocupaban aquella playa. No halagaba tanto a Solís su vista, cuanto las señales que les daban de una acogida favorable. Como si quisiesen aplaudir su llegada le alargaron las manos cargadas de presentes; y para afianzar más su confianza tomaron el expediente de dejarlos y retirarse. Todo esto no era más que un insidioso artificio de la traición más execrable. Solís se entregó sin precaución en los brazos de esta amistad aun no probada, y dio a costa de su vida una lección, con que deben escarmentar los temerarios. Con pocos compañeros, y todos desarmados, saltó en tierra, más bien como si fuese a insultar la fortuna, que a reconocer el terreno. Se hallaba ya fijado el período de sus días. Salieron entonces de Charrúas de una emboscada, que tenían puesta a las orillas de un arroyo entre Maldonado y Montevideo, que por este acontecimiento se llama de Solís; los mataron, y comiéndolos a vista de la carabela, gustaron todo el fruto de su perfidia. La prudencia condenará siempre este hecho de Solís como una trasgresión palpable de sus leyes; pero la historia publicará la elevación de su genio, el mérito de sus descubrimientos, la intrepidez de su valor; y no dudando que la España debe en mucha parte a sus fatigas haber puesto bajo sus leves este hemisferio, hará se reconozca en su persona al digno émulo del gran Colón. Los de la carabela, con un hermano de Solís y, su cuñado Francisco Torres, retrocedieron sin dilación en busca de la capitana. Todos juntos conocieron entonces, que era preciso obedecer a este funesto acontecimiento, y sin más deliberaciones tomaron su partida para España. Reputando el Señor Azara, en el capítulo 1º, tomo 2º de su viaje, por famosa la costumbre entre estos bárbaros de alimentarse de carne humana, omite esta circunstancia en la muerte de Solís. Tendremos ocasión de hacer ver, que es más conforme la opinión de esta costumbre a los hechos constantes de esta historia.

Al paso que la corona de Portugal se manifestaba solícita en dilatar sus conquistas por este lado del globo, España parecía haber renunciado sus pretensiones al río de Solís. Casi diez años sucedieron en que se vio desatendido este importante objeto. Todo era consecuencia de su peligrosa situación. Los inmensos cuidados que rodeaban el trono muy de cerca, eran suficientes por sí solos para ocupar los senos más vastos de un monarca. La España, los estados de la casa de Borgoña, el imperio de Alemania, lo descubierto de la América, etc., todas estas posesiones puestas en manos de un solo hombre, formaban una máquina de resortes muy complicados, expuestos a romperse al primer choque, si el genio, el esfuerzo y la política no concurrían a dirigirlo con inteligencia y sagacidad. Tanto más que a las disensiones intestinas se unía una enconada rivalidad de poder, siempre funesta a los estados, empeñados en disolverla. Hubiera sido pues poca cordura por entonces echar a los extremos unas fuerzas, que debían obrar en el centro. Las cosas de esta parte de América tomaron otro aspecto luego que el emperador Carlos V se vio establecido sobre el trono de sus padres. Sin perdonar diligencia juzgó que era preciso oponer una barrera al proyecto de engrandecimiento que iba realizando Portugal en el Brasil. De resultas de una capitulación entre la corte y el conde D. Fernando de Andrade con otros ricos hombres; Diego García, vecino de Moguer, acompañado del piloto Rodrigo de Arca, tuvieron orden de continuar los descubrimientos del desgraciado Solís. La armada, compuesta de un navío y dos embarcaciones menores, se hizo a la vela el 15 de agosto de 1526 del puerto de la Coruña.

No fue tanta la diligencia que evitase la prevención de Sebastián Gaboto. Era este veneciano, uno de los más célebres astrónomos de su tiempo, y se había propuesto labrarse una brillante fortuna sobre el cimiento de sus servicios. Los hechos a la corona de Inglaterra en el descubrimiento de Terranova le parecieron muy sobrados para justificar sus esperanzas; pero las ingratitudes de esta corte mortificaron su amor propio, y lo obligaron a mudar de dueño. Refugiado a la España halló en ella la carrera abierta a la dicha. El título de piloto mayor del reino, con que le favoreció el emperador, condecoró debidamente su persona; pero él quiso hacer ver que lo merecía. Después que la nave Victoria concluyó su vuelta al globo, las riquezas de las islas Molucas unidas a las de Tarcis, Ofir y el Catayo Oriental, aunque solo gustadas en idea, realizaban en los espíritus todo el placer de la avaricia. Gaboto no hizo más que imitar esta pasión guiándola por sí mismo hacia este bien muchas veces funesto. Concertose con algunos comerciantes de Sevilla para una expedición por el estrecho de Magallanes, que debía tener por resultado la adquisición de estos preciosos frutos. El rey aprobó este ajuste y añadiendo el sello de la autoridad pública, ayudó en parte a los gastos, y quedó Gaboto habilitado para este viaje. Aunque no con pequeñas dificultades que le suscitó la emulación, salió en fin de Sevilla en Abril de 1526, llevando cuatro navíos de su mando con 600 hombres. La experiencia acreditó en breve, que no poseía aquella ciencia, que, calculando los medios con los obstáculos, sabe burlarse de la fortuna. En un viaje dilatado más allá de su intención, se halló falto de víveres, con una gente disgustada, que no sabiendo manejarla, ostentaba sin temor la altiva libertad de sus antiguas costumbres. Su situación lo obligó a tomar el puerto de Patos a la altura de los 27 grados de latitud. Llegaban hasta aquí los términos de la nación Guaraní, señora de casi toda la ribera marítima. El fiero natural de estos bárbaros no fue obstáculo para que observasen con él la buena fe de la hospitalidad: los españoles disfrutaron con franqueza de sus víveres; aun pudieron conocer que eran capaces de leyes justas, y de un culto agradable al Dios del universo. Pero otros intereses ocupaban por entonces su atención. Quitando el mismo Gaboto cuatro hijos de los señores más principales, apresuró la aversión, que habían de profesar más adelante. Sin aprestos suficientes, y teniendo enajenadas las voluntades, no se atrevió este general a arrojarse al estrecho; antes bien, después de haberse desprendido en una isla desierta de tres hombres de calidad, desistió de su primer proyecto, y se abandonó al derrotero, que le abría su destino en la boca del río de Solís.

Las empresas cuanto más atrevidas parecen que eran más análogas al espíritu caballeresco de aquellos tiempos. Conquista, descubrimientos, hazañas, grandes fortunas, en fin todo lo que llevaba el sello de lo maravilloso tenía una fuerza irresistible en la común estimación. Por uno de esos empeños, en que al parecer entra más de coraje que de sano juicio, se arrojó Gaboto al río de Solís, y vino a echar el ancla en la isla de San Gabriel. No pareciéndole seguro este puerto se trasladó a la embocadura del río de San Juan, donde se le unió Francisco Puerto, el único que de los compañeros de Solís salvó la vida. Habiendo levantado aquí una pequeña fortaleza, despachó en un bergantín al capitán Juan Alvarez Ramón, para que navegando por el gran río Uruguay hiciese algún descubrimiento. Ejecutólo así; pero con mala suerte. Encallada su embarcación en un banco, saltó en tierra con parte de la gente encaminándose a San Juan; unos en el bote y otros por la ribera. Los de tierra fueron acometidos por los Yaros y Charrúas, quienes lograron dar muerte a Juan Alvarez y otros más; los otros se incorporaron a los del bote y pudieron salvarse.

Después de este trágico suceso subió Gaboto hasta la embocadura del río Carcarañá a los 32º 25' 12" de latitud donde levantó una fortaleza, a la que intituló de Santi-Espíritu. Cuatro aventureros de esta impetuosa soldadesca con un tal César a su cabeza, cuyo designio parece que era el de multiplicar los peligros, atravesaron desde aquí al vasto Tucumán, hasta unirse con los conquistadores del Perú. Empresa digna de mucho aplauso, si fuese lícito confundir el valor con la temeridad. El mismo Gaboto, después de haber construido un bergantín, y proveído a la seguridad de la fortaleza, entablando amistad con los Caracarás, a como otros dicen con los Timbúes, subió por el río con 120 hombres en dos buques bien frágiles, buscando nuevas aventuras. Para dar estos primeros pasos por entre tantos riesgos, contaba este almirante sobre la intrepidez de unos soldados acaso los más bravos de su siglo, sobre la superioridad de sus armas y su disciplina, sobre los efectos de una novedad, que, en el concepto común, aumentaba su poder sin aumentar sus fuerzas reales; en fin, sobre la constitución de unos bárbaros, que separados en pequeñas tribus, rivales unas de otras, formaban un cuerpo de nación sin consistencia, ni armonía. Puesto Gaboto en la confluencia de los ríos Paraguay y Paraná, siguió por este último hasta cerca del Salto del agua, desde donde regresó para coger el primero, como lo hizo en 1527.

No era tanta la indolencia de los indios, que muchos de ellos no viesen con un ojo irritado esos rasgos de poder absoluto, y que no considerasen amenazada su libertad desde los fuertes levantados. Habiendo Gaboto navegado hasta la Angostura, los Agaces, nación guerrera, que por el derecho del más fuerte señoreaban el río Paraguay, se atrevieron por su parte a arriesgar una acción decisiva de que esperaban la quieta posesión de su dominio. Con trescientas canoas puestas en orden de batalla se presentaron ante los buques de Gaboto. El peligro era grande; pero sabía este general que la fama decide muchas veces de los sucesos, y que nada le convenía más para lo sucesivo como introducir un espanto, que valiese victorias. Poseído de estas ideas sostuvo el crédito de sus armas con un valor superior al ataque; y aunque con pérdida de tres españoles prisioneros, de los que Juan Fuster y Héctor de Acuña fueron después rescatados, ganó de su enemigo una victoria que debió escarmentarlo. Poco tardó para que recogiese otro fruto más sazonado en el buen éxito de sus previsiones. La victoria contra los Agaces fue un grito que en todas aquellas vecindades resonó para bien de los españoles. Fuese por temor, fuese por reconocimiento, todos aplaudieron un suceso que traía la humillación del común enemigo. Habiendo pasado Gaboto hasta la frontera de los Guaraníes, poco más arriba de la Asunción, con cierta competencia, vinieron estos indios a brindarse al vencedor. Esto ya era en cierto modo ofrecer su cerviz al yugo; pero quizá esperaban sacudirlo. Gaboto terminó este acaecimiento trabando paces y alianzas, que le fueron muy ventajosas.

Entre las parcialidades que atrás distinguieron su inclinación fue una de ella la de los Guaraníes. Venían éstos casi desnudos; varios plumajes de lucidos colores aumentaban las gracias de la sencilla naturaleza, de aquellos pendían algunas piezas de plata, que seguramente debían de ser el punto de vista más agradable para sus huéspedes. En efecto, jamás indios mejor de aspecto se presentaron a estos españoles. Desde aquí fue su primer cuidado hacerse propietarios de este metal, que era el objeto suspirado de sus afanes. Muy en breve vieron pasar a sus manos esas piezas de plata y otras más en cambio de las drogas más despreciables; pero tan a satisfacción de los primeros dueños, que para evitar el peligro de una rescisión a titulo de engaño tomaron prontamente a la fuga. Los que disputan sobre el valor venal de las cosas, deben reconocer en sólo este hecho la parte que tiene la opinión. La historia no tiene datos fijos para asegurar con certidumbre la suma total de este rescate; debe conjeturarse que no fue tan escasa, supuesto que bastó a un donativo digno del trono. Herrera dice que esta es la primera plata que de las Indias pasó a España; pero está en contradicción consigo mismo, habiéndonos referido en la década segunda, relativa al año de 1519 la que remitió el conquistador Hernán Cortés. Sea de esto lo que fuere, una dulce ilusión hacía más estimable para Gaboto aquel precioso hallazgo y agrandaba la esfera de su felicidad. él se avanzó a creer que la plata encontrada no era más que una muestra de las riquezas patrias, y que estos suelos la producían como fruto espontáneo. A este principio engañoso debe la derivación de su brillante nombre el río de la Plata, con el que lo decoró Gaboto, quedando abolido el de Solís. Una indagación más exacta lo hubiera puesto en estado de conocer, que si bien la naturaleza trató en otros géneros liberalmente estos terrenos, anduvo menos generosa en orden al mineral, y que esas señales equivocas de opulencia no eran más que de una alevosía. En efecto, hacía poco que el portugués Alejo García, auxiliado de los Tupís y Guaraníes, se había internado hasta los confines del Perú con intento de abrir paso por esta parte a las conquistas de su nación. Creía haber recompensado sus fatigas un acopio interesante de despojos al punto mismo que sus amigos Guaraníes los destinaban en silencio para celebrar sus funerales. Estos fueron los que, verificado el asesinato, alucinaron la fantasía de Gaboto. Observamos que con premeditado estudio omite este hecho el Señor Azara en su historia de la conquista, teniéndolo sin duda por fabuloso, a pesar de las reflexiones con que el erudito Dr. D. Julián Leiva, en su dictamen sobre la obra, le hizo ver la debilidad de sus conjeturas; pero viéndose en la necesidad de buscar la derivación del nombre Río de la Plata, la encuentra en las pequeñas planchas de este metal, que llevaban en las orejas los indios de Santa Ana, que rescataron los españoles luego que hubieron montado el salto del Paraná. Si no nos engañamos, esta es una aserción no menos arbitraria. La mayor parte de los historiadores están conformes en que ni fueron los indios de Santa Ana, sino los Guaraníes del Río Paraguay, de quienes se hizo aquel rescate, ni ese fue tan pequeño que pudiese pender de las orejas. Persuádelo a más de esto la razón, porque se opone a los primeros principios de la credibilidad, quisiese a un mismo tiempo el sagaz Gaboto dar al río Solís un nombre tan campanudo, y acreditar ante el monarca la importancia de la conquista sobre tan ridículo y vergonzoso fundamento. Pero volvamos a la historia.

Entretanto que Gaboto se hallaba entretenido en sus lucrosas adquisiciones, arribó al Río de la Plata la retardada expedición de Diego García. En virtud de sus despachos, éste era a quien tocaba la conquista. Pero, ¿qué puede la justicia lejos del trono? Tendremos ocasión de observar más de una vez, que en la distancia las leyes pierden su apoyo, y la autoridad su fuerza. Gaboto era de carácter que unía a grandes talentos todos los vicios de un ambicioso. Veía por una parte que los fuertes y los soldados velaban en su defensa, y se persuadía por otra, que la importancia de sus descubrimientos suplirían lo lícito de su causa. Con disposiciones tan favorables a su intento no quiso largar mando, y García tuvo la prudencia de ceder, retirándose después a España. Con todo, mal satisfecho de su posesión deseaba un título, de perpetuarse sin los remordimientos inseparables de todo crimen. Dos agentes suyos instruidos en el arte de negociar con ventaja, partieron a la corte llevando la relación bien ponderada de sus proezas. No descuidó en hacer uso de los medios más eficaces, que en juicio prepararían la persuasión. Finos tejidos, piezas de plata de exquisito arte, invención y gusto peruano, indios rendidos con toda la sumisión del vasallaje, véase aquí nervio del raciocinio sobre que se prometía la victoria y sinrazón más dogmática de la América. El emperador escuchó con majestuoso agrado a los agentes de Gaboto; se informó de todo con el interés que exigía la novedad, y conociendo acaso que un rigor de principios podía ser obstáculo al progreso de la conquista, le prometió auxilios en adelante. Hay casos en que el poder soberano se ve obligado a recibir la ley del momento; pero, como dice un historiador filósofo, siempre arriesga mucho la autoridad en favorecer a un delincuente.