Buenos Aires en el centenario /1810-1834
El Año XX (1820)
 
 
Sumario: Preliminares de paz con el general Ramírez. — La Convención del Pilar: trascendencia de esta Convención. — Momentánea restauración del partido Directorial. — Pronunciamiento militar del general Balcarce. — El gobernador Sarratea en la campaña y los Directonales aclamando a Balcarce gobernador en la ciudad — Psicología del año XX. — Las facciones federales amagan al general Balcarce.— Caída del general Balcarce: audaz aventura de Alvear. — La lucha entre Sarratea, Alvear y Soler. — Enérgica representación del Cabildo: Alvear es proclamado gobernador por la fuerza veterana; retirada de Alvear. — Situación difícil de Sarratea. — Disposiciones de la Junta de Representantes para integrarse. — La convocatoria a elecciones; triunfo del partido Directorial; veto que interpone el gobernador Sarratea respecto de algunos Representantes electos. — Razones de circunstancias y jurídicas en que funda este veto. — Actitud del Cabildo ante la insistencia del gobernador. — La Junta de Representantes exige a Sarratea la renuncia del cargo y designa gobernador interino a Ramos Mexía. — Pronunciamiento del ejército y Cabildo de Lujan en favor del general Soler. — El ejército y el Cabildo de Lujan reconocen a Soler gobernador de la Provincia: renuncia de Ramos Mexía y disolución de la Junta de Representantes. — El Cabildo ante la anarquía de las facciones.


Infructuosas fueron las gestiones del Cabildo de Buenos Aires para tratar la paz con el general Ramírez. A la comisión que, con tal objeto, diputó el Cabildo, —«conviniendo con los votos del general del ejército federal»— Ramírez le declaró que no trataría sino con personas acreditadas por el gobierno que libremente eligiese Buenos Aires. Y aunque recibió a dicha comisión tres días después, esto es, el 15 de Febrero, no fue sino con el general Soler con quien ajustó los preliminares de la paz (1).

En este pacto, firmado en la villa de Lujan el 17 de Febrero, se conviene celebrar un armisticio de tres días con el objeto de concluir un arreglo definitivo; y se declara que la base de este arreglo será no dejar en empleo alguno a los individuos de la Administración Directorial derrocada, en fe de lo cual empeñan su honor, el de las fuerzas que mandan y pueblos que representan (2).

Pero el verdadero pacto, el pacto inicial de la federación orgánica sobre la base de los hechos consumados, fue el firmado entre los mencionados generales gobernadores respectivamente de las provincias de Entre Ríos y de Santa Fe y el gobernador de la Provincia de Buenos Aires. Este pacto, conocido con el nombre de Convención del Pilar, sé celebró «con el fin de poner término a la guerra entre las dichas provincias; proveer a la seguridad ulterior de ellas y concentrar sus fuerzas y recursos en un gobierno federal» (3). Más que un pacto de circunstancias para terminar el estado de guerra, es un tratado que echa la primera base de la futura organización nacional. Y esa base se robustece con el consenso nacional, perdura en el tiempo, se asienta definitivamente, y tanto que la Convención del Pilar es la inicial del famoso Pacto Federal del año de 1831, el cual es, a su vez, el punto de arranque de la Constitución federo-nacional que rige actualmente a la República Argentina. En efecto, los tres gobernadores declaran en la dicha convención que el voto de las provincias que representan, así como las demás de la nación, se ha pronunciado en favor de la República Federal, pero que debiendo ésta ser sancionada por diputados libremente elegidos por los pueblos, se someten a las deliberaciones de aquéllos, a cuyo efecto se reunirán los de las tres provincias signatarias en el convento de San Lorenzo (Santa Fe), y se comprometen a invitar a las demás provincias a que concurran con igual propósito. Sellada la paz entre las provincias signatarias y retiradas de la de Buenos Aires las fuerzas de Entre Ríos y Santa Fe, sé recuerda a aquélla la situación en que éstas se encuentran, con motivo de la invasión de la potencia extranjera que oprime a la Banda Oriental; y se espera que les proporcionará los auxilios y recursos necesarios para defenderse. El comercio de los ríos Paraná y Uruguay será regido por las disposiciones vigentes, reservándose ulteriores reformas a las deliberaciones del congreso. Por el artículo VII se manda abrir juicio político al Directorio y al Congreso «para justificarse los jefes federales de los motivos poderosos que los impelieron a declarar la guerra a Buenos Aires» El artículo X establece que, aunque el general Ramírez cree que dicha convención será conforme con los sentimientos del general Artigas, no teniendo de éste poderes en forma, se conviene en remitirle copia de la misma para que, siendo de su agrado, «entable las relaciones que puedan convenir a los intereses de la provincia de su mando, cuya incorporación a las demás federadas se mirará como un dichosa acontecimiento» (4).

No obstante la habilidad con que Sarratea afrontó los sucesos y trató de desarmar las facciones, el partido directorial medraba con éxito para recobrar el poder del cual acababa de ser ruidosamente desalojado. El general Juan Ramón Balcarce, cuyas opiniones políticas se inclinaban decididamente hacia los directoriales, proporcionales a éstos el medio de poner en práctica su proyectada restauración. Balcarce, que era un hombre impresionable, vehemente y que, por lo mismo, no sabía defenderse de los primeros impulsos, apenas tuve conocimiento de la celebración de la paz, dirigió a Ramírez una carta que traspiraba el más ferviente entusiasmo y en la que se declaraba deslumbrado ante la gloria conquistada por ese general salvador. «Viva el general Ramírez, le decía, a quien la libertad común debe un bien tan inestimable Viva mil veces eterno en nuestra memoria el genio benéfico que nos ha elevado nuevamente a la dignidad de hombres libres, de la muerte a la vida, de la infancia a la gloria...» (5)

Hábilmente tocado el general Balcarce, no obstante estas manifestaciones, llegó a fines de febrero al Bajo de los Olivos con la infantería y la artillería que salvó en Cepeda, adelantando a la Junta de Representantes una nota en la que, después de manifestar que para realizar esa su marcha le había sido preciso disfrazar sus sentimientos y usar de lenguaje ajeno a su carácter (se refería a su carta a Ramírez) enunciaba los motivos que le hacían esperar nuevas agresiones de los jefes federales que permanecían en el Pilar, y la necesidad de conjurarlos prontamente (6). El 6 de Marzo consumó el pronunciamiento militar que lo llevó momentáneamente al gobierno (7) seguido de los restos del partido directorial y del elemento joven e ilustrado de la época, que por la tradición, así como por el sentimiento repulsivo que le inspiraban los caudillos federales, acabó por confundirse con aquellos restos bajo la calificación de unitarios.

El gobernador Sarratea se retiró al pueblo del Pilar, y desde allí dirigió circulares a las autoridades de la ciudad y campaña reclamando la obediencia que le era debida, «pues él era el gobernador de la provincia y no el general Balcarce, que había asaltado el poder por medio de un motín militar». Con tal motivo los parciales de Balcarce, apoyados por la fuerza militar situada en la plaza de Victoria (hoy Mayo) y en la del Retiro (hoy San Martín) hicieron convocar a Cabildo abierto y ratificaron el nombramiento de gobernador en la persona del general Juan Ramón Balcarce, declarando, como lo expresa el acta del Cabildo, «una, dos y tres veces, que este nombramiento había sido por su libre voluntad en la sesión del día 7 en la iglesia de San Ignacio, y que renovaba las omnímodas facultades que le había conferido, y de nuevo le confiere al expresado general, para que, sin consulta alguna, obre en favor del pueblo, su honor y libertad.» El general Balcarce, presente al acto, interrogó al pueblo sobre si podría separar y castigar algunos ciudadanos díscolos que turbaban el orden interior; y a la respuesta afirmativa del pueblo y de un ¡viva la patria! de ocasión, el general Balcarce, con la mano en el puño de su espada, protestó que nada reservaría, ni siquiera la vida, para cumplir la voluntad del pueblo (8).

Escenas semejantes a esta se reprodujeron casi a diario, como uno de los tintes del cuadro sombrío de ese año de tormenta revolucionaria y de transformismo latente (9). El rencor, que cuando hombres principales lo inspiran, suele propiciar impresiones agradables a los que por sus propios hechos se agitan en nivel inferior, cebóse con los patriotas que habían dirigido la revolución del año 10 y la guerra de la independencia. El sentido moral se pervirtió entre la obsesión demoledora y el tumulto callejero. Las venganzas se ejercitaban a mansalva, como si lo más bochornoso fuese un título a la consideración de los neogubernistas de un día. La licencia penetró hasta en los hogares, como si se quisiese remover hasta la última piedra. Y cuando nada estable quedaba en pie; cuando las últimas mediocridades y los ambiciosos egoístas y los agitadores especulativos estaban en la superficie y rodaban enseguida para dar paso a los que se atropellaban, la anarquía comenzó a devorar las facciones. Ella arrastró a la sociedad a los últimos extremos. La vorágine política que se revolvía como en las entrañas de un caos, envolvió a todos, a todos, sin excluir a muchos hombres principales que pretendieron contener tan estupendo acontecimiento. Las relaciones gubernamentales y políticas quedaron subordinadas a vaivenes diarios y a estallidos deformes que hacían desesperar a las gentes y volver los ojos a cualquiera solución con tal que ésta trajese las cosas a su quicio normal.

En efecto, la autoridad que ejercía Balcarce por un golpe de audacia, se esfumó a semejanza de la que algunos días después ejerció Alvear por otro golpe de audacia. Sarratea reunió sus parciales. Soler sacó de la ciudad la tropa que le era adicta. Ramírez y López se adelantaron con su ejército hasta los suburbios de Buenos Aires, exigiendo la reposición del gobernador Sarratea y los subsidios de armas, municiones y dinero a que se refería el artículo 3° y reservado de la Convención del Pilar. Por lo que a Balcarce hacía, Ramírez le intimó que abandonase la provincia, diciéndole en su nota de 7 de Marzo: «Desde anteanoche que aun no se había citado a cabildo abierto, sabía que V. S., sería por ayer el gobernador de la provincia de Buenos Aires, porque así lo querían los jefes que el director Rondeau confió a V. S., para exterminar los pueblos libres, esto es, lo que se llama un tumulto militar. V. S., por ser gobernador, envuelve en sangre a su patria con una indiferencia admirable. La autoridad de V. S., es reconocida únicamente por los que lo elevaron, y de ningún modo por este ejército, campaña y provincias federales, que reconocen la del digno ciudadano Sarratea, que desde este cuartel general dicta sus providencias.» (10).

Balcarce contestó con dignidad y altivez la altisonante nota de Ramírez; pero sin base en la opinión, dislocadas las fuerzas con que creía contar, se vio en el vacío y sus íntimos le obligaron a huir por la puerta de escape de la Fortaleza(actual Casa Rosada) cuando las partidas de Sarratea se aproximaban al centro de la ciudad. El general Alvear que decía haberle Sarratea ofrecido el gobierno, quiso aprovechar para obtenerlo del momento de acefalía de la autoridad. Con tal objeto, promovió, por medio de su amigo y aliado el emigrado chileno don José Miguel Carrera, un cabildo abierto que tuvo lugar el 12 de Marzo. Pero al conocer que se hallaba en la ciudad el soberbio dictador de 1815, el pueblo y los cívicos se amotinaron y Alvear tuvo que ocultarse para salvar su vida, ya que no su reputación, que comprometía con ligereza imperdonable. El pueblo representó enérgicamente al Cabildo, y éste despachó una comisión cerca de Sarratea para que reasumiese el mando de la provincia.

Más que la investidura de Sarratea pesaba en esos momentos la influencia militar del general Soler, cuya actuación había sido descollante desde la disolución de los poderes nacionales. Para afirmar esas influencias, Soler obligó al gobernador a que pusiese bajo sus inmediatas órdenes y en el carácter de comandante general de armas, todas las tropas y recursos militares que había en la ciudad. Ante el fantasma de poder que le quedaba, Sarratea se propuso destruir la influencia de Soler, explotando las ambiciones impacientes de Alvear, que era el más aparente, aunque no el menos temible para él. Al efecto, puso en juego su habilidad, dejando que sus amigos hiciesen entender a Alvear que él quería confiarle las tropas y recursos de la Provincia, pero que el único obstáculo que a ello se oponía era Soler, que iba a apoderarse del gobierno; que si Alvear ideaba algún medio para salvar esa dificultad, el gobernador lo dejaría hacer en guarda de los intereses generales y de las promesas que con él había empeñado y que serían cumplidas oportunamente. La ligereza genial de Alvear tenía con esto más de lo que necesitaba para obrar incontinenti. En la noche del 25 de Marzo se dirigió al cuartel de Aguerridos, donde el coronel de este cuerpo, don Anacleto Martínez, lo esperaba con un grupo de jefes y oficiales, con Carrera, los adictos de éste y algunos cívicos. De allí desprendió una comisión, la cual aprehendió al general Soler en el despacho del gobernador, a los coroneles French, Berrutti y otros, mientras que sus parciales elevaban una representación para que fuese reconocido comandante general de las armas (11).

Este nuevo golpe teatral puso en ebullición a los cívicos, que acudieron con sus armas a la plaza de la Victoria para resistir al «Nuevo Catilina» como le llamaban al general Alvear. El Cabildo, único poder que permanecía en pie en medio de las evoluciones de las facciones tumultuarias, satisfizo la voluntad del vecindario dirigiendo al gobernador un oficio conminatorio para que hiciese salir a Alvear del territorio de la provincia. Y ante la conformidad de Sarratea, ambas autoridades tuvieron la necesidad de sincerarse dando al pueblo una proclama en la que declaraban: «Se ha tomado el nombre del gobierno y del cabildo para autorizar un acto violento y escandaloso en la noche precedente. El gobierno y el cabildo no han tenido el menor conocimiento, pero previendo los funestos resultados en que puede envolver a este pueblo el suceso ocurrido, han propuesto a don Carlos Alvear, o bien que marche para el Perú, con la tropa que le sigue, contra los enemigos de la patria, o que solo abandone la provincia, o que si cuenta con el pueblo elija con éste las autoridades civiles que nos reemplacen a satisfacción» (12). Pero el caso era que los partidarios de Alvear querían ir más allá de lo convenido. Creyéndose fuertes con algunas compañías sublevadas que se les incorporaron, se reunieron en la plaza del Retiro (hoy San Martín) y proclamaron al general Alvear gobernador de la provincia. Sarratea, alarmado con esta novedad, se atrincheró en la plaza da la Victoria e hizo poner en libertad al general Soler, sincerándose con éste lo mejor que pudo. Alvear, viendo que la plaza se resistía y que su posición sería muy en breve insostenible, se retiró por la ribera hacia el Norte, cuando las partidas de cívicos lo escopeteaban de cerca (13).

Cuando de esta manera hubo terminado la ruidosa aventura política del general Alvear, el gobernador Sarratea expidió algunos decretos de sensación sobre libertades públicas y ordenó que se abriese el proceso de alta traición contra el Directorio y el Congreso derrocados; dando a estas medidas una publicidad y una importancia calculadas para congraciarse la opinión pública, la cual le era decididamente hostil desde que se divulgaron los artículos secretos de la Convención del Pilar, y se supo que Sarratea había entregado a Ramírez y a López el doble de armamento y municiones de lo que se había estipulado, privando al pueblo de recursos difíciles de reemplazar prontamente (14).

Entretanto la Junta de Representantes, creada con arreglo al bando de 12 de Febrero de ese año y que nombró a Sarratea gobernador interino, se había reunido en minoría el 4 de Mayo y acordado lo conveniente para la renovación de los poderes de la provincia, fundando el sistema representativo en Buenos Aires sobre cuya base debía modelarse, al correr de los años, el gobierno de las demás provincias argentinas. Disponía la Junta que se eligiese en toda la provincia doce diputados por la ciudad y doce por la campaña, y. que se observase en esta elección las mismas formas que se habían empleado para la de la Junta primera, esto es, que cada ciudadano hábil entregase su voto cerrado y firmado a las juntas receptoras de los cuarteles y localidades. Una vez constituidos los nuevos diputados, procederían a nombrar el que debía representar a Buenos Aires en el congreso federal de San Lorenzo, con arreglo al tratado del Pilar; a organizar el gobierno y la administración de la provincia; a elegir el gobernador propietario y hacer elegir nuevo Cabildo; a arreglar la deuda y cualquiera diferencia con las provincias hermanas (15).

En cumplimiento de estas disposiciones, el gobernador Sarratea convocó por Bando al pueblo a elecciones para el día 20 de Abril. El resultado del escrutinio que practicó el Cabildo el día 27, no pudo ser más desastroso para Sarratea. A la sombra de las divisiones locales, el partido directorial unitario pudo componer la Junta e integrar el Cabildo con sus hombres principales. Por manera que el gobernador, aislado de Alvear y de Carrera, a quienes contenía por el momento el general Soler con su ejército en Lujan; quebrado con este general a consecuencia de los últimos sucesos, y en conflicto con los dos poderes de la Provincia, quedó completamente sin apoyo en la opinión (16). Pero Sarratea era un hombre fecundo en expedientes dilatorios en medio de las situaciones difíciles. Desde luego le ocurrió interponer su veto a algunos de los diputados electos. En la época en que hemos alcanzado no se da el caso de que el Ejecutivo observe o desconozca las elecciones de representantes del pueblo. Las constituciones proclaman el principio de que cada cámara es el juez de las elecciones de sus miembros. únicamente el gobernador don Bernardo de Irigoyen, con la autoridad que le daban sus antecedentes, observó en el año 1899 una elección de diputados, demostrando cómo el acto no era la elección de la constitución, porque se habían violado notoriamente las disposiciones de ésta y de la ley orgánica electoral. Pero en el año de 1820, si bien no existían leyes orgánicas, existían tratados pendientes cuyo espíritu y cuyas cláusulas eran compromisorios de las opiniones y de la conducta ulterior que deberían observar los miembros de los poderes públicos de la provincia que acababa de surgir al favor de esos tratados.

Y la verdad es que Sarratea dio habilísimamente con el motivo, alegando que su observación o veto «lo demandaban imperiosamente la tranquilidad interior de la provincia, la subsistencia de los tratados recientes con las demás federadas por la Convención del 23 de Febrero y la complicación particular de algunos de dichos señores en los asuntos que han motivado el grito general de los pueblos.» Sarratea fundaba su aserto en una de las dos cláusulas del arreglo preliminar de paz firmado por el general Soler y los jefes federales, la cual estableció que «la condición que han exigido los pueblos libres de que no se deje en empleo ningún individuo de la administración depuesta, se considere como base esencial de la convención definitiva de paz.» Lo fundaba, además, en el artículo 7° de la convención del Pilar, que así lo dejaba establecido. Y en consecuencia, vetaba a don Juan Pedro Aguirre y al doctor Vicente López, porque estaban judicialmente demandados ante el gobierno, «el primero por haber preparado la evasión de don Juan Martín Pueyrredón y de don Gregorio Tagle», y el segundo, «como secretario del mismo Pueyrredón que firmó y autorizó los destierros y expulsaciones violentas de varios ciudadanos.» Al doctor Juan José Passo por hallarse notoriamente complicado en los asuntos del congreso con los portugueses, por los actos que se han publicado en el proceso de alta traición.» y al doctor Tomás Manuel de Anchorena por análoga complicación según las mismas actas con respecto a las negociaciones con el, Brasil.

El Cabildo, desentendiéndose del argumento principal que aducía Sarratea y al cual califica de «delicada y escabrosa materia», porque tal lo era, se limitó a responder que la Junta de Representantes tenían las facultades necesarias para entender en los gravísimos asuntos que ocurran en la provincia, porque es el soberano poder del país; que los representantes eran la expresión de los votos del pueblo, «que el Cabildo no podía destruir la obra del pueblo y que sus atribuciones no eran otras que las de convocar, recibir y contar los sufragios. Que no estando, por consiguiente, dentro de sus facultades separar las personas a que el gobernador se dirigía, creía conveniente deferir este asunto a la junta de Representantes para que, juntamente con los de la campaña, acordasen lo que tuvieren por más justificado.» Sarratea insistió alegando razones jurídicas para demostrar que la calidad de encausados de los electos Anchorena, Aguirre, López y Passo, los inhabilitaba para ser elegidos mientras durase el proceso y no recayese su justificación o absolución. Y respecto de la limitación de facultades que el Cabildo invocaba, Sarratea argüía «el hecho positivo y notable de que V. E. ha manifestado lo contrario en esta misma elección, pues habiendo votado todo el ejército de Lujan y remitido sus votos, los ha reconocido y devuelto por no haberse puesto en personas hábiles, o más claro, porque no se conformaba con la ley.» Por mucho que pesasen, del punto de vista de los hechos, las consideraciones del gobernador, más que todo pesó el propósito de alejarlo de la escena pública. El Cabildo se lavó las manos y dejó que la Junta procediese en consecuencia (17).

Al día siguiente, esto es, el 1° de Mayo, se reunió la Junta de Representantes, y su primer paso, enseguida de instalarse solemnemente en la sala capitular, fue exigir a Sarratea la renuncia. El día 2 de Mayo, fundándose en que el gobernador habíale suplicado lo exonerase del cargo a causa del estado decadente de su salud, como repetidas veces lo había manifestado anteriormente al excelentísimo Cabildo; por esta y «otras varias consideraciones que la Junta ha tenido presentes en este grave negocio», la Junta nombró gobernador interino de la provincia a don Ildefonso Ramos Mexía (18). Ese mismo día, la Junta, que no podía existir sino a condición de contemporizar con los que apareciesen más fuertes, despachó una comisión cerca del general Soler, con el encargo de participarle que él habría sido designado gobernador si su presencia no fuese indispensable al frente del ejército, en circunstancias en que López y Carrera se preparaban a invadir nuevamente a Buenos Aires.

El peligro que apuntaba la Junta era inminente. Ramírez se había retirado de Buenos Aires para Entre Ríos, donde Artigas, el Protector Oriental, llamaba las milicias para seguir la guerra con los portugueses que lo habían desalojado de la provincia de Montevideo, y castigar a aquel general, según decía, por haber subscrito la Convención del Pilar. Pero detrás de Ramírez quedaba López, y junto a éste Carrera con su montonera, y, lo que era más doloroso, Alvear, el patricio de la asamblea del año 13, obscureciendo sus glorias en esas tristes correrías. Pero como la Junta extendiese su autoridad más allá de lo que se supuso el general Soler (19), quien, a su calidad de jefe de partido, reunía, en esos momentos, la ventaja de estar al frente de un ejército cuyos jefes y oficiales le pertenecían por completo, éste agitó a sus parciales, y después de renunciar su comando militar, se preparó a asumir el gobierno de la Provincia. El 16 de Junio, los jefes y oficiales de su ejército representaron al Cabildo de Lujan que era voluntad de la campaña que el general Soler fuese reconocido gobernador y Capitán General de la Provincia; y que esperaban que dicho Cabildo lo reconociese como tal para evitar de esta manera los males que sobrevendrían. El Cabildo de Lujan reconoció a Soler en tal carácter. Soler, mucho más expeditivo y marcial que Sarratea, que había observado las formas y acatado los dudosos motivos que, con rigorismo singular, se habían invocado para derrocarlo, despachó una comisión encargada de presentar dicha representación, el reconocimiento del Cabildo de Lujan y su propia aceptación a la Junta de Representantes de Buenos Aires para que lo hiciese obedecer en toda la Provincia. La Junta no tuvo más que someterse. La pena del talión la alcanzaba. Soler dejó vengado a Sarratea. El gobernador Ramos Mexía renunció. La Junta, sin pronunciarse acerca de tal renuncia, le ordenó que depositase el bastón de mando en el Cabildo, y pidió a este cuerpo que hiciese saber al general Soler que podía entrar en la Ciudad sin resistencia, después de todo lo cual se disolvió (20).

El Cabildo, envuelto en esta vorágine, maniatado por los giros diversos de la opinión tumultuaria que se manifestaba a cada instante en sentido opuesto, en los cuarteles convertidos en congresos y en la plaza principal que era el salón de los gobernadores dramáticos; gobernante por la mañana, gobernado por la tarde; apoyado por los unos, desconocido una hora por los mismos y humillado más tarde por todos, habíase sometido bon gré, mal gré, a la dura ley de la época, como creyendo que había llegado el momento de preguntarse a la faz de sus antecedentes y de sus fueros, si era cierto que en Buenos Aires se habían vuelto locos todos los hombres, y si era preferible dejar que pasase la crisis para empezar a hablarles como a cuerdos. Porque los hechos que en este capítulo quedan relatados se habían sucedido en días rápidos, como las escenas de un drama de magia. La magia había sido aquí el vértigo, retratado entre chuzas, sangre, carbones encendidos, flotando sobre una superficie opaca, en la que se dibujaban furias que compartían de lo carnavalesco y de lo horrible. Así lo dicen los diarios de ese año, las valientes pinceladas del arrogante y verídico Anchorena, las revelaciones sensacionales de Sarratea y entre muchos otros antecedentes, el siguiente sonetón que escribió una mano muy conocida y que resume la fotografía de la época:


Sonetón

¡Qué conjunto de pillos descarados!

¡Qué apiñado montón de bandoleros!

¡Qué redil de ladrones tan rateros!

¡Qué San Andrés de locos desatados!

¡Qué vigardones tan desatentados!

¡Qué burdos tramoyistas tan groseros!

¡Qué majada de ovejas y carneros!

¡Qué zahurda de inmorales tan osados!

¡Qué parásitos viles e indecentes!

¡Qué ambiciosos del real tan insaciables!

¡Qué indignos de vivir entre las gentes!.

Tal es el círculo de entes detestables en que danza, se vuelca y zarandea el máximo entre todos: Sarratea. (21)