Buenos Aires en el centenario /1810-1834
La crisis de gobierno (continuación) (1834)
 
 
Sumario: Los trabajos reaccionarios de los partido desalojados: ello limita la esfera de acción del gobierno de Viamonte: la supremacía de los federales y la crisis de gobierno. — Cómo se sobrepone a las circunstancias el gobierno de Viamonte: su política liberal y humanitaria. — El asunto del Patronato. — junta o concilio para tratarlo. — Proposiciones trascendentales en el orden constitucional argentino que presenta por entonces el ministro don Manuel José García: manera cómo queda resuelto ese asunto. — Prejuicios contra el Ministro García. — El regreso de don Bernardino Rivadavia y la doble denuncia del Ministro en Londres don Manuel Moreno. — El alcance local y continental de los trabajos a que tal denuncia se refería. — Las comunicaciones del Ministro de Chile en París a su gobierno, concordantes con las del Ministro Moreno; La monarquizacion de Suramérica; Rivadavia y el marqués de Santo Amaro. — El Gobierno de Buenos Aires comunica ese plan a los Gobiernos suramericanos: lodos se solidarizan con la forma republicana: la respuesta de don Lucas Obes en nombre del Estado Oriental del Uruguay. — El Gobierno de Viamonte ordena el inmediato reembarque de Rivadavia: manifestación que con tal motivo hace a la Legislatura. — Los comentarios del radicalismo federal: el ofrecimiento de Quiroga a Rivadavia. La prensa federal se enfila contra el Ministro García: los pasquines y las vías de hecho. — El Gobernador Viamonte manifiesta a la Legislatura que debe cesar en el mando: ese cuerpo le acepta la renuncia y nombra a don Juan Manuel de Rozas. — Motivos en que éste funda su renuncia: la Legislatura insiste cuatro veces y otras tantas renuncias Rozas. Renuncian igualmente don Tomás Manuel y don Nicolás Anchorena. — Viamonte reitera su pedido de que se designe la persona a quien entregará el mando. — La crisis de gobierno en toda su fuerza. La prensa independiente y la ley que la restringe. — La Legislatura designa sucesivamente Gobernador a don Juan Terrero y al general ángel Pacheco y ambos renuncian. — El Presidente de la Legislatura entra a desempeñar el Poder Ejecutivo.


El general Viamonte subía nuevamente al gobierno en circunstancias en que los partidos desalojados de sus posiciones trabajaban en Buenos Aires, en las provincias y en el Estado Oriental del Uruguay, la reacción sangrienta que debía estallar en breve. La correspondencia que, con conocimiento del gobernador Balcarce, había sostenido el ministro Martínez con los directores del partido unitario residentes en Montevideo; el envío del coronel Manuel Olazábal, simultáneamente con el armamento y dineros que condujo la goleta argentina de guerra Sarandi a la república vecina, y otras medidas análogas acusaban una manifiesta comunidad de miras con los generales Rivera, Lavalle y Agüero, Carril, Chilavert y los que preparaban los sucesos que comenzaron a desarrollarse en el año siguiente. El gobierno de Viamonte, dadas las tendencias de la época y los principios que estaba llamado a representar, debía ante todo prevenir el peligro visible para todos; que por entonces era irrealizable otro plan tan vasto y tan liberal como el que eran capaces de idear y desenvolver estadistas de la talla de los ministros don Manuel José García y del general Tomás Cuido. Cierto era que hacía cuatro años que el partido federal gobernaba en Buenos Aires y que había echado profundas raíces en la sociedad y en la masa popular. Pero también era cierto que el partido unitario conspiraba para recobrar las posiciones que perdió después de haber fusilado a Dorrego y de haber fracasado el general Paz, y que aunque constituía una minoría y tenía escasas ramificaciones fuera de la Capital, contaba con muchos hombres ilustrados, muy hábiles y que se habían probado en las diferentes y difíciles evoluciones del gobierno y de la política desde la época de los Triunviratos y del Directorio. La supremacía del primero no era, pues, una solución. Era la evolución gradual de elementos que no habían tenido representación en las evoluciones anteriores; que se imponían por su propio esfuerzo, marcaban su época y la imprimían sus tendencias, sus sentimientos, como otros tantos antecedentes que contarían cuando la comunidad política argentina operase su organización definitiva. Tal supremacía podía ser más o menos duradera, pero a ella estaba involucrada la crisis gubernativa, pues los partidos no admitían otra solución que la que resolvieran por sus auspicios exclusivos. Así lo escribieron en sus banderas ensangrentadas; así vivieron veinte años de lucha armada, de extravíos, de odios. El gobierno del general Viamonte debía ser de transición, por decidido que fuese el apoyo que le prestaba el partido federal y por grandes que fuesen los recursos de Rozas para sostenerlo.

El general Viamonte se sobrepuso a las circunstancias e imprimió cierto tono serio a su gobierno. Se contrajo con energía y acierto a la administración general de la Provincia, cuyo erario había quedado exhausto después de las erogaciones cuantiosas del gobierno anterior. Inició una política liberal, dando franquicias a la prensa, estableciendo la más amplia publicidad de los actos gubernativos y dictando una serie de medidas orgánicas que constituyen la inicial de otras tantas leyes fundamentales vigentes en nuestros días. Estas medidas acusaban el influjo progresista y trascendental del ministro García, que había sido el famoso colaborador de Rivadavia en la reforma política y social de 1821 a 1824. De acuerdo con los antecedentes gubernativos que contribuyó a fundar, y con el propósito de no prescribir la inmigración de cultos disidentes y servir los valiosísimos intereses de la población y del trabajo, el ministro García dejó consagrado, —por la primera vez en la República Argentina y en Suramérica,— el derecho de formar la familia con arreglo a la ley que a todos por igual ampara y según el dictado de la conciencia in enajenable; como asimismo el principio de la ciudadanía en cabeza de los hijos de extranjeros nacidos en Buenos Aires (1).

Principios no menos trascendentales en la legislación del país, dejó establecidos el Ministro García con motivo de haber el Sumo Pontífice provisto de facto la vicaría apostólica y obispado de la diócesis de Buenos Aires, y delegado en tal funcionario el conocimiento de causas que eran de la competencia de los tribunales de la Provincia. El gobierno de Buenos Aires protestó de estos avances; pero como su protesta fundada no diese resultado, retuvo el breve de Su Santidad impidiendo que se llevaran adelante las medidas dictadas en mengua del derecho de patronato (2). Y a un de que el Gobierno tuviese «la luz y el apoyo necesarios para las sucesivas providencias que deben tomarse en esta delicada materia; y para que el Juicio y opinión, dentro y fuera de la República, se rectifique precisamente contra todas las impresiones menos exactas a que pudiera dar lugar la ignorancia de los hechos y circunstancias particulares de que se hallan revestidas», el ministro García ordenó al Fiscal de Estado que compilase y publicase un Memorial Ajustado de las instancias obradas con motivos de la nominación del obispo y retención de la Bula. Por otro decreto nombró una junta de teólogos, canonistas y Juristas para que a vista de aquéllos y de las proposiciones que serian presentadas, se pronunciasen expresamente de manera que el Gobierno tuviese en lo sucesivo reglas fijas para sus resoluciones en tales asuntos (3). Esta Junta o Concilio Provincial, quede tal podría calificarse por el orden de las materias de que se ocupó y por el carácter de las personas que la compusieron, tuvo en su seno a los representantes más conspicuos del clero, del foro y de la cátedra. Allí figuraron el doctor Diego E. Zabaleta, como presidente del senado del clero; los canónigos doctor Valentín Gómez, leader del Congreso del año de 1825, Bernardo de la Colina, Saturnino Seguróla, José María Terrero; el fiscal eclesiástico doctor Mateo Vidal y los teólogos canónigo don Mariano Zavaleta, don Domingo Achega, José L. Banegas, Eusebio Agüero, Gregorio Gómez, fray Buenaventura Hidalgo; el doctor Gregorio Tagle ex ministro del directorio de Pueyrredón y Presidente del Tribunal de Justicia; doctor Pedro José Agrelo Fiscal de Estado; los canonistas doctores Vicente López, Miguel de Villegas, Felipe Arana, Pedro Medrano y los profesores en derecho doctores Tomás Manuel de Anchorena, Manuel V. de Maza, Marcelo Gamboa, Baldomero García, Dalmacio Vélez Sarsfield (4), Valentín Alsina, Gabriel Ocampo, Lorenzo Torres, etc., etc.

Los principios y proposiciones que sometió el Poder Ejecutivo a la deliberación de esta Junta, envolvían en sí el reconocimiento del derecho del patronato nacional conforme a la antigua legislación y a los hechos que la misma creara desde 1810 hasta esos días. Ratificando las declaraciones de la asamblea del año 1813, el Poder Ejecutivo reconocía retrovertia a la Nación Argentina toda la soberanía de los pueblos que la integraban, con las atribuciones, derechos y regalías que esencialmente le eran anexas y con los que ejercían los reyes católicos de España hasta la revolución del año X. Igualmente reconocía que en el régimen federal que habían adoptado las provincias que componían la República, cada gobierno había reasumido y ejercía plenamente esa soberanía en su Jurisdicción respectiva, mientras no se acordara otra cosa en la constitución general, y salvas las delegaciones que ellas mismas habían hecho en el de Buenos Aires para la mejor inteligencia con las demás naciones. De aquí partía el Poder Ejecutivo para sostener que entre los derechos emanados de la soberanía figuraba, en primer término, el del supremo patronato y protección de las iglesias fundadas y edificadas en sus territorios y dotadas y mantenidas con sus rentas como lo estaban; que en virtud de esta soberanía correspondía al gobierno de la Nación examinar y conceder el pase y exequátur o negarlo, a las disposiciones de los concilios, y a las bulas, breves y rescriptos del Sumo Pontífice, aunque fueren tan espirituales como las mismas indulgencias, según que a su juicio no perjudicasen las regalías de la Nación y libertades de sus iglesias; que por los mismos principios correspondía al Gobierno (provincial lista que la Constitución reglase el patronato nacional) y no a otro poder, la nominación de arzobispos, obispos, canónigos, curas y demás prebendas y beneficios eclesiásticos de sus iglesias; como asimismo la división de los territorios de los respectivos arzobispados, obispados y curatos. Que dados estos derechos y principios, el Sumo Pontífice no podía reservarse, como lo había hecho y declarado, la provisión de las iglesias vacantes y por vacar, ni tampoco reservarse la división de la diócesis; y que tales recursos debían suplicarse oportunamente, resolviéndose entretanto toda provisión en ambas formas: — que en consecuencia ningún ciudadano podría prestar llanamente el juramento que se exige a los obispos, sin declarar que las cláusulas del mismo no tienen más valor que reconocerle a Su Santidad su primado, en cuanto no se oponga a derechos preferentes de la. Nación e independencia de sus iglesias; y que sin perjuicio de esto, los obispos y demás empleados debían prestar juramento de fidelidad y respeto a la soberanía del país y a su gobierno, y reconocerle el derecho de patronato de sus iglesias con toda la extensión y regalías que las leyes le acordaban: — que el Gobierno debía responder de la seguridad interior y exterior de los derechos primordiales de la Nación respecto de la jurisdicción, disciplina y libertades de sus iglesias, y que a él incumbía privativamente protegerlas, sin perjuicio de los ajustes que celebrara con los enviados de Su Santidad, etc., etc. (5) Todos los miembros de la Junta de teólogos, canonistas y profesores de derecho desenvolvieron luminosamente las proposiciones arriba transcriptas, dejándolas triunfantes a la luz de la antigua legislación y de los derechos creados por ésta en favor de la República Argentina. Y de acuerdo con tales principios, aunque mediante ciertas salvedades, algunas de las cuales establecen hoy los poderes ejecutivos nacionales, el gobierno del general Viamonte otorgó el pase a la bula que instituía obispo de la diócesis de Buenos Aires al doctor don Mariano Medrano, y retuvo la bula de provisión e institución de obispo de Aulón expedida a favor del doctor don Mariano Escalada (6).

Pero por laudables que fueren, como lo eran, los esfuerzos del gobierno del general Viamonte, lo cierto es que se esterilizaban a través de una situación para todos incierta y vacilante, y de cuya gravedad se hacía eco la prensa abultando los peligros que veía venir del Estado Oriental del Uruguay y del litoral argentino. Y aunque el ministro García resistía la aplicación de medidas restrictivas para contener los desmanes de los diarios, era fácil prever que el Gobierno, o se vería obligado bien pronto a adoptarlas para salvar su decoro e impedir el avance de la demagogia tumultuaria, o a resignarlo en otras manos más aptas para constituir el poder fuerte que provocaban desde entonces los partidos personales y absolutistas. En fuerza de sus principios liberales y progresistas, que eran los que dominaban en Gobierno, el ministro García se hizo sospechoso a los ojos de una opinión pública imbuida en las tendencias represivas de la época.

Estas sospechas contra el distinguido estadista se reagravaron con motivo de un incidente al que se le dio capital importancia en esos días. En la madrugada del 28 de Abril (1834) desembarcó en Buenos Aires don Bernardino Rivadavia, quien había estado ausente desde que descendió de la presidencia en el año de 1827. Apenas se tuvo noticia de su llegada, varios ciudadanos bien colocados se dirigieron al Gobernador para representarle que el pueblo estaba alarmado con la presencia de Rivadavia, pues creía que tras éste llegarían otros miembros conspicuos del partido unitario con el designio de trastornar el orden publico; y que en tal virtud le pedían que ordenase inmediatamente el reembarque de ese ciudadano. Para formular tal petición ante hombres de la talla de Viamonte, García y Guido era necesario que mediasen antecedentes más serios que el que invocaba un papel procaz, de que Rivadavia, cuando estuvo en el Gobierno tampoco dejó regresar a Buenos Aires a algunos de sus adversarios políticos. Veámoslo: —

En el mes de Noviembre del año de 1833, el ministro argentino en Londres, don Manuel Moreno (hermano del prócer de 1810), en carta a don José de Ugarteche, ministro del gobierno de Buenos Aires, denunciaba”. Por conocimientos muy auténticos e indudables un plan convenido entre el partido que dominaba en Montevideo y los unitarios para suscitar querella a Buenos Aires, apoderarse de Entre Ríos y ganarse al general López de Santa Fe, Es parte principal, continuaba Moreno, que el señor López rompa con el señor Rozas y con Quiroga, halagándolo con pérfidas sugestiones, pero con la mira de sacrificarlo luego a la vez. Este plan de sangre y de escándalo lo han ajustado don Julián Agüero en Montevideo con Rivera, Obes y los españoles y unitarios de uno y otro lado. En la fe de sus efectos y seguridad va Rivadavia a partir a fin de este mes. Tengo los datos más seguros de esta horrible conspiración. Bástele a V. saber por ahora que indirectamente la diplomacia inglesa ha trabajado en descubrirla, y lo ha hecho con la habilidad y medios que tiene siempre para ello. (7).

Las gentes no alcanzaban por entonces qué interés podía tener la diplomacia inglesa en descubrir los planes de los partidos militantes argentinos; de modo que no es extraño que muchos atribuyesen al mero absolutismo político las medidas que se subsiguieron. Pero el Gobierno conocía, y quedó plenamente comprobado, el doble alcance local y continental de esos trabajos, a los cuales no eran ájenos los personajes mencionados. El plan de España de dirigir nuevas expediciones armadas a Suramérica, y que denunciaron los gobiernos de Chile y de Venezuela al de Bueno Aires y al de Córdoba, había sido dejado de mano por la fuerza de las circunstancias... Estas circunstancias y la acción del tiempo habían modificado las vistas estrechas de la diplomacia guerrera y suavizado la obstinación del rey don Fernando VII, quien prohibió a sus allegados que le hablasen del reconocimiento de la Independencia de las colonias de Suramérica.

Ya en Agosto de 1832, el representante de Chile en París le comunicaba a su gobierno que el señor Ballestero, Ministro de Hacienda de España, en una Memoria había propuesto el reconocimiento de los nuevos estados de Suramérica sobre la base de indemnizaciones pecuniarias que llegasen a suplir el déficit considerable del erario real. Agregaba el ministro chileno que más de un año antes de esto dos agentes americanos en París y Londres habían tenido entrevistas con el Conde de Puño en Rostro y con el general Cruz, los cuales se decían enviados confidenciales del Gobierno español; y que en ellas hablaron de la posibilidad de que el rey de España reconociese la independencia de América, siempre que estableciesen allí monarquías en favor de los príncipes de su familia» (8). Aunque el ministro de Chile no nombra a Rivadavia, es fuera de duda que éste era uno de los dos americanos a que se refiere, pues consta que desde el año de 1830 continuaba en París sus trabajos anteriores en favor de la monarquía en el Río de la Plata; y que era, por otra parte, muy sugerente que las proposiciones que entonces se atribuía a tos agentes americanos fuesen idénticamente las mismas en que tanto insistió Rivadavia, juntamente con Belgrano y Sarratea, en los años de 1816—17 cerca de las cortes de España y Francia. Es fuera de duda que tal plan tenía importantes ramificaciones y era servido por hombres influyentes y hábiles en Europa y en América. El imperio del Brasil concurría al mismo plan, pues había despachado al Marqués de Santo Amaro con instrucciones secretas para que solicitase de las grandes potencias europeas la monarquización de los estados sudamericanos, desde México hasta Buenos Aires, coronando en ellos a príncipes de Orleáns y de Borbón que se enlazarían con princesas de esa casa. Salvábase únicamente al Estado Oriental del Uruguay de esos príncipes, y esto porque el Brasil le encargaba a su enviado que probase la necesidad de incorporarlo nuevamente a ese imperio (9). El Marqués de Santo Amaro tuvo varias entrevistas con Rivadavia en París; y aunque el ultimo no dejó notas de lo que hablaron, es casi evidente que cooperó al plan de monarquía a la cual siempre fue inclinado, en la creencia de que tal forma de gobierno aseguraría la paz y la libertad de su país. Lo que se sabe es que Rivadavia acompañó a Madrid al Marqués de Santo Amaro, y que poco después fracasó la negociación de Inglaterra para que España reconociese llanamente la independencia de las repúblicas suramericanas. Por esto es que el ministro Moreno agregaba en su carta mencionada: «La ultima negociación de Sir Strandford Canning en Madrid, respecto del reconocimiento de nuestra independencia por España, y las respuestas que le daba el ministerio español, le hicieron conocer a este gobierno que había una trama que se urdía en París por americanos, y se aplicó a conocerla. Además yo no me he dormido. Dios quiera que este aviso llegue cuando el atentado esté todavía en proyecto» (10).

De este plan dio cuenta el ministro argentino en Londres al Gobierno de Buenos Aires, acompañándole copia de la nota de la legación de México cerca del rey de los franceses, que lo denunciaba igualmente (11). El ministro Guido dirigió al Gobierno de Chile y demás de Suramérica su nota de 7 de Enero de 1834, en la que adjuntó copia de la del ministro Moreno; calificaba de insidiosa maniobra la proposición de la corte de Madrid de reconocer la independencia de los nuevos estados suramericanos a condición de que adoptasen la forma monárquica; protestaba que las provincias argentinas no admitirían Jamás el reconocimiento de su independencia sino dejando a salvo la forma republicana que habían jurado sostener, y solicitaban un pronunciamiento de los gobiernos sobre el particular. El Gobierno del general Viamonte pasó a la legislatura los antecedentes oficiales y particulares remitidos por el ministro Moreno, la cual tomó conocimiento de todo ello en la sesión secreta del 21 de Enero. De tales antecedentes resultaba que en una conferencia celebrada en París por los ministros de las monarquías absolutas, habían acordado trabajar por el establecimiento de reinos e imperios en Suramérica, presididos por los infantes don Carlos y don Sebastián: que la República Argentina, la Oriental, Chile y Bolivia comprendían un imperio; que varios agentes americanos como los señores Pando, Cortina... habían asistido a esa conferencia, y que don Bernardino Rivadavia había representado a la República Argentina.

Todos los gobiernos suramericanos protestaron contra las proposiciones relativas a la monarquización y unieron sus votos a los del Gobierno de Buenos Aires, menos el de la República Oriental del Uruguay, cuyo ministerio de relaciones exteriores desempeñábalo a la sazón don Lucas Obes, indicado como cooperador del plan denunciado, y tanto más conspicuo cuanto que en los años de 1818 y 1821 fue monarquista y uno de los principales corifeos de la ocupación de Montevideo por el Portugal, sentándose como representante de esa provincia en el parlamento de Río Janeiro. El ministro Obes respondió al Gobierno de Buenos Aires en una nota cuyo estilo nunca fue de uso diplomático ni aun entre las naciones más atrasadas, y cuyos conceptos injuriosos para el plenipotenciario Moreno y abusivos respecto del ministro Guido, sí algo comprobaban ante el espíritu desprevenido, era el mal comprimido despecho de verse descubierto y contemplar desbaratado un plan que ya había fracasado en mejores manos (12).

Estos hechos absorbieron la expectativa pública. Las clases dirigentes y el elemento popular en salones, en cafés y en parajes públicos, proclamaron en peligro el principio republicano. El gobierno de Viamonte, por intermedio del ministro García, le dirigió una nota a Rivadavia en la que le comunicaba que «forzado por circunstancias imperiosas que afectan la paz pública, se veía en la necesidad de impedirle su permanencia en el seno de su familia, mientras obtenía una declaración que acababa de solicitar de la legislatura y que pondría al Gobierno en aptitud de anunciarle una resolución legal y definitiva." Al dar cuenta de esto a la legislatura, el Poder Ejecutivo declaraba que sólo provisoriamente podía tomar tal medida, porque no le era dado prohibir la entrada ni impedir la permanencia en la patria a ningún ciudadano, sino en virtud de sentencia legal o en virtud de ley, y que como en el caso del señor Rivadavia se encontraban otros ciudadanos ausentes, quienes intentarían volver a sus hogares, pensaba que debía dictarse una ley que sirviera como regla de conducta, en la inteligencia de que no quería, por su parte, ejercer autoridad alguna por su solo arbitrio (13).

El diario de sesiones de la Legislatura no registra una palabra sobre el particular, ni ese cuerpo se pronunció en la forma en que lo solicitó el Poder Ejecutivo, lo que inducía a creer que no encontraba motivo para ello, una vez que los exaltados habían desahogado sus enconos sobre el partido unitario en uno de sus hombres eminentes. El diario oficial escribía: «Sentimos que el Gobierno se haya visto obligado a tomar una medida que la malevolencia puede interpretar como indicante de un recelo que dista abrigar. No teme, ciertamente, al señor Rivadavia como colega de un partido, pues el prestigio del uno y el poder del otro ya se acabaron. Lo que puede tener motivo de recelar es la irritación de los espíritus con la presencia de un objeto de grande prevención...» (14). Había, sin embargo, una circunstancia que inducía a creer que las denuncias hechas era lo que prevenía contra Rivadavia más que sus opiniones políticas o la mala voluntad que personalmente inspirase. Hombres más comprometidos que él, si cabe, en la diplomacia tortuosa de los gobiernos anteriores, vivían en Buenos Aires sin modificar sus opiniones contrarias a los federales y sin ser molestados. Entre ellos se contaban el ex director supremo del Estado don Juan Martín de Pueyrredón, su ex ministro don Gregorio Tagle, el ex director supremo Alvarez Thomas. Sea de ello lo que fuere, el hecho es que cuando así se atacaba la libertad en cabeza de quien ensayó en su país las primeras prácticas del gobierno libre, el general Juan Facundo Quiroga—a cuyo empuje se debió en gran parte el fracaso de la constitución unitaria del año de 1826—fue el único que rindió cívico homenaje al estadista que marchaba a su destierro perpetuo entre las sombras del más amargo desencanto. Quiroga quiso ir a bordo del bergantín Herminio a tenderle su mano a Rivadavia, y como una borrasca se lo impidiese, le ofreció su fianza y sus servicios sin reserva. Rivadavia agradeció el noble ofrecimiento, pero tuvo que seguir viaje inmediatamente de orden del Gobierno.

A partir de este momento la prensa radical de los federales atacó duramente al ministro García. Acusábalo de haber querido sacrificar las necesidades de orden publico a escrúpulos que habrían traído nuevos trastornos, si la opinión no se hubiera manifestado resuelta a prevenirlos, y glosando los conceptos de la nota pasada a la legislatura, clasificábalos en términos que ya anunciaban la campaña abierta para derrocarlo. De aquí se pasó a los pasquines de doble alcance, y como si esto no bastase, a las vías de hecho; que algunos desalmados dispararon sus armas sobre la ventana de la habitación a la calle en la cual trabajaba el ministro García. Uno de esos pasquines era la Admonición a los amigos del Ministro de Gobierno don Manuel José García, que tengan pendiente algún asunto «supuesto que con motivo de la próxima renuncia del señor Gobernador va a retirarse del ministerio el señor García (15), sus amigos pueden aprovechar su laudable propensión a servirlos aunque sea faltando a la justicia, deshaciendo acuerdos de otros gobiernos y comprometiendo el buen nombre del señor Gobernador. García invitó por la prensa al anónimo a que precisase sus cargos, y el fiscal acusó, por su parte, el libelo. Entonces se supo que el autor de la Admonición era don Félix de Alzaba, personaje bien reputado, partidario exaltado entre los federales; que llevaba el título de general aunque no se le conocía más antecedente militar que el haber sido nombrado en años anteriores, comandante del Batallón del Orden, o sea de extranjeros residentes en la Capital, y que en ese año desempeñaba las funciones de Defensor de Menores. El jury condenó a álzaga, pero en la apelación que éste entabló patrocinado por el doctor Valentín Alsina, fue revocada esa sentencia y el ministro García no tuvo más vía para rehabilitarse de cargos pérfidos y calumniosos, que la de solicitar de la legislatura que se le abriese juicio de residencia y se citase a álzaga a la barra de la legislatura a exhibir la prueba de sus asertos. Pero después de un largo debate, la legislatura desechó este arbitrio, no obstante lo cual García hizo todo género de esfuerzos para que su detractor Justificase sus reticencias (16).

En presencia de estos hechos cuya repetición era fácil prever, el Poder Ejecutivo en su mensaje del 7 Mayo declaró que «consideraciones inseparables de la dignidad de la Magistratura Suprema le señalaban el momento en que debía cesar para que fuese elegido en paz el ciudadano que le sucedería» (17). La Gaceta Mercantil, haciéndose eco del partidismo radical, escribía que el señor Viamonte no podría dar una prueba más clásica de su patriotismo, que descender del mando de un modo espontáneo para que los representantes del pueblo elijan al ciudadano que con aplauso general entre a dirigir los destinos del país...» (18). El general Viamonte, elevó, en efecto, el 5 de junio su renuncia del cargo de Gobernador, y la legislatura, después de pedir a los ministros explicaciones sobre los términos de ese documento (19), que si algo demostraban era que por múltiples circunstancias se había formado conciencia pública respecto de la necesidad de crear un poder fuerte para dominar las reacciones y los peligros que amenazaban, aceptó esa renuncia y nombró Gobernador, el día 30, al brigadier general don Juan Manuel de Rozas.(20)

Rozas se negó a aceptar el cargo, declarando que las mismas circunstancias críticas a que se referían, el Gobernador dimitente y la legislatura, le imponían sacrificios que no podría soportar y que aunque pudiera sobreponerse a ésta, su honor lo alejaba imperiosamente del Gobierno. «Están muy frescos todavía los sucesos ocurridos en este año y en el anterior, y las injustas acriminaciones que han inventado contra el honor del infrascripto, decía Rozas; y. si internado en el desierto han osado sugerir sospechas contra las intenciones del infrascripto, ¿a qué grado de desenfreno llegarán si lo ven en el Gobierno? Y siendo ésta una consideración que se ofrece a los ojos del menos perspicaz, desde que prescindiese de ella el infrascripto, ¿no se pondría en problema su patriotismo aun por aquellos hombres que hasta el presente han hecho justicia a sus sentimientos?» El argumento era de palpitante actualidad. La prensa del general Balcarce había insultado a Rozas en todos los tonos; y bajo el gobierno de Viamonte y en esos mismos días, El Constitucional, El Iris, El Monitor, La Orquesta de los Restauradores presentábanlo a la execración publica declarando que era él quien obstaculizaba la acción de todo gobierno en Buenos Aires, y que así procedía porque aspiraba al mando. Esto era convenir paladinamente en la existencia de una influencia de primer orden, la cual decidía de los negocios de la Provincia. Y este era un hecho que el partido federal pregonaba, a su vez, para convenir en que Rozas debía ocupar el Gobierno desde luego.

En los tres meses de discusión que provocaron las reiteradas renuncias del Gobernador electo, la legislatura mostró estar más fuertemente poseída que el pueblo de la creencia de que si Rozas no asumía el mando la causa de la federación peligraba, el partido federal se desquiciaría y la Provincia se vería envuelta en la anarquía. Todos los diputados se pronunciaron por la no admisión de la renuncia, y los más distinguidos hicieron el panegírico de Rozas en términos que no tenían precedente en los anales parlamentarios de Buenos Aires (21). A pesar de esto, Rozas insistió en su renuncia ofreciendo su concurso como ciudadano para asegurar el bienestar del país. La legislatura insistió a su vez nombrando una comisión de su seno para que le manifestase las razones de ello. Rozas renunció por tercera vez, agregando que aceptaría el cargo si pudiese llenar las obligaciones y los compromisos que se le querían exigir, pero que el influjo de los enemigos interiores con el cual habían debilitado el vigor de las leyes, destruido los resortes de acción en el Gobierno y minado los principios que sostenían la causa nacional de la federación, lo pondrían en el caso, o de atropellar las leyes para evitar los horrores de la anarquía, lo cual le repugnaba, o de arruinarse en su crédito y buena opinión que de él tenían sus compatriotas, a lo cual tampoco se resignaba (22). A pesar de la exposición que hizo Rozas al doctor Arana de los motivos que tenía para rehusar el Gobierno, la legislatura aprobó una minuta de comunicación del diputado Anchorena por la que no se hacía lugar a la tercera renuncia de Rozas. Pero éste renunció por cuarta vez. La legislatura eligió el 14 de Agosto gobernador de la provincia al doctor Tomás Manuel de Anchorena, uno de los patriotas de la revolución de 1810, miembro del congreso que declaro la independencia Argentina, y unido a Rozas por vínculos de sangre y una sincera amistad. Anchorena renuncia reiteradamente el cargo, fundándose en que ni su salud ni sus aptitudes le permiten subir al Gobierno en tan difíciles circunstancias. El día 31 del mismo mes es elegido don Nicolás Anchorena, uno de los primeros ciudadanos de Buenos Aires. Este renuncia también por motivos análogos (23).

El 2 de Septiembre, el Gobernador Viamonte manifiesta a la legislatura que ve alejarse indefinidamente el momento en que debe cesar, porque, según se ve, «la Provincia parece sentir una dificultad invencible para hallar quien se preste a gobernarla. Que el estupor que causa tal estado afecta todas las clases de la sociedad, y que resuelto a salvar su responsabilidad y a salir de su posición violenta, solo espera que la legislatura le indique el modo de proceder para entregar el Poder Ejecutivo, en virtud de ser el caso nuevo en los anales políticos del país» (24), El conflicto toma creces en la legislatura, porque la crisis de Gobierno es gravísima y la acefalía de la autoridad es inminente. Se discute largamente a cuál de las comisiones corresponde solucionar el conflicto. El diputado Medrano clama contra la demora en apóstrofes dramáticos. El diputado Irigoyen propone que una comisión de tres diputados se haga cargo interinamente del Gobierno, pero esta moción es rechazada.

Entretanto la prensa independiente viene a aumentar el conflicto ridiculizando a los diputados en términos hirientes, y a Rozas con satíricas alabanzas, haciendo ver con habilidad la anarquía que reinaba entre los federales y trazando el cuadro general de las desgracias que amenazaban a la Provincia. A consecuencia de esto, la legislatura interrumpe el asunto principal de prevenir la acefalía de autoridades y restablece el decreto de 1° de Febrero de 1832 reglamentario de la ley de 8 de Mayo de 1828. La libertad de la prensa queda con esto restringida. Enseguida la comisión de negocios constitucionales hace resurgir el proyecto de confiar provisoriamente el Ejecutivo a tres diputados. Es nuevamente rechazado. Por fin, don Agustín Wright que era indudablemente uno de los diputados mejor preparados en esa época, cita prácticas legislativas de otros países y manifiesta que al presidente de la legislatura corresponde ejercer el Poder Ejecutivo en esas circunstancias. El diputado Anchorena amplía esa moción proponiendo—y así queda sancionado— que si el 1° de Octubre no toma posesión del mando el gobernador que se elija, se recibirá del Poder Ejecutivo de la Provincia el presidente de la legislatura y desempeñará este cargo hasta la recepción del gobernador propietario (25). El 22 de Septiembre la legislatura eligió gobernador a don Juan Nepomuceno Terrero, respetable comerciante y antiguo socio de Rozas en las grandes estancias de que eran propietarios a la sazón. Pero Terrero renunció. El día 25 es elegido el general ángel Pacheco, quien tampoco acepta. No encontrando quien desempeñase las funciones del Ejecutivo, subió a ejercerlas el doctor don Manuel Vicente de Maza, como lo prevenía la ley de 17 de Septiembre último.