Encuentro de dos mundos
Las instituciones de gobierno. ¿Las Indias fueron colonias?
 
 

1. Las instituciones de gobierno.


Queremos, como colofón de este panorama de la obra de España en América, hacer algunas consideraciones respecto del andamiaje institucional que jugó el rol de instrumento para desarrollar las políticas que incorporaron las Indias al mundo greco-latino-cristiano.


Digamos, por empezar, que en la organización hispanoamericana de esos siglos, no se puede pretender que hubiera división de los poderes en los tres que sistematizara Montesquieu en el siglo XVIII. Había diferenciación de funciones, que presentaban cuatro grandes expresiones: gobierno, justicia, guerra y hacienda. La función de gobierno se dividía en dos grandes campos: el gobierno temporal, propio de las autoridades políticas, con el rey a la cabeza, y el gobierno espiritual, que habida cuenta de la tarea evangelizadora que se propusieron los monarcas españoles, delegó en gran parte en éstos la Iglesia mediante la figura del Patronato. El gobierno temporal implicaba legislar, nombrar funcionarios, organizar la economía, incorporar al aborigen a la cultura occidental, fundar ciudades, etc. El gobierno espiritual comprendía intervenir en el nombramiento de obispos, establecer las divisiones de los territorios en arquidiócesis y diócesis, construir iglesias, fundar institutos educativos y hospitales, regular la vida familiar, etc.


La función de justicia le competía a todos los organismos de gobierno, como veremos, desde el rey hasta los cabildos. La función de guerra implicaba organizar el ejército y la marina, para mantener el orden interno y luchar contra los enemigos externos. La función de hacienda comprendía la regulación de la percepción de las rentas reales y el debido control de los gastos que se efectuaban con ellas.


Existe una clasificación de los distintos organismos de gobierno indianos en metropolitanos, o residentes en España, que lógicamente eran de mayor jerarquía, y los que se desempeñaban en Indias, dependientes de los anteriores, pero con un buen grado de autonomía que las distancias acentuaron.


En la cúspide de la pirámide del poder estaba el rey. Quien detentaba la corona del reino de Castilla, era monarca de Indias, en cuanto éstas pertenecían a aquélla en virtud de la Pragmática de Carlos I dictada en 1520. Las Indias eran del dominio público de la corona de Castilla y no del reino de Castilla o del Estado español. Y bien: aquellos soberanos de los siglos XVI y XVII nunca se creyeron ni se comportaron como señores absolutistas, si por absolutista se entiende al monarca que está convencido de poseer su título derivado directamente de la voluntad divina, y que considera al pueblo un mero receptor de órdenes superiores sin arte ni parte frente al fenómeno político. Mucho menos puede admitirse el término, en el caso de tales reyes, si con él se califica a un poder político que se ejerce antojadizamente sobre todo el hombre y sobre todos los hombres, sin barreras que lo limiten, que deje al que lo ejerce con libertad para proyectarse fuera de la órbita de lo que el derecho natural y divino permiten. España fue en esos siglos, y aun en el siglo XVIII, cuando aparece la influencia del despotismo ilustrado, un verdadero Estado de derecho, con todo lo que ello implica. En realidad, mucho antes del Descubrimiento, ya España, o mejor dicho, los distintos reinos que la conformaron, fueron Estados de derecho, es decir, comunidades políticas cuyas magistraturas políticas, empezando por los reyes, se manifestaron respetuosas de un orden jurídico superior. Zorraquín Becú puntualiza: “A partir de la conversión de Recaredo (587), y sobre todo de la promulgación del Liber Judiciorum (654), la monarquía hispano-goda se convierte en un principado dirigido a realizar el bien común, y que está sometido a las leyes, a las costumbres y a las normas religiosas y morales. El rey recibirá desde entonces un poder emanado de Dios, que lo convierte en una persona sagrada a la cual los súbditos deben fidelidad y obediencia, pero cuyo ejercicio esta condicionado por la observancia de las normas éticas a cuyo cumplimiento se obliga solemnemente. Rex eris si recte facies, si non facias non eris, dijo San Isidoro y repitió el Liber, y la historia demostró que el soberano podía ser depuesto si dejaba de obrar con rectitud y de proceder con justicia” 448. No es del caso rastrear desde la más lejana etapa de la Edad Media española como se va desenvolviendo esta concepción, hasta llegar incluso a admitir que no solamente el rey estaba sujeto al derecho, sino que él no recibía el poder de Dios directamente, sino del pueblo, entendiendo que es a éste quien le compete consensuar quien lo ha de gobernar. En este sentido se pronuncia el franciscano catalán Francisco de Eximenis ya claramente hacia el 1400. Por ello no es extraño que en el Código de las Siete Partidas, siglo XIII, se asevere: “Que el Señor a quien Dios tal honra da, es Rey, y Emperador, y a él pertenece, según derecho, el otorgamiento que le hicieron las gentes antiguamente, de gobernar y mantener el imperio en justicia”. También prescriben las Partidas que si el rey muere sin parientes que lo sucedan, el nuevo rey lo sería por avenencia de todos los del reino que lo escogieran por tal. Asimismo, se faculta a los mayorales del reino, ricos hombres, prelados y hombres buenos y honrados de las villas, para que designen un consejo que reine en nombre del rey niño cuando su padre no hubiese dejado nada dispuesto al respecto 449.


Esto explica que cuando Maquiavelo, en la primera parte del siglo XVI, pretendió, mediante la denominada razón de estado, justificar que en la búsqueda de la finalidad política apetecida, el príncipe pudiese apelar a cualquier medio, aunque él significase un avasallamiento del orden moral, se alzara la voz del jesuita Pedro de Rivadeneyra. éste, que escribe en tiempos de Felipe II, además de oponerse al pensamiento de Maquiavelo, le hace presente a aquél los límites de su autoridad, que no es señor absoluto de las haciendas de sus súbditos ni se las puede quitar, que no puede caer en la tiranía. Y el rey, tan absoluto él para algunos autores, pone el trabajo de Rivadeneyra en manos de su hijo, el Príncipe de Asturias, que luego reinaría como Felipe III, a fin de que se educase 450; a tal punto llegaron los Austrias a apreciar las doctrinas de los que exponían las restricciones de su poder frente a las exigencias del bien común. Convicciones que ya había expuesto en tiempos de Carlos I el trinitario fray Alonso de Castrillo. Más adelante, el jesuita Juan de Mariana, llega a justificar el tiranicidio, esto es, la pena de muerte para el rey déspota desconocedor del orden natural y enemigo del bien común. Mariana sostiene en su obra “Del rey y de la institución real”, escrita en 1598, que el origen de la autoridad del monarca reside en la voluntad popular, y que ese imperio debe ceñirse a las leyes vigentes en el momento en que el rey es coronado, rechazando cualquier extralimitación al respecto. Además, afirma que el rey no puede decidir aspectos fundamentales de la labor política sin consultar la voluntad de la nobleza y del pueblo. Este trabajo del padre Mariana fue quemado en París en 1610 por orden del Parlamento. En España hubo de arribarse al reinado de Carlos III (1759-1788), para que se prohibiera exponer la doctrina del regicidio en las universidades 451; eran los tiempos en que la dirigencia española estaba renunciando a su tradición doctrinaria para embarcarse en las novedades de la Ilustración.


Diego de Saavedra Fajardo, miembro del Consejo de Indias, el jesuita Agustín de Castro, el padre Juan Márquez, que fuera predicador de Felipe III, Bartolomé de Las Casas, Francisco de Vitoria, el jesuita Luis de Molina, los dominicos Domingo de Soto y Domingo Báñez, Martín de Azpilcueta, Fernando Vázquez de Menchaca, Diego de Covarrubias, Juan de Hevia Bolaños, Gregorio López, y otros destacados teólogos y juristas españoles que pensaron y escribieron durante los siglos XVI y XVII, condenaron la tiranía y el absolutismo, sentaron la premisa que el monarca sólo tenía libertad para bregar por el bien común y manifestaron que Dios no interviene directamente en la nominación de la autoridad política, sino que deja librada a la comunidad tal responsabilidad.


En este último aspecto, fue el jesuita español Francisco Suárez (1584-1617), quien, aprovechando el esfuerzo intelectual de los predecesores, algunos de ellos ya nombrados, sistematizó la doctrina del origen del poder político, fundamental en la historia del pensamiento político mundial y que tanto influyera entre nosotros, a tal punto que ella le serviría de fundamento filosófico a la propia Revolución de Mayo, y aun hoy podría ser base conceptual del ejercicio del poder político en nuestra joven democracia. Suárez explica en sus escritos que llevado por su propia naturaleza, y no por la mera voluntad o la necesidad férrea, el hombre vive en sociedad, pues ésta le permite perfeccionar su ser. En el pensamiento de Suárez, que es el de Santo Tomás, la sociedad no es una mera decisión voluntaria, como luego lo expondría Rousseau, ni una necesidad absoluta fuera de la cual el hombre no tiene sentido, como expondrían más tarde Durkheim y Marx. Ahora bien, sigue exponiendo Suárez, exigencias de la vida en sociedad es que exista un principio ordenador de la misma, que es la autoridad o gobierno. La autoridad es inmanente a toda sociedad, imprescindible para que ésta se conserve, para lograr superar los egoísmos individuales y permitir el logro del bien común. Pero la autoridad reside primitivamente, para Suárez, en la comunidad, la que, imposibilitada de ejercerla por sí misma, como es obvio, la transfiere por medio de un pacto que él llama político o de sujeción, al rey 452. Esa transmisión, aclara, puede ser expresa o tácita; expresa cuando el pueblo nomina directamente al rey, y tácita, cuando, como en el caso de las monarquías hereditarias de su época, el pueblo consentía que el descendiente indicado por la ley fuera el nuevo monarca ante la desaparición del anterior rey. También debe puntualizarse que, según Suárez, el pacto, que implica obligación de obediencia por parte del pueblo al rey mientras éste bregue derechamente por el bien común, puede ser quebrantado por la comunidad cuando el monarca incurriera en el delito de tiranía.


Estos principios, como lo ha demostrado fehacientemente para nuestro ámbito Guillermo Furlong en su “Nacimiento y desarrollo de la filosofía en el Río de la Plata”, fueron enseñados en las universidades iberoamericanas, sin suscitar repulsas oficiales, especialmente en los siglos XVI y XVII; es que esos preceptos eran patrimonio del pueblo español. Mientras tanto, la obra “Defenso fidei”, en la que Suárez exponía sus enseñanzas, fue quemada en Londres y suscitaba pasmo en París 453. Es que, en tanto británicos y franceses, los primeros en tiempos de los Estuardos, de Jacobo I en especial, y los segundos en época de Luis XIV, por imperio del pensamiento de Bodin y de Bossuet, sostenían el absolutismo como teoría política, los españoles rechazaban tal concepción.


Estas convicciones españolas no quedaron reducidas al plano de la mera teoría. De los Reyes Católicos, de Carlos I, de Felipe II, de Felipe III, de Felipe IV, e incluso de los primeros Borbones, se han escrito muchas cosas, se han vertido muchos juicios. Pero ninguno entre los autores probos, que sepamos, ha acusado de tiranos a dichos reyes; casi nos atreveríamos a afirmar que los otros, los apasionados o politizados, tampoco. Al respecto escribe Sierra: “La acción centralizadora en procura de la unidad de la Monarquía, que inician los Reyes Católicos y termina Felipe II, nada tiene que ver con lo que en materia política se denomina Absolutismo. El Absolutismo tiene una base herética, pues se apoya en un traspaso de la soberanía de la comunidad, al asignar origen divino a la del Rey. Felipe II afirma la idea monárquica, no una idea absolutista. Lo que la Corona española realiza durante el siglo XVI es una labor lenta de unidad nacional, racial y religiosa... Ni los Reyes Católicos, ni Carlos I, ni Felipe II supusieron que el soberano tenía derechos sobre sus súbditos que no surgieran de lo prescripto y aprobado por el derecho divino y humano; y prescripción fundamental de ese derecho era el respeto de los usos y costumbres” 454. Nos preguntamos qué clase de absolutismo practicaba un Felipe IV que en real cédula de 1642 ordenaba a los miembros del Consejo: “Mándoos con toda precisión, que siempre me tratéis verdad lisamente, aunque os parezca que sea contra mi gusto... como hombre puede ser que yerre; y para que en este caso es cuando más he menester que mis Ministros me hablen claro, y no me dejen errar; y mirar que os pediré estrecha cuenta a todos, si habiendo yo declarado en esta forma mi voluntad, vosotros no cumplís con ella” 455. Al respecto, hablando de virreyes, obispos y misioneros, dice Bayle: “...los cuales apretaban al Rey y le ponían escrúpulos y le cantaban verdades que ningún funcionario moderno aguantaría, como dice Icazbalceta a propósito de una carta de Fray Antonio de Mendieta” 456. Era común, inclusive, reprochar al rey algún aspecto de su conducta; valga como ejemplo el de fray Juan de Zumárraga, quien, ante algunos casos de esclavización de indios en Panuco, escribió al monarca: “Si V.M. es verdad dio tal licencia, por reverencia de Dios hagáis muy estrecha penitencia dello” 457. Es que aquélla era una cultura en la que, del rey para abajo, los hombres tenían conciencia moral rigurosa. Otro caso entre los muchos que muestran los archivos; transcribiremos la protesta con que los franciscanos de Méjico se dirigieron a Carlos I por la tolerancia de la Corte ante la esclavización de indios rescatados a caciques: “Oh, católico Príncipe, ¿y ese es el galardón que de vuestras reales manos esperaban vuestros vasallos?; ¿y éste es el tesoro que la Iglesia esperaba de las ovejas a vos recomendadas?; no podemos alcanzar con qué espíritu fue movido el que tal relación fue a dar a vuestro Consejo para que tan gran crueldad concediese, ni podemos imaginar cuan perentorias fueron las razones de aquél, que así pudiese convencer la sabiduría de tan claros varones como hay en vuestro alto Consejo para que tal cosa otorgasen” 458. ¿Qué hizo el Emperador? ¿Castigó a los franciscanos? ¿Tan siquiera los amonestó? No. El más poderoso monarca de su época dejó sin efecto tal tolerancia y prohibió, por cédula de 1539, esclavizar indios por la vía de pago a los caciques.


Por otra parte, el aparato político-administrativo que presidieron los reyes para gobernar a América, ofreció todas las garantías imaginables para esa época a fin de que el ejercicio del poder se manifestara sin menoscabo de la persona humana y en la búsqueda del bien común posible. Junto al rey, en la metrópoli, funcionó una pieza maestra de ese complejo: el Consejo de Indias, organismo colegiado creado por Carlos I en 1524. Sus funciones consistieron en el asesoramiento del rey en todo lo atíngeme a la conducción de los reinos americanos, y en la preparación de la legislación a aplicarse en América que culminó con la “Recopilación de leyes de los Reinos de Indias” de 1680, que Konetzke llama “documento sobresaliente en la historia de las colonizaciones europeas” 459, verdadero monumento jurídico por su valor técnico y humano, que coloca a España en lugar preeminente en la historia del derecho universal. También el Consejo de Indias sugería candidatos para las diversas magistraturas, proponía la creación de virreynatos, capitanías, audiencias, gobernaciones y otras jurisdicciones, velaba por el buen tratamiento y elevación cultural del aborigen, controlaba celosamente los mecanismos gubernativos, poseía atribuciones judiciales superiores. En buena medida, la gran labor transculturadora realizada por España en América, fue producto de la egregia labor desarrollada por este organismo. De él ha escrito el imparcial y circunspecto Konetzke: “De las actas se desprende la impresión de que, en general, el Consejo de Indias trabajó con seriedad y objetividad y que procuró ajustar sus decisiones a firmes normas jurídicas y éticas” 460. Y más adelante:


“Cuando se mira el conjunto de la amplia e intensa labor del Consejo de Indias, no podrá escatimársele el elogio a esta autoridad central del imperio colonial español, aun teniendo en cuenta sus muchas insuficiencias y defectos. Empresa gigantesca fue la de desarrollar normas jurídicas, así como crear instituciones apropiadas para colocar bajo una dominación ordenada y estable regiones recién descubiertas y tan dispares, y de esta suerte incorporar a la Iglesia cristiana y a la civilización europea poblaciones aborígenes tan heterogéneas” 461. La autoridad moral del Consejo de Indias no le fue en zaga a su poder político y Jurídico; Zorraquín Becú acota: “...en más de una ocasión, el organismo Indiano hizo oír su protesta al rey, en forma respetuosa pero digna, para que no se menospreciaran principios fundamentales” 462.


En cuanto al complejo político-administrativo que gobernó a Hispanoamérica con residencia en ésta, puntualizaremos algunas características fundamentales de él. Ya se ha especificado que no había división de poderes tal como apareciera este principio en el siglo XVIII; había división de funciones: gobierno, hacienda, justicia y guerra. Los distintos órganos de poder, en general, poseían en alguna medida, las cuatro funciones, correspondiéndoles, a veces, por cada atribución conferida, un título distinto. Verbigracia: los virreyes, además de tales, eran gobernadores del distrito capital de su jurisdicción territorial, capitanes generales y presidentes de las audiencias asentadas en el virreynato respectivo.


Ninguno de los funcionarios nominados para América poseían facultades irrestrictas, sino que estaban dotados de prerrogativas bien definidas y limitadas. Esos agentes ejercían entre sí un recíproco control, lo que le facilitaba al rey y al Consejo de Indias, en la cúspide del poder pero extremadamente alejados del teatro de los sucesos, poseer noticias fluidas de las conductas y contrarrestar posible abusos de esos colaboradores. Ni los virreyes, ni los oidores de las audiencias, máximas jerarquías políticas en América, pudieron escapar a ese recíproco control. Así. una medida de un virrey podía ser cuestionada ante una audiencia; virreyes y audiencias tenían no solamente la facultad, sino la obligación, de dar noticia a la Corte respecto de anomalías que pudieran derivarse del proceder de unos o de otras, además de la carga de enviar periódicas memorias sobre la situación existente en la jurisdicción de que se tratase; la labor de los gobernadores era vigilada por virreyes, audiencias, cabildos y obispos; estos últimos no se salvaban tampoco de la observación o censura de los primeros, etc.


Este control recíproco se coronaba con el juicio de residencia, al que estaban sometidos, al término de su mandato, todos los funcionarios, incluso los de más alto rango: virreyes, capitanes generales, oidores, presidentes de las audiencias, gobernadores, corregidores, alcaldes, etc. En este procedimiento se juzgaban las conductas en el ejercicio del cometido respectivo: si el agente salía mal parado, era castigado; si salía bien, este antecedente favorable engrosaba su foja de servicios positivamente. Españoles e indios podían elevar acusaciones contra el virrey residenciado o el funcionario residenciado que fuese: gobernador, alcalde, etc. El juicio constaba de una parte secreta, una especie de sumario preventivo, y otra pública, en la que los acusadores podían probar sus dichos, y el acusado defenderse. Las penas iban de una mera multa, pasando por inhabilitación temporal o perpetua, destierro o traslado, prisión, etc. En el caso de los virreyes se podía apelar al Consejo de Indias. Se juzgaba no sólo la actuación pública del enjuiciado, sino su vida privada, sus costumbres, su moralidad. Del juicio de residencia ha escrito Haring: “El requisito de la residencia parece haberse cumplido generalmente con rigor” 463. Bayle confirma la severidad con que funcionó este instituto ilustrando con diversos casos 464. Konetzke asevera: “Las últimas investigaciones científicas sobre las actas de residencia llegan a un juicio claramente favorable sobre esta institución y sus resultados... Se ha visto en las residencias un tipo de control ejercido por la opinión pública sobre la administración del Estado. Sin duda, las residencias habrán operado como frenos de la arbitrariedad funcional, pues nadie podía estar seguro de qué influencias y relaciones lo ponían a resguardo de una condena. Hasta los poderosos virreyes lo experimentaron. Un adagio popular da fe de esta relación: “En Indias reciben con arcos (de triunfo) y despiden con flechas” 465. Ramos Pérez comenta: “Esta es una inspección que por sí sola, y por el temor que infundía, mantenía los resortes del gobierno en su mayor pureza, dentro de lo que cabe. Muy poco ha sido imitada serenamente; pudiendo decirse, por cierto escritor platense, que es una lección del pasado que está muy lejos de superarse” 466. Efectivamente: nuestros plagiarios constitucionalistas sustituyeron el juicio de residencia por el llamado juicio político. Debido al primero, el gobernador del Tucumán y fundador de Salta, Hernando de Lerma, por sus atropellos y arbitrariedades, perdió sus bienes, fue encarcelado, desterrado de Indias y murió tan pobre, que fue enterrado de limosna; Jacinto de Láriz, gobernador de Buenos Aires, por habérsele comprobado actividades de contrabando, se lo multó, se le confiscaron sus bienes, se lo desterró y se le privó perpetuamente de ejercer función pública alguna; a otro gobernador de Buenos Aires, Diego de Góngora, a pesar de su brillante participación en la guerra de Flandes y ser caballero de la orden de Santiago Apóstol, se le comprobó complicidad con una banda de contrabandistas portugueses: la muerte lo salvó de ser privado de la libertad, pero en el juicio de residencia, probado su delito, su patrimonio desapareció en un mar de multas y costas del juicio. En cambio, con posterioridad a 1853, no sabemos que el juicio político haya servido alguna vez de panacea para frenar o reprimir la corrupción de algún funcionario de jerarquía.


Otras formas de poderoso control las constituyeron las visitas y las pesquisas. Las primeras eran inspecciones a cargo de funcionarios denominados visitadores, designados por autoridades superiores, en muchos casos por la misma Corte, que investigaban el accionar de órganos de gobierno determinados o pertenecientes a toda una jurisdicción. La pesquisa, a cargo de un juez precisamente llamado pesquisidor, consistía en el examen exhaustivo de una situación de abuso, anomalía o delito dada. El juez pesquisidor acumulaba todos los elementos contribuyentes a formar criterio respecto de la irregularidad producida, y los elevaba a la audiencia respectiva para que ésta produjera su pronunciamiento. Konetzke, que engloba en el término visitas tanto a éstas como a las pesquisas, afirma: “El visitador enviado, que recibía amplísimos poderes, verificaba si los funcionarios de la repartición inspeccionada, cuyo trabajo proseguía mientras tanto, habían despachado de manera conveniente los asuntos de servicio con arreglo a las instrucciones. Gran importancia alcanzaron las visitas a las que eran sometidas de tiempo en tiempo las audiencias. Hasta el año 1700 las once audiencias americanas recibieron entre 60 y 70 visitas” 467. Y Haring especifica: “Nada escapaba a la fiscalización del visitador general, desde la conducta de los virreyes, obispos y jueces, hasta la de los curas párrocos locales, aunque, si un virrey estaba incluido en la visita, era sólo en su carácter de presidente de la Audiencia: quedaba para la residencia el examen de sus actos como funcionario político y militar” 468.


Fueron muy importantes las labores de los visitadores en relación con la situación de los indios. Levillier acota que estos funcionarios debían bregar porque se les hiciese justicia, castigar a los encomenderos arbitrarios, eximirlos del servicio personal, intervenir en cualquier pleito en que estuviesen en juego sus intereses, velar por su formación religiosa, mirar por la financiación de los hospitales que los atendían o sugerir donde debían establecerse otras casas de salud, colocar indios huérfanos en hogares de familias de buen nivel económico para que los criaran, etc. 469


Impresionan también las previsiones tomadas por la Corona para evitar que sus funcionarios residentes en América, pudieran gobernar lesionando el principio de la imparcialidad más cristalina. A tal fin tomó medidas dirigidas a evitar toda suerte de compadrazgo, acomodo o nepotismo. Así, en 1575, se prohibió a virreyes y oidores que ellos o sus hijos pudieran contraer matrimonio con personas nacidas en la jurisdicción de su gobierno; en 1582, esta veda se aplicó asimismo a gobernadores, corregidores y alcaldes mayores. A los oidores, asimismo, no se les permitía poseer casa propia, tanto para vivir en ella como para arrendarla, debiendo residir en la vivienda oficial que se les proveía; tampoco podían detentar una morada de recreo en las afueras de la ciudad. Los oidores, alcaldes, y sus respectivas esposas, estaban impedidos de concurrir a casamientos o sepelios de vecinos, o ser padrinos de bautismos, ni visitar tan siquiera a familias del lugar. En este tren, ni gobernadores, oidores y otros jueces podían admitir regalos o favores, y por supuesto, no se les admitía ninguna actividad económica ni que recibieran préstamos de dinero. Abogados, relatores y escribanos no podían convivir con jueces, ni éstos podían admitir que los litigantes les sirvieran ni los visitaran. Entre virreyes, oidores y gobernadores no podían visitarse, ni haber camaradería entre ellos; si alguna vez se frecuentaban, debían hacerlo públicamente y en forma precavida de manera que no se diera lugar a la menor sospecha. Los virreyes debían estar absolutamente desvinculados de todo interés económico y comercial en la región.


En el caso de los gobernadores, antes de asumir su cargo, debían hacer inventario de sus bienes y ofrecer fianza por las responsabilidades en que pudieran recaer; no podían nombrar parientes suyos en cargos administrativos 470. Si nuestros constitucionalistas hubiesen sido más consecuentes con los propios antecedentes institucionales, sin estar tan absortos en la pesca de novedades foráneas, inventarios, fianzas y veda en la nominación de parientes deberían haberse prescripto en las leyes fundamentales de la República.


Otra particularidad destacable del régimen político-administrativo indiano fue que casi todos los funcionarios, tanto metropolitanos como locales, con ínfimas excepciones, fueron jueces. Desde el rey, pasando por el Consejo de Indias, la Casa de Contratación de Sevilla, las juntas de Guerra y Hacienda, virreyes, audiencias, capitanes generales, gobernadores, corregidores, alcaldes mayores, alcaldes, alcaldes de la Santa Hermandad, el cabildo como cuerpo, consulados, diputados de los consulados, oficiales reales, arzobispos u obispos, provisores o vicarios generales, vicarios foráneos, curas párrocos, tribunales del Santo Oficio de la Inquisición, protomedicato, rectores de las universidades, tuvieron proscriptas funciones judiciales. Por supuesto que con distintas competencias y jurisdicciones. Lewis Hanke tituló el trabajo recomendable que hemos ya citado como “La lucha por la justicia en la conquista de América”: nada más adecuado. España se comportó en Indias como potencia justiciera, al margen del éxito que en tal papel le permitieron obtener las tremendas dificultades de la época y lo inconmensurable del espacio que le tocó regir secularmente.


Un principio de obligatoria observancia era el “se respeta pero no se cumple”, al cual los funcionarios residentes en América debían acudir ante una disposición superior, incluso del rey o del Consejo de Indias, cuya aplicación pudiese ser inconveniente. En el derecho castellano ya existía sobreentendida tal prescripción, porque se comprendía que una norma que no fuera provechosa o que contrariara costumbres arraigadas, no debía ser puesta en práctica porque lo contrario hubiese herido el principio del bien común. Por supuesto que el no cumplimiento por parte del funcionario era sólo una suspensión de la aplicación, lo que conllevaba la consulta correspondiente ante la autoridad superior con la explicación de la causal que había originado tal determinación. Sierra, al respecto, afirma que Felipe II castigó a un funcionario de Santo Domingo por haber llevado a la ejecución una cédula que resultó perjudicial para la comunidad 471. A tanto llegó el celo español por regir a sus dominios americanos con medidas enderezadas al logro de la mejor alternativa posible frente a la problemática de cada circunstancia.


No queremos dar término a estas sumarísimas observaciones relativas a las instituciones con que nos gobernó España durante tres siglos, sin hacer referencia especial respecto de dos piezas maestras del aparato político-administrativo: las audiencias y los cabildos.


Las audiencias fueron cuerpos colegiados integrados por un número variable de oidores secundados por fiscales, escribanos, receptores de asuntos, repartidores y registradores, todos bajo la jefatura de un presidente; éste fue el virrey en el caso de que la audiencia estuviese en la capital del virreynato. La institución de referencia se tomó de las existentes en Castilla, pero en América sus atribuciones fueron mucho más amplias y trascendentes, pues además de constituirse en el tribunal más alto de justicia existente aquí, tuvo funciones de gobierno y hacienda de relieve. En cuanto a la justicia, era juzgado de apelación de los fallos dictados por cabildos y gobernadores, e intervenía originariamente en casos determinados.


Dentro de sus prerrogativas de gobierno, colaboraba con el virrey en cuestiones importantes; cuando el asunto era grave y urgente conformaba el Real Acuerdo, esto es, se constituía en una especie de senado que dictaminaba respecto de la crítica situación dada. Reemplazaba al virrey en circunstancias de muerte o ausencia del mismo. Responsabilidad grave suya era defender al indio; escribe Haring: “La protección de los intereses de los aborígenes se consideraba una de las funciones más importantes de la Audiencia, y generalmente dos días por semana estaban reservados a juicios entre indios, o entre éstos y españoles” 472.


Expone también Haring: “Las Audiencias ubicadas en la ciudad principal de cada una de las provincias importantes, constituían el freno principal contra el ejercicio arbitrario del poder por parte de un virrey o capitán general” 473. Ots Capdequi confirma esta aseveración: “Actuando en corporación, como Reales Acuerdos, controlaron, en buena parte, las altas funciones de gobierno de los propios virreyes” 474. La real cédula del 5 de septiembre de 1610 ordenaba: “Las Audiencias en cuerpo de Oidores o cuerpo de Audiencia, hallando que conviene avisarnos en nuestro Consejo Real de las Indias, alguna cosa que toque a los Virreyes o Presidente de ella o su familia, lo pueden hacer y la Audiencia tome la razón e información que convenga, como, cuando y en la forma que pareciere más necesaria para la administración de justicia y buen gobierno” 475. Ramos Pérez agrega que esta obligación de informar a la Corte respecto de anomalías provocadas por altos dignatarios, competía también a todos, fuesen o no funcionarios.


Pero la Audiencia tenía un arma más efectiva aún: de las disposiciones de virreyes, capitanes generales y gobernadores podía apelarse ante ella. Además, los oidores visitaban el territorio de su jurisdicción, nombraban visitadores o pesquisidores y también a los jueces que practicaban la residencia, y controlaban a alcaldes y regidores de los cabildos.


En el campo de la hacienda, vigilaban la labor de los propios oficiales reales.


Por lo que concluye Ramos Pérez: “Como se ve, pues, este alto tribunal indiano venía a ser como un pequeño Consejo de Indias, con funciones intermedias entre él y las autoridades; por eso pudo decir Villarroel que “son las Audiencias imágenes de sus príncipes”, carácter que se reafirma en las palabras del propio Felipe II, cuando manifiesta:


“Los dichos nuestros oidores, por representar como representan nuestra persona real” 476.


Las demarcaciones limítrofes de las futuras naciones iberoamericanas, están en general contestes los autores, se debieron a las jurisdicciones que España otorgó a las diversas audiencias que creó. Sierra hace afirmaciones al respecto, y además transcribe la opinión de quien investigó esta temática: “La influencia que las Reales Audiencias llegaron a tener en América fue extraordinaria. Las divisiones judiciales de sus respectivas jurisdicciones llegaron a constituir grupos en cierta forma autónomos, demostrándose que la justicia constituía un elemento de aglutinación social especialmente poderoso, como se vio en el hecho de que, en general, el origen de los Estados nacionales que surgieron en el Nuevo Mundo al producirse la disgregación del Imperio Español hay que buscarlo más que en la sede de los virreyes, en la de dicha institución. La significativa inferencia fue hecha por el profesor Pelsmaker en su obra sobre las Audiencias en la América española, en la que dice: “...de las Audiencias de Santo Domingo, México, Guatemala y Guadalajara, nacen las repúblicas de Santo Domingo, México, Guatemala, San Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica; como de las de Lima, Santa Fe de Bogotá y Chile, nacen las de Bolivia, Perú y Chile. De las de Panamá, Quito y Venezuela, vemos surgir las repúblicas de Colombia, Venezuela y Ecuador, y por último, los distritos de la Audiencia de Buenos Aires y de las Charcas dan nacimiento a los Estados del Paraguay, Uruguay y Argentina” 477. Levene y Haring 478 concuerdan con esta postura.


Aspecto que impresiona en la labor desarrollada por las audiencias, es la acrisolada honradez con que se manejaron los oidores. Uno recorre las páginas escritas por los investigadores y se va formando sólidamente esa convicción. Por ello ha podido escribir Sierra: “La fácil literatura sobre la honestidad de los funcionarios peninsulares se estrella contra la probidad y la ciencia que fue el signo de la mayoría de los oidores” 479. Y Ramos Pérez: “Pero todo lo dicho no es más que una enumeración fría de lo que son las Audiencias. Cabe referirse a la escrupulosidad con que la Corona velaba por la buena administración y a las garantías con que rodearon al régimen colonial, tantas y tan importantes que muchos de los estados libres de hoy quisieran regirse por normas de tan reconocida honradez” 480.


En cuanto a los cabildos, comencemos por decir que en los territorios regidos por España, el núcleo político-económico fundamental estaba en las ciudades y no en la zona rural, en contraposición con lo ocurrido en las colonias inglesas de América del Norte, donde ocurría exactamente lo contrario. Esto lo han puntualizado investigadores como Zorraquín Becú y Haring, por ejemplo 481. De allí la trascendencia que tuvo el gobierno de las ciudades, gobierno que ejercieron los cabildos precisamente. Una de las primeras cosas que hacía el fundador de una ciudad, era designar los miembros de su cabildo; no había ciudad sin cabildo ni cabildo sin ciudad. Aclaremos que Buenos Aires, al fundarla Garay en 1580, sólo tuvo originariamente sesenta y tantos habitantes, y fue ciudad desde el primer momento, y por ende tuvo cabildo. éste era un cuerpo colegiado que ejercía el gobierno de la ciudad y su zona rural de influencia. El antecedente histórico de nuestros cabildos lo fueron los cabildos o concejos españoles del medioevo.


No hubo legislación española especial para los cabildos americanos; ellos se rigieron por la costumbre y por una que otra ordenanza aislada. Los cabildantes representaron a los vecinos, cuyas primeras expresiones fueron los conquistadores y sus descendientes. Más adelante, con la venta de los oficios concejiles, integrantes del vecindario más pudiente, que muchas veces no eran los descendientes de los fundadores de la ciudad, tuvieron fuerte influencia en estos cuerpos. Con los borbones y el proceso de centralización operado en el siglo XVIII, los cabildos fueron perdiendo ascendiente a favor de una burocracia de funcionarios advenedizos, lo que suscitó la disconformidad del vecindario, a punto tal que se menciona a este fenómeno como una de las causales del movimiento emancipador.


Fueron integrantes del cabildo los alcaldes ordinarios de primero y segundo voto, magistrados judiciales; los regidores, miembros naturales del cuerpo. Funcionarios especiales completaban la planta de este organismo: alférez real, alguacil mayor, provincial de la hermandad, depositario general, fiel ejecutor, receptor de penas de cámara, síndico procurador general, procuradores, alcaldes de hermandad, alcaldes de barrio, escribano, mayordomo, defensores de pobres y menores.


¿Quién nombraba a los cabildantes? Ya se ha dicho que al erigirse la ciudad, los primeros miembros del cabildo eran nominados generalmente por el fundador; alguna vez los eligieron los vecinos, o el rey, o el gobernador de una lista que le presentaban los cabildantes salientes. La forma de elección más común fue la que practicaban los cabildantes salientes de los que debían reemplazarlos cada año. Como en tiempos de Felipe II el erario estaba muy necesitado, se tomó la mala costumbre de vender los cargos concejiles rematándolos, con la excepción de las dignidades de alcaldes, que siguieron siendo elegibles. Luego, en parte, tornaron a ser discernidas las plazas mediante elección de los cabildantes salientes


Los cargos concejiles sólo podían ser ocupados por vecinos. éstos debían ser españoles peninsulares o criollos, casados, que vivieran en la ciudad en casa propia. No podían ser elegidos cabildantes los que debían al fisco, los procesados, los oficiales reales, los extranjeros, parientes del gobernador o de los otros cabildantes, los que tuvieran negocios al menudeo u oficios viles, los militares en servicio activo fuera de la ciudad, los sacerdotes o religiosos, los solteros, los dependientes, los transeúntes.


Se distinguían los cabildos cerrados, que era el propio cuerpo sesionando con sus alcaldes, regidores y funcionarios especiales, y el cabildo abierto, en cuanto a esos integrantes natos se agregaban los vecinos de relieve y principales dignidades civiles, militares y eclesiásticas. Esas verdaderas asambleas públicas se convocaban para abordar problemas de gran interés o gravedad: un ataque del malón indio, enfrentar una emergencia económica, la provisión de agua, la amenaza de una agresión pirata, etc.


Los autores han vertido disímiles opiniones respecto de la trascendencia de esta institución. Sierra afirma que las funciones de jueces de primera instancia que tuvieron los alcaldes, sumadas en ciertos casos al gobierno de toda una provincia por ausencia o muerte del gobernador, la fijación de precios, condiciones de trabajo y normas de producción y comercialización de los abastecimientos, el control de precios y medidas, las obras públicas, la beneficencia, la enseñanza primaria, la defensa contra el malón indio, la policía de costumbres y el cuidado de las cárceles, constituyeron a los cabildos en “la expresión más concreta de la política del Estado” 482.


Vista la cosa desde otro ángulo, si los cabildos, como las demás Instituciones de gobierno residentes en América, podían mantener permanente comunicación con la Corte; y si además de esto, estaban facultados para enviar a España procuradores, que a veces eran permanentes, a fin de bregar por sus derechos e intereses, puede deducirse que los cabildos se constituyeron, como dice Sierra, en freno de las demasías de los gobernadores, lo que se comprueba con el estudio pormenorizado de antecedentes al respecto.


Tampoco queda duda que los cabildos fueron, desde el punto de vista institucional con proyección de futuro, origen de nuestro federalismo. Así lo explicitan autores con enfoques históricos diversos como Levene 483, por un lado, y José María Rosa 484 por el otro. Es interesante observar, a partir de 1811, cómo, comenzando por Montevideo en relación con la Banda Oriental, los cabildos y su zona de influencia circunvecina, se van convirtiendo en provincias. De las primitivas catorce provincias argentinas, trece tuvieron ese origen; solamente Entre Ríos fue la excepción.


Que los cabildos fueron la cuna de nuestra vocación democrática, es cosa a la que se inclina la opinión de los estudiosos, con excepciones. Juan B. Alberdi, que se caracterizó por su antihispanismo, supo reconocer lo que sigue en la última etapa de su vida: “Antes de la proclamación de la República, la soberanía del pueblo existía en Sud-América como hecho y como principio en el sistema municipal, que nos había dado España. El pueblo intervenía entonces más que hoy en la administración pública de los negocios civiles y económicos. El pueblo elegía los jueces de lo criminal y de lo civil en primera instancia; elegía los funcionarios que tenían a su cargo la policía de seguridad, el orden público, la instrucción primaria, los establecimientos de beneficencia y de caridad, el fomento de la industria y del comercio”. Y más adelante: “Los cabildos o municipalidades, representación elegida por el pueblo, eran la autoridad que administraba en su nombre, sin ingerencia del poder. Este sistema, que es hoy base de la libertad y del progreso de los Estados Unidos de Norte América, existía en gran parte en América del Sur antes de la revolución republicana; la cual, extraviada por el ejemplo del despotismo moderno de la Francia que le servía de modelo, cometió el error de suprimirlo. En nombre de la soberanía del pueblo, se quitó al pueblo su antiguo poder de administrar sus negocios civiles y económicos” 485. Domingo F. Sarmiento, más antihispanista aún, supo advertir: “Hemos visto ya que la única institución de gobierno electivo que traían los españoles a América, la única con que estuviesen en contacto los vecinos en tan vastos territorios, era el Cabildo, que propendemos a destruir, quitando a los vecinos esta escuela de gobierno, limitado al campanario”. Párrafos después, llama al Cabildo de Buenos Aires “única autoridad popular hasta 1810” 486. Cecil Jane asevera que durante la etapa hispánica existió una vigorosa vida política en los municipios: los criollos estaban “completamente preparados para tomar una parte activa en los negocios públicos”; al respecto valora particularmente, como antecedente de nuestra predilección por la democracia, a los cabildos abiertos, verdaderos congresos locales que se hicieron nacionales 487. Enrique Ruiz Guiñazú afirma: “En el ambiente colonial la ciudad era lo consistente. Allí se creaba el vínculo de la agrupación originaria, dando cohesión y robustez al elemento básico. En ella, aparece el cabildo, como escuela de democracia” 488. Del cabildo abierto, Haring opina: “Esas grandes asambleas, sin embargo, eran la instancia que mostraba más vigorosamente la democracia potencial del cabildo. Aunque nunca incluían a todos los mismos miembros legalmente libres de la población municipal, no eran diferentes del tipo de democracia practicada en la ciudad-estado griega” 489. Konetzke expone así su punto de vista: “El cabildo mismo no llegó a ser la representación total de la población urbana, y por tanto no es posible concebirlo como institución democrática. Los cargos de cabildantes eran propiedad de un patriciado urbano que a través de los mismos representaba sus intereses sociales y económicos y, en particular, por medio de la provisión de los puestos de alcalde, se aseguraba su influencia sobre la judicatura inferior” 490. Pero con el correr de los párrafos, al referirse a los pródromos del movimiento emancipador, apunta: “En ese momento, empero, el cabildo era la única institución que podía pasar por representativa de la población para, conforme al principio de la soberanía popular, hacerse cargo del poder estatal” 491. Nosotros observamos: por algo sería. A conclusiones parecidas a las de Konetzke llega Zorraquín Becú 492.



2. ¿Las Indias fueron colonias?


¿Fuimos tratados por España como colonias, o como un conjunto de reinos dentro del Imperio, con los mismos derechos que los demás reinos metropolitanos? En una palabra: por ejemplo, el virreynato de Méjico, ¿fue colonia o reino? La tesis de Ricardo Levene fue que “Las Indias no eran colonias”, tesis que sintetizó así: “Las Indias no eran Colonias según expresas disposiciones de las leyes: Porque fueron incorporadas a la Corona de Castilla y León, conforme a la concesión pontificia y a las inspiraciones de los Reyes Católicos y no podían ser enajenadas; Porque sus naturales eran iguales en derecho a los españoles europeos y se consagró la legitimidad de los matrimonios entre ellos; Porque los descendientes de españoles europeos o criollos, y en general los beneméritos de Indias, debían ser preferidos en la provisión de los oficios; Porque los Consejos de Castilla y de Indias eran iguales como altas potestades políticas; Porque las instituciones provinciales o regionales de Indias ejercían la potestad legislativa; Porque siendo de una Corona los reinos de Castilla y León y de Indias, las leyes y orden de gobierno de los unos y de los otros debían ser los más semejantes que se puedan; Porque en todos los casos que no estuviese decidido lo que se debía proveer por las Leyes de Indias, se guardarían las de Castilla conforme al orden de prelación de las Leyes de Toro; Porque, en fin, se mandó excusar la palabra Conquista como fuente de derecho, reemplazándola por las de Población y Pacificación... De ahí la conclusión de que España ha formado política y jurídicamente, de estas Provincias, Reinos, Dominios o Repúblicas Indianas, −que no eran Colonias o Factorías, según las leyes−, nacionalidades independientes y libres”. 493


Víctor Tau Anzoategui y Eduardo Martiré, en su valiosa obra, objetan esta tesis, con argumentos que nos parecen poco convincentes, como por ejemplo, que “el órgano superior del gobierno indiano residía en la península y no en América”; ¿qué se pretende, que Carlos I se trasladara con su Corte a Méjico o Perú, inclusive el Consejo de Indias, para gobernar desde allí todo el Imperio? También expresan que la legislación castellana era supletoria en Indias, pero que la legislación de Indias no lo era de la castellana; este argumento no resiste el menor análisis, pues la legislación de Indias fue ocasionada por los específicos problemas que planteaba América, que por supuesto la metrópoli no tenía. Razonan que si bien jurídicamente indios, españoles peninsulares y criollos eran iguales, no lo eran en los hechos. Esto, en la medida que existió, lo que resulta harto discutible, fue producto o de las desigualdades inherentes a las propias características accidentales de los distintos pobladores de América, o a los defectos que en la aplicación de las leyes han tenido todas las administraciones del orbe, desde que el mundo es mundo, pero no achacable a la España oficial, a la voluntad de sus grandes emperadores o de sus cuerpos de gobierno tan calificados. Si el indio fue tratado en forma especial, como un cuasi menor de edad, fue para protegerlo, debido a sus limitaciones e imprevisión.


Tampoco es aceptable que “la economía estaba regulada en función de los intereses peninsulares, sirviendo las Indias como proveedora de materias primas y de mercado consumidor de las mercaderías manufacturadas”494. Refutar esta aserción nos llevaría a un examen extenso que nos es imposible en este trabajo. Digamos sí, que tal afirmación puede ser admisible en relación con la política económica desarrollada por los borbones, especialmente en la segunda mitad del siglo XVIII, pero no respecto de la que desenvolvieron los austrias. De lo contrario, ¿cómo puede explicarse, por ejemplo, que el Tucumán, para referirnos al ámbito nuestro, fuese una región de economía predominantemente industrial artesanal, que producía casi todo lo necesario para desarrollar una vida civilizada?


Sintetizando: nosotros aceptamos la tesis de Levene: las Indias no fueron colonias sino provincias de un gran imperio; las diferencias accidentales que podían existir entre Aragón y Méjico, verbigracia, no hacen al hecho sustantivo de que ambos fueron reinos que formaban parte, en paridad esencial, del mismo Imperio. Puede admitirse, no obstante, que con los borbones y la introducción del despotismo ilustrado como filosofía política, especialmente a partir de Carlos III, deban hacerse concesiones a nuestro convencimiento, pues la conducción de América se endureció y centralizó en detrimento de vecinos y organismos locales de gobierno; y desde el punto de vista económico-financiero se buscó potenciar los intereses de la metrópoli. Pero con los austrias las cosas fueron muy diferentes 495.


Concluímos con esta apreciación de Humboldt: “España no miró como colonias sus posesiones ultramarinas, sino como partes integrantes de la monarquía... De esto ha resultado una legislación más justa que la que se observa en el gobierno de las demás colonias” 496.