Encuentro de dos mundos
La evangelización
 
 

1. Documentos que fijan objetivos


No todo quedó en el campo de la promoción material. En sus palabras de Santo Domingo, Juan Pablo II expresó, respecto de la obra espiritual: “En el aspecto evangelizador, marcaba la puesta en marcha de un despliegue misionero sin precedentes, que, partiendo de la Península Ibérica, daría pronto una nueva configuración al mapa eclesial”. Ese despliegue misionero, que el Papa llama extraordinario, trabajó “desde la transparencia e incisividad de la fe cristiana, en los diversos pueblos y etnias, culturas y lenguas indígenas. Los hombres y pueblos del nuevo mestizaje americano fueron engendrados también por la novedad de la fe cristiana. Y en el rostro de Nuestra Señora de Guadalupe está simbolizada la potencia y arraigo de esa primera evangelización”.


En efecto, producido el descubrimiento, desde la primerísima hora de la incorporación de América al mundo conocido, la Iglesia se vuelca ardorosamente a la conquista de las almas de los aborígenes para la Fe de Cristo. El pontífice reinante en el momento del descubrimiento, Alejandro VI, en su bula de donación de las tierras descubiertas y por descubrir a la Corona de Castilla, le impone “destinar a las tierras e islas susodichas varones probos y temerosos de Dios, doctos instruidos y experimentados para adoctrinar a los indígenas y moradores dichos en la fe católica e imponerles en tas buenas costumbres, poniendo toda la debida diligencia en lo que habéis de enviar” 297. En las instrucciones dictadas por los reyes para Colón con motivo de su segundo viaje se lee: “...por ende Sus Altezas deseando que nuestra santa Fe católica sea aumentada e acrescentada, mandan e encargan al dicho Almirante, Visorey e Gobernador que por todas las vías e maneras que pudiere procure e trabaje atraer a los moradores de las dichas islas e tierra firme a que se conviertan a nuestra santa Fe católica” 298. Por su parte, la reina Isabel, en su testamento expresó claramente: “...nuestra principal Intención fue, al tiempo que lo suplicamos al papa Alejandro VI de buena memoria, que nos hizo la dicha concesión, de procurar inducir y traer los pueblos de ellas, y los convertir a nuestra santa fe católica, y enviar a las dichas islas y tierra firme prelados y religiosos, clérigos y otras personas devotas y temerosas de Dios, para instruir los vecinos y moradores de ellas a la fe católica y los doctrinar y enseñar buenas costumbres, según más largamente en las letras de la dicha concesión se contiene”; pide luego a sus sucesores “que así lo hagan y cumplan, y que éste esa su principal fin” 299. Uno de los sucesores, casi inmediato, Carlos I, en las Leyes Nuevas de 1542, expone: “Nuestro principal intento y voluntad siempre ha sido y es de la conservación y aumento de los indios, y que sean instruidos y enseñados en las cosas de nuestra santa fe católica y bien tratados como personas libres y vasallos nuestros”. Por todo esto, España, considerando que la Providencia la había señalado para ser la potencia descubridora, aceptó constituirse en un imperio misionero. Tal lo declarado por el Código Ovandino de 1570: “Reconociendo la obligación en que Dios ha puesto en habernos dado tantos reinos y señorío y descubrimiento, adquisición y conversión... de todo el Nuevo Mundo de las Indias Occidentales” 300. León XIII no dice ya que propósito firme de aquellos papas y reyes fue evangelizar, sino que éste fue el primordial objetivo: “Porque consta que el principal propósito fue éste: abrir camino al Evangelio por nuevas tierras y nuevos mares”. 301



2. Un clero reformado


Antes de entrar a considerar todo el profundo significado que tuvo el concepto de evangelización, es menester aclarar que el clero arribó a América en profusión; prácticamente, no hubo expedición en que no se previera la venida de religiosos, y fue un clero reformado. Mucho antes que Roma, como fruto del Concilio de Trento, lograra disciplinar al clero que debió afrontar los tiempos modernos, España, durante el reinado de los Reyes Católicos, lo había conseguido merced a los desvelos del cardenal Jiménez de Cisneros. Con severidad, logró moralizar las costumbres de quienes estaban consagrados a Dios, e hizo observarlas reglas que regían la vida de las comunidades religiosas de tal manera, que la falange de misioneros que vinieron a América, clérigos y frailes, con las excepciones que no hacen sino confirmar la regla, cumplieron con denuedo y virtudes acrisoladas sus menesteres apostólicos.


Los primeros en llegar a nuestras playas fueron, generalmente, frailes especialmente franciscanos 302 y dominicos. Los siguieron mercedarios y agustinos, y ya en la segunda mitad del siglo XVI lo hicieron los jesuitas, de tan famosa labor misionera en toda América. Concomitantemente, se Iban creando obispados y arzobispados a todo lo largo y lo ancho de la América española, verdaderos centros de la difusión de la Buena Nueva entre los naturales. Además, obispos y frailes se constituyeron en grava obstáculo para el proceder de aquellos españoles que vinieron a América con un exclusivo fin de lucro, como se ha visto.



3. El problema idiomático


Bueno es que lo vayamos diciendo: la evangelización no consistió solamente en la difusión del Nuevo Testamento y la administración de la vida sacramental. Juan Pablo II lo subraya en su discurso con meridiana claridad: “Por su parte, en la labor cotidiana de inmediato contacto con la población evangelizada, los misioneros formaban pueblos, construían casas e Iglesias, llevaban el agua, enseñaban a cultivar la tierra, introducían nuevos cultivos, distribuían animales y herramientas de trabajo, abrían hospitales, difundían las artes, como la escultura, pintura, orfebrería, enseñaban nuevos oficios, etc.”. En otras palabras, según lo dijera el gran virrey del Perú Francisco de Toledo, los indios “para aprender a ser cristianos tienen primero necesidad de saber ser hombres 303. Para esto, era menester ponerse en contacto con las diversas parcialidades aborígenes que hablaban numerosísimas lenguas. Y como era ilusorio pensar que esas comunidades aprendieran el español, habida cuenta de sus generalizadas limitaciones intelectuales, entre otros obstáculos, fueron los misioneros los que se entregaron a la ardua tarea de estudiar los idiomas autóctonos: hubo, en suma, que “superar las barreras de las lenguas”, “componer gramáticas y vocabularios” de ellas, llegar al “dominio de numerosas lenguas indígenas”, según el decir de Juan Pablo II. Monumento de la lingüística universal que honra a la Iglesia, fue el resultado de ese espinoso ajetreo intelectual que llevó a los misioneros a cultivar literariamente más de cincuenta idiomas autóctonos y a aprender muchos más para poder encarar la dura faena de transmitir la fe y la cultura, según Pereyra, quien manifiesta que sus gramáticas, sus léxicos y sus crónicas aún son base para los estudios científicos actuales 304. De toda esa labor escribió Vicente G. Quesada: “Los vocabularios, gramáticas, catecismos, sermonarios y practicas de confesionario, que en los idiomas indios escribieron los religiosos, son en tan crecido número y tan Importantes, que bastan para constituir un monumento histórico filológico que no tiene parecido” 305. El esfuerzo realizado se ve realzado por el hecho de que la ciencia lingüística no tenía parámetros científicos en el siglo XVI de manera que bien puede aceptarse que la labor misionera en este ámbito se constituyó en el fundamento de la lingüística universal. Para ejemplificar, diremos que el franciscano fray Francisco Jiménez, en Méjico, produjo la primera gramática y el primer vocabulario de la lengua azteca antes de promediar el siglo XVI, y que poco después Alonso de Molina publicaba una gramática y un diccionario con 29.000 palabras, ambos de la misma lengua. Los idiomas otomí, mixteco, totonaca, zapoteco, etc., en Méjico, tuvieron a frailes que los estudiaron; multitud de lenguas caribes, el aymara, el quichua, lo mismo. De esta última lengua fue profundo conocedor el evangelizador del Tucumán, P. Alonso Barzana, de quien escribió su contemporáneo José Tiruel: “Hanse dado tal prisa a ejercitar los ministerios de la Compañía que sólo el primer año un solo sacerdote, que fue el P. Alonso de Barzana, aprendió una lengua, bien difícil, de aquella provincia (la tonocoté) y compuso arte de ella y catecismo, confesionario y sermonarlo, y después aprendió otras particulares que hay en la misma provincia” 306. De las lenguas habladas en lo que es hoy nuestra tierra, los misioneros estudiaron y publicaron gramáticas y diccionarios de los idiomas mapuche, guaraní, abipón, mocobí, lule, tonocoté, sanavirona, chulupí, cacán, allentiac, araucano, etc.307.


El aprendizaje de las lenguas aborígenes, que les permitió a los misioneros enseñar a leer y escribir a los indios, hizo que la temprana introducción de la imprenta en Méjico en 1536 y en Perú en 1582 posibilitara que el mundo aborigen gozara de los frutos de este invento trascendental para la cultura popular. No sólo se publicaron catecismos y confesionarios, dice Pereyra, sino toda clase de obras, hasta de medicina, arte militar y náutica 308. De no haberse producido el acceso español a América, ¿cuándo el orbe precolombino habría arribado a este progreso cultural?



4. Faena de héroes y mártires


Pero, volviendo a la evangelización, realmente la tarea misionera fue gesta de héroes y hasta de mártires. Luchando contra la naturaleza apocada e indolente, cuando no feroz, del aborigen, contra climas y topografías hostiles, contra el hambre y la sed, contra alimañas de todo Jaez, contra distancias inmensas, esa falange de religiosos fue creando la posibilidad de una nueva mentalidad/de una nueva cultura. Estremecen cartas que, como la que transcribimos, demuestran los extremos a que llegó la entrega de estas almas fundadoras. Pertenece a fray Antonio de Zúñiga, es de 1579 y estuvo dirigida a Felipe II: “Suplico a Vuestra Majestad humildemente considere que a veinte y cuatro años que le sirvo en esta tierra, y que por descargar vuestra real conciencia estoy muy menoscabado de mi persona, por haber andado a pie muchas leguas por tierras calientes y frías, montañas y ciénagas, sierras y valles, bautizando, casando, confesando, administrando los Santos Sacramentos; y predicando la palabra de Dios a los indios; de lo cual se me han recrecido muchas y graves enfermedades, de las cuales estoy tal, que con no pasar de 43 años, me juzgan los que me ven de más de 60; por lo cual suplico a Vuestra Majestad mande al Provincial... me de licencia para irme a Castilla, a descansar y a meterme en un rincón de un convento para aparejarme para morir” 309.


Cayetano Bruno trae en uno de sus últimos trabajos, fruto de inestimable esfuerzo de investigación, algunos testimonios impresionantes relativos a los primeros evangelizadores en el ámbito rioplatense. Tal el caso de fray Luis Bolaños, apóstol del Paraguay, quien, hacia 1580, acompañado de fray Alonso de San Buenaventura, en las inmediaciones de las márgenes del río Guarambaré, fue protagonista de este relato de Felipe Franco: “Sabiendo que los indios de la provincia del río arriba se habían rebelado y estaban en sus ritos y ceremonias, cuarenta leguas desta dicha ciudad, los dichos dos padres solos y sin compañía ni escolta de españoles fueron y se metieron entre los dichos indios, y con sus predicaciones y buena doctrina los aseguraron y atrajeron a sí”. Frisaba entonces Bolaños los treinta años de edad; después de cuarenta años más de incesante bregar evangelizador y civilizador fundando reducción tras reducción, fue doctrinante en la reducción de Santiago de Baradero (hoy Baradero, provincia de Buenos Aires) de la que se retiró en 1625, “viejísimo y acabado”, según expresaba el síndico Juan de Vergara 310.


Entre los evocados por Bruno figuran asimismo obispos; tal el caso del quinto obispo del Tucumán, fray Melchor Maldonado de Saavedra, que ejerció su dignidad desde 1634. Los miembros del cabildo eclesiástico de San Juan de la Rivera dejaron este testimonio escrito: “Socorrió a los pobres de este partido, hízoles muchas limosnas, padeció muchos trabajos, (y) de ordinario dormía en una tabla vestido”; “discurrió personalmente por las reducciones, ranchos y cuevas de los indios viejos, miserables, pobres (e) impedidos”, “llegó ocasión (en) que así indios como españoles estábamos pereciendo de hambre” 311.


Con sangre de numerosos mártires quedó regado el territorio de América en la gesta de la evangelización. Mencionaremos algunos casos que nos tocan muy de cerca porque se produjeron en territorio rioplatense. Como el ocurrido en 1628 en la región de las reducciones guaraníticas, que le costó la vida a los jesuitas Roque González de la Santa Cruz, el fundador de Yapeyú, Alfonso Rodríguez y Juan del Castillo, salvajemente ultimados y profanados sus cuerpos 312. En territorio actualmente argentino, en la zona santacruceña donde corre el Río Deseado, en 1673, era sacrificado por los indios poyas el P. Nicolás Mascardi, audaz evangelizador de la zona de Nahuel Huapi, que recorrió toda la Patagonia hasta el Estrecho de Magallanes, dándola así a conocer; era hombre de ciencia también, pues había efectuado estudios astronómicos desde su observatorio en Nahuel Huapi. Los continuadores de los trabajos apostólicos en la Patagonia, padres Felipe van der Meeren y Francisco de Elguea, también alcanzaron la palma del martirio en esos desolados parajes.


Otro caso de inmolación fue el del padre Pedro Ortiz de Zarate, jujeño, que, primeramente casado, al enviudar joven, se consagró al servicio de Dios. Hombre de fortuna, siendo párroco de Jujuy hizo obra de limosna crecida; se empeñó en evangelizar en el valle de Zenta a los indios tobas, quienes terminaron acribillándolo a flechazos y golpes de macana.


En 1614 se produjo el Insólito martirio del jesuita Martín de Urtasum, de solo veintiséis años de edad, en la zona de las misiones guaraníticas, según referencia de Ruiz de Montoya: “De puro trabajo se nos murió el padre Martín de Urtasum, acelerándole la muerte, no ya la falta de regalos, médicos y medicina, que nada desto teníamos, sino la falta de sustento de hombres racionales” 313.


Finalmente haremos mención de la sobrecogedora tragedia que sufrieron los padres jesuitas Gaspar Osorio y Antonio Ripario. Acompañados por el estudiante de la Compañía de Jesús Sebastián Alarcón, penetraron desde Jujuy en el Chaco Gualamba en la búsqueda de los indios tobas, solos, hacia 1639. Tropezaron con aborígenes chiriguanos que los sacrificaron. El obispo Maldonado de Saavedra informaba así de esta desgracia: “Comieron asado al estudiante, y no quisieron comer los cuerpos de los religiosos porque dijeron que estaban flacos. Y no me espanto porque el dicho Gaspar Osorio para obra tan grande se había dispuesto con muchos ayunos a pan y agua. Cortáronles las cabezas, y desolláronlas, y IleváronseIas; y otros indios llamados blomas dieron sepultura los cuerpos” 314.



5. Algunas cifras


El esfuerzo evangelizador quedará señalado mejor al aportamos algunos guarismos que dan idea de la inmensa labor de la Iglesia en el plano espiritual. El ingreso a ésta de los naturales por la vía del bautismo fue multitudinario. Toribio de Motolinía calcula que los bautizados en Méjico, durante los quince años posteriores a la conquista de esta región, superan los cuatro millones 315. Iglesias y monasterios se edificaron por doquier y la venida de religiosos fue harto generosa. Haring informa que, para 1574, los monasterios en todo Méjico superaban los 200; aquí, sólo los franciscanos tenían, en 1611, nada menos que 166 conventos. Por esta misma época, para la ciudad de Lima un censo revelaba una población total de 26.500 habitantes, de los cuáles el 10% estaba constituido por sacerdotes, frailes y religiosas; había además en total 19 monasterios e iglesias. 316


En toda América española, en 1623, el cronista C. González Dávila calculaba en 70.000 las iglesias edificadas, en 500 los conventos y en más de 3.000 los religiosos dominicos, franciscanos, agustinos, mercedarios y jesuitas 317. Pero para fines de este siglo XVII Ramos Pérez calcula en 11.000 el número de religiosos existentes en América. El mismo autor computa el flujo de misioneros que venían de España a América, anualmente, según las siguientes cifras: siglo XVI: 90; Siglo XVII: 100; y siglo XVIII: 130. También destaca que, a medida que transcurría el tiempo, mayor era la proporción de religiosos criollos en relación con los peninsulares, prueba de que América española fue tierra fértil para el florecimiento de las vocaciones eclesiásticas 318.


A principios del siglo XIX, Humboldt encontró en la ciudad de Méjico 23 monasterios, se entiende de hombres, y 15 conventos de monjas; sobre una población total de alrededor de 100.000 habitantes, más de 3.000 eran religiosos y religiosas 319. Todas estas cifras hablan bien claro de la potencialidad que alcanzó la Iglesia en la etapa hispánica.



6. Reducciones y misiones


La evangelización del aborigen alcanzó una profundización notable en las reducciones y misiones, que sembraron por doquier especialmente los miembros de las órdenes religiosas. Así lo recuerda el Papa en Santo Domingo: “Al mismo tiempo, se van iniciando amplias experiencias colectivas de crecimiento en humanidad y de implantación más profunda del cristianismo, en formas nuevas de vida y sociabilidad mas dignas del hombre. Tales fueron los «pueblos hospitales» del obispo Vasco de Quiroga, las reducciones o colonias misioneras de los franciscanos, las extraordinarias reducciones de los jesuitas en el Paraguay, y tantas otras obras de caridad y misericordia, de instrucción y cultura”. El Papa comienza haciendo mención expresa de los “pueblos hospitales” del obispo de Michoacán, en Méjico, Vasco de Quiroga, hombre piadoso y erudito, que legó una biblioteca muy rica. Influido por la Utopía de Tomás Moro, organizó diversos pueblos aborígenes rodeados de tierras, las cuales eran labradas colectivamente, en tanto se reservaba a cada familia una casa y un jardín propios. Los trabajos agrícolas comunitarios tenían fijada una jornada de seis horas; y con su producto los indios se mantenían decentemente, mientras se los Iba formando moral y religiosamente. Las correspondientes fracciones de campo las compró Vasco de Quiroga con fondos personales, y los indios fueron introducidos no solamente en las técnicas agrícola-ganaderas, sino también en el conocimiento de las artes industriales. Estas comunidades sirvieron de modelo a las órdenes religiosas que fundaron misiones entre los naturales, y se llamaron “pueblos hospitales” debido a la atención preferente que mereció el hospital en cada una de estas localidades. Dichas casas de curación, como los talleres, tas escuelas, los almacenes y las casas particulares de las familias pobladoras, eran sostenidos con el cultivo colectivo, cuyo producto también corría en ayuda de los pobres y servía para formar reservas con que afrontar tiempos de escasez. Silvio A. Zavala ha escrito de estas realizaciones: “Quiroga estableció en sus pueblos de Santa Fe la comunidad de los bienes: la integración de las familias por grupos de varios casados; los turnos entre la población urbana y rural; el trabajo de las mujeres; la jornada de seis horas; la distribución liberal de los frutos del esfuerzo común conforme a las necesidades de los vecinos; el abandono del lujo y de los oficios que no fueran útiles; y la magistratura familiar y electiva” 320.


El Papa hace asimismo referencia a las reducciones de franciscanos y jesuitas. Aclaremos que los términos misión y reducción se usaban en forma indiferente, aunque el primero parece que debía reservarse a toda labor apostólica efectuada en tierra de infieles que no se limitaba por razones de lugar y tiempo, especialmente cuando se trataba del primer intento evangelizador. En cambio, se habituaba llamar reducción a toda acción apostólica efectuada con indios infieles congregados en poblaciones estables, donde también se los humanizaba enseñándoles las primeras letras, las técnicas agrícolas y artesanales y hasta a defenderse de los ataques externos. Franciscanos, dominicos y agustinos poseyeron reducciones a todo lo largo y lo ancho de la América española, mientras que los mercedarios se limitaron a Guatemala, Quito, Perú y Chile. Los jesuitas prefirieron actuar en las zonas de frontera: Paraguay. Mojos, Florida, California.


Entre nosotros, los iniciadores en materia de reducciones fueron los franciscanos, que evangelizaron a través de ellas el ámbito rioplatense desde fines del siglo XVI, como respuesta al llamado Tercer Concilio de Lima, realizado en 1581. La gran figura franciscana en esta obra fue fray Luis de Bolaños, que tuvo apoyo eficiente de ese valioso gobernante que fue Hernandarias, y quien fundó, entre otras reducciones, la de la Limpia Concepción de Itatí, cerca de Corrientes, la de Santiago de Baradero, actual Baradero en la provincia de Buenos Aires, etc.



7. Misiones Jesuíticas


Los franciscanos fueron seguidos por los jesuitas, que realizarían en nuestras tierras las experiencias más apasionantes en lo referente a la fundación de reducciones; Juan Pablo II las llama “extraordinarias”. Ellas comenzaron, también con el apoyo de Hernandarias, hacia 1610, bajo la supervisión del Superior de la Compañía de Jesús en nuestra zona, el P. Diego de Torres. Las establecidas en el Guayrá, nordeste del Paraguay, y en el Tape, Estado brasileño actual de Paraná, fueron abandonadas debido al ataque de los bandeirantes brasileños, mestizos que organizaban invasiones en territorio español a fin de capturar indios, que eran vendidos como esclavos para la explotación de las fazendas. Destruyeron cuanto poblado encontraban, y se calcula que entre 1611 y 1638 los mamelucos paulistas capturaron como esclavos a más de trescientos mil indios. Esto llevó a los jesuitas a trasladar los pueblos más al sur y a solicitar autorización a la Corona para enseñar el arte de la guerra a sus prosélitos guaraníes con finalidades de defensa ante el ominoso ataque. Esta previsión permitió que los guaraníes, adiestrados militarmente por los padres, obtuvieran en 1641 la famosa victoria de Mbororé, batalla que duró cinco días y que escarmentó por largo tiempo a los brasileños, a la vez que detuvo el avance portugués sobre tierras españolas 321. Las reducciones trasladadas se fijaron, en un número total aproximado de treinta pueblos, en territorio misionero y correntino unas quince, ocho en el actual Paraguay y siete en lo que es ahora el Estado brasileño de Río Grande Do Sul, al este de nuestra Mesopotamia. La población íntegra de los treinta pueblos alcanzó los cien mil habitantes.


Los jesuitas produjeron con sus reducciones una de las más fieles respuestas al espíritu altamente generoso de la Legislación de Indias; Sustrajeron al indio del régimen de las encomiendas y lo formaron integralmente respetando su libertad: nadie fue obligado a aceptar el estilo de vida de las reducciones. En cuanto a la formación, se modeló primero al aborigen como persona y como integrante de una familia y de una profesión. Se lo sacó del vicio, se lo llevó a constituir matrimonios monogámicos e indisolubles. La idoneidad artesanal que adquirió bajo la tutela jesuítica le permitió edificar pueblos con sus Iglesias, cabildos, escuetas, hospitales, talleres, unidades de viviendas dignas, casas para Viudas y para huérfanos, depósitos, etc. Explotaba no solamente la fracción de tierra individual que se le adjudicaba para sostén de su familia, sino los campos colectivos, con cuyo producido se atendían no solamente las necesidades comunes sino también las de cada unidad familiar, pues del ganado que pastaba en esos campos, por ejemplo, y que era también propiedad común, recibían esas familias su ración de carne, de leche o los animales de tiro necesarios.


Eran también propiedad de la colectividad los bosques y yerbales, los productos que se exportaban, los barcos de transporte, los talleres, las viviendas, las estancias, según se ha visto 322. El gobierno civil de los pueblos, verdaderas repúblicas en pequeño, era ejercido por los cabildos, integrados por indios y aconsejados por los Padres, quienes se ingeniaron para reducir a los caciques a funcionarios dentro del Cabildo. Como expresa Zuretti acertadamente, “en la armonía entre los padres, los cabildantes y los caciques cifrábase toda la prosperidad espiritual y material de las reducciones 323. En su obrita, Arnaldo Bruxel pone de relieve lo brillante de la labor educadora, formadora de artesanos y trabajadores agrícolas y hasta creadora de artistas, que realizaron los jesuitas en las reducciones. No les faltaron a éstas imprenta, observatorio astronómico, servicio médico eficiente, con atención a domicilio inclusive, y un desarrollo en arquitectura, pintura, escultura, danzas, teatro elemental, música y canto, imaginería, orfebrería, realmente sorprendente habida cuenta de la época y del medio en que floreció.



8. Beneficencia


A esta actividad se refiere el Papa en los párrafos transcriptos anteriormente, cuando menciona la apertura de hospitales por los misioneros. Mucho fue lo que la Iglesia hizo en el campo de la atención de los enfermos y en otros varios aspectos de la beneficencia, a punto tal que puede decirse sin equivocarse que este ámbito fue atendido exclusivamente por ella, con la colaboración del Estado español y de la caridad particular.


Y así, además de hospitales, abrió y regenteó leprosarios, casas de huérfanos, casas para mujeres abandonadas o perdidas, asilos de mendigos, maternidades, montes de piedad, boticas, posadas de caminantes; corrió en ayuda de presos pobres e inhumó pobres de solemnidad.


La Iglesia fundó hospitales para blancos, indios y negros, desde la primera etapa de los descubrimientos hasta la época de la Independencia y a todo lo largo y lo ancho de las posesiones españolas. Ya para fines del siglo XVI puede afirmarse que ninguna población de cierta importancia en Hispanoamérica carecía de hospitales 324. Para dar una idea de la envergadura de la obra realizada, diremos que en la ciudad de Méjico, a fines del siglo XVI, precisamente, ya funcionaban seis hospitales, y en la ciudad de Lima, ocho 325. Y al terminar el siglo XVIII, en la capital de Méjico los hospitales eran diez y seis, mientras que Puebla contaba con ocho 326. De ellos, en cada una de estas ciudades, por lo menos uno fue para leprosos. Cuzco tenía ya dos hospitales en 1582, y los hospitales en Quito y regiones vecinas no fueron menos numerosos; en esta última ciudad, los betlemitas establecieron una escuela para formar enfermeros y cirujanos 327. Algunos hospitales eran para mujeres exclusivamente, o para indios, o para negros, o para niños abandonados, o para marineros. Debe también tenerse en cuenta que en aquella época un hospital no prestaba asistencia solamente a los enfermos, sino que muchas veces asistía a pobres, ancianos, lisiados, ciegos, etc. 328. Obispos, párrocos, órdenes religiosas, especialmente franciscanos y dominicos, cofradías, concurrieron a la fundación y atención de los hospitales. Los miembros de algunas de las últimas trabajaban como enfermeros gratuitamente o colaboraban pecuniariamente para el sostén del establecimiento. A veces, las cofradías eran de indios que mantenían sus hospitales 329.


Parece que Buenos Aires ya tenía hospital en 1619, aunque precario, llamado San Martín. También, mujeres de singular caridad asistían a los enfermos pobres y hasta llegaban a hospedarlos en sus casas a pesar, a veces, de sus limitaciones de fortuna 330. En 1748, se hicieron cargo del hospital San Martín los betlemitas. Esta orden fue fundada en 1665 en Guatemala por el terciarlo franciscano Pedro de San José Betancourt, y sus miembros, que eran sólo hermanos legos, estaban consagrados a velar por los enfermos. Se extendieron por todo Méjico, Perú y otras regiones de América española. Además del hospital San Martín, atendieron hospitales en Córdoba, Mendoza y Salta, donde se hizo sentir su labor bienhechora, que Furlong destaca así: “Toda una agrupación de hombres, unidos por los votos religiosos, alejados de las preocupaciones familiares y sociales, consagrados por vida a la asistencia de los enfermos, educados para regir y cuidar hospitales, es ciertamente un hecho que el historiador imparcial no puede cubrir con el velo del innoble silencio o con el sambenito del menosprecio. Y cabe otra razón que a los americanos nos ha de hacer más simpática esta institución: nació en América y en ella, muy principalmente, se desarrolló, durante casi dos centurias” 331.


Otra congregación religiosa dedicada a este menester de la atención de los enfermos, los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios, cuya fundación aconteció en España, instalaron un hospital en San Juan y trabajaron durante algún tiempo en Córdoba. Fuera de nuestros lares actuó la Orden de los Hipólitos, o de la Caridad, instituida en Méjico por Bernardino Alvarez.


No podemos dejar de mencionar que el hospital de Córdoba, según vimos, fue atendido por los betlemitas a partir de 1768, siendo fundado y sostenido con su propio peculio por Monseñor Diego de Salguero y Cabrera, un verdadero benefactor. También corresponde dejar sentado que prácticamente todas las ciudades de lo que es hoy Argentina, hacia el siglo XVIII, poseían hospitales; así, Tucumán, Jujuy, Santa Fe, Corrientes, la Bajada o Paraná, Santiago del Estero, más Buenos Aires, Córdoba, Salta y San Juan, señaladas precedentemente. Las reducciones jesuíticas contaban cada una con cuatro o cinco “curuzuyás”, verdaderos enfermeros, que dos veces cada día recorrían todas las casas para atender a posibles pacientes; y se sabe que por lo menos las misiones de Santo ángel, San Nicolás, San Ignacio, San Cosme, San Javier y San Juan, poseyeron hospitales, aunque se sospecha que ninguna reducción careció de esos establecimientos. Además, todos esos pueblos poseían boticas que hermanos legos atendían 332.


Fue proficua la labor de beneficencia desarrollada por las hermandades de la caridad, organizaciones de laicos movidos por el objetivo de pallar el dolor humano. La de Córdoba costeaba la inhumación de los menesterosos, instaló un hospital de mujeres y llegó a proyectar un asilo de huérfanos. La de Buenos Aires daba sepultura a los pobres, construyó una sala para cuidar enfermos, fundó el famoso Colegio de Huérfanas y erigió un Hospital de Mujeres. La Tercera Orden de San Francisco en Buenos Aires y la Hermandad de la Caridad de Mendoza, también asistieron a los necesitados 333.


Las casas para huérfanos, para mujeres abandonadas o perdidas, para mendigos, para vagabundos, para caminantes, pulularon en las principales ciudades hispanoamericanas. Hasta las boticas fueron atendidas por el espíritu caritativo de los religiosos; en el Río de la Plata fueron renombradas las de los jesuitas de Córdoba y Buenos Aires 334. En cuanto al aporte que los religiosos prestaron al ejercicio de la medicina, ya se verá más adelante 335.