Viaje a caballo por las provincias argentinas
Capítulo 12
 
 

La religión del país. - El antiguo Colegio de los jesuitas y su decadencia. - Bajo nivel de la educación: sus progresos. - Colegios de Buenos Aires dirigidos por extranjeros con la tolerancia del Estado. - La Catedral de Buenos Aires. - La Semana Santa. -Procesión del Lunes. - Preparativos para el jueves Santo. - Las imágenes en las calles. - Tribunas públicas para los laicos. - La procesión nocturna del Viernes. - Escenas del Sábado a mediodía. - La quema del Judas. - Las indulgencias. - Monjes mendicantes. - Comportamiento del pueblo y su buen natural. - Lo que gastan las señoras en trajes para la Semana Santa. - Misa Mayor en la Catedral. - Ceremonia ante el altar. - Las señoras y sus vestidos. - Contraste de la belleza femenina sudamericana y la inglesa. - Procesión del Obispo y el Clero.



Hay un solo obispo en todo el territorio de la República. Las congregaciones de franciscanos y dominicos, cuentan, cada una, en Buenos Aires, con ciento veinte frailes –más o menos– de los cuales, unos veinticinco o treinta han recibido órdenes sagradas. Los recoletos –rama de los franciscanos– tienen a su cargo los hospitales y cementerios; son muy pocos en número y viven de lo que obtienen con la celebración de funerales y otras oraciones que rezan por el descanso de las almas.


Hay dos conventos de monjas: uno es el de las dominicas o de Santa Catalina, cuya observancia es muy rigurosa y donde las monjas, una vez, formulados sus votos, se privan, para siempre, de todo contacto con el mundo. El otro es el de Santa Clara, orden más conocida por «Las Clarisas pobres», que se mantiene de la caridad pública; cuando las religiosas de este convento se hallan en necesidad, tañen una campana de iglesia, suspendida en el edificio, hasta que las personas piadosas y caritativas acuden a socorrerlas. Existe también una casa de ejercicios espirituales, para el público, donde los fieles pueden recogerse temporariamente sometiéndose a penitencias y mortificaciones. También reciben allí a los castigados por censura eclesiástica y se predican sermones quincenales, siendo necesario para asistir a ellos, un certificado del cura párroco.


Si bien es cierto que el gobierno del país se ha incautado de muchas propiedades de la iglesia, no ha de creerse, por eso, que el pueblo o el gobierno sean indiferentes a la religión establecida. En un país tan extenso y de tan escasa población, no puede ejercerse sobre todo el pueblo la vigilancia pastoral; hay cantidad de gentes que no pueden congregarse para celebrar el culto público, a menos que se trasladen a cuarenta o cien millas de distancia. Pero, asimismo, entre las familias que vivían más aisladas, en lugares muy apartados, raramente dejé de advertir la imagen de su santo protector, generalmente encerrado bajo un fanal de vidrio y adornado con más o menos lujo, según los recursos de cada uno.


Mientras este país estuvo sometido a la monarquía española, los jesuitas tuvieron a su cargo la enseñanza: mantenían iglesia y colegio en el corazón mismo de la ciudad y hubieran podido alojar hasta mil alumnos. La decadencia de esta institución, data de la expulsión de los jesuitas, en 1767. Aunque la iglesia se mantiene todavía en buen estado de conservación, el colegio y otras dependencias caen en ruinas rápidamente.


El gobierno no ha tomado ninguna providencia para el fomento de la educación nacional. La Universidad, podría decirse que existe únicamente de nombre: mantiene dificultosamente dos profesores, ante quienes pasan sus pruebas los candidatos para las carreras de leyes y medicina. Los porteños reconocen, sin embargo, la importancia y la necesidad de la educación; según informes que he podido obtener, me place asegurar que la próxima generación será más ilustrada que la precedente. Si bien los estudios superiores no se cultivan ahora mayormente, la enseñanza general se halla más difundida. En ningún sector de la sociedad se dejan sentir más los beneficios de la educación, que entre las mujeres jóvenes de cierto rango, porque, anteriormente, su instrucción era tan limitada que no merecía siquiera el nombre de cultura mental. Esa enseñanza, abarca en la actualidad un campo mucho más amplio de conocimientos y el progreso se debe, principalmente, al número de extranjeros que han instalado colegios particulares en Buenos Aires. Existen ahora cinco establecimientos educacionales, para alumnos internos y externos, dirigidos por señoras o profesores europeos. Estos establecimientos subsisten, es verdad, por la sola tolerancia del gobierno y corren el riesgo de ser clausurados en cualquier momento.


En el antiguo colegio de los jesuitas se ha instalado un nuevo instituto educacional. El gobierno autoriza la ocupación del edificio a condición de que los hijos de ciertos oficiales del ejército reciban gratuitamente la enseñanza. Esta institución, en cuanto al plan de estudios y régimen de administración, es similar al Carlow College, de Irlanda.


La Catedral es un gran edificio de ladrillos, cruciforme, originariamente de estilo morisco y todavía inacabado. El frente, sobre la Plaza de la Victoria, está formado por un pórtico moderno, de orden corintio, con doce columnas que soportan un bien proporcionado frontón. Corona el edificio una gran cúpula de apariencia desnuda y pobre por la pequeñez de las molduras. La belleza interior del templo deriva, en mucho, del contraste que ofrece con el exterior. El piso está formado por mármoles blancos y negros; sostiene la bóveda del techo, separando las naves, una serie de macizas columnas con capiteles dorados. Adheridos a los pilares que sostienen la cúpula, hacia el Este, hay dos púlpitos de ricas tallas doradas y lujosos doseles; puede subirse al púlpito por medio de una escalera, empotrada en el pilar. El altar mayor es también de grandes proporciones y se levanta hasta el techo de la iglesia; tiene ricas tallas doradas y pintadas, como también otros adornos y cuadros. Sobre una plataforma se levanta el trono del Obispo y, enfrente, el sillón del Gobernador. Cuando la iglesia está iluminada, el conjunto resulta esplendoroso. Al extremo de la nave hay un altar reservado que llaman de la «Divina Pastora»: puede verse en él la imagen de una pastora rodeada por su rebaño. Entrando, a cada uno de los lados, se encuentran pilas de agua bendita, en mármol esculpido. Próximo a la entrada está el Bautisterio; la fuente bautismal se halla cubierta por una tapadera horadada, de unos dos pies de alto; las puertas se mantienen cerradas con llave como se hacía en la Edad Media. Hay trece altares en las naves laterales; seis de ellos son fundaciones particulares y el Capellán recibe un estipendio anual para decir misas por el alma del donante, su familia y amigos, vivos o muertos. La Sacristía, el Lavatorio y la Sala Capitular, están bien arreglados y tienen mesas de mármol. Los ornamentos de los celebrantes y los vasos sagrados son valiosos.


La Semana Santa es celebrada en Buenos Aires con especial devoción: cada día tiene sus pompas y ceremonias especiales y las manifestaciones de religiosidad se advierten por todas partes.


Caminando por una de esas calles, un lunes por la noche, durante la última semana de Cuaresma, vi que se congregaban algunas personas cerca de la iglesia de la Merced. Entré al templo y me fue dado contemplar tres imágenes, casi de tamaño natural, colocadas sobre sendas plataformas y cubiertas por baldaquines adornados con oropeles y flores artificiales. Una de las imágenes, la más próxima a la puerta, representaba a la Virgen, vestida de blanco, teniendo en una de sus manos un cáliz y en la otra un libro. En el centro de la nave veíase la imagen de Cristo azotado, y cerca del altar se levantaba la figura de una Santa. A ambos lados de la nave estaban muchas mujeres –pobres en su mayoría– sentadas o arrodilladas sobre trozos de alfombras; unas tenían en las manos libros de oraciones, otras rosarios, y todas denotaban una gran devoción. La imagen que atraía la mayor atención era la del Cristo. Un buen número de monjes, religiosas novicias y monaguillos, andaban de aquí para allá, muy atareados. De una puerta, junto a un altar, salieron unos cuantos músicos, con violines y otros instrumentos; les seguían varios monjes y otros eclesiásticos revestidos de ricos ornamentos. Algunas personas del público levantaron las imágenes en hombros, rompieron a tocar los violines y la procesión avanzó hacia la puerta del oeste. Al salir a la calle, se le unió una guardia de honor y todo el conjunto se puso en marcha con dos bandas de música que tocaban alternativamente. Rodeaban las imágenes hombres y niños provistos de velas encendidas y faroles suspendidos a largas pértigas. Por momentos, la música cesaba y cantaban los monjes con voces muy altas pero armoniosas. Dos o más monaguillos, llevando, cada uno, un crucifijo, recibían las ofrendas de los fieles. Estas consistían, principalmente, en monedas de cobre de escaso valor. Como empezaron a caer algunas gotas, amenazando lluvia, la procesión no cumplió ese día todo su recorrido y volvió a la iglesia.


El martes y el miércoles se hacen también celebraciones en todos los templos. Los sacerdotes y sus auxiliares andaban atareados preparando tablados; doseles y otros objetos necesarios para el despliegue de un gran ceremonial católico. La iglesia de los franciscanos ofrecía un aspecto imponente: el edificio, con su altísima cúpula, sus macizos pilares, la espaciosa nave central y las sombrías naves laterales, despertaba sentimientos de temor y reverencia, muy propios de la conmemoración que se efectuaba.


En el altar mayor, los eclesiásticos celebraban diversas ceremonias, mientras otros frailes, con el modesto sayal de su orden, recorrían silenciosamente el templo. La concurrencia era, en su mayor parte, femenina, y los rezos, musitados en voz baja, repetidamente, adquirían acento sobrenatural.


El Jueves Santo, la ciudad permanece en el más completo silencio, porque la policía ordena que se interrumpan todas las tareas, desde el miércoles por la noche hasta el sábado por la mañana. Las familias tienen que proveerse de todo lo necesario: no se ve, en esos días, un carro ni un jinete por las calles. Hasta las campanas de las iglesias enmudecen. Para celebrar la ceremonia de este día, los eclesiásticos rivalizan en el adorno de las iglesias e imágenes. Unas veinte de estas imágenes de bulto, con sus correspondientes adornos, habían sido colocadas al aire libre, sobre pedestales de cuatro a cinco pies de alto. En torno a ellas se veían hombres, mujeres y niños arrodillados, repitiendo las Aves Marías con sus rosarios. Los penitentes, antes de retirarse, se acercaban a las estatuas, hacían una genuflexión y besaban una de las borlas que colgaban de sus vestidos. Por momentos, algunos hombres y muchachos pedían limosna en voz alta para los santos de su devoción y colectaban sumas considerables, si bien cada uno daba solamente unas pocas monedas de cobre.


Bajo los pórticos del Cabildo –adornados con cortinas, alfombras y ramas florecidas– veíanse dos imágenes, de Cristo y de la Virgen. El Cristo era de rostro macilento, con túnica carmesí, corona de espinas y llevaba una cruz sobre los hombros. La Virgen ostentaba una diadema de similar, un velo de muselina y capa de terciopelo negro adornada con anchos lazos dorados. Cerca de la iglesia de los jesuitas, había otra imagen de Cristo, con atavíos muy semejantes. En el lado opuesto de la calle se alzaba una cruz pintada de negro, de unos diez pies de alto, de la que colgaban unos cordeles. Junto a la cruz veíase una escalera. En otra calle se encontraba una imagen femenina, de rostro negro, vestida de blanco y cubierta de lazos dorados y plateados, dijes y bujerías; tenía en sus brazos un niño de color blanco 53.


A la entrada de la iglesia del colegio, hallábase la imagen de un santo, vestido con jubón y falda, y con un pequeño violín que colgaba de un cíngulo. Probablemente quería representar a Santa Cecilia 54.


Por la noche, toda la ciudad se puso en movimiento: eran ríos de gentes los que se dirigían a las iglesias y salían de ellas. Las imágenes al aire libre –alumbradas ahora con lámparas y cirios– se veían rodeadas por grupos de mujeres y niños arrodillados. En diversos lugares de la ciudad se habían levantado tribunas a las que tenían acceso las personas piadosas que deseaban leer en voz alta algunos pasajes del Misal para edificación de los concurrentes.


En la noche del Viernes Santo, una larga procesión salió de la iglesia de la Merced y avanzó cruzando la plaza de la Victoria, seguida por un gran concurso de gente. Iba encabezada por una imagen femenina de expresión profundamente dolorosa, llevada en hombros bajo un baldaquín ricamente adornado. La seguía una banda militar y una guardia de honor, formada por soldados de infantería. Los concurrentes llevaban velas encendidas, cirios y faroles. Las luces de estos últimos al aire libre, los sones de los instrumentos musicales, las vísperas cantadas por los monjes, producían una fuerte impresión. En otra oportunidad, pude ver una procesión con imágenes, alrededor de la iglesia de San Francisco. Las calles habían sido cubiertas con una espesa capa de hinojo silvestre que emitía un olor agradable cuando se le pisaba, mientras los incensarios encendidos despedían nubes de incienso fragante.


El sábado a mediodía, Cristo se representaba como ascendiendo de la tumba. La ciudad, que algunos momentos antes observaba un silencio de muerte, resuena entonces de alegría y regocijo, las campanas son echadas a vuelo, explotan los petardos, y las bandas de música rompen a tocar en todos los barrios.


Por la noche, las calles rebullen de vida y alegría. En algunos sitios la gente se divierte quemando la efigie de judas Iscariote. En la Alameda levantan una gran horca, de la que cuelgan una figura colosal del traidor; barricas de alquitrán arden alrededor y como el muñeco está rellenado con petardos, éstos explotan a cada momento mientras los cohetes voladores iluminan la escena y son recibidos con gritos por la multitud.


Los negros y los mulatos eran quienes tomaban parte principal en estas ceremonias. Las clases más respetables no mostraban mucho interés por ellas, aunque algunas de las procesiones congregaron un público muy numeroso. En las iglesias, por medio de carteles, se prometían diez indulgencias por cuarenta días a los participantes de las ceremonias públicas.


Unas minúsculas imágenes de cera, encerradas en pequeños fanales de vidrio, servían para solicitar limosna por las calles, en nombre del Santo. A los que daban algunos cobres, se les permitía besar las imágenes. Había quienes las llevaban a las casas de familias adineradas y recibían ofrendas para el sostén de la Iglesia.


Debe ser éste un tiempo de fatigas para los eclesiásticos. Yo visité con bastante frecuencia las iglesias y pude observar que andaban siempre ocupados en algún nuevo arreglo; las cortinas que cubren los altares, las mesas, las sillas, los candelabros, los atriles y en general todo el mobiliario del templo, se cambiaba de continuo, como para atraer las miradas de los fieles, y todas las iglesias permanecían abiertas desde hora muy temprana hasta muy tarde de la noche. Imposible imaginar mayor orden y mejor comportamiento que el observado por toda la población; no podría darse una reunión de gentes donde prevaleciera más la cortesía y el buen natural: desde el negro humilde, hasta el magnate de origen español, en todas las clases podía observarse el mismo espíritu benevolente y amable.


Llamó mucho la atención la buena calidad de los vestidos que llevaban personas de clase modesta y no creo exagerar si calculo que cada una de ellas debe gastar, por lo menos, en manufacturas inglesas, un promedio anual de cinco libras esterlinas. La parte más consistente en los vestidos de las señoras, estaba formada por telas inglesas, pero los adornos y fantasías eran de fabricación francesa. Las señoras tienen pasión por los vestidos y en esos días habían andado tan preocupadas con los preparativos, que, en las semanas precedentes, casi no hablaban de otra cosa que de los lujosos trajes con que pensaban asistir a las ceremonias. Algunas encargan a Europa sus vestidos y pagan desde cincuenta, hasta cien libras esterlinas por cada uno.


La ceremonia más importante tuvo lugar en la Catedral. Yo entré por una puerta que se abre hacia el lado oeste del templo. El piso estaba todo alfombrado; dos filas de sillas se extendían a ambos lados de la nave central, hasta el altar mayor. Frente a él y a cierta distancia, se levantaba una especie de plataforma, de unos pocos pies de altura, semejante a un escenario: allí se desarrollaron los ritos y ceremonias de tal modo que podían ser presenciados por todos los fieles. Sobre el tablado, había sido erigido un altar provisorio. Una cortina negra, con una cruz roja en el centro y suspendida del techo, separaba la plataforma, del altar mayor. De los capiteles de las columnas colgaban trofeos de guerra, consistentes en banderas desgarradas. Se habían colocado a lo largo de las paredes algunos cuadros religiosos apropiados y los altares laterales ostentaban imágenes de santos, con brillantes adornos.


Todas las autoridades civiles -y las militares obligadas ex-oficio– ocupaban las sillas a lo largo de la nave. El piso de la catedral aparecía como de propiedad común de todas las clases sociales y no se hacía distinción de rango; todos se confundían allí con naturalidad y decoro: el más humilde negro se arrodillaba junto al orgulloso patricio y la dama rezaba sus oraciones con la servidumbre da la casa.


Las señoras, con paso lento y gracioso, hacían su entrada por la puerta principal. Iba seguida, cada una, por su doméstico que llevaba una alfombra guarnecida con flecos. Una vez en el centro de la iglesia, o en algún espacio desocupado, la señora elegía un sitio y lo señalaba al sirviente, quien desenvolvía la alfombra para que el ama se pusiera de rodillas. Ella se santiguaba devotamente, dándose fresco, luego, con el abanico. Concluidas sus oraciones, se sentaba en el piso, arreglando su falda de modo que, ni el tobillo, ni siquiera la punta del bonito pie, asomara bajo los pliegues del vestido. La nave principal no tardó en llenarse de fieles que, poco a poco, fueron ocupando las naves laterales y rodeando los altares. Los hombres, con raras excepciones, no mostraban mucha devoción y andaban, de un lado a otro, observando como simples espectadores o contemplando algunas de las mujeres más bellas de la ciudad, congregadas allí con sus mejores atavíos. Los trajes eran espléndidos: las mantillas, de finísimos encajes, lucían sobre las cabezas y los hombros; prevalecían los vestidos de terciopelo, de raso y de blondas; algunas señoras llevaban vestidos de encaje negro sobre una falda de raso, color violeta, que producían un hermoso efecto. Los diamantes y otras joyas, sólo eran ostentados por la minoría pudiente.


Sobre los atractivos personales de las señoras, no podría decir mucho, porque, en este clima, la juventud pierde pronto su lozanía; por otra parte, la belleza femenina adolece de cierta falta de carácter, debido a la mezcla de razas. Las figuras, sin embargo, tienen mucho donaire y sus movimientos son de una soltura y elegancia hechiceras. Como no llevan gorras, la mirada puede abarcar de una vez la forma de la cabeza y la línea del cuerpo en general, y ni el espectador más frío puede sustraerse al influjo de su garbo y sus maneras. Los atractivos de las mujeres jóvenes –hasta cierta edad– son realzados por una fisonomía delicada y gentil, que ilumina la radiante alegría de la juventud. Sin embargo, el término «loveliness», esa mágica palabra que sintetiza todo el poder de fascinación en la mujer, no podría aplicarse a ellas, ni es de encontrarse aquí la altiva belleza y digna reserva que caracterizan la feminidad inglesa. Quizás en el norte de Europa, exclusivamente, puedan verse esos tipos de belleza femenina en que, la frescura de la juventud, la armonía de formas y el encanto del rostro, se combinan para hacer la delicia de los ojos, despertando el homenaje del corazón.


En algunos grupos familiares figuraban jovencitas de diez y seis a veinte años, de mucha seducción personal. Aunque ligeramente gruesas, sus siluetas eran armoniosas y de contornos delicados; en sus rostros ingenuos se dibujaba una expresión de plácida sensibilidad cuando caminaban por las naves o reconocían algunas de sus amigas: entonces su atractivo era singular.


Los sacerdotes y sus acólitos iban revestidos con ornamentos blancos, galoneados de oro y plata, unos con la cabeza descubierta, otros con birretes en forma de mitra. La luz incierta de las lámparas y las nubes de incienso que envolvían a los celebrantes en el altar, daban a la escena que allí se desarrollaba un carácter misterioso que impresionaba los sentidos de la multitud. Algunos jóvenes bien vestidos de la mejor sociedad, andaban entre la concurrencia, llevando unas cajas con velas encendidas. Cualquiera del público podía tomar una de esas velas para llevarla hasta el altar. En este sitio, entre el agitar de los incensarios y el canto de los requiem, formóse una procesión. Abrieron la marcha los monaguillos con hachones encendidos, precediendo a un sacerdote que llevaba, en alto, una cruz de plata maciza, e iba acompañado por dos filas de acólitos, con candelabros de plata. Venía luego otro eclesiástico, llevando un pendón blanco, seguido por el clero y laicos; todos tenían cirios encendidos y en medio llevaban un gran crucifijo de plata. El Obispo apareció después, cubierto con la mitra y empuñando su báculo; marchaba bajo un palio de seda con pértigas de plata, llevadas por sacerdotes, mientras los acólitos, agitando los incensarios, envolvían en una nube fragante la figura venerable del prelado. Mientras sonaba la música de la orquesta y los cantos del coro, la procesión dio una vuelta por el interior del templo y volvió al altar. Entonces, las autoridades civiles y militares se retiraron para visitar otras iglesias donde se habían realizado ceremonias.