Las reducciones jesuíticas de indios guaraníes / 1609-1818
2. GUARDIANES DE FRONTERA | La guerra Paulista
 
 

La compulsa del enorme material existente en los archivos fundamenta y prueba el saludable influjo de las reducciones guaraníes en la conservación del actual territorio nacional —primeramente, para España; en la actualidad, para la Argentina, Paraguay, Uruguay y Bolivia—, constantemente amenazado por los portugueses del Brasil.


De no haber los jesuitas defendido eficazmente con sus reducciones la integridad del gran imperio español, la lengua oficial de las susodichas repúblicas sería hoy la portuguesa, que no la castellana, como que sería Portugal la patria común de todas ellas, el origen inmediato de sus principales instituciones y costumbres, tal como lo reconoce y lo es la actual República del Brasil.


La recia organización que siempre caracterizó a la Compañía da Jesús y dio consistencia, aun en el orden militar, a sus reducciones, obró el gran prodigio que es de justicia reconocerle.


Por lo que el decreto de extrañamiento de la Compañía de Jesús de España y de todos sus dominios, firmado por Carlos III en El Prado el 27 de febrero de 1767, por culpa singularmente del conde de Aranda y de los demás ministros, involucra una actitud no menos penosa que incomprensible contra una institución digna del reconocimiento y la gratitud eterna de España y de las actuales Repúblicas independientes.



La guerra Paulista fue el más terrible sacudimiento que experimentaron las reducciones, antes de instalarse definitivamente. La documentación es casi toda española y jesuita, completamente uniforme, por otra parte, y con garantías de absoluta autenticidad tanto en las fuentes como en los hechos que refieren.


Los papeles portugueses que pudieran completar el cuadro y contrabalancear afirmaciones atrevidas, no existen, o son tan genéricos, que ninguna aportación allegan capaz de rectificar el relato histórico tradicional. 80 Y es lógico que así fuese. No iban por cierto los mamelucos a confiar a papeles los actos de pillaje, que habrían expuesto a la justicia sus personas.


La veracidad del relato de fuente jesuita se acepta, por otra parte, con uniformidad entre los historiadores de las bandeiras paulistas, conforme se verá en las páginas que aquí vienen.



1) San Pablo de Piratininga


La actual opulenta capital del Estado homónimo, fundada en 1553 por jesuitas —según unos, el padre Manuel de Nóbregas; para otros, el beato José Anchieta— como reducción o aldea indígena, fue, andando el tiempo, fecundo albergue de gente advenediza y maleante. 81 Con ella conquistó, en definitiva, el Brasil la mayor parte de su territorio, en un movimiento sincrónico de expansión a carga cerrada sobre todo el frente del territorio castellano.


“Los portugueses —anota Furlong—, dueños de una estrecha franja costera, que no llegaba a ser sino una cuadragésima parte de lo que hoy es el Brasil, fueron avanzando de continuo en dirección al poniente, llegando así a hacer conquistas inmensas en lo que era territorio español.”


Precisamente las reducciones de maynas, mojos, chiquitos y guaraníes, escalonadas desde lo que es hoy la República del Ecuador hasta la provincia argentina de Misiones, constituyeron como un poderoso contrafuerte para la defensa del entero territorio.


Tal fue el curso de los acontecimientos en su aspecto defensivo. El plan de conquista acaso abarcaba mucho más por la parte de España. Tratábase de salvar la integridad del territorio aun en el sector no ocupado hacia el mar. Las reducciones debían ser, pues, las bases tendidas hacia el este, sobre una dilatada zona de la soberanía de España que los portugueses reclamaban como propia. Solamente la posesión podía asegurar la soberanía. Y para afianzar lo uno y lo otro, eran menester las poblaciones. 82


Este debió de ser el plan de Hernandarias y del provincial jesuita Diego de Torres, junto con el misional. Y es muy cierto que, realizándose entonces dicho plan, el mapa de América tendría hoy distintas fronteras.


Que los jesuitas tendiesen hacia el mar lo prueban las reducciones del Guayrá y del Tape. Las primeras tocaban, sobre poco más o menos, el paralelo de San Pablo, y sólo distaban las segundas doscientos kilómetros del océano. Los intereses de España, que los jesuitas favorecía: conscientemente, estaban sin duda allí, en esa extensa zona de tierra mar que los representantes de la Corona, alucinados con las boyantes minas de Potosí, menospreciaban con la indiferencia y corta visual de quien no llega a percibir nunca las lecciones de la historia.


Y para colmo de males, la incomprensión que desde los principio reinó entre la provincia política del Paraguay y la homónima de los jesuitas, vino a entorpecer y a malograr, al fin, cualquier iniciativa tendiente a aunar el esfuerzo, conforme lo exigían los intereses de entrambos. 83


De haber los vecinos de Asunción apoyado a todo evento las reducciones del Guayrá y Tape, “el Paraguay actual sería probablemente una de las repúblicas más prósperas de América, dueña de todo el territorio de Río Grande do Sul, con puertos en San Francisco, en Santa Catalina y en San Pedro. Los Estados de Santa Catalina y de Río Grande do Sul corresponderían hoy al Paraguay, al Uruguay y a la Argentina”. 84



2) Las malocas portuguesas


Las primeras correrías no fueron violentas. Los bandeirantes o mamelucos 85 llegaban cargados de dádivas, y volvían con un enjambre de indios incautos, para quienes la villa de San Pablo era una Jauja alucinadora. Disponían así los habitantes de dicha villa de una muy barata mano de obra, que empleaban en sus minas, ingenios y haciendas.


Las malocas en grande escala, entre pacíficas y violentas, comenzaron con el nacer de las reducciones y fueron aumentando año tras año, hasta desenfrenarse del todo. Buen testigo es Hernandarias por sus lugartenientes del Guayrá.


Estos “me escriben y avisan siempre —comunicaba a Felipe III el 28 de julio de 1616— de los agravios y robos que los portugueses del Brasil hacen a los indios de esta jurisdicción, cautivándolos a millares, haciendo de ellos grandes y crueles muertes y desnaturalizándolos, porque los llevan a vender a las poblaciones de aquel Estado; y agora ha llegado a tanto su crueldad y atrevimiento, que me avisa el teniente de la ciudad de Jerez, que vinieron y se llevaron a cuajo un pueblo que estaba cerca de ella en servidumbre y de paz.” 86


Al fin, acabadas las presas sueltas, pusieron los bandeirantes, en 1628, el ojo ávido en las indefensas reducciones de la Compañía de Jesús.


A principios de agosto de aquel año salía de San Pablo una expedición a las órdenes del viejo Manuel Preto, cuyo lugarteniente, Antonio Raposo Tavares, fue el alma de la expedición.


Divididos en cuatro compañías, llegaron al Guayrá hasta muy cerca de las reducciones, donde una gran palizada que construyeron les asilo y reducto.


Contentáronse al principio con atrapar indios sueltos, respetando a los reducidos. Y así por algunos meses. Pero el 30 de enero de 1629 la bandera de Simón Albares asaltó el pueblo de San Antonio para capturar a un cacique que se les había huido. Mas apresaron con él a 2.000 indios de carga e infinita chusma, es a saber, a cuantas mujeres, niños y viejos hallaron dentro.87


Las malocas siguieron. El 20 de marzo, la compañía de Manuel Morato saqueaba la aldea de Jesús María, robando y apresando. Hubo indios muertos e infinidad de cautivos. Tres días después, otra bandera, a las órdenes de Antonio Vicudo de Mendoza, la emprendía con la reducción de San Miguel, que hallaron sin gente. Por consejo de los padres y falta de seguridad, cuatro reducciones se deshicieron: las de la Encarnación, San Pablo, Arcángeles y Santo Tomás Apóstol.


En la Información del provincial jesuita, padre Francisco Vázquez Trujillo, hecha en Villa Rica del Espíritu Santo el 25 de febrero de 1631, eran ya cuatro las reducciones asoladas y destruidas: San Miguel, San Antonio, Jesús María y Encarnación; 88 y “ágora este marzo próximo pasado —agregaba el padre Montoya en 28 de abril del mismo año— destruyeron la de San Francisco Javier y de San José, y amenazan con destruir las demás sin dejar una tan sola”.89


Al fin, de las reducciones de todo el Guayrá únicamente quedaban dos en pie: las de Nuestra Señora de Loreto y San Ignacio-miní, pero en tan serio peligro la una y la otra, que hubo que bajar a prisa por el Paraná sus 11.000 indios, hasta el Yabebiry, con el penoso saldo de muchos muertos en la travesía. 90


Total que en 1631 no había ya reducción en el Guayrá. Los paulistas —deponía ante el Consejo de las Indias el procurador de la Compañía de Jesús en Madrid, padre Francisco Crespo— se habían llevado “pueblos enteros, que en dos ocasiones han sido más de doce: los cinco de doctrinas de clérigos y los demás de la dicha Compañía [de Jesús], y se entiende pasan de 200.000 los indios que han perecido entre cautivos, muertos y adentrados”.91


En los años de 1635 a 1641 los mamelucos se echaron por la región del Uruguay sobre las reducciones del Tape. Comenzaron por la de Jesús María, a la que dieron el asalto el día de San Francisco Javier de 1636. Los capitaneaba Antonio Raposo Tavares. Seis horas de cruenta lucha y cruel matanza significó la conquista.


Tocaba ahora el turno e la reducción de San Cristóbal, que sólo contaba un año de vida; pero los jesuitas lograron trasladarla íntegra hasta la de Santa Ana. Allí, 1.600 guaraníes armados de macanas, arcos y flechas, se propusieron escarmentar a los invasores.


El choque fue por Navidad. Lo describió el padre Ruiz de Montoya:


“Riñeron porfiadamente por espacio de cinco horas, y durara mes [el combate] si la noche no quitara el día; y con ser las armas tan desiguales, los indios desnudos, los españoles [portugueses] fuertemente armados, estos con mosquetes, aquellos con flacas cañas de saetas, los hicieron retirar dos veces a un bosque, y les tuvieron casi ganada la bandera. Murieron muchos de una y otra parte, [mas] aparrólos la noche.”92


AI fin, los portugueses debieron retirarse, pero dejando el caos tras sí.


“Huyeron muchos [indios] —anotaba el padre Boroa—, no sólo de las reducciones cercanas de la sierra del Tape, sino también de las de más lejos, como de las del Caaró y de la Candelaria, quedando desiertas las poblaciones y habitaciones.”93


Tan precariamente se mantenían los supérstites, debido sobre todo a la desigualdad de las armas con que luchaban, que decidieron los jesuitas ponerlos en condiciones de una eficaz defensa.



3) Las armas de fuego en las reducciones


El asunto era de mucho momento. Eso de poner en manos de los indios las mismas armas que daban al español superioridad indiscutible; equivalía a convertirlos en una potencia respetable y acaso peligrosa. En tal sentido se había expresado el Cabildo secular de Asunción el 21 de marzo de 1618. 94


Aun los superiores de la Compañía de Jesús vacilaron mucho antes de echar por este camino.


La consigna que daba a los principios el prepósito general, padre Mucio Vitelleschi, era en extremo pacifista, conforme expresaba por enero de 1633 al provincial padre Francisco Vázquez Trujillo:


“Vuestra Reverencia advierta a los padres de las reducciones en el modo con que se han de defender, en caso que permita Nuestro Señor otro fracaso como el de los portugueses de San Pablo; y que no sea more castrorum, que esta no es defensa de religiosos.”


Juzgaba el padre Vitelleschi que todo había de ser “con humildad, paciencia y buen ejemplo”, pues “lo demás es propio de soldados”. A lo sumo se podía “avisar [a] aquellos por cuya cuenta corre su defensa, para que cuiden de poner los medios propios de su estado”. 95


Todavía el 30 de noviembre de 1634, perseveraba el padre Vitelleschi en el punto de vista de que “por ningún caso los nuestros defiendan los indios con armas”.


Pero tan fundadas razones adujeron los jesuitas del Paraguay, que ya en la carta de 20 de enero de 1636 tenía por justa, el padre General, la defensa armada.


“Lo que pretendo —ponía en claro— es que los nuestros no se hallen en ejecución del negocio, ni sean como sus capitanes en las armas.” 96


Ya esta dilucidación despejaba algunas incógnitas. La carta del 30 de octubre de 1637 al provincial, padre Diego de Boroa, fue aún más explícita. Manifestaba sin reticencias Su Paternidad que “en el ínterin” que trata la Corte “del remedio, muy debido y lícito es defenderse los indios con el mejor modo que puedan, dándoles armas de fuego y haciéndoles fuertes, de donde puedan impedir el paso de sus enemigos”.


Algo más. Acatando “las varias razones” propuestas por el padre Boroa, tenía el padre General por “lícito el aconsejarles su defensa natural, de donde pende la del alma y cuerpo, y el modo con que la han de practicar, instruyéndoles de lo particular si fuere necesario”. No aprobaba, eso sí, que los sacerdotes fuesen “como capitanes, guiándolos en la misma pelea, así por la indecencia del caso, como porque no reconozco necesidad, y que haya tanta falta de indios ladinos o de algunos españoles para este empleo, que sea preciso que los nuestros lo hagan”.


Se ve, pues, cómo el padre Vitelleschi, aun reprobando la presencia del sacerdote al frente de las tropas en el campo de batalla, convenía en que algún hermano lo hiciese, como de hecho sucedió, y que los mismos sacerdotes adiestrasen a los indios en el manejo de las armas. Lo confirma el siguiente precepto que cierra la misiva:


“Y así con resolución ordeno a Vuestra Reverencia que no consienta este oficio en los nuestros, en especial sacerdotes, a que se llega no saber de ordinario del menester. En lo demás de enseñarlos o aconsejarlos, puede disponer lo que conviniere en orden a su defensa natural.” 97


Tan holgadas eran estas normas, que consintieron a las reducciones armarse sin recelo, y constituir una regular línea defensiva del territorio español.


Cuando, en efecto, se supo que una nueva expedición paulista se proponía irrumpir en el Tape, los superiores jesuitas entraron inmediatamente en acción. Por la parte de Buenos Aires y de Córdoba, el provincial Diego de Boroa tomó todas las precauciones para prevenir el golpe. Consultó el caso con el gobernador, los padres de ambas ciudades y otros personajes de prestancia. Y este fue el resultado, según él mismo explicaba en la carta anua de 13 de agosto de 1637:


“Todos dieron parecer que debía que oponerse a la invasión con fuerza armada. En caso que fallase la diplomacia... debían los padres movilizar a sus neófitos... Añadieron que lo mejor sería que tíos de nuestros hermanos coadjutores, antiguos soldados, instruyesen a los pobres indios en el arte militar.”98


Esto era ya alguna cosa. El padre Boroa no esperó más. Encargó al padre Francisco Díaz Taño la defensa de las reducciones con el oficio de superior y visitador de ellas, y confió el adiestramiento de los indios a los coadjutores Antonio Bernal y Juan de Cárdenas, dos veteranos que, abandonando la milicia, se habían entrado jesuitas.


Las órdenes impartidas a estos eran acomodadas al empeño, según noticiaba el provincial:


“Di a los mismos pleno poder para comprar todas las armas y los pertrechos que se precisaban para esta empresa. Mándeles terminantemente que se limitasen a la pura defensa, fortificando las reducciones, y sosteniéndolas contra los ataques, hasta que pudiese llegar el socorro desde el interior de la provincia.”


Partió el padre Díaz Taño con sus dos adjuntos “bien provistos de armamentos”, y en llegando al Tape “organizó la defensa de las reducciones”.99


Pudieron hacer, de esta suerte, su primer ensayo en los encuentros de Caazapá, cuando la invasión de 1638, lo mismo que en el del siguiente año. Hubo en ellos contracambio no escaso de balas, amén de las otras armas que tan hábilmente manejaban los indios.