Viaje a caballo por las provincias argentinas
Capítulo 11
 
 

Descripción de Paraná. - Clima y producciones. - Costumbres del pueblo. - Enfermedades. - Historia. - Los gobernadores. - Condiciones favorables al comercio. - Títulos de propiedad inmueble, defectuosos. - Producción del suelo. -Temperatura y lluvias. - La langosta. - Viaje desde Paraná. - árboles. - El pasaje de un río. - Una primitiva casa de postas y sus moradores. - Modo de encender fuego. - Los caballos cimarrones. - Descripción de Concordia. - Cascada de Salto. - Espléndido paisaje de los alrededores. - Intento de colonización malogrado. - Propiedades inglesas. - Descripción del Uruguay. - Tropas de ganado orejano y montaraz. - Las milicias. - Castigo de los ladrones. - Renta de la tierra. - Gualeguaychú: su edificación y sus habitantes. - Nidos de avestruces. - Gualeguay. - Estancias inglesas. - Viaje desde Gualeguay. - Los carpinchos. - Un viaje fatigoso por la isla de Las Lechiguanas. - Llegada a Buenos Aires.



Fuimos a Paraná en un bote descubierto. Después de navegar más de cuatro leguas, siguiendo el curso del río, llegamos a la ciudad, situada en la margen opuesta a la de Santa Fe. Era ya la media noche y como el tiempo estaba húmedo y frío, nos vimos obligados a despertar a un oficial de aduana, que nos albergó bondadosamente. Los otros pasajeros del bote –entre ellos cuatro mujeres– durmieron bajo los árboles. Esta ciudad, como todas las demás, carece en absoluto de hospederías u otros alojamientos para viajeros; de ahí que éstos acostumbren a parar en casa de algún amigo, cuando no alquilan particularmente una habitación. El gobernador, general Urquiza, se hallaba en campaña, combatiendo en la provincia de Corrientes, pero el delegado nos recibió con toda civilidad.


La ciudad, fundada por el año 1730, no tiene nada que la distinga de las ya descriptas anteriormente. Está situada sobre una barranca muy alta del río Paraná, a una milla más o menos de la costa, en los 30º 45’ de latitud sur y 60º 47’ del meridiano de Greenwich. El camino que la comunica con el río, apenas puede llamarse así, y como la barranca es muy escarpada, el acarreo se hace difícil y se encarecen mucho los fletes y las mercaderías. La aduana funciona en el centro de la ciudad, y esto importa otro inconveniente. La gente no parece muy inclinada al comercio; se ven algunas tenerías, pero en ruinas, lo mismo que otros vestigios de una industria anterior, extinguida. La población ha sido en otro tiempo, hasta de diez mil habitantes, pero actualmente se halla reducida a unos seis o siete mil. Con todo, va en aumento desde hace algún tiempo. Los extranjeros cuentan en número de cien, aproximadamente, casi todos italianos; habrá una docena de franceses, una media docena de ingleses y dos norteamericanos. Por ahora no existen edificios públicos, pero un arquitecto norteamericano, Mr. Guillon, tiene a su cargo la construcción de una casa de gobierno. Hace algunos años se empezó también a edificar una iglesia de regulares proporciones, que ha quedado sin terminar.


Los artesanos son escasos y apenas si pueden desempeñar los oficios más necesarios. El comercio de exportación consiste en cueros, cerdas, sebo y cal, siendo el tráfico de este último producto, muy importante. Pertenecen al puerto de la ciudad algunos barcos pequeños, si bien no existe todavía una matrícula de registro. El suministro de agua para la población se realiza en malas condiciones porque debe llevársela desde el río, en carros tirados por bueyes. Suele pagarse, de un chelín a diez y ocho peniques por una sola pipa de agua. Las frutas que se producen en mayor abundancia son las naranjas, las uvas, los limones, duraznos y albaricoques.


En invierno, y por unos dos o tres meses, el clima es húmedo y frío, pero en el resto del año se mantiene suave y seco. Las chimeneas interiores no se usan en las casas de familia y rara vez he visto alfombras en algunas habitaciones. Las gentes –de toda condición– pasan la mayor parte del tiempo al aire libre y sólo viven bajo techo mientras duermen o en los días de lluvia. Podría creerse que, gracias a esta circunstancia y a la benignidad del clima, gozan de muy buena salud, pero en el hecho no es así. La costumbre de fumar tabaco y de tomar mate con bombilla, es común a las personas de ambos sexos en todas las clases sociales. Esto, agregado a la vida ociosa que muchos llevan, contribuye al desarrollo de diversas enfermedades crónicas del aparato digestivo –particularmente en su parte superior– y a dolencias agudas y también crónicas de la matriz. Son, asimismo, bastante frecuentes las enfermedades agudas del pecho, pero no así las de cabeza y las consuntivas del pulmón, que se dan raramente. Las intermitentes son desconocidas. Como enfermedad endémica, común también a las provincias vecinas, debe señalarse el bocio, que en esta población presenta la particularidad de que ataca solamente a las mujeres. He conocido varios hombres con bocio, pero eran de regiones pertenecientes a Santa Fe, donde el bocio está muy extendido. En Santa Fe, como en Corrientes y Paraguay, los hombres atacados de esa enfermedad son pocos en proporción a las mujeres que sufren de ella. Creen los naturales que el bocio es producido por el agua que se bebe y así, he oído relatar uno o dos casos de hombres y mujeres que, por beber agua del mismo pozo, tenían el cuello inflamado.


Por lo que atañe a la historia remota de esta provincia, nada he podido saber de interesante: ni siquiera de carácter legendario. El territorio tuvo como primitivos habitantes a una tribu de indios llamados charrúas, contra los cuales vivieron en continua guerra los primeros pobladores blancos. Finalmente, por el año 1750, se dio una batalla decisiva, a orillas de un arroyo llamado desde entonces de la Matanza, donde los indios fueron destruidos, casi por completo. Los que pudieron escapar, se refugiaron en la Banda Oriental y nunca más intentaron atacar el territorio.


Después de la declaración de independencia, esta provincia continuó por poco tiempo bajo la jurisdicción de Buenos Aires, pero luego se negó a reconocer su autoridad 43. Cada jefecillo trató de convertirse, mediante su espada, en un señor soberano. Para 1816, el general Artigas, entonces poderoso en la Banda Oriental, envió una fuerza al mando de Francisco Ramírez, contra don Eusebio Hereñú 44 que en esos momentos hacía de gobernador de Entre Ríos 45. Ramírez le derrocó y se apoderó del gobierno; luego se rebeló contra la autoridad de Artigas, quien inmediatamente invadió la provincia. El jefe oriental maniobró con éxito, al principio, pero en 1819 fue completamente derrotado por Ramírez y buscó refugio en la provincia del Paraguay 46. Ramírez a su vez, sintiéndose seguro, cruzó el río Paraná y se dirigió a Santa Fe con un cuerpo de caballería, dispuesto a invadir Buenos Aires. Se le opusieron, don Estanislao López, gobernador de Santa Fe, y La Madrid, jefe de las fuerzas porteñas. En una batalla librada cerca de la frontera de Córdoba, fue muerto Ramírez. Su hermanastro, don Ricardo López Jordán, se declaró entonces «Supremo jefe de la Provincia». El general don Lucio Mansilla, comandante de la infantería y que había contribuido a la derrota de Artigas, se pronunció contra don Ricardo y finalmente le derrocó del poder. Poco después se reunió un congreso, convocado por Mansilla, y compuesto de diputados representantes de diversas localidades de la provincia. Este congreso dictó un cuerpo de leyes y organizó un gobierno que, nominalmente, ha existido hasta hoy. La provincia quedó dividida en departamentos y subdepartamentos, el gobierno se reconcilió con el de Buenos Aires, haciendo alianza con él y trató, en todo, de inspirar la mayor confianza posible. El general Mansilla gobernó hasta 1824, año en que renunció formalmente el poder, siendo entonces elegido don León Solas. En años sucesivos, varios hombres ignorantes e incapaces, usurparon la autoridad civil y militar, sobreviniendo como consecuencia la anarquía que se prologó hasta 1831. En este año47 asumió el gobierno don Pascual Echagüe y pudo restaurar el orden. La guerra volvió a encenderse en 1838 viéndose la provincia envuelta en nuevas calamidades, pero en 1841 fue elegido gobernador el general Urquiza, quien, desde entonces, ha logrado mantener el orden y la autoridad.


La posición geográfica de la provincia de Entre Ríos, es decididamente favorable al comercio. Puede hacerse la navegación interior por espacio de varios cientos de millas y los barcos destinados a Europa, estarían en condiciones de efectuar sus cargas en inmejorables condiciones. Pero sus relaciones políticas, mercantiles y sociales, se hallan tan desorganizadas, que, por el momento, parece imposible que la provincia pueda salir del caos en que vive. El gobierno de España había hecho grandes concesiones individuales de tierras a diversas personas, pero resultó que, en muchos casos, esas tierras fueron usurpadas por ocupantes intrusos, y los propietarios verdaderos no han podido desalojarlos nunca, por ningún medio. La anarquía continua en que ha vivido la provincia, ha contribuido también a que los títulos de propiedad de la tierra, no ofrezcan mucha garantía, y tan poca atención se ha prestado al asunto, que las autoridades no siempre están en condiciones de poder asegurar la ubicación de las tierras públicas. De ahí que los extranjeros no las compren sino bajo garantía formal del gobierno.


El suelo produce trigo, cebada y maíz; también puede obtenerse tabaco y algodón de buena calidad. Las cosechas, sin embargo, son muy problemáticas, a causa de las duras sequías que suele sufrir este suelo y también toda la República. Estas sequías, secas, como las llaman aquí, son, a veces, generales, pero con más frecuentes solamente regionales. Durante los años 1830, 1831 y 1832, hubo una sequía general en todo el país, que trajo una enorme mortandad de ganado, por falta de agua y pastos. En los años 41, 42, 46 y 47 se produjeron también grandes sequías en la provincia de Entre Ríos. La tabla meteorológica que ofrecemos, muestra las observaciones termométricas obtenidas en un período de cuatro años, como también el número de días de lluvia, durante ese lapso de tiempo. Es la mejor demostración que he podido obtener en cuanto a temperatura y clima; debo los datos al doctor Kennedy 48, a quien quedo muy agradecido.


Esta provincia, y alguna de las vecinas, se hallaban invadidas por inmensas mangas de langosta. El poder destructor de estos insectos es increíble. En los meses de julio, agosto, septiembre y en ocasiones hasta en octubre, aparecen, procedentes de las regiones del norte y extienden su vuelo a través de la provincia de Santa Fe, pero muy raramente, o nunca, llegan más allá del río Uruguay. Parece que buscaran esa región del país únicamente para poner los huevos. El desove dura de veinte a treinta días y una vez cumplido, mueren las langostas madres. Uno o dos meses después, aparecen las langostas pequeñas: en un principio son blancas, pero luego adquieren un tinte oscuro, asemejándose en mucho al saltamontes pequeño. Pasados dos meses, ya tienen alas y están en condiciones de emprender vuelo en dirección al norte. La migración es simultánea porque, aun cuando el mayor número de insectos tenga las alas bastante fuertes, como para volar, ninguno lo hace hasta que todos se encuentran aptos para levantar el vuelo.


Para cruzar la provincia y pasar el río Paraná, tardan varios días con sus noches y vuelan en dirección a esa extensa región del país llamada Chaco, habitada únicamente por los indios. La ruta exacta que siguen es desconocida, por lo menos aquí, y sólo puede ser materia de conjeturas, porque el vuelo se extiende más allá de la provincia del Paraguay. Si bien, como hemos dicho, las langostas vienen hasta aquí únicamente a depositar sus huevos, parece que la fecundación principal del macho se hace todavía necesaria, porque cuando andan en la postura se les puede ver siempre apareadas. Macho y hembra perforan la tierra con la extremidad posterior del cuerpo y se entierran ellos mismos hasta las alas. Es común encontrarlas muertas en esa posición. Los huevos aparecen envueltos en una larga celdilla semejante a un pequeño cartucho de fusil, de dos pulgadas de largo y de una sustancia viscosa e impermeable al agua.


Las langostas escogen las tierras más duras para depositar sus huevos y es de notar que no vuelven periódicamente. Hubo una invasión en 1833 y las visitas se repitieron anualmente hasta 1840; desaparecieron luego hasta 1844 y, desde entonces, parece que han vuelto año tras año, sucesivamente. La voracidad y destructividad de estos insectos, es incomparable. Acosados por el hambre, se les ha visto comer la tierra, la corteza de los árboles más duros, el algodón y el hilo, pero solamente en casos muy extremos comen las parras, el cardo, el melón, el paraíso o árbol de ámbar. No comen tampoco ninguna sustancia animal. A veces, en el campo, comen enteramente los techos de paja de las casas, y las gentes se ven obligadas a renovarlos. El número de los insectos es incontable. Un viajero puede cabalgar en distancia de diez a veinte leguas, entre nubes de langostas, tan densas que constituyen un peligro para los ojos. Ni las ciudades ni los campos abiertos se ven libres de ellas. Cuentan que en el Paraguay, los habitantes lograron exterminarlas por unos cuantos años, obligando el gobierno a cada familia a presentar un cierto número de kilos de huevos; también se siguió el sistema de cavar zanjas en los lugares donde aparecía la langosta pequeña; luego las gentes, provistas de ramas de árboles, las hacían caer en los pozos, cubriéndolas luego con tierra.


Antes de relatar mi viaje de Paraná en adelante, debo expresar mi reconocimiento al doctor Kennedy, residente en la ciudad, quien me facilitó preciosas informaciones.


Después de dejar la ciudad, atravesamos una comarca muy pintoresca y escasamente poblada. En distancia de unas veinte leguas, anduvimos por un bosque, que se prolonga hasta la provincia de Corrientes, con un ancho de treinta a cuarenta leguas y en cuyo término se halla una inmensa laguna. Los árboles son de escasa altura, retorcidos y achaparrados: ñandubays, algarrobos, espinillos blancos y negros, quebrachos y guayabos. Los más abundantes y útiles son el ñandubay y el algarrobo, pertenecientes ambos a la especie de las mimosas; la madera del ñandubay es muy dura y tiene la buena cualidad de que no se carcome. De este árbol, puede extraerse, aunque en poca cantidad, una goma parecida a la de la acacia, o goma arábiga. La semilla del algarrobo es comestible y en algunas provincias forma parte del alimento ordinario de la población. La semilla del espinillo se emplea como colorante negro y la corteza del guayabo se utiliza en la industria de la curtiduría. Esta provincia tiene fama por sus buenos bosques, pero sólo puede considerársela así en un sentido puramente comparativo. Aunque menos escasa que en otras provincias, la madera útil es importada de las regiones del Báltico y de Norte América. No puede decirse lo mismo del Paraguay, donde hay extensas selvas de madera valiosa.


El segundo día de viaje, por la mañana, y a poco de ponernos en marcha, tuvimos que vadear un río. Para evitar que se mojaran las pistolas, las aseguré sobre la cabeza de mi caballo e hice un atado con las ropas, echándolas a la espalda. Ya en medio de la corriente, las pistolas se aflojaron y el animal se asustó tanto con ello que apenas si pude salvar mi apero y llegar salvo a la orilla, pero completamente mojado. Por fortuna, la casa de posta no se hallaba lejos y fuimos hasta allí para secar nuestros avíos. Esta casa, o más bien cabaña o choza, estaba habitada por un hombre ya anciano y tres hijos suyos, quienes llevaban el género de vida más primitivo que yo había visto hasta entonces. La choza estaba compuesta por una armazón de madera, cortada de los árboles vecinos y recubierta de mazos de pasto, atados por lonjas de cuero crudo. El moblaje consistía en un cuero seco, colocado sobre una especie de plataforma elevada, en un ángulo del rancho; esto servía de asiento durante el día y de lecho durante la noche, Los pocos utensilios domésticos, eran también del orden más primitivo: una olla de hierro, de tres patas, unas grandes calabazas donde guardaban el agua y conchas recogidas en el río cercano, que hacían de cucharas. Asegurado en el techo, colgaba un cuero dispuesto de tal manera que servía para guardarlo todo, y en otro lugar estaba suspendido el esqueleto torácico de una oveja, haciendo las veces de canasta.


A poco de llegar nosotros, encendieron fuego y asaron un cordero. Para hacer fuego se valen de un procedimiento muy curioso: un muchacho se procuró un trozo de palo bien seco y poroso, de unas seis pulgadas de largo, introdujo uno de sus extremos entre los pezuños de una pata de cordero, la que tomó apretándola con su mano izquierda; asentó el otro extremo del palito sobre un trozo de madera muy dura y luego con la cuerda de un arco, restregó con rapidez el palito sobre la madera y obtuvo fuego en seguida. Terminada la comida, los hijos del dueño de casa se pusieron de pie y recitaron algunas oraciones, pidiendo después al padre la bendición. Es ésta una costumbre muy general en la región, que estuvo antiguamente bajo la influencia de los jesuitas. Hombres de toda edad, a veces encanecidos, acostumbran a recibir diariamente la bendición de sus padres. En la posta siguiente, encontramos cuatro o cinco chozas muy semejantes a la anterior: una buena mujer nos brindó esta vez, sobre una fuente, leche, bizcochos y miel silvestre.


Los habitantes de esta parte del mundo, parecen considerar que el cielo y la tierra bastan como única morada. El uso que ellos hacen de lo que nosotros llamamos una casa, es el que hacemos nosotros de la despensa o del ropero: es decir, la destinan sobre todo a la guarda de comestibles y ropas. Constituye una excepción la alcoba en que duerme la dueña de casa, pero no hay que acercarse a ese boudoir sino con el debido permiso y un profundo respeto. Me resultaba muy cómico, a veces –después de terminada la comida–, cambiar con la familia expresiones de fina cortesía y alejarme luego en busca de algún sitio raso bajo los árboles, en donde divagar a mi gusto. Cuántas veces, en tales circunstancias, he ambicionado el cochecillo del hada, descripto en «El sueño de una noche de verano»...


En la mañana siguiente, antes de salir el sol, y sin habernos desayunado, nos acercamos al río Gualeguay y lo cruzamos en una balsa, haciendo nadar a los caballos. Lo primero que llamó mi atención, al llegar a la orilla opuesta, fue la presencia de un hombre desnudo, luego apareció otro, y un tercero, y un cuarto. Recobrado de mi sorpresa, pude advertir que se aproximaba una tropa muy grande de caballos, lo que me aclaró el misterio. Eran caballos devueltos como inútiles para el servicio, desde el ejército que luchaban a la sazón en Corrientes. Los hombres se ocupaban de hacerles atravesar el río, para lo cual los dividían en tropas pequeñas, obligándolos a entrar en el agua. La escena era de un carácter extremadamente agreste: los hombres, expertos nadadores, se divertían arrojándose del lomo de un caballo a la cola del otro, nadando, zambullendo y lanzando gritos.


Al tercer día de viaje, desde la ciudad de Paraná, atravesamos una extensión de campo despoblada, de unas cuarenta a cincuenta millas, donde pastaban tropas inmensas de vacas y caballos chúcaros. Todos estos animales huían a medida que nos acercábamos, presentando un aspecto imponente. Una manada de caballos salvajes produce la más singular impresión: la esbeltez de sus formas, la soltura de sus movimientos, la rapidez fogosa de su carrera, las crines largas y flotantes, las colas al viento, formaban un cuadro lleno de belleza y gracia. Cuando pasaron en masa, galopando atropelladamente, con sus crines y copetes agitándose a la luz de la luna mientras hacían temblar el suelo con sus cascos, produjeron en mí una impresión romántica, rayana en lo sublime.


La ciudad de Concordia, situada a orillas del río Uruguay, parece destinada a adquirir mucha importancia, pero el sitio para su fundación ha sido mal escogido. Cuando el río está bajo, los barcos se ven obligados a fondear a dos millas de la población. Estando alto, pueden aproximarse a distancia de una milla. Doce años atrás, algunos pocos ranchos bastaban para contener toda la población, que al presente suma unos mil habitantes.


Las casas, en su mayoría, están construidas con estacas revocadas de barro, y tienen techo de paja; hay muy pocas de ladrillo. Hasta hace poco tiempo existía un establecimiento para la manufactura del sebo, que ha cesado de trabajar, pero la maquinaria de vapor y los tanques se hallan todavía en el local. Posee también Concordia una iglesia modesta y una escuela bastante grande y bien edificada, cuya creación y sostenimiento se debe al gobierno de la provincia. La provisión de agua para la ciudad, deja mucho que desear. En la orilla opuesta del río se levanta la ciudad del Salto; unas cuantas leguas arriba, está la cascada conocida por el Salto Grande. Me habían ponderado mucho este sitio y me trasladé hasta él, pero sufrí una gran decepción.


El lecho del río está formado por una capa de rocas en pendiente, de una extensión de un cuarto de milla más o menos, con ancho de unas trescientas yardas. En uno o dos sitios, cuando el río está bajo, el agua forma canales estrechos que, vistos a cierta distancia, dan la impresión de que podrían cruzarse a pie. El campo era el más pintoresco que había visto hasta entonces en la región porque, si bien las ondulaciones del suelo no merecen el nombre de colinas, son altas lo bastante como para dar variedad al paisaje.


En 1825, se formó en Inglaterra una sociedad bajo los auspicios de Mr. Beaumont, de Londres, con el propósito de colonizar algunos campos, situados al sur de Concordia; se compraron a ese efecto ciento quince leguas de tierra y se fletaron dos o tres buques con los pobladores, los instrumentos agrícolas y otros efectos. Pero después de haberse insumido sumas considerables, la empresa fue abandonada 49. A pesar de ello, una parte de las propiedades quedó en manos de súbditos británicos. Existe un establecimiento muy valioso, propiedad de Mr. Campbell, en sociedad con los señores Wright y Parlane, de Manchester; tiene un área de unos 90.000 acres ingleses y forma, en su conjunto, una espléndida estancia. Los buques pueden cargar directamente para Europa, lana producida en el mismo establecimiento. Esta región de la provincia, ha sufrido en forma terrible con las guerras civiles, no sólo por haber sido teatro de muchas batallas, sino por haberse visto expuesta a las invasiones de los correntinos, que en sus depredaciones arrearon muchos miles de ovejas e innúmeras tropas de ganado. Pero los correntinos han sido últimamente sometidos por el ejército de Buenos Aires y anexada la provincia otra vez a la Confederación Argentina 50.


Dejamos la estancia de Mr. Campbell ya muy entrada la tarde y llegamos en la noche a la ciudad del Arroyo de la China. Hicimos una parte del camino a través de un campo de suelo arenoso, cubierto por un bosque de palmeras florecidas. Las vacas, los venados y los avestruces, ofrecían un aspecto muy bello a la sombra de esos árboles en cuyos ramajes se albergaba una gran cantidad de loros bulliciosos.


La ciudad del Arroyo de la China, llamada ahora del Uruguay, se halla situada sobre el río del mismo nombre. Parece una población antigua y presenta un aspecto ruinoso y abandonado; se extiende sobre una área bastante grande, pero las casas se hallan muy apartadas unas de otras y los terrenos baldíos, que, podría creerse destinados a jardines, aparecen cubiertos de yuyales. La mayor parte de las viviendas son de estacas y barro, techadas de paja, aunque también las hay de ladrillos, con azoteas. La población es de unos dos mil habitantes. La ciudad tiene una plaza en cuyo centro se levanta una pirámide medio derruida. A escasa distancia está la iglesia, rodeada en parte por una tapia ruinosa; en dirección opuesta puede verse un molino de viento, también en ruinas. En el puerto había cinco pequeñas goletas que podían ser arrastradas hasta la orilla, para recibir directamente la carga.


El gobernador, general Urquiza, posee, cerca de la ciudad, un saladero bastante amplio, administrado por un francés. No hay muchos extranjeros en Uruguay: unos pocos italianos y algunos franceses, pero ningún inglés. Cuando dejamos la ciudad, pasamos a través de una región donde el ganado cimarrón, vacuno y caballar, era en extremo abundante. Una estancia, propiedad de don M. García, que comprende cien leguas cuadradas, tiene, según se calcula, cien mil cabezas de ganado vacuno y cincuenta mil caballos y yeguas. La estancia limítrofe, de don I. Elaia, abarca una extensión de ochenta leguas cuadradas.


Las causas de esta superabundancia de ganado salvaje, en la provincia, pueden explicarse en pocas palabras. Cuando la reciente guerra con Montevideo llegó a su momento más álgido, el gobernador levantó un gran ejército y entró en territorio oriental como partidario y aliado del general Rosas 51. En esa ocasión los soldados se quejaron al general Urquiza de que, mientras ellos luchaban en territorio oriental, los vecinos de Entre Ríos se apoderaban de sus ganados, marcándolos indebidamente. Entonces, para evitar ese daño, Urquiza dio un decreto prohibiendo como medida general la marcación de ganado. Esta medida, si bien evitaba un mal, dio lugar a otro mayor, porque, andando el tiempo, los ganados aumentaron naturalmente, hasta hacerse tan numerosos que los dueños no pudieron evitar se mezclaran unos con otros y, como no tenían marca, sobrevino la mayor confusión. Muchos propietarios que habían faenado o perdido sus animales marcados, no se atrevían a matar los orejanos. Para remediar esta última situación, se dio un decreto autorizando matar los animales sin marca, pero previo aviso a la autoridad, que tenía órdenes de permitir el sacrificio de los destinados únicamente al consumo de cada familia. Podrá parecer extraño, pero se daba el caso de propietarios que veían sus campos inmensos cubiertos de miles de vacunos, y no mataban más de un ternero para satisfacer las necesidades domésticas, eso después de haber obtenido el correspondiente permiso.


Terminada la guerra en la Banda Oriental, el general Urquiza volvió a la provincia y licenció su ejército. Entonces se impartieron órdenes para proceder a la marcación del ganado, pero, debido a la escasez de población y a que la hacienda se había vuelto muy montaraz, la tarea no resultó muy fácil. En la parte norte de la provincia, algunos propietarios no encontraron animales que marcar porque los correntinos habían efectuado frecuentes incursiones arreándose las haciendas. Las partidas habían pasado y repasado la frontera, como mangas de langosta, devastando los campos y extendiendo la ruina y la desolación por todas partes. Cuando los propietarios de una estancia inglesa salieron al campo para recoger sus haciendas, encontraron unos mil toros, o poco, más. Parece ser que las vacas se prestan más para el arreo fuera de sus campos, mientras los toros se resisten a abandonarlos: también es cierto que los soldados sienten repugnancia por la carne de toro y esto explicaría lo ocurrido en la referida estancia.


Por ese tiempo, el General estableció varios saladeros, algunos por su propia cuenta y otros en sociedad, dedicados a la manufactura del sebo, pero el precio pagado por los animales apenas si dejaba un penique de ganancia, deducidos los gastos de recogida y arreo del ganado hasta el saladero mismo. El precio de cada caballo, era de cuatro a seis chelines y se tenía en cuenta el tamaño del animal, su grosor y el largo de las cerdas en la crin y la cola. Hubo casos en que algunos estancieros ingleses, ocuparon más de veinticinco hombres bien montados para recoger caballos cimarrones y el precio que debieron pagar a sus peones excedió al de los animales en el mercado. El ganado vacuno se recoge y arrea con más facilidad: cuarenta o cincuenta hombres bien montados, si salen al amanecer, pueden, antes de la noche, formar una inmensa tropa, de unos tres o cuatro mil animales, y –con suficiente pericia– conducirla hasta un corral donde en pocos días se sacrifica todo el ganado.


Aquí es el caso de recordar un hecho que llevó al colmo de la ruina a los estancieros de Entre Ríos: En 1846, se produjo una espantosa sequía y hubo incendios de campos que dejaron sin pasto a las haciendas; éstas abandonaron entonces sus querencias en busca de agua y alimentos. Algunos propietarios perdieron cinco mil animales, otros diez mil, otros cincuenta mil; en una estancia inglesa del sur, se calculaba en ciento cincuenta mil, el número de los animales que habían abandonado sus campos de pastoreo dispersándose por toda la provincia, sin haber producido un centavo a sus propietarios. Pero, en realidad, todos esos animales no han abandonado la provincia y hacen parte de su riqueza. Ahora bien, por una ficción de la ley, resulta que los propietarios aparecen como haciendo abandono al gobierno, de todos esos animales, considerados sin dueño en su calidad de orejanos. De ahí que gran parte de esa riqueza ganadera, parezca destinada al tesoro común.


Esta situación tan promisora para los ingresos del erario, ha levantado mucho el espíritu de las clases pobres, porque se cree que los soldados –algunos de los cuales han servido de dos a seis años– recibirán esta vez quince o veinte pesos cada uno, como recompensa de sus servicios. Las tropas de las milicias, cuando son convocadas por la autoridad para el servicio militar, deben procurarse ropas y monturas. Mientras se hallan en servicio activo se las provee de carne necesaria, yerba y azúcar en abundancia. La gloria y no el dinero constituye su única recompensa; de ahí que no puedan entusiasmarse por el aliciente de la paga sino por el honor de combatir en defensa de su país. La pobreza de los soldados suele inclinarlos al hurto, pero, es de saber que su Gobernador y Capitán General, siente verdadera repulsión por los ladrones, y como se halla decidido a terminar con toda especie de robos, los delincuentes detenidos son, por lo general, condenados a la última pena.


Después de haber cabalgado unas quince leguas, llegamos a la casa de Mr. Alexander y me quedé a pasar la noche en su compañía. Mr. Alexander tiene en arrendamiento cuatro leguas de campo y las destina a la ganadería. El precio del arrendamiento es de diez libras esterlinas por año, la legua, (unos seis mil acres) y toda la tierra sin excepción es apta para el arado.


En la mañana siguiente, seguimos a caballo hasta Gualeguaychú. Esta ciudad, como las otras de la provincia, tiene una mala ubicación. El río sobre que se halla situada desemboca en el Uruguay a distancia de unas tres leguas; hay un banco en la desembocadura del río y, embarcaciones que calan apenas seis pies, se ven obligadas a esperar dos y tres semanas para cruzarlo. La ciudad, con todo, parece próspera; se construyen nuevos edificios con alguna rapidez y los habitantes confían en que la población habrá de aumentar en forma considerable. Asciende el número de habitantes a unos dos mil quinientos, de los cuales trescientos son extranjeros, principalmente vascos e italianos. Hay también veinte o treinta ingleses. Cuenta la ciudad con un pequeño templo, muy bonito, y una buena escuela; hay también establecimientos destinados a la manufactura del sebo.


Cuando partimos de Gualeguaychú, entramos en seguida en una comarca muy hermosa, de muchos árboles y buenas aguadas, pero de escasa población. Nos tomó una tormenta con truenos y empezó a llover a cántaros; en plena tormenta apareció junto a mi un avestruz; al pronto me pareció estropeado, pero, en cuanto me bajé del caballo, echó a correr y pude advertir que tenía un nido con cuarenta y un huevos. Sin duda son varias las hembras que depositan sus huevos en el mismo nido; en cierta ocasión se encontraron en un nido veintiún huevos que habían sido puestos en el espacio de tres o cuatro días. El avestruz macho se encarga de incubarlos durante todo el tiempo necesario y a veces por cierto término, nada más.


Después de cabalgar unas pocas horas llegamos a la ciudad de Gualeguay, donde encontramos alojamiento en casa de un confitero francés. Esta ciudad se halla situada a orillas del río del mismo nombre; pero las embarcaciones no pueden acercarse a menor distancia de tres leguas. Tiene más o menos la extensión de Gualeguaychú; entre sus habitantes cuentas unos trescientos vascos e italianos y una docena de ingleses. En ésta región de la provincia se hallan varias estancias de propietarios ingleses y entre ellas la mayor extensión de tierra perteneciente a un súbdito británico en esta parte del mundo. La familia de la señora Brittain, –de Sheffield, según creo– posee doscientas leguas cuadradas de terreno, incluso un buen puerto. El número de sus ganados se calculaba en unas doscientas cincuenta mil cabezas con un valor de cincuenta mil libras esterlinas. Pero, debido a la desorganización en que se encuentra ahora la provincia, se hace imposible conseguir peones para guardar tal número de animales y por otra parte el gobierno prohíbe –como hemos dicho– la matanza de ganado. Como consecuencia de todo esto, y durante la sequía del año último, abandonaron sus campos de pastoreo ciento cincuenta mil animales, y sus propietarios tuvieron que darlos por perdidos. Las fortunas en estas provincias, «vienen como las sombras y como ellas se van».


Encontrándome en la ciudad mencionada, me sentí perplejo en cuanto a la ruta que había de seguir para continuar mi viaje: se me ofrecía una, por agua, hasta algún punto cercano de la provincia de Buenos Aires; para seguir la otra ruta tenía que procurarme un baquiano y atravesar todos los arroyos, islas y ríos, que nos separaban de la costa del Paraná, frente al Tonelero, lugar donde podría cruzar el río en una balsa. Consulté el caso con el comandante y éste me aconsejó el viaje por agua, presentándome el otro camino, no sólo como muy peligroso, sino como irrealizable. Uno de los riesgos a que me exponía era el de ser atacado por los desertores que infestan ese distrito y roban siempre que se les presenta la oportunidad. Pocos días antes, una banda compuesta por siete de ellos, había sido apresada y todos ejecutados de inmediato, nosotros pasaríamos por el sitio donde debían hallarse los cadáveres, a menos que los tigres o las aves de rapiña no los hubieran devorado. Pesé detenidamente las desventajas que me ofrecían ambos caminos y como el viaje por agua me significaba un molesto retardo de varios días, al final me decidí por atravesar las islas, lo que podía hacer en dos días con facilidad.


Acompañado por dos baquianos bien armados y bien montados –como lo iba yo mismo– salí de la ciudad de Gualeguay. El camino corría por una verdadera jungla o selva virgen, guarida natural de los tigres. Al atardecer del día siguiente, estuvimos a la vista del Paraná Pavón y seguimos marchando por una de sus márgenes, durante dos horas, hasta llegar al desembarcadero de la balsa. El servicio de esta balsa se ha establecido para facilitar la conducción de los despachos gubernativos, entre las provincias de Entre Ríos y Buenos Aires. Dos o tres soldados son los encargados de hacerlo. La luna brillaba en todo su esplendor y nos aprestamos para dormir a la orilla del río. Aunque la jornada ininterrumpida, bajo un sol muy fuerte, me había fatigado mucho, los mosquitos me molestaron de tal manera que ya me parecía imposible lograr algún descanso. Pero se habían encendido fogatas para llamar la atención de los hombres que se hallaban en la orilla opuesta; éstos las advirtieron y vinieron en seguida para cruzarnos en sus botes. Con esto levantamos muy luego el campamento, para armarlo en la orilla opuesta.


Abundan mucho los carpinchos en estos lugares. Este anfibio ha sido descripto como muy semejante al cerdo, y hay quienes le llaman cerdo de agua, pero no puede darse denominación más equivocada. Tuve oportunidad de examinar uno de ellos, que se encontraba muerto a la orilla del agua. Tenía la apariencia de un pequeño oso gris, a excepción de la cabeza que ofrece semejanza con la de la vizcacha. Aunque estos animales corren con bastante rapidez, su andar se parece mucho al del oso; cuando están asustados, lanzan un grito en que parecen ladrar y gruñir al mismo tiempo.


En la mañana siguiente, los soldados nos dieron cabalgaduras de refresco y pronto llegamos al río «Los Hornillos» que en esos lugares tiene unas ciento cincuenta yardas de ancho. En pocos minutos nuestros baquianos lo atravesaron nadando con sus caballos y luego volvieron a cruzar el río, solos. Formaron luego con un cuero seco, unido por sus esquinas, una especie de batea cuadrada, algo como una canoa, que llaman también balsa: tendría unos tres pies de largo por dos y medio de ancho, con seis pulgadas de profundidad. Allí pusieron mi equipaje y lo cruzaron en tres viajes consecutivos. Una vez cargada la pequeña embarcación, la conducían al agua y un hombre, nadando, la empujaba hasta la orilla opuesta. Una vez que se hubo trasladado todo mi equipaje, y ya puesto en seguridad, cruzamos nosotros el río, también a nado, llevando las ropas en la balsa.


Habiendo cabalgado durante una hora, llegamos al río Perdido y lo cruzamos de la misma manera que el anterior. El río próximo se llamaba el Sacar Calzón 52 y como su nombre lo indica, era vadeable, aunque algo profundo. Por la tarde estuvimos en el río Las Lechiguanas, que cruzamos con la balsa. El sol estaba muy fuerte. Yo me había sumergido en el agua tomando un largo baño y muy de mala gana dejé la frescura de la corriente; por dos veces empecé a vestirme y por dos veces cedí a la tentación de volver a meterme en el agua.


Después de pasar este río, echamos a andar por entre la isla llamada de Las Lechiguanas. El camino resultó penoso, porque las hierbas gigantes, entrelazadas unas con otras, hacían muy dificultoso y lento el avance; por momentos, apenas si los caballos encontraban una abertura por donde pasar la cabeza y nos veíamos obligados a detenerlos y buscar otro paso entre la maraña. Estuvimos cerca de dos horas entretenidos, contemplando una goleta de gran velamen que bajaba por el río Paraná. Poco después llegamos a la orilla del río e hicimos un disparo de arma de fuego para que se notara nuestra presencia. Entonces salió un bote desde la margen opuesta, para cruzarnos. Estábamos a unas sesenta leguas de la ciudad de Buenos Aires. En la noche del segundo día de viaje, llegamos a las cercanías de la ciudad, pero antes de entrar en ella quisimos pasar algunos días de placentero descanso en compañía del señor Kearns y su esposa, alojados en la estancia de su propiedad.


Podíamos, con razón dar gracias a la Providencia porque no habíamos sufrido el más leve accidente, ni yo ni mi compañero, durante este viaje tan largo y peligroso. Bien es cierto que también podíamos estar contentos de los caballos, mansos o ariscos, de que nos habíamos servido.


Habíamos cumplido un trayecto de quinientas sesenta y siete leguas, recorridas en espacio de dos meses con un gasto de sesenta libras esterlinas, aproximadamente. El costo del viaje, en la provincia de Buenos Aires, es de un peso papel por legua, incluido el caballo y el postillón. En las provincias de Santa Fe y Córdoba, es de medio real plata por legua y por cada caballo. Habíamos estado sobre el recado durante treinta y seis días haciendo diariamente las jornadas que a continuación se enumeran al sólo efecto de mostrar el precio de los viajes por los caminos de postas.