Viaje a caballo por las provincias argentinas
Capítulo 5
 
 

Tapalquén. - Intercambio con los indios pampas. - La suciedad de los toldos. - Ascendiente del coronel Echevarría sobre los indios. - Cómo tejen las mujeres indígenas. - Culto y sacrificios al sol. - El gobierno de las tribus. - Fisonomía de los indios y modo de pintarse el rostro. - La robustez y el aspecto juvenil de los hombres. - Indumentaria masculina y femenina. - Los toldos o chozas de cuero. -El espíritu del bien y del mal. - Ritos funerarios y ceremonias. - El duelo de los parientes. - Ideas sobre el pasado y el futuro. - El año y los meses. - Portentos celestiales. - Los caciques. - Crímenes y castigos. - Gobierno militar y modo de hacer la guerra. - Los «manchis» o curanderos y sus remedios. - Galanteos y bodas. - La poligamia. - La condición servil de las esposas. - Cómo educan a los niños. - Alimentos y bebidas. - Fiestas, danzas y diversiones.



Por primera vez en mi vida se me daba la oportunidad de alternar libremente con los infieles y observar sus usos y costumbres.


Tapalquén forma un conjunto de casas y ranchos, ocupado en parte por los indios y también por individuos de raza blanca española. Estos últimos sirven como soldados o se dedican al comercio. El pueblo está destinado a depósito mercantil para todas las tribus que vagan por las inmediaciones. Los indios vienen a él con sus productos que consisten en pieles de animales y en prendas de vestir, tejidas de lana, que cambian por bujerías, herramientas y quincalla. La venta de alcohol está prohibida, pero los indios se lo procuran, no muy lejos de aquí, bebiéndolo con exceso, tanto varones como mujeres. Los hombres pueden entrar al interior de la provincia –previa licencia– y trocar por yeguas sus productos. Cada yegua tiene más o menos el valor de una media corona. Todos los terrenos de las inmediaciones se hallaban casi cubiertos con los toldos de los indios. En los recorridos que hice, me impresionó, sobre todo, la extrema inmundicia que reinaba entre ellos. A cada paso tropezaba con cráneos de caballo en diversos estados de putrefacción. De estos animales, los indios sólo comen las partes más gordas, dejando las patas y también algunas porciones carnosas, que arrojan como desperdicios. No sacrifican nunca los animales flacos.


En mis excursiones a caballo, anduve siempre acompañado por el coronel Echevarría; cada vez que nos apeábamos, para hablar con mujeres y niños, todos se mostraban muy afectos a él, que parecía ejercer la más bondadosa y paternal autoridad. En varios toldos vi mujeres que tejían; el trabajo es engorroso y largo porque hacen pasar el hilo a través de la urdimbre, con los dedos, y así se explica que pierdan un mes para confeccionar una prenda que, en Yorkshire, podría tejerse en una hora. Los indios varones suelen trabajar en las estancias, pero nunca las mujeres. Los toldos se limpian muy raramente y cuando la inmundicia se hace insoportable, trasladan la vivienda a un sitio más limpio. En un toldo a donde entramos, una india joven y bien parecida se dio el trabajo de mostrarnos cómo tejía en su telar; otra india, recostada en el suelo, daba el pecho a una criatura; era bastante blanca y tenía los miembros pequeños y bien proporcionados. Las camas estaban formadas con cueros de ovejas. Estas indias amamantan a los niños hasta los dos o tres años. Las muchachas se esmeran mucho en el arreglo de los cabellos que, por lo general, son muy negros y largos; los untan con grasa de potro, llevándolos divididos en dos trenzas, o sueltos sobre los hombros. Los indios entre los cuales me encontraba, eran pampas, pero no difieren mucho, en sus costumbres, de las tribus circunvecinas. Las supersticiones religiosas varían muy poco; los pampas mantienen cierta veneración religiosa por el sol, al que consideran como fuente de todas las cosas, creencia que puede venirles de los indios del Perú. Cuando se acuestan a dormir, lo hacen siempre con la cara vuelta hacia el oriente: si en alguna borrachera se quedan dormidos en otra posición, tienen miedo de que eso pueda traerles algún daño. También colocan a los muertos en la misma forma. No tienen estos indios ninguna idea del descanso hebdomadario ni guardan tradición de festividad religiosa alguna o culto formal, pero experimentan un miedo supersticioso por cierto espíritu maligno, al que tratan de mantener propicio. Cuando andan en guerra, o sufren pestes, sequías u otras calamidades, las mujeres hacen una danza religiosa en honor del sol y también observan una costumbre por la que se ve que, originariamente, han ofrecido sacrificios a alguna deidad: toman el corazón de un animal –una vaca, un potro o un ternero– y lo rellenan con frutas, hierbas, acaso tabaco, arrojándolo después en alguna laguna o río, como acto propiciatorio.


Ninguna de las tribus, en esta región del país, ha recibido educación cristiana ni conoce el lenguaje escrito. Son todas muy dóciles y más dispuestas a la paz que a la guerra: toda la tribu está gobernada por dos grandes caciques de mucho ascendiente y el territorio que ocupan se extiende, por el oeste, hasta los Andes, abarcando una enorme extensión en rumbo norte y sur. La tribu más importante es la de los Pehuenches y a ella me refiero en especial, aunque todas tienen costumbres muy semejantes. Muchas de mis informaciones las debo al coronel Echevarría, que ha residido entre esos indios por espacio de varios años, y «también» he consultado la conocida obra de Cruz, que contiene valiosos datos al respecto 23.


Los indios de esta comarca forman cuatro parcialidades distintas, con diferentes lenguas, pero en su fisonomía y apariencia corporal presentan mucha similitud de familia, unas tribus con otras. No conservan ninguna tradición sobre sus orígenes y sólo saben que sus antepasados nacieron en estos territorios.


Es lamentable la coincidencia con que los relatos, en general, atribuyen a los Patagones una estatura gigantesca, porque, sin duda alguna, se trata de una fábula. He conversado con varias personas inteligentes que han vivido entre esos indios y todas los describen como de mayor estatura que otras tribus, pero no más altos ni fornidos que los individuos de raza inglesa o germánica.


Los indios que ambulan por esta región son de fisonomía regular, si bien llevan las orejas horadadas y de ellas cuelgan pesados aros de metal, pintándose el rostro con colores diversos. Algunos se cubren enteramente la faz con una capa de pintura negra, dejando libres las orejas y la garganta; otros se pintan una franja de dos dedos de ancho que va de oreja a oreja por sobre la nariz y los ojos; algunos se dan color en las mejillas solamente, o en la nariz; muchos se pintan las cejas en forma de bigotes; muy pocos el cuello y los párpados; en suma: cada uno se arregla como le place y de acuerdo a su fantasía, tanto los hombres como las mujeres. La costumbre de llevar aros en las orejas y de pintarse el rostro, es más común entre los indios Pampas, que adquieren los colores de los Pehuelches y Güiliches. Los colores predilectos son: el negro, el rojo, el azul y blanco; éste último lo emplean únicamente para dar contorno a los otros colores. El negro lo obtienen de una piedra peculiar que nombran «yama», la que frotan con otra piedra hasta que produce un polvo muy fino: le agregan luego un poco de sebo de oveja y resulta así un pigmento muy brillante, suave y untuoso.


El color rojo lo extraen de una piedra llamada «colo»; el azul de otra que denominan «codiu»; el blanco, de la piedra «palán» y el amarillo en forma semejante.


El tinte natural de estos indios tiende generalmente al rojo, pero, a menudo, el sol y el aire les dan un color más oscuro. Tienen los cabellos negros, y negros también los ojos, de mirada penetrante; la nariz generalmente chata, la boca ancha y mal formada, pero los dientes blancos, parejos y fuertes. Son de miembros musculosos y bien formados, distinguiéndose por sus manos pequeñas.


La fisonomía de las mujeres se asemeja mucho a la de los hombres, con rasgos más finos, de acuerdo a su sexo. No vi ninguna mujer que se distinguiera por su belleza, aunque algunas pocas muchachas eran bien parecidas. Vive esta gente libre de cuidados y fatigas y, como su constitución es muy fuerte, los hombres raramente tienen canas antes de los sesenta años. Las arrugas del rostro y la calvicie sólo se manifiestan en la extrema vejez. Hay entre ellos muchos octogenarios que conservan apariencia de juventud porque tienen los dientes en perfecto estado y lo mismo el cabello. El vestido consiste, generalmente, en dos mantas dispuestas así: una, llamada «chamal» que doblan a lo largo en dos o tres partes y con la que se rodean la cintura, sujetando el «chamal» con una faja bastante ancha que lleva en sus extremos un lazo corredizo, la «mancorna», compuesta de dos piedras redondas como de dos libras de peso y forradas de cuero de potro. El «chamal» les llega hasta la pantorrilla. La otra manta o poncho tiene una abertura en el centro como de media yarda y por ella pasan la cabeza, de manera que la manta cae plegada sobre el cuerpo, cubriéndolo por entero. Algunos indios andan descalzos y con las piernas al aire, pero la mayoría usa unas botas fuertes, fabricadas con el cuero de las patas de un novillo o de un potro, tal como las hemos descripto anteriormente: la corva se adapta al talón y la parte más inferior sirve para cubrir el pie. Para coser, emplean los tendones del animal y los preparan de esta manera: una vez extraídos, los ponen al sol y cuando se hallan casi secos, las mujeres los mastican hasta que los filamentos quedan separados como fibras de lino; reducidos a una pasta, los hilan, obteniendo así un hilo muy fuerte, apropiado para coser grandes sacos. Los hombres, de ordinario, usan solamente el «chamal» y se cubren el resto con pieles; a veces usan poncho, pero se lo ponen raramente si no es a caballo. Son muy afectos a estos animales y se sientan con bastante gallardía, demostrándose verdaderos jinetes; corren, hacen giros y realizan otras evoluciones con mucha habilidad y destreza. Las riendas y el apero se parecen a los usados por los criollos, pero los indios ponen unos «sudadores» tejidos, a veces muy bonitos, bajo la silla, cubriendo el caballo desde las paletas hasta los ijares.


Las mujeres son también excelentes jinetes y llevan sobre el caballo sus mercancías a las ferias. También ellas se cubren con dos mantas de color rojo o azul oscuro: una, llamada el «quedeto», se ajusta sobre los hombros con alfileres cubriendo todo el cuerpo hasta los talones, menos los brazos. Alrededor de la cintura llevan una cinta, como de un palmo de ancha, el «quepique», asegurado con una hebilla de cuentas de vidrios multicolores, que llaman «comos»; ésta es una de las prendas con que más gustan presumir. Llevan además otra manta cuadrada que llaman «iquilla», sobre los hombros; la prenden con largos alfileres, cuya cabeza está formada por un disco de plata llamado «tupo». Los collares que usan alrededor del cuello consisten a veces en más de veinte ristras de «comos», en forma de rosarios, y de diferentes cuentecillas de colores; a esos collares les dan el nombre de «lancatus». En los brazos usan pulseras de lo mismo y en las piernas ajorcas que denominan «quinchiques». Para la cabeza trabajan unos tejidos de cuentas –parecidos a los que llevan en las muñecas– y que forman como una toca, figurando un caparazón de tortugas; les llaman «tapagne» y la parte delantera está recamada con una cruz de diferentes colores; a este último adorno lo tienen en mucha estima.


Para el arreglo de los cabellos usan unos cepillos de raíces que podrían servir como escobas: pártense los cabellos con los dedos; luego, se colocan el «tapagne», entrelazan el pelo con las ristras de cuentas y forman así una especie de cola que les llega hasta la cintura y les resulta incómoda cuando se ven obligadas a inclinarse. Cuélgales sobre los hombros otra ristra de cuentas, entremezcladas con campanillas que retiñen al menor movimiento, y como esto les agrada mucho, hacen cantidad de movimientos innecesarios. En los dedos llevan anillos y suspenden de las orejas piezas de plata, en cuadros, de un tamaño de dos a tres pulgadas.


Las habitaciones de estos indios son chozas o tiendas llamadas toldos: los toldos se forman con cueros de potro cosidos unos a otros con hilos de tendones; el toldo se compone de dos partes o piezas y cada una está formada por seis u ocho cueros. Para levantar el toldo, las mujeres se encargan de clavar los horcones en el suelo con travesaños de maderas o cañas y, por encima, extienden los cueros; a veces dejan una abertura en el techo para que salga el humo y por ella se cuelan el frío y la lluvia cuando hace mal tiempo. Suelen dividir el toldo, interiormente, en dos compartimientos, según el número de mujeres que lo habitan: la división consiste en un cuero de yegua suspendido del techo. Las camas se componen de dos o tres cueros de ovejas y los cobertores o «llycas» son pieles de otros animales: estas pieles untadas siempre con grasa de potro, tienen un olor insoportable. El aspecto exterior de los toldos es feísimo y el interior sucio y repugnante, porque sus moradores arrojan los desperdicios de la comida por doquiera, quedando éstos a veces sobre las camas y ropas en estado de putrefacción. En suma: viven un género de vida abominable, difícil de describir.


Las cabañas se levantan en grupos de tres, seis u ocho, donde viven los caciques y sus guardias. De ordinario, las tolderías están en las márgenes de los ríos y arroyos; en las cercanías se hallan las haciendas y campos de pastoreo.


Los indios Pehuenches, –a que me refiero especialmente en las páginas que siguen– mantienen la creencia en una deidad creadora que lo gobierna todo, y así, cuando padecen cualquier enfermedad, se consideran abandonados por ella. Existe también un espíritu del mal que llaman «Guecumbu», al que atribuyen todos los daños y desventuras; las hierbas venenosas –por ejemplo– han sido creadas por él. Este «Guecumbu», tiene como agentes en la tierra a las hechiceras y brujas. Sin embargo, no ofrecen ninguna clase de sacrificios ni practican culto alguno exterior, de lo que se justifican diciendo que la deidad proveerá como un buen padre a todas las necesidades, y, por lo tanto, se hace inútil dirigirle ninguna clase de suplicación. Consideran al mismo tiempo que las acciones del hombre son libres y, aun siendo malas, no pueden ofender a Dios. Son estos indios muy dados a los agüeros y creen mucho en sueños y supercherías. El aullido de los perros, por ejemplo, lo tienen por mal presagio. Creen también que han sido formados de cuerpo y alma, y que sólo el cuerpo es corruptible, yendo el alma, después de la muerte, al otro lado del mar, donde goza una vida eterna, junto con todos los animales y cosas allí existentes.


Cuando un indio muere, ponen el cadáver sobre el lecho, vestido con sus mejores ropas, y reunidos los parientes y amigos, prorrumpen en toda clase de lamentaciones, exaltando las buenas acciones del difunto y alabando su bravura. Al caer el día celebran un banquete y velan durante la noche. En la mañana siguiente sacan el cadáver del toldo y lo ponen atravesado sobre el mejor caballo del finado. Luego –seguido por un gran concurso– lo conducen a la tumba de los ascendientes, llevando, sobre otro caballo, un lecho y los objetos que han de colocarse en la sepultura. Abierta ésta, ponen en el fondo una plataforma de madera sobre la que depositan el cadáver y el lecho: cerca de las manos disponen las riendas, el recado, las espuelas, las boleadoras, el cuchillo y también alimentos y cántaros con agua. Para evitar que la tierra presione directamente sobre el cuerpo, le arreglan encima una plancha de madera cubierta con un cuero de potro; luego tapan la sepultura. Como última ceremonia, matan los caballos que han transportado el cadáver y el lecho, retirándose los deudos después. Si se trata de un indio rico, sacan el cadáver del toldo después de haberlo velado la primera noche y celebran una fiesta llamada «voyquecaquiri», finalizada la cual, hacen el entierro con gran solemnidad. La procesión se pone en marcha encabezada por mujeres viejas y muchachas, cuyo único papel consiste en dar gritos y alaridos mientras exaltan la bravura y las virtudes del difunto, lamentando la pérdida sufrida por la tribu; siguen detrás los hombres llevando licores y comestibles como también tropas de vacas, caballos y ovejas.


Una vez llegado el cortejo a la sepultura, encienden un gran fuego y matan los animales necesarios para dar de comer a la concurrencia, mientras los deudos continúan en sus lamentaciones. Cuando la carne está pronta, sirven la primero a los individuos más respetados y cada uno de éstos, antes de comer, se dirige al cadáver y le dice: «¡Yaca pai!» arrojándole al mismo tiempo un trozo de carne. Así pasan uno y dos días con sus noches en lamentaciones, comiendo, bebiendo y cantando, después de lo cual entierran el cadáver en la forma ya descripta. El dolor de los deudos suele perdurar por mucho tiempo; hasta pasados unos dos años, si se acerca al toldo de la viuda alguien que ella no ha visto después de muerto el esposo, reanuda sus lamentos y empieza el relato de la enfermedad y del entierro. Creen que las personas casadas habrán de reunirse en una vida futura para continuar su felicidad conyugal. Créese asimismo que los parientes y amigos se aparecen durante el sueño para anunciar lo que ha de ocurrir, pero tales visitas son recibidas únicamente por ciertos viejos y viejas con experiencia suficiente para dar consejos y lecciones. Como en algunos sitios del territorio suelen encontrarse conchas marinas y otras sustancias de la misma naturaleza, dicen los indios que –según sus antepasados– el mar, en otras épocas, inundó todas estas tierras, pero las lomas, al mismo tiempo, fueron subiendo y así los antecesores pudieron salvarse sin que el agua los alcanzara. No abrigan sobre esto ninguna duda y dicen que sus antepasados no hubieran tenido por qué engañarlos.


El año está dividido en doce «cuyenes» o meses, contados por lunas, y cada mes se caracteriza en la forma siguiente:


Enero


Gualenquiyen


Mes caliente


Febrero


Ynamquiyen


Segundo mes caliente


Marzo


Atenquiyen


Tiempo de la semilla del pino


Abril


Uneimnimi


Tiempo de la hierba de la perdiz


Mayo


Ynamquiyen


Tiempo en que continúa la hierba


Junio


Ynee-curiguenu


Primer tiempo del cielo oscuro


Julio


Llaque-cuye


Segundo tiempo del cielo oscuro


Agosto


Penquen


Mal tiempo para las viejas.


Septiembre


Ynam-curiquenu


Tiempo de vegetación


Octubre


Guta-paquin


Aumento de la vegetación.


Noviembre


Guequilqueyen


Tiempo de podar o cortar los árboles


Diciembre


Villa-quiyen


Tiempo de necesidad


Este último mes se llama «tiempo de necesidad» porque el acopio de granos y otras provisiones, ha sido ya consumido.


Designan a los cometas con el nombre de «cherubé» y los consideran como anunciadores de grandes guerras cuando se inclinan hacia sus comarcas; si se inclinan a otro lado no les prestan mayor atención. En cuanto a los eclipses de sol, los llaman «layante» (el sol se ha muerto) y suponen que anuncian la muerte próxima de algún gran personaje de la región. Los eclipses de luna, llamados «layquiyan» presagian la muerte de algún hombre blanco o persona de mucha autoridad.


Los caciques o «guilmenes» –título éste que se gana por actos de bravura personal– son designados entre los hombres más ancianos, prudentes, ricos y valientes. Los actos de coraje son mejor valorados si los antecesores de quien los ejecuta se han distinguido por hechos similares. Si el hijo de un cacique no muestra valentía personal, lo miran con desprecio y en tal caso el título se otorga a otro indio que se haya distinguido por su bravura y robustez.


En punto a delitos, considéranse los más graves el homicidio, el adulterio, el robo y la brujería. Quien comete una muerte, puede eximirse pagando una compensación a los parientes del difunto, de lo contrario se expone a ser matado por ellos. El adulterio puede costarle la vida a una mujer, pero, antes, ha de obtenerse el consentimiento de sus parientes, porque de lo contrario, el marido que la matara sin cumplir ese requisito, quedaría expuesto a la venganza de dichos parientes, que se encargarían de darle muerte. Tratándose de robos, el ladrón está obligado a restituir el valor de la cosa robada. En caso de no disponer de medios suficientes, el damnificado se reembolsa con bienes pertenecientes a la familia del ladrón. Cuando se trata de la muerte de un embrujado, los parientes de la víctima suelen quemar a las brujas y hechiceras; esto sucede con alguna frecuencia porque de ordinario se cree que la muerte es consecuencia de algún maleficio. Si el muerto es algún personaje de la tribu, después de enterrarlo, van a consultar una adivina y le ofrecen sumas considerables para que denuncie a la bruja causante del deceso. Una vez obtenido el nombre, los parientes del muerto se encargan de sorprenderla, por la madrugada, y la obligan a denunciar a sus cómplices. Si se niega, la colocan sobre una pira de leña encendida. Para escapar a tales tormentos, las desgraciadas suelen dar los nombres de cualesquiera otros sujetos contra quienes se procede de idéntica manera, a menos que tengan bienes bastantes como para satisfacer la codicia de la familia ofendida. Estos actos de crueldad son practicados ahora únicamente por los indios Pehuenches.


El gobierno militar de los indios es algo más racional que el gobierno civil. Las armas se toman solamente para vengar injurias o daños. En casos semejantes la parte ofendida visita a todos los caciques para exponerle sus agravios. Entonces se convoca un consejo de guerra donde el más anciano de los «ulmenes» o «guilmenes» informa sobre la ofensa sufrida por el individuo de su tribu, usando expresiones hiperbólicas e indicando la satisfacción que debe dársele hasta que termina por exhortar a la guerra a todos sus compañeros de tribu. Luego hablan los demás, cada uno a su turno, libremente, y si la mayoría opta por la guerra, ésta queda decidida de inmediato. La tribu es convocada otra vez para el día siguiente, día en que se espera reunir a todos los hombres de guerra: éstos deben equiparse a sus propias expensas con vituallas, caballos y armas. El ofendido se pone al frente de las fuerzas, salvo que se trate de una guerra «nacional» porque en tales casos el mando queda a cargo de los caciques.


Los indios atacan por lo general las poblaciones de sus enemigos al romper el día, apoderándose de sus lanzas que se mantienen siempre clavadas a la puerta de cada toldo. De esa manera los toman indefensos, victimándolos sin que puedan ofrecer resistencia alguna. Las mujeres, los niños y el ganado marchan después como botín de la victoria. Los despojos así alcanzados, no se convierten en propiedad común de la tribu sino que cada guerrero reclama el derecho de retener cuanto ha adquirido por su propio esfuerzo. Las mujeres constituyen el objeto principal de su codicia. Si una mujer es muy del agrado de su raptor, éste la hace su mujer propia y así se exime del rescate que en otro caso hubiera debido pagar; de lo contrario puede venderla como esclava.


Las armas usadas por los Pehuenches consisten en lanzas y en largos cuchillos. Los guerreros usan unos yelmos o capacetes fabricados con cuero de buey y cubiertos de hojalata: llevan también una capa de cuero larga hasta la rodilla, pintada con figuras de horrible apariencia, destinadas a espantar a los enemigos. Cada soldado elige para la guerra sus mejores caballos y sus mejores lazos, en la creencia de que, si encuentra la muerte, quedará bien provisto de lo necesario para su existencia futura. Los médicos son los «manchis» o curanderos, prácticos en la preparación de hierbas medicinales, pero todavía se emplean como remedios algunos procedimientos bárbaros. Me han asegurado con certeza que, si algún enfermo sufre de alguna dolencia interna incurable, le abren el costado cortándole un fragmento del hígado y se lo hacen comer. También se da el caso de que tales pacientes sobrevivan a esa brutal operación.


Si los sucesivos tratamientos no surten el efecto deseado, recurren los indios a unas misteriosas ceremonias llamadas Molviuntum y Marcupiguelem. El Molviuntum se lleva a cabo matando una oveja y un potro, cuyos cuerpos se depositan, con unos vasos de chicha, (licor fermentado) bajo los árboles, cerca de un toldo. Sacan entonces al enfermo y lo acuestan entre la arboleda, mientras los curanderos y las mujeres danzan en círculos alrededor del doliente y de las bestias sacrificadas. Después de una larga danza, el brujo hace unas fumigaciones sobre el enfermo sobre los animales, luego se pone a chupar la parte dolorida, con tal fuerza y tenacidad, que extrae sangre en abundancia. Este ejercicio provoca en el brujo una gran fatiga y debilidad y termina por fingirse loco. Entonces los concurrentes le traen el corazón del potro; él lo recibe, preso de gran agitación: lo chupa hasta llenarse la boca de sangre y luego lo arroja en dirección al sol. En este momento procédese a restregar el cuerpo del enfermo con la sangre del potro, y con la sangre del corazón le hacen una cruz en la frente. Con la oveja cumplen la misma ceremonia. Luego recomienza la danza, en la que, esta vez, hacen participar al enfermo, sosteniéndolo para que pueda mantenerse en pie y realizar un pequeño esfuerzo. La ceremonia termina con un festín en que se comen a los animales, pero cuidan de colocar el cuero, los huesos y otros restos encima de los árboles para evitar que sean comidos por los perros, considerándolos sagrados.


El Marcupileguem se practica de la manera siguiente: clavan dos estacas en el suelo y en torno forman una especie de glorieta con ramas de árboles, dejando una abertura hacia el lado del poniente; traen al enfermo y lo acuestan en el centro de la glorieta: algunas mujeres ancianas se ponen a cada lado y dos viejos a la cabecera y a los pies. Seis muchachas jóvenes, con sus mejores atavíos, quedan sujetas por las manos a las espaldas de las viejas; luego con la sangre de un caballo que han matado para la oportunidad, restregan los cuerpos de las muchachas. A las viejas les envuelven cuidadosamente el cuello con las tripas del animal. Uno de los hombres toma entonces la cola del caballo, otro la cabeza, y, así dispuestos, empiezan todos a cantar, a danzar y a reír, animando al enfermo para que los acompañe en la algazara. Después de un momento, arrancan al caballo el corazón y con su sangre hacen fricciones al enfermo. Terminada la ceremonia, suspenden de los árboles los restos del animal porque los consideran sagrados.


Por lo que hace a la celebración del matrimonio entre los indios, se asemeja a la de otros pueblos bárbaros. Cuando un joven tiene voluntad de casarse, empieza por comunicar el proyecto a sus parientes a fin de que lo ayuden a juntar lo necesario para congraciarse con los padres y amigos de la pretendida. El día señalado para el casamiento, muy de madrugada, los amigos del pretendiente se reúnen y envían algunos de entre ellos hasta el toldo de la novia. Los comisionados, antes de entrar al toldo anuncian su comisión y con mucha elocuencia hacen el elogio del pretendiente y de las hazañas cumplidas por sus padres y abuelos. A esto responde el padre de la novia enumerando las buenas cualidades de su hija y termina por decirles, que para una decisión definitiva deben dirigirse a la madre. Obtenido el consentimiento de la madre, entran en arreglos sobre los regalos que habrán de ofrecerse en cambio de la moza. Este punto resulta, a veces, muy difícil de resolver porque los amigos de la familia deben, también, participar de los regalos. Resuelto este aspecto del negocio, uno de los comisionados va en busca del novio y le pide que se acerque con sus acompañantes y con los obsequios requeridos. Estos regalos consisten, por lo general, en ganados, vestidos, espuelas y aperos de montar. Entonces arreglan un asiento compuesto de ocho o diez mantas; el padre del novio entra al toldo, preguntando por la muchacha y le presenta, en un plato, una piedra verde llamada llanca. Luego viene la presentación a los amigos del futuro esposo y ella toma asiento sobre las mantas referidas. A continuación matan a un animal –yegua o novillo– del que cocinan únicamente el pecho y el corazón, ofreciendo de comer a los presentes. Después de la comida, conducen a la desposada al toldo del prometido donde continúan las fiestas y danzas por un día entero.


Esta es la ceremonia común observada para el casamiento, pero, si los amantes esperan oposición de parte de los padres, los amigos del novio suelen raptar a la muchacha, teniéndola escondida por algunos días. Más tarde, los mismos parientes del novio la solicitan a sus padres; hacen sus regalos como en el caso anterior, piden perdón por la violencia ejercida y defienden la causa como si fuera suya, declarando finalmente que los novios se han desposado por mutuo consentimiento. En tales casos la reconciliación se lleva a cabo sin dificultad, resolviéndose todo en una fiesta en celebración del matrimonio, previos los regalos de costumbre a los padres y amigos de la novia.


La poligamia está permitida, pero, como son muchos los gastos que importa el matrimonio –según se ha visto– solamente los ricos pueden gozar de ese privilegio. Cuando un indio tiene dos o tres mujeres, la primera con quien se casó ejerce la autoridad superior y el gobierno de la casa. Muy a menudo estallan los celos entre las mujeres, pero no tardan en apaciguarse, debido a la absoluta indiferencia con que los maridos contemplan las rivalidades de las esposas. El marido se considera obligado a pasar dos noches sucesivas con cada una de las mujeres, costumbre ésta muy antigua y que no admite desviación. La mujer que está de turno para recibir al esposo, debe suministrarle alimentos y bebidas mientras está con ella, tratándolo con el mayor respeto y cariño.


Las mujeres hilan y tejen prendas de vestir, tanto para ellas como para sus maridos e hijos; cargan a la espalda la leña y el agua, atienden a todos los trabajos domésticos, cuidan de los recados y riendas; son, en rigor, las esclavas abyectas de los hombres y vense obligadas a sobrellevar los trabajos más fatigosos. Esta vida de ruda labor, no obsta, sin embargo, a que procreen con la mayor felicidad. Así, cuando han tenido un parto, van al río y se bañan, haciendo lo mismo con el recién nacido; luego vuelven a continuar sus ocupaciones habituales y a preparar la chicha para celebrar con sus amigos el acontecimiento.


A la criatura la colocan en una caja pequeña, forrada con un cuero de oveja y la envuelven con franelas, ligándole los pies y las manos, para que, de esa manera, crezca fuerte y musculosa; la madre lleva la caja a la espalda, continuamente, en todas sus faenas diarias, sea de pie o a caballo, hasta que el pequeño está en condiciones de caminar. Si es varón, no se le enseña otra cosa que a cazar y combatir, relatándole las hazañas de sus antepasados a fin de que las imite en palabras y obras. Cuando el muchacho se muestra arrogante y cruel, el padre fomenta su espíritu feroz diciendo que tales sentimientos anuncian un ánimo esforzado y poderoso. De ahí que nunca recurran a los castigos porque suponen que debilitan y apocan el espíritu.


El alimento más común de estos indios es la carne de potro, animal que abunda mucho, pero también comen carne de otras bestias que son numerosas en la región. Comen la carne generalmente asada o calentada apenas sobre el fuego; a veces, también, cocida. Al sacrificar los animales, acostumbran a comerse crudo el sebo de la riñonada y también los nonatos, cuando aparecen; sacan el sebo de las entrañas, con las uñas, y lo comen en esas condiciones, untándose, por lo general, con sangre, la cara y las manos. Cuando se trata de un animal joven, suelen hacerle un corte en el pecho y luego lo apretan para que sangre interiormente; entonces le sacan el corazón y los pulmones, llenos con la sangre coagulada, para comerlos crudos: esto lo consideran un manjar muy delicado. Consumen también maíz, que se procuran en la frontera y lo aderezan de diversos modos. De ordinario no beben más que agua, pero en sus fiestas toman un licor, hecho de un maíz masticado, que dejan fermentar en vasijas. Comúnmente hacen tres comidas regulares: de mañana, a mediodía y al atardecer. No usan velas y la única luz artificial que conocen, es la de los fuegos que acostumbran a encender.


En sus grandes banquetes comen varios platos acompañados de chicha, pero la festividad tiene mayor significación si pueden procurarse vino. Aunque habitualmente beben agua, son tan inclinados a las borracheras, que, disponiendo de bebidas fermentadas, pasan a veces varios días en la más brutal embriaguez.


Los instrumentos musicales de que disponen consisten en un pito de caña y en un tambor o pandereta, semejante al que usan los brujos; de ellos se sirven para sus danzas. En los festivales indios, los danzantes del sexo masculino se presentan desnudos, llevando apenas un taparrabo de cuero; llevan el rostro, las piernas y el torso pintados de diversos colores, y plumas de avestruz paradas en la cabeza; además unas ristras de campanillas que les cuelgan del cuello y de los hombros. Los danzantes forman un círculo alrededor del fuego y mueven los pies aceleradamente, efectuando toda clase de contorsiones. Estas danzas suelen durar hasta tres días consecutivos. Es de notar que las mujeres nunca intervienen en las danzas de los hombres, sino que bailan aparte, vestidas con sus mejores atavíos. Las carreras de caballos constituyen otra diversión favorita de los indios. También son muy aficionados a los juegos de cartas, pero su deporte preferido es el «Hockey» tal como se juega en Irlanda 24.