Las provincias del Río de la Plata en 1816
6. Relaciones políticas de las Provincias Unidas
 
 

Sumario: Relaciones políticas de las Provincias Unidas con España, Portugal, Inglaterra y los Estados Unidos de América Septentrional. Rivalidad entre las provincias. Facciones políticas. Finanzas. Conjeturas sobre este particular.



Las únicas potencias extranjeras con que estas provincias han mantenido algunas comunicaciones públicas o secretas desde que se hizo la revolución, han sido España, Brasil, Inglaterra, y los Estados Unidos de la América del Norte.

Sin entrar a examinar los derechos en que estas provincias puedan fundar su separación de la metrópoli, hay que decir que se han conducido de manera muy inconsecuente para con su antiguo soberano y no con la franqueza y buena fe que, si bien quizás, no debe esperarse de la política de cortes y gabinetes, tenemos derecho a esperar, sin duda, de un pueblo entero que expresa su voluntad y designios por el órgano de sus representantes.

En la época en que España estaba ocupada por los franceses, no cesaron de expresarse votos ardientes de la más absoluta obediencia hacia el soberano, el infortunado Rey Fernando, y se declaró que solamente por la escasa confianza que inspiraba el consejo de regencia de Cádiz —tan mal defensor de los derechos del monarca— no se prestaba obediencia a ese consejo, sospechado de estar en connivencia con los enemigos del Estado. Pero cuando, más tarde, el gobierno español recobró su forma anterior y el rey reasumió sus derechos, continuaron desobedeciendo sin alegar ninguna razón y sin atreverse a declarar abiertamente los motivos y la finalidad de la insurrección.

Así y todo, cuando se considera el despotismo cruel con que los agentes principales del Rey de España trataron a estas provincias desde el primer momento de la revolución, y la dureza inexorable con que rechazaron toda propuesta de reconciliación que no tuviera por base la sumisión absoluta y a discreción, nos sentimos inclinados a creer que el temor, o más bien la desesperación extrema, es lo que ha forzado a los habitantes de estas provincias a abrazar un plan de independencia que, probablemente, no hubieran concebido jamás en el comienzo de la revolución. Más aún, me atrevo a presumir que si la corte de Madrid hubiera querido acceder a tratar con sus súbditos, o por lo menos a escuchar moderadamente los propósitos de sus negociadores que se limitaron a pedir derechos de representación y de comercio, iguales o casi iguales a los derechos de los españoles europeos, se hubiera ahorrado mucha sangre y estas provincias devastadas que hoy muestran las huellas de las calamidades impuestas por la guerra civil, hubieran hoy, como consecuencia del comercio libre y bien fomentado, contribuido a la opulencia de la metrópoli y a su propio enriquecimiento.

Ahora ya es demasiado tarde y la suerte de estos países parece decidida, aun en el caso de que los españoles pudieran conquistar algunas ciudades o provincias. Sus habitantes han sufrido demasiado, se han sacrificado por demás durante estos últimos diez años, para detenerse ahora en su carrera. Han visto claro, en lo que respecta a los derechos imprescriptibles del ciudadano, y aman a su patria, hasta por los sacrificios que ella les ha costado. En fin, el cetro de hierro que domina a España, la suerte deplorable de Cartagena, los patíbulos de Chile, el exterminio de los habitantes de La Paz, etc., han llevado el terror a todos los espíritus y reunido a todas las facciones; de ahí que en todas partes se hayan empeñado en prestar juramento de fidelidad a la patria, comprometiéndose solemnemente por Dios y la Santa Cruz a sostener su independencia, a costa “de la vida, haberes y fama”.

La corte de Río de Janeiro ha visto quizás con un oculto sentimiento de alegría debilitarse el poder de su rival y vecino en el antiguo y en el nuevo mundo.

Portugal no ha reconocido nunca abiertamente al nuevo estado del Río de la Plata, pero se comunica con su gobierno, ha negado todo auxilio a las tropas españolas sitiadas en Montevideo, y anuló las tentativas del ministro español en el Brasil para procurar a los sitiados recursos pecuniarios. Los súbditos portugueses mantienen comercio ininterrumpido con Buenos Aires, y en la capital del Brasil existe un encargado de negocios (secreto) de Buenos Aires, don Manuel García, que mantiene entrevistas con los ministros portugueses. Ambos gobiernos tratan de engañarse recíprocamente: mientras los políticos portugueses se jactan' de que ellos engañan al gobierno del Río de la Plata, este último, afectando buena fe y credulidad sin límites, se muestra igualmente falso, desconfiado y atento a los juegos de manos del conde Barca. Hasta me inclino a creer que los disturbios de Pernambuco, han sido maquinados en el Río de la Plata.

Los designios del primer ministro portugués, conde da Barca, que después de la muerte del Marqués de Aguiar está encargado de todos los negocios de estado relacionados con la ampliación del imperio y del poder de su soberano en América, parecen demasiado vastos para que pueda ejecutarlos en los pocos días que le quedan de vida. Su perseverancia en terminar las empresas comenzadas, créese que no ha de responder al calor que pone en todos sus nuevos proyectos.

Los agentes del ministerio inglés en América, han cambiado de conducta y de lenguaje según las circunstancias. En 1810, cuando temían que la América Española reconociera a la dinastía francesa, mostraron empeño en animar a las nuevas juntas establecidas en la mayoría de las ciudades principales; por eso ahora, cuando se considera que a despecho de todas las protestas del Consejo de Regencia de Cádiz, comenzaron en ese año las revoluciones de Cartagena, de Caracas, de Santa Fe de Bogotá, de Portobelo, de Quito, de Buenos Aires, de Santiago de Chile, etc., uno no puede menos de conjeturar que todas esas convulsiones fueron provocadas polla misma potencia extranjera que, en secreto, ofrecía socorros; porque no hay que imaginar que haya existido nunca suficiente armonía o inteligencia entre esas provincias, tan aisladas unas de otras, como para concebir y organizar de consuno el plan de una revolución general. Por el contrario, se advierte, por hechos dignos de fe, que en cada país se ignoraban los movimientos del otro, y sin embargo pudo observarse una semejanza sorprendente en la formación de esos diversos gobiernos, establecidos casi todos a un mismo tiempo; cuando quizás hubiera habido razón para esperar que esos diversos estados (tan activos por sí mismos) se hubieran dado constituciones más análogas al espíritu y al carácter general de cada nación, que varía, sin duda, infinitamente desde el golfo de México hasta las fronteras de la Patagonia. Esta suposición resulta todavía más verosímil si estamos a lo que dicen algunos documentos oficiales sobre la cuestión.

El gobernador inglés de Curaçao, al felicitar a la nueva junta de Caracas por el cambio Feliz de su gobierno (en una carta del 14 de mayo de 1810) ofrece socorros y armas, sin exigir pago alguno, exige prerrogativas para el comercio inglés y asegura que ha despachado ya, a propósito de ese asunto, un correo a la corte de Londres. Lord Strangford, ministro plenipotenciario en la corte del Brasil, más tino y reservado, en carta del 16 de junio del mismo año, aprueba francamente las sabias medidas de la junta de Buenos Aires para conservar la integridad de las Provincias del Río de la Plata y declara que lamenta infinito ignorar la opinión de su corte sobre ese asunto; exhorta al mismo tiempo a la junta a deshacerse de los sospechosos de favorecer el sistema francés y promete hacer lo posible para servir la causa de los americanos ante su gobierno, siempre que aquellos permanezcan fieles a su soberano.

Pero, con todo, sería hacer poco honor a la penetración de una política semejante, el creer que no entraba en ella la previsión de los resultados que habría de tener aquella revolución.

En una nota del 30 de septiembre, el gobierno de Chile, con la sencillez característica de su país, interrogó a la Junta de Buenos Aires sobre las verdaderas intenciones de los ingleses y sobre el género de socorros que habían prometido, porque deseaban conseguirlos para el puerto de Valparaíso, a la posible brevedad. Pero yo no terminaría de enumerar todas las pruebas que se tienen del vivo interés con que los ingleses estimularon los primeros movimientos del cambio político ocurrido en las colonias españolas.

A partir de 1813, parece que Inglaterra, estrechamente aliada con España (cuyo comercio le resulta muy ventajoso) ha abandonado completamente la dirección de los negocios políticos del Nuevo Mundo, al que ahoga por el rechazo de sus productos, reteniéndole fraudulentamente el oro y la plata. En Buenos Aires residen ahora un cónsul y treinta y cuatro comerciantes ingleses, y hay siempre una fragata y una corbeta, ancladas en la rada para proteger al comercio inglés y a sus agentes. De tal manera, el gabinete de Saint-James, cuyos principios políticos parecen estar ligados o amalgamados estrechamente con sus especulaciones de comercio, mira con indiferencia y sin remordimientos a estas provincias, que se destrozan y se despueblan como consecuencia de las guerras civiles, guerras que el mismo gabinete ha, sino provocado, por lo menos estimulado en un principio con su aprobación, su ayuda y las facilidades del comercio.

Se dice que la conducta seguida en estos momentos por el gobierno inglés, es consecuencia natural de la resolución tomada, de no mezclarse en manera alguna en los asuntos coloniales de las demás potencias, pero no ha seguido estos principios cuando sus intereses le exigían conducirse de otra manera.

Sin embargo, hay que hacer justicia a la nación inglesa en cuanto que, sus súbditos establecidos en ese país, —sea como agentes de gobierno, o como negociantes— han obrado de manera tan digna y con probidad tan ejemplar, que se han ganado la estimación de todos los naturales del país y no en poco han contribuido al mejoramiento de sus costumbres. Han ayudado y protegido, llegado el caso, a todos los partidos en desgracia, incluso a los españoles cuando se sentían oprimidos y donde quiera se ha producido una desgracia, se ha encontrado siempre un inglés que acudía para prestar socorro.

El gobierno de los Estados Unidos de la América del Norte, ha obrado con mayor desinterés en esta revolución, pero sus auxilios han sido absorbidos casi únicamente en México, en Venezuela, etc. En cuanto a estas provincias, la única ventaja obtenida, ha sido algunos envíos de fusiles vendidos en condiciones razonables y préstamos de dinero efectuados por algunos particulares de fortuna. El congreso de Washington ha nombrado un cónsul general o agente de comercio para el Perú y Chile, que llegó a Buenos Aires poco tiempo después que yo, pero no pudo entrar en funciones porque esos países estaban ocupados por los españoles. El mismo fue designado para los Estados del Sud, y reside en Buenos Aires, donde los americanos del norte hacen un comercio muy importante.

En cuanto a las relaciones políticas que esas provincias mantienen entre sí, los detalles serían demasiado minuciosos y de escaso interés para que merecieran fijar la atención de V. A. R. Por eso bastará, sin duda, con exponer los rasgos generales de esas relaciones. Ha existido siempre entre las ciudades y provincias hoy federadas, una notable rivalidad, no por cuestiones de industria ni comercio, sino por una ciega ambición consistente en querer mandar una sobre otra. La ciudad de Buenos Aires, que por su situación favorable ha venido a ser el único puerto de depósito y la única salida que tiene el comercio del interior, se ha atraído por eso mismo los celos de las otras ciudades. Quizás también porque, orgullosa de su preponderancia y de su opulencia, ha aspirado en ocasiones al derecho de gobernar al resto del país. Esta ha sido la causa real o aparente de disturbios frecuentes en el interior, de la separación de la República Oriental, del descontento del Perú y, por fin, de las insurrecciones de Santa Fe y Córdoba. Pero todas las personas sensatas están de acuerdo en que la suerte del país depende actualmente de la provincia de Buenos Aires y en que hay que dejar de lado todos los odios y ofensas particulares en favor de la causa común.

Los patriotas de Chile han permanecido siempre en perfecta armonía con los de Buenos Aires. Existen en esa capital (Buenos Aires), lo mismo que en el interior, cuatro partidos diferentes 1, con algunas subdivisiones, a saber: 1°) Los federalistas, que son los más fuertes y sensatos, como que son los únicos verdaderos patriotas. Desean la unión de las provincias sin que se otorgue preferencia a ninguna de ellas y obedecen con lealtad al congreso. Una parte de ellos, está por la monarquía constitucional y la otra por la constitución de la América del Norte. 2°) Los provincialistas que existen principalmente en Buenos Aires, tienen como único proyecto, formar de esta provincia un estado separado, abandonando las demás a su propia suerte. Esto tendrá como resultado el tiranizar tarde o temprano al resto del país. 3°) Los realistas, o españoles europeos que, por causa de conspiraciones fracasadas han sido castigados con contribuciones tan exhorbitantes que costean casi la mitad de los gastos del estado. Estos realistas no dejan de trabajar sordamente por un cambio de cosas, animados, según se supone, por los obispos exilados y algunos sacerdotes de Córdoba. 4°) El partido de Artigas que le quería por jefe soberano de todo el país, ya casi no existe o se esconde.

A pesar de los grandes recursos de que se dispone, las finanzas del estado andan muy desarregladas, tanto por la rapacidad y mala economía de los gobiernos anteriores, como por la falta, de un verdadero sistema para la buena percepción de los impuestos. Ahora precisamente trabajan por remediar los abusos. Puede asegurarse que la guerra, desde 1810 hasta el comienzo del año último, ha costado al estado, en dinero contante, diez y siete millones de pesos, no obstante que el ejército, cuyo número no excedió nunca de diez mil hombres, no se paga desde hace tres años y que, no teniendo almacenes o depósitos, su aprovisionamiento no ha costado nada al Estado.

Durante seis meses, desde la época de la revolución hasta la reunión del primer congreso nacional, la Junta publicó todos los meses un estado de la administración de las finanzas, pero después de aquello, y durante las revoluciones que se han sucedido con tanta rapidez en el gobierno, no se pueden encontrar, en ninguna parte, cuentas ordenadas a ese respecto.

Sin embargo, y en el supuesto de que teniendo en cuenta el estado de las entradas y de los gastos públicos durante esos seis meses, fuera posible hacer conjeturas aunque muy imperfectas sobre las finanzas en general, he hecho un resumen de las cuentas públicas rendidas por los administradores desde el 1° de junio al 1° de diciembre de 1810, resumen en que las rentas del Estado se han reducido a cinco títulos capitales, cuyas denominaciones castellanas conservo, por no encontrar para ciertos rubros la traducción francesa equivalente.


1º: La renta de temporalidades Pesos R(eales)

La proveniente de ciertos fondos en tierras y otros objetos destinados por el antiguo gobiernos al pago de pensiones vitalicias a empleados retirados, etc. El remanente de esta caja, una vez pagadas las pensiones anuales, y por puestos que quedan vacantes, etcétera, se destina a las necesidades del Estado por disposición del gobierno................. 2.156 – 1

2º: La renta de correos

El diezmo que pagan los viajeros por los servicios de viaje, antes de recibir sus pasaportes. Impuestos sobre las mercaderías que pasan por el camino de postas................................................................... 29.444-3 ¾

3º: La renta de tabacos

Impuesto sobre el tabaco en la misma forma que en España.....................................................................................135.228-1 7/8

4º: La Aduana

La Aduana de la ciudad de Buenos Aires.........................719.981

5º: Tesorería general de la (Real) Hacienda

Este rubro abarca todos los diferentes impuestos, permanentes y extraordinarios, como la capitación, la santa bula, la alcabala, papel sellado, renta de los dominios del Rey o del Gobierno, derecho sobre los metales, etc.

Total............ 1.959.301-10 7/8


Como estos derechos, percibidos mensualmente, no difieren gran cosa durante todo el año, se puede, sin errar por mucho, fijar la renta del Estado (o más bien de la provincia de Buenos Aires únicamente) para 1810, en unos cuatro millones de pesos aproximadamente.

Los gastos del Estado durante este mismo período, eran de 1.723.510 pesos y tres y medio reales. Sin embargo hay que observar que los gastos extraordinarios causados por la expedición del ejército del Perú, añadidos a sueldos atrasados de la tropa que fueron completamente liquidados durante ese mes, parecen haber ascendido a 367.551 pesos con 6 3/4 reales.

Desde ese tiempo, estos impuestos y las rentas de aduana han sido aumentados en más de una tercera parte, pero la organización de la marina, del ejército de Chile, de la milicia nacional y de la nueva conscripción, han multiplicado los gastos.

Las contribuciones extraordinarias impuestas a los españoles europeos que quieren permanecer en el país, no entran en este cálculo. Son, sin embargo, considerables y dispone de ellas el gobierno, pero son también muy precarias y disminuyen diariamente.

El quinto del gobierno sobre los productos de las minas tampoco ha sido comprendido en este resumen por la razón de que esta rama, casi olvidada durante la revolución, ha beneficiado poco o casi nada al tesoro público desde 1810.