Viaje a caballo por las provincias argentinas
Capítulo 10
 
 

Situación de Santa Fe. - Comercio, edificación, calles. - Hospitalidad de don José de Amenábar. - Presentación al gobernador, Brigadier General don Pascual [Echagüe]. - Hábitos poéticos. - Productos vegetales. - El baño en el río. - Diversidad de razas. - La siesta. - A caballo por la campaña. - El campamento del general Mansilla. - Modo de pasar los caballos a través del río. - Propiedades medicinales de una fruta. - Partida para Córdoba. - Dificultades del viaje. - El Sauce. - Estado miserable de los habitantes. - Cazadores indios. - Manera de cazar. - Cardos comestibles. - Quebracho Herrado. - Escasez de agua. - El Tío. - Chucha. - Langosta. - Vizcachas. - Una variedad de trigo. - Provincia de Córdoba. - Los árboles. - Las luciérnagas. - Aldea de «Ranchos». - Insectos. -Las cercanías de Córdoba. - Emplazamiento de la ciudad. - La iglesia. - La universidad. - El paseo público. - Clima y panorama. - Generosidad del pueblo para el extranjero. - Viaje desde Córdoba. - Sitios para dormir. - Un alto en la llanura. - Llegada a Santa Fe



La ciudad de Santa Fe se halla situada sobre un brazo del Paraná, en la costa firme, a dos leguas del cauce principal. Siguiendo el cauce del río, dista unas ciento cincuenta leguas de Buenos Aires. Antiguamente estuvo emplazada a veinte leguas, más o menos, aguas arriba, pero como tal situación la dejara expuesta a los ataques de los indios del Chaco, fue preferido después este sitio que ofrecía más seguridad. Tiene ahora un puerto con buenos desembarcaderos, pero en ciertas épocas del año no hay más de tres o cuatro pies de calado en la embocadura del río. Sus exportaciones se reducen al comercio con Montevideo y Buenos Aires: consisten en maderas, cueros, cerdas y lanas. Se cultiva el algodón y el tabaco, pero no deja ese cultivo un excedente para la exportación. Podrían, sin embargo, estos productos exportarse en una escala mayor. Hay unos cincuenta barcos matriculados en el puerto; la capacidad de los mismos es de veinte a cien toneladas; pertenecen casi todos a italianos, y puede decirse que éstos monopolizan la navegación del Río de la Plata. El río Salado, que corre a través del Chaco y aparenta mucho en el mapa, no es navegable, y durante ciertas estaciones del año, puede vérsele seco en diversos pasajes.


En otro tiempo, esta ciudad ha mantenido un comercio bastante considerable con las provincias del norte, pero en el transcurso de las guerras civiles, los indios se hicieron tan osados, que el tráfico de los caminos resultó peligroso, hasta quedar interrumpido por algún tiempo el intercambio con dichas provincias y Córdoba. Casi todas las reducciones de indios del norte, organizados antiguamente merced a la paciencia y habilidad de los jesuitas, han sido destruidas. Al presente, la ciudad mantiene muy poco o ningún comercio con el interior del país, y no podrá recobrar su importancia de antaño mientras no aumente su población y adquiera la provincia suficiente poderío como para contener las incursiones de los salvajes. Su población, ahora, no pasa de quince mil habitantes.


Abarca la ciudad un área considerable porque, como ocurre en la mayoría de las ciudades de este país, porciones muy grandes de terreno se dedican a huertas de frutales.


Las casas tienen techo de teja o azotea y son de una sola planta. En la mayoría de ellas, las ventanas carecen de vidrios; el aire y la luz entran directamente por las aberturas de los batientes, que se cierran al interior con postigos muy sólidos. No hay tampoco chimeneas de salón. Cuenta la ciudad con cuatro iglesias: una de ellas, terminada en 1834, sobresale por su solidez y bonitas proporciones; consta de una nave central y naves laterales separadas por pilastras y arcos; la luz entra por unos ventanales de la parte más alta. Hay en su interior una hermosa fuente bautismal de plata, con cuatro pilas de agua bendita, finamente cinceladas. El altar mayor es de estilo gótico, con finos dorados.


En las calles, el piso es de arena natural y el tránsito se hace molesto cuando sopla viento. Asimismo, son preferibles estas calles a las de Buenos Aires y otras ciudades, que con unas pocas horas de lluvia se convierten en lodazales pegajosos. Las veredas, sin embargo, son mantenidas en buen estado. Hay alumbrado público y policía bien organizada. Se publica, semanalmente, un pequeño periódico, más propiamente gaceta gubernativa. Cercana al puerto, está La Laguna, donde abundan mucho las conchas de madreperlas, usadas como cucharas por las gentes pobres y también por los ricos, aunque estos últimos ajustan a la concha un macizo mango de plata. Según lo he oído decir, se han extraído de este lago, perlas de algún valor. Los únicos extranjeros de la localidad son italianos, aunque hay también una media docena de franceses y un escocés, ebanista.


Santa Fe podría mantener un próspero comercio con la exportación de madera, porque el tamaño y calidad de la misma son muy apropiados para la construcción de barcos y edificios, aunque tal vez sea demasiado dura para usos comunes y poco apropiada para obra fina. Pude ver un buen acopio de madera en el muelle, listo para ser embarcado; algunos troncos de algarrobo medían dos pies de espesor. En el astillero, habla seis embarcaciones de río, con capacidad de veinte a cuarenta toneladas, construidas todas por operarios italianos.


En la época de nuestra llegada a Santa Fe, no existían en la ciudad fondas para viajeros y alquilamos unas habitaciones particulares antes de presentar nuestras cartas de introducción. Una de ellas era para el doctor D. José de Amenábar, clérigo secular que también desempeñaba el cargo de gobernador delegado. Este nos recibió con la mayor cordialidad, y no hallando de su agrado nuestro alojamiento, insistió para que ocupáramos una espaciosa casa que tenía a su disposición; la encontramos cómoda y bien aireada y nos trasladamos a ella, en seguida. Se trataba de una propiedad de la iglesia, dedicada a la Virgen del Carmen para usos píos. En la mañana siguiente, fui presentado por el doctor Amenábar a Su Excelencia el gobernador, brigadier general don Pascual Echagüe. Informado el gobernador de que mi viaje no tenía otro fin que adquirir conocimientos sobre el país, me pidió le indicara la forma en que podría llenar mis deseos. Mi primer pedido fue que me facilitara el acceso al campamento del general Mansilla, que en esa ocasión se ocupaba en pasar una gran caballada por el río Paraná con destino al ejército del general Urquiza, en marcha sobre la provincia de Corrientes.


Fuimos presentados por el gobernador a su esposa e hija, quienes nos recibieron con toda cortesía. La hija nos obsequió con un ramo de flores, costumbre amable del país entre otras muchas, y que demuestra la participación del sentimiento poético en el trato social de las clases educadas. Callejeando por la ciudad y suburbios, me sorprendió la quietud de Santa Fe, cuyas manifestaciones de actividad son muy escasas, tratándose de una capital de provincia y sede de gobierno. Los árboles frutales abundan mucho, especialmente las higueras, duraznos y parras. Las clases pobres parecen holgar más de la cuenta, sentadas a la sombra de los parrales y las higueras. También muestran gran afición por el baño y su pasatiempo favorito consiste en dirigirse todas las tardes al río Paraná, donde, con gran contento, se sumergen en el agua. En esta diversión participan todas las clases sociales y las personas de cualquier edad. Los hombres usan calzones para bañarse y las mujeres de la clase acomodada llevan un vestido bastante decoroso, hecho de una tela ligera. Las gentes pobres no gastan esos escrúpulos; un artista podría dibujar del natural, sin ningún inconveniente, más de un bello torso y piernas de lindos contornos.


El río presenta el aspecto más animado, porque los bañistas, no solamente nadan y zambullen sino que se divierten charlando y riendo con gran vivacidad. En un momento dado, se ve surgir sobre la superficie del agua la cabeza redonda y los anchos hombros de una negra, o aparece una india desnuda («desnuda, mas no avergonzada...») que se hunde en el agua, mientras sale otra, toda goteante, a la orilla. Entre tanto, las damas, que por la apariencia de sus cabellos sueltos y la manera más correcta de hablar el español, revelan mejor origen, velan sus formas y encantos con sus vestiduras mojadas. Mientras me complacía en admirar todas estas escenas, pude comprobar que el cuerpo humano de color bronceado posee formas no menos agradables que el de la raza blanca. El contorno de formas conocido por «línea de belleza de Hogarth», se define mejor en el primero de esos tipos que en el segundo. Después del baño, las mujeres se dejan los cabellos sueltos y flotantes sobre los hombros y así se mantienen durante el resto de la tarde. Este ornamento natural, realza mucho la apariencia de aquellas mujeres que, ya de por sí, poseen linda figura y movimientos graciosos.


La población ofrece mucha variedad en cuanto a los caracteres físicos, porque si bien las clases superiores son de casta puramente española, adviértese en las demás mucha mezcla de sangre negra e india. Pueden observarse fácilmente las características de cada raza, desde la piel negra y luciente, los labios gruesos y el pelo motoso del negro, hasta los rasgos finos del español.


En horas de la siesta, un silencio sepulcral reina sobre la ciudad; las casas y tiendas se cierran; las calles aparecen desiertas. Llevado por la curiosidad, salí un día a caminar por esas calles durante los momentos de reposo: la cantidad de personas que dormían bajo los árboles, en las huertas y en los suburbios, causaba una extraña impresión. Esta costumbre de pasar buena parte del día durmiendo, debe importar un inconveniente para el trabajo cotidiano.


He dicho ya que sentía gran interés por ver cómo se pasaban unas caballadas a través del río Paraná. Con ese propósito, salí un día de la ciudad, al atardecer, acompañado de dos soldados que me servían de guías. Pronto perdimos de vista la población y como la noche se acercaba, hicimos el viaje a galope tendido por unos campos de pastizales altos y duros sin cuidarnos mucho de los troncos y ramas que a trechos dificultaban el camino. Mientras andábamos subiendo y bajando entre malezas y zarzales, pensaba yo por momentos en el vuelo de Tom O’Shanter.


En menos de una hora llegamos al río y lo cruzamos en una canoa abordando al pie de una alta barranca. Desde arriba se dominaba un panorama romántico y pintoresco. Fuimos recibidos por un anciano robusto de barba blanca. Algunos soldados, perturbados en el sueño, nos miraron llegar con interés y luego se reclinaron en el suelo; varios fogones iluminaban los troncos y ramas de los árboles; las plantas trepadoras a su vez oscurecían la escena. En la parte baja de la barranca hubieran podido encontrarse cantidad de yacarés y otros anfibios. La escena era para infundir temor supersticioso, pero la aparición de una encantadora mujer disipó todos mis recelos.


En este sitio mudamos caballos; después de un precipitado galope a través de un campo muy accidentado, llegamos a la costa de otro río. Allí nos apuraron a entrar en una pequeña canoa. Antes de que nos hubiéramos sentado, ya íbamos cruzando la corriente, remolcados por dos caballos que nadaban a la proa; aquello era un rústico remedo del carro de Neptuno, sin tritones ni tridente 37. Al desembarcar, los corceles del hijo de Saturno se convirtieron en otros más ágiles y fogosos. Montamos en los mismos caballos y así, antes de media noche, pudimos con satisfacción tender nuestros recados sobre el pasto en la isla del Rastrillo. Allí gozamos de un sueño reparador hasta que el toque de un clarín nos despertó a la salida del sol.


El sitio en que nos hallábamos era un terreno muy arbolado a la orilla del río. El sonido del clarín fue obedecido con tanta rapidez como el de Robin Hood y dio lugar a una escena de bullicio y movimiento que se desarrolló con bastante orden.


Internándose en el río Paraná, veíase un embarcadero improvisado, formado con postes y cubierto con hierbas, a cuyo extremo estaba amarrada una gran balsa flotante. Esta balsa había sido construida con tablones tendidos sobre cuatro embarcaciones de fondo plano y cercada con una fuerte baranda de madera. Otra valla semejante dividía la balsa en dos partes. El embarcadero, por el lado de tierra, daba a un corral y así los caballos eran conducidos con seguridad y directamente a la misma balsa: una vez que miraban hacia ella, los obligaban a pasar en dos hileras. En un cuarto de hora vi embarcar, de esta suerte, setenta caballos, y ya habían pasado el río cerca de quinientos. Por el mismo procedimiento, pasaron el río Paraná, en 1842, veintitrés mil caballos destinados al sitio de la Banda Oriental. Una vez todo listo, remolcaba la balsa siete balleneras y fueron desembarcados los animales en la costa entrerriana.


Yo crucé también el río para buscar ejemplares geológicos y coger algunas frutas y flores silvestres. Solamente encontré un árbol de cuya fruta parece que los nativos gustan mucho. Por su forma y aspecto es muy semejante al durazno, pero de sabor desagradable 38. Me contaron, a este propósito, la historia de un pobre hombre que, devorado por una enfermedad maligna y no deseando fenecer entre quienes le rodeaban, pidió que lo llevaran al bosque para morir solo. Sus ruegos fueron satisfechos y colocaron al enfermo bajo uno de los árboles a que me he referido: era la estación de las frutas maduras y el desgraciado comenzó a alimentarse con las que caían de los árboles. El efecto fue tan benéfico, que a las tres semanas la sangre se le había purificado.


Cumplidas las tareas de la mañana, fui presentado al general Mansilla, un gallardo oficial veterano, guerrero de la independencia y que hizo la campaña del Brasil. Durante el almuerzo, un muchacho entretuvo a los convidados con cantos y bufonadas. Luego se levantó la reunión y volvimos a la ciudad en el bote del general. En el camino vimos algunas tortugas de río y yacarés que se calentaban al sol.


Los preparativos del viaje a Córdoba nos llevaron un día entero. Esta ciudad dista ochenta leguas de Santa Fe. Antiguamente existía un camino público y seguro que las comunicaba, pero de un tiempo a esta parte, según dije, los indios del Chaco han recobrado muchos de sus antiguos dominios; el camino está casi abandonado y expuesto a los asaltos de los salvajes; de ahí que el viajero no pueda aventurarse sino con armas convenientes y bien preparado a la defensa.


Para hacer este viaje, habíamos convenido con don Pancho Rodríguez que nos conducía de Santa Fe a Córdoba y nos traería después a Santa Fe por la suma de noventa y dos pesos plata, quedando por su cuenta el servicio de ocho caballos y tres peones. Todos íbamos provistos de buenas armas y no temíamos al peligro. Yo tenía también una orden del gobernador Echagüe para uno de los destacamentos militares de la frontera, a fin de que se nos facilitaran caballos y una escolta, en caso de necesidad. El gobernador nos hizo todas las prevenciones necesarias, como puede suponerse, recomendándonos mucha atención, no solamente con respecto a los indios sino también a los desertores del ejército que solían aparecer en la frontera, constituidos en bandas de asaltantes. Otro peligro que debíamos prevenir, era la posible escasez de alimentos; como el viaje podía ser de unos cinco días, hicimos provisión de unas lenguas de vaca, bizcochos y queso. Durante dos días del trayecto íbamos a carecer de agua, al atravesar un desierto de treinta y cinco leguas, por lo que llevábamos cada uno un chifle de buey, con agua suficiente para esa jornada.


Así preparados y provistos, salimos de Santa Fe poco antes de mediodía. Dejando atrás los suburbios de la ciudad, atravesamos una extensión de diez leguas muy escasamente poblada, hasta llegar al Sauce 39. Esta población se fundó como punto de intercambio con los indios y tiene unos cuatrocientos habitantes. La mitad de la población está formada por soldados que viven con sus familias; la otra mitad son indios. El Comandante es un indio muy inteligente que se expresa correctamente en español. El aspecto de estos indios convertidos, no puede ser más repulsivo. En sus cabañas –formadas con unas pocas estacas recubiertas de barro– viven desnudos, apenas cubierto lo que deben, por decencia, cubrir. Cuando salen, los hombres se ponen un poncho y las mujeres añaden a la saya una pieza de algodón, suelta, que pasan bajo un brazo y por encima del hombro opuesto, dejando los brazos desnudos: los cabellos forman una larga trenza. Los rostros no son ni tan anchos ni tan chatos como los de los indios pampas.


El gobierno trata de atraer a los indios en esta población y en otras similares, dándoles tabaco, yerba y algunas chucherías. El pueblo tiene una iglesia, pero no hay cura: sin embargo, algunas de las mujeres saben recitar unas pocas oraciones. Estas mujeres son tan industriosas que tejen todas las jergas y ponchos usados por los hombres; también hilan la lana y la tiñen con unas raíces recogidas en la provincia de Entre Ríos; tal es la paciencia y el ingenio que ponen en copiar los modelos de paños ingleses, que logran imitarlos –contando los hilos uno por uno–, con la natural diferencia en la calidad del trabajo.


Hicimos noche en la villa y al día siguiente, por la mañana, reanudamos el viaje. íbamos acompañados por una escolta de seis carabineros montados y seis indios armados a lanza, con caballos de remuda. Así reunidos y equipados, formábamos un buen número y ofrecíamos un aspecto casi imponente. De modesto e inexperto viajero, especie de «Dr. Sintax en busca de lo pintoresco», me veía convertido, de pronto, en una especie de barón feudal con sus caballeros y escuderos. No habíamos andado mucho cuando los indios de lanza, obedeciendo a su pasión dominante, organizaron una cacería. Empezaron por desplegarse formando un semicírculo que abarcaba una media legua, mientras se prometían un buen resultado. La caza, con todo, no era muy abundante y consistía en venados, únicamente. El procedimiento que emplean en estas cacerías, es el siguiente: al aparecer un animal y en seguida que huye, el cazador más próximo inicia la persecución apresurando la carrera hasta tenerlo a tiro de boleadoras: rara vez falla el tiro y el animal cae al suelo. Es necesario mucha destreza para intervenir en estas partidas. Los cazadores que avanzan en los extremos, tratan en lo posible de que todos los animales entren en la zona del círculo, de suerte que muy raramente logra escapar la presa.


Yo me sentía maravillado al observar la pericia con que el indio maneja la lanza y dirige su caballo. Cada vez que uno de ellos se acercaba a su presa –aunque fuera a toda velocidad– clavaba la lanza verticalmente en el suelo y preparaba las boleadoras para el momento decisivo. La primera víctima fue un gamo de buen tamaño, pero como el exigente deportista no lo considerara bastante gordo, se guardó únicamente la cabeza. Uno de estos nobles animales escapó cuatro veces de entre el círculo de los cazadores; había logrado aventajar a uno de ellos cuando se encontró con otro muy próximo: tres veces le arrojaron las boleadoras y otras tantas veces las esquivó; luego pudo fugar, mediante un giro cerrado sobre el último cazador.


A mediodía, el grueso de la comitiva hizo alto para almorzar y nos instalamos a la sombra de un árbol; en una lagunita cercana teníamos agua. Los cazadores empezaron a llegar, uno tras otro. Cuando llegaba el último, hizo levantar a un ciervo pequeño y empezó a perseguirlo, pero el animal le sacó ventaja en seguida, otro de los hombres se puso a caballo y ambos lo corrieron por un buen rato haciéndolo venir en dirección a nosotros. Un tercer cazador montó, pero el caballo se le quedó rezagado por el trabajo de la mañana. Un cuarto, con caballo de remuda, entró en la partida y por último apresó al ciervo muy cerca del lugar en que nos encontrábamos.


Pronto encendieron fuego y asaron carne de vaca y dos venados. Crecía en los alrededores una especie de cardo, muy sabroso al paladar, que nos sirvió para acompañar la comida. El pedúnculo, casi en el extremo, es muy tierno y posee un sabor semejante al de la zanahoria. Como el sol estaba muy fuerte, prolongamos la siesta hasta las cuatro de la tarde. A esa hora ensillamos los caballos y continuamos la jornada. Sería la media noche cuando detuvimos la marcha y nos acostamos bajo un árbol de quebracho, a la luz de la luna en creciente. Apenas si me detuve a mirar el árbol, tanto era el deseo que tenía de descansar. Al día siguiente por la mañana continuamos el camino; los de la escolta quedaron asando un venado, cazado la noche anterior. Poco después pasamos por Quebracho Herrado. Este punto fue teatro de una cruenta batalla durante las guerras civiles de 1838-1841. Don Pancho, nuestro guía, se había encontrado presente en la acción y la describió con lujo de detalles: lucharon en ella veinte mil hombres, hubo dos mil muertos y dos mil soldados prisioneros, amén de mil mujeres, prisioneras también 40. Quebracho Herrado fue antiguamente una aldea bastante próspera, pero durante las guerras civiles, los indios del Chaco la destruyeron completamente. Desde entonces, los venados y guanacos, más afortunados que los hombres, se han posesionado del suelo. Pudimos ver una sola tropa de estos guanacos. Interrumpimos la marcha para almorzar a la sombra de un duraznero. En una laguna próxima había una bandada de hermosos flamencos y por el lugar en que nos hallábamos sentados, corrían, de un lado a otro, unas lagartijas verdes. Algunos momentos después cruzábamos la frontera, entrando en la provincia de Córdoba. El campo, muy montuoso, era semejante al de las cercanías de Santa Fe.


A eso de mediodía, el agua, que no habíamos administrado bien, se terminó y como el sol estaba muy fuerte, sufrimos tanto de sed que nos consideramos muy afortunados al poder beber en un charco cenagoso. Yo traté de purificar el agua, filtrándola con un paño. Ya atardecido, tratamos de acampar para pasar la noche y anduvimos recorriendo el monte, muy empeñados en encontrar agua. El croar de unas ranas, nos hizo concebir alguna esperanza, pero pronto pudimos comprobar que no tenían líquido suficiente para ellas mismas. Cerca de ese lugar se levantó un avestruz con pichones que ya estaban en condiciones de correr. Desilusionados, apresuramos el paso en dirección al Río Segundo, adonde llegamos mucho después de entrado el sol. Grande fue nuestra decepción al encontrarnos con que estaba seco.


Sólo nos quedaba, como última esperanza, marchar hasta El Tío, un destacamento fronterizo, perteneciente a la jurisdicción de Córdoba. Al acercarnos a ese lugar, equivocamos el camino. Entonces hicimos alto y estuvimos aguzando el oído en la espera de oír ladridos de perros que pudieran servirnos de orientación. Perdida la esperanza de encontrar un poblado, bajé del caballo dispuesto a pasar la noche en aquel mismo sitio. De ahí a poco, cruzó cerca de nosotros un muchacho, que parecía volver a su casa. Nos acompañó y no tardamos en llegar al destacamento. Después de una breve conversación con el Comandante y de haber bebido agua largamente, tendimos nuestros recados en el patio y dormimos toda la noche.


En El Tío, dejamos los caballos de remuda que llevábamos, porque debíamos cruzar un campo donde crece una planta venenosa, del género de los cardos, que solamente come el ganado extraño a la región, y que le produce la muerte. El instinto ha enseñado gradualmente a los animales criados en los mismos campos, a no comer esa hierba. Le dan el nombre de chucha (escalofrío, fiebre) y la llaman así por los efectos que produce 41.


Teníamos ahora que marchar unas treinta y cinco leguas, a través de una región habitada en su mayor parte por gentes laboriosas, propietarios de pequeñas estancias, cuyos campos medían de mil a tres mil acres ingleses. Toda la riqueza de estos propietarios consiste en algunas vacas, una majada de ovejas y otra de chivos; la tierra les produce trigo, maíz, etc., pero deben luchar con diversas dificultades para el cultivo de la tierra.


En aquella estación del año –era el mes de diciembre– las cosechas estaban condenadas a ser comidas por la langosta que, cuando sale de los bosques, cubre materialmente la tierra. La langosta pequeña, no vuela en un principio, sino que camina y salta como el saltamontes; después le crecen alas y emigra en verdaderas nubes, hacia el norte, acabando con toda vegetación en el lugar donde se detiene a comer. Por espacio de varias millas, mientras caminábamos, todas las plantas y árboles aparecían cubiertos de langostas que semejaban enjambres de abejas. Cuando aparece este acridio, las gentes se precipitan a espantarlo, agitando trapos y tratando por todos los medios de que pase sin causar perjuicios. Otra plaga que causa muchos daños es la de las vizcachas, porque come los sembrados de trigo. Hay ocasiones en que los pobladores pasan la mayor parte de la noche persiguiéndolas con sus perros. También la falta de agua ocasiona muchas calamidades: no llueve lo bastante para las necesidades del cultivo y en algunos sitios el agua de los pozos es salobre.


Con todo, y a pesar de los inconvenientes mencionados, estos habitantes viven mejor, al parecer, que los de la provincia de Buenos Aires. Su alimento consiste en legumbres, frutas silvestres, leche, pan y carne. En todas las casas se ve un gran mortero de madera, con su maza 42, para pisar maíz y trigo que, cocido con leche, resulta un plato excelente. En Santa Fe se cosecha una especie de trigo que llega a la sazón dentro de los cuatro meses de sembrado; si aquí cultivaran esa misma semilla, ahorraríanse muchos meses de trabajo, perdidos en defender los plantíos, de las vizcachas. Las mujeres son muy industriosas: ellas hilan y tejen casi todas las ropas de los hombres. Por desgracia, estas pobres gentes carecen de iniciativa suficiente para trasladarse a otra región, donde se verían libres de todas estas molestias. Con el mismo trabajo que desarrollan aquí, estarían en condiciones de ganar algo más que los simples medios de subsistencia.


Al atravesar esta comarca encontré, por primera vez en mis andanzas, algunos campos cercados; las cercas se componían de ramas de árboles, aseguradas con estacas en algunos sitios. Toda la extensión comprendida entre Santa Fe y Córdoba tiene buenas arboledas. Crece mucho en ella un pequeño arbusto, parecido en su forma y olor al té de la China. También abunda el árbol de algarrobo, semejante al roble en su forma y calidad. Las raíces de los árboles no son muy profundas, como pude comprobarlo al observar algunos derribados por las tormentas. Esto prueba que la capa de tierra vegetal, es muy superficial.


Los insectos producen entre los árboles un ruido aturdidor; por la noche se agregan los gritos de los pájaros, el croar de las ranas y otros reptiles, hasta formar un clamoreo tan fuerte, áspero y discordante, que no es para describir. En estos bosques se albergan tigres, leones y serpientes, pero poco o nada peligrosos. Las luciérnagas –insectos muy bonitos– abundan mucho; pude coger una con la mano y ver de cerca sus ojos encendidos como bolitas de fuego.


Ya muy avanzada la tarde nos pusimos en marcha desde El Tío; el dueño de la casa donde pasamos esa noche era un hombre verdaderamente industrioso: se dedicaba a la fabricación de carretas con la madera que cortaba en los montes vecinos, y las trocaba en Buenos Aires por ganado vacuno obteniendo hasta quince y veinte animales por cada carro.


El tiempo estaba húmedo y dormí bajo techo por temor al relente de la noche. Toda la familia de la casa durmió al aire libre. Al día siguiente, pasamos cerca de la villa de Ranchos y, antes de entrarse el sol, nos detuvimos en la vivienda de una pobre familia. Yo arreglé mi cama bajo un árbol, pero empezó a tronar y a llover, viéndome obligado a buscar abrigo en el rancho mismo. Este hubiera servido apenas, como establo, para dos caballos, sin embargo, estaba ocupado por un hombre, dos mujeres y dos niños, los que todavía se dieron maña para dejarnos un sitio a mí y a don Pedro. Por cierto que es preferible dormir al aire libre y no en el interior de estos ranchos del país, cerrados y pequeños. Las chinches y las pulgas resultan más que molestas; un solo ejemplar de las primeras es más ofensivo que tres de sus congéneres de Inglaterra. Hay que cuidarse de aplastarlas contra uno mismo porque lo ensucian todo; preferible es cogerlas con la mano arrojándolas a cierta distancia o bien pisarlas en el suelo.


A la mañana siguiente, seguimos camino de Córdoba y llegamos a la ciudad ya cerca de mediodía. Atravesamos todavía una llanura desolada, interrumpida apenas por algunas lomas de acentuadas ondulaciones que se extienden por los alrededores del Sauce. Ese día encontramos avestruces y venados en abundancia. Era cosa de ver, al entrar en la ciudad, las ruidosas y espontáneas expresiones de complacencia con que los conocidos recibían a don Pancho, a medida que avanzábamos por las calles.


Así que llegamos a Córdoba, me dirigí a la casa de gobierno para entregar mi carta de presentación a Su Excelencia el general don Manuel López. Este se encontraba ausente en una expedición contra los indios, pero el delegado don C. M. González me probó que sabía representarle, de inmediato dispuso lo necesario para facilitar mis averiguaciones y cooperar en todos mis proyectos, con la mayor urbanidad.


El sitio para el emplazamiento de la ciudad no ha sido bien elegido. Se trata de una profunda hondonada, preferida por la seguridad que ofrecía contra las invasiones de los indios, que en tiempo de la fundación (1573), hostilizaban de continuo a los primeros pobladores.


El Río Primero abastece de agua a la ciudad: en verano es apenas un arroyuelo superficial, pero llegado el invierno, se convierte en un río ancho y profundo. En tiempos de grandes lluvias un inmenso caudal de agua se derrama sobre la población desde las laderas vecinas. Para defender la ciudad, ha sido necesario construir un recio muro que detiene las aguas, desviándolas hacia un canal apropiado, El número de habitantes de la ciudad, se calcula en quince mil.


A juzgar por la cantidad de iglesias, como por el lujo y magnitud de las mismas, podría creerse que Córdoba haya sido en otro tiempo ciudad de considerable importancia. Diez de sus templos pertenecen a comunidades religiosas y acaba de erigirse uno, muy espléndido, costeado por las monjas. Hay dos conventos de religiosas y dos de frailes: uno de franciscanos y otro de dominicos. En arquitectura prevalece el estilo morisco: la iglesia Matriz, situada en la plaza y construida en 1580, es un bello edificio que revela mucha habilidad arquitectónica y contiene bastantes riquezas. Algunos templos tienen buenas pinturas, aunque debo decir que la iglesia de los franciscanos ostenta muchos metros cuadrados de pésimas telas pintarrajeadas.


La universidad ocupa cuatro acres de terreno y es edificio de grandes proporciones, bien conservado, pero su tesoro se halla tan exhausto que los profesores apenas si pueden vivir con el estipendio que reciben de los estudiantes. No tienen otra fuente de recursos. El plan de estudios es muy semejante al de España. Junto a la residencia de los jesuitas, se alza una hermosa iglesia: el techo abovedado tiene maderas ricamente doradas y pinturas al fresco. El número de eclesiásticos en la ciudad, entre seculares y regulares, llegará a una centena.


Mientras recorríamos, por espacio de algunas horas, estos edificios religiosos, pensábamos, sin quererlo, en los tiempos medievales: los viejos monjes de cogulla y capucha, con sus rosarios y crucifijos, la devoción silenciosa de algunos, las preces murmuradas por otros, los claustros sombríos, el confesonario secreto, las bien provistas cocinas, los limpios refectorios, todo nos transportaba a los tiempos de la teocracia, en que se consideraba un crimen el adorar a Dios con la ayuda de la única luz que él ha concedido a los hombres.


Lo más notable que tiene la ciudad es el paseo público; abarca una buena extensión de terreno, con un estanque en forma cuadrangular, alimentado por un arroyo cristalino. Le circundan senderos provistos de bancos a la sombra de sauces y álamos. En el centro hay un templete en forma de linterna con una cúpula, rodeado por un pretil de ladrillo y una verja de hierro forjado.


Algunas personas del bello sexo –muy pocas, dada la estación en que yo visitaba la ciudad– paseaban por aquel deleitoso retiro: es que la privanza de las órdenes monásticas y la influencia clerical, hacen a las gentes muy retraídas en sus costumbres.


La ciudad es muy limpia y en apariencia muy ordenada. Las calles, que se cruzan en ángulo recto, están bien mantenidas y con buen alumbrado. La única industria es la del cuero. No existe ningún periódico, aunque en otro tiempo se han publicado dos semanarios. últimamente, ha sido fundada una casa de moneda para acuñar piezas de plata, pero éstas son tan impuras, por el exceso de aleación, que no circulan fuera de los límites de la provincia. El clima es saludable aunque no llueve suficientemente.


Puede decirse que no hay extranjeros en la ciudad, ni siquiera en la provincia, si se exceptúan algunos pocos franceses y dos o tres ingleses. El arquitecto del gobierno, es un francés muy rico e influyente.


La distancia entre Córdoba y Buenos Aires, en línea directa, puede ser de unas ciento veinte leguas; el camino actual forma un circuito de ciento ochenta leguas, debido en parte a la necesidad de salvar la zona dominada por los indios pampas y también para evitar una extensión de terreno bajo y pantanoso. La distancia al puerto de Rosario, sobre el río Paraná, es de cien leguas, aproximadamente.


Si se hace un paseo a caballo por las afueras, pueden verse paisajes interesantes: desde un altozano se ofrece una vista de la ciudad a vuelo de pájaro; desde otra altura dominase un extenso y hermoso panorama de la campiña circundante: en primer plano una pendiente arbolada, sobre la cual se dibujan claramente las torres y cruces de la ciudad; a la derecha, un arroyo tortuoso contornea los suburbios; desde allí arranca un terreno que asciende hasta perderse en el horizonte lejano; allende la ciudad, la vista se detiene sobre una extensa llanura que va elevándose hasta confundirse con las primeras estribaciones de otras montañas escalonadas que alcanzan una altura de dos mil pies.


Antes de dejar la ciudad, estuve a visitar a don C. M. González para agradecerle las atenciones con que me habían favorecido todas las autoridades. Su Excelencia me expresó los sentimientos generosos que todas las clases sociales de la provincia experimentaban por los extranjeros y me recordó que no solamente eran bienvenidos en calidad de colonos, sino que se les permitía desempeñar sus profesiones sin dificultad alguna, mientras los ciudadanos nativos llevaban sobre sí todas las cargas del estado. Me pidió muy particularmente que, estos sentimientos, muy sinceros, los hiciera conocer al mundo.


Mi primera intención había sido proseguir el viaje hasta Río Cuarto, con el propósito de visitar un campo de los señores Feilden, de Manchester, compuesto de cuarenta leguas cuadradas de pastoreo, que antiguamente perteneció a los jesuitas: pero como esto me significaba un recorrido de sesenta leguas, alargándome el viaje, abandoné el proyecto y decidí volver a Santa Fe. No puedo dejar de agradecer, a esta altura de mi relato, las finas atenciones con que me favorecieron, el doctor Hawling, estadounidense, que reside en la ciudad de algunos años atrás, y los señores don Juan Campillo y don B. Ocampo: estos últimos me proporcionaron valiosas informaciones.


Partimos de la ciudad ya muy entrada la tarde y después de cabalgar unas ocho leguas, nos acostamos bajo un árbol del camino. En la noche del día siguiente, paramos en casa de un amigo de don Pancho. Al llegar, encontramos que toda la familia dormía bajo un árbol. La buena mujer –dueña de casa– nos dio agua para beber y, como ya no era hora de asar un cabrito, resolvimos dormir en el mismo sitio. En estas provincias del norte, la mayoría de los habitantes acostumbra a dormir al aire libre, salvo en los días muy fríos del invierno. Al general López, último gobernador de Santa Fe y hombre de considerable influencia política y militar, oíasele decir con frecuencia que durante diez y ocho años de su vida, no había dormido nunca en el interior de una casa y desde que salió de la infancia, hasta que contrajo matrimonio, no durmió nunca sobre una cama. Los patios y las azoteas son los preferidos para el sueño: en Córdoba, toda la servidumbre femenina de la casa en que yo me alojaba, dormía en el patio, frente a mi dormitorio.


Proseguí mi viaje en la mañana siguiente y por la noche llegamos a El Tío, destacamento fronterizo de Córdoba. Debíamos atravesar desde allí una extensa llanura de cien millas, totalmente despoblada, sin agua, y expuesta a los ataques de los indios, como ya he dicho. Yo traía una orden del gobierno de Córdoba para que el comandante de El Tío nos proporcionara una escolta, pero decliné sus servicios; no creía mucho en el peligro, y además, presumía que en caso de un ataque efectivo de los indios, algunos de nosotros habríamos de fiar más en las patas de los caballos, que en las armas que llevábamos.


Muy de mañana salimos de El Tío. El sol quemaba y a mediodía interrumpimos la marcha para ponernos a la sombra. En tales casos se elige, si es posible, un sitio de pastos abundantes; los viajeros desensillan los caballos bajo los árboles y extienden sus ponchos sobre las ramas formando una especie de toldo. El recado sirve como lecho para dormir la siesta. Bajo aquel dosel de ramas, y mientras llega el sueño, pueden admirarse los pájaros del más variado plumaje, especies innumerables de insectos, y observar los venados cuando vienen a beber. Un lindo espectáculo ofrecen los venaditos pequeños cuando se aproximan a un arroyo, cautelosos y tímidos, y a la vez impacientes por apagar su sed.


Después de descansar dos o tres horas reanudamos el viaje, marchando hasta la media noche; esta vez maneamos los caballos sin desensillarlos; envueltos en los ponchos, nos acostamos en el suelo y dormimos por algunos momentos. Cuando nos sentimos algo recobrados de la fatiga, seguimos andando y al día siguiente, poco después de entrado el sol, llegábamos al Sauce, muy satisfechos, no sólo por encontrarnos fuera del alcance de los indios, sino porque en cien millas de marcha, no habíamos probado otro alimento que pan, higos y agua turbia.


A distancia de unas leguas del Sauce, se veían algunas quemazones de campos, que ofrecían un aspecto imponente. Al otro día por la mañana llegamos a Santa Fe. Para entrar en la ciudad tuvimos que cruzar el río Salado en una canoa formada con el tronco excavado de un árbol. Los caballos pasaron a nado.


Hice mis visitas de despedida a los amigos y al gobernador delegado, quienes me facilitaron cuantos datos necesitaba, explicándome minuciosamente las cosas que deseaba conocer. A todos ellos quedaré siempre muy obligado. También a don Mariano Puig y a su hermano don Tomás, debo mucha gratitud por sus sentimientos generosos y su hospitalidad.