Viaje a caballo por las provincias argentinas
Capítulo 4
 
 

Una chimenea como índice de confort. - La residencia y la familia de don Ramón Gómez. - Falta de trabajadores. - Efecto del rocío sobre los caballos. - Ganancias de los peones irlandeses. - Cena en una cocina. - Standard de vida doméstica. - La vida arcádica y la realidad. - El tenedor como índice de progreso. - Azul, frontera del territorio indio. - La expedición de Rosas contra los salvajes. - Los tratados que se estipularon. - Incendios en la Pampa. -Los toldos. - El Comandante de Frontera.



Había llegado al punto terminal de mi viaje por la parte sur y sólo me quedaba volver a Buenos Aires, pero sentí deseos de proseguir hasta la frontera, con el objeto de adquirir datos sobre los aborígenes de la región.


Con un tiempo hermoso partimos de Tandil: los caballos, ya repuestos con el descanso, se mostraban ágiles y prontos. Hicimos el camino por entre pastizales altos donde, por momentos, perdíamos las huellas que nos guiaban, pero, ayudándonos de la brújula y de nuestras propias observaciones, seguíamos adelante con ánimo alegre, aunque nada seguros de la ruta que llevábamos.


Por doquiera se veían tropas de ganado; unos animales eran muy matreros, otros relativamente mansos; aparecían cantidad de venados, avestruces y otras aves silvestres. No encontramos ovejas y, a excepción de uno o dos ranchos, tampoco advertimos ningún vestigio de población. En las primeras horas de la tarde llegamos a un riacho llamado el Chapaleofú. Sobre la orilla opuesta se avistaba una casa de ladrillo, de muy bonito aspecto, con un tubo de chimenea. Este último detalle era signo inequívoco de comfort. Entre las gentes viejas del país no se acostumbra a mantener fuego en los interiores, pero las nuevas generaciones y en general todos aquellos que en su vida de hogar adoptan hábitos europeos, hacen construir chimeneas de salón. Rodeaba la casa una pequeña plantación, donde algunas personas de la familia se ocupaban en podar los árboles. El aspecto general de la finca era muy atrayente y resolví llegar a ella para pasar la noche si podíamos cruzar el río antes de anochecer. Don Pepe siguió la costa en dirección al norte; yo me corrí hacia el sur, en una corta distancia, para buscar un vado. Pronto renuncié a hacerlo y me tendí en el suelo, a orillas del río, entretenido en observar los movimientos de una zorra que andaba cerca de su madriguera. Esperamos a don Pepe por un largo rato. A don José y a mí, empezaba a inquietarnos su tardanza y pensábamos que hubiera podido ocurrirle algún accidente. Don José salió en su busca temiendo que se le hubiera empantanado el caballo al intentar el paso del río. El sol se hundía rápidamente en el horizonte; monté mi mejor caballo y salí en busca de mis compañeros; no había marchado una milla cuando vi que volvían, y me tranquilicé. Don Pepe dijo que, con la última lluvia, el río habla crecido y era imposible encontrar un paso seguro. Yo propuse echar adelante la tropilla y obligarla a cruzar el río en seguida, creyendo que no ofrecía peligro porque era estrecho; finalmente decidimos atravesarlo por la parte sur, en cuya dirección vimos una casa media oculta por una gran arboleda. Allí podríamos pasar la noche en caso de que no fuera posible cruzar el río. En efecto, esto último resultó impracticable; nos acercamos entonces a la casa y, como de costumbre, pedimos alojamiento.


Fuimos cortésmente recibidos por el propietario, don Ramón Gómez, un caballero argentino de gran inteligencia. Su esposa, rodeada por sus hijos, que eran varios, se hallaba sentada en la galería de la casa. La señora Gómez daba la impresión de haber sido muy bonita en su juventud; cubríase la cabeza con una cofia, algo que yo no había visto hasta entonces en mi viaje porque, en general, las mujeres, en el interior de sus casas, no lucen sino sus abundantes cabelleras.


Cerca del edificio había una cochera y otros galpones; algunos senderos, sombreados por sauces, conducían a la orilla del río donde crecían árboles y flores fragantes, una gran majada se acercaba al corral; algunos de los pequeños salían a encontrar las ovejas como si fueran compañeros de juego. A la distancia, divisábanse las colinas rocosas del Tandil que reflejaban los rayos del sol poniente. En este clima deleitoso, y en sitio tan agradable, una familia pasa la mayor parte del día al aire libre.


El cuarto en que sirvieron la cena era bajo y carecía de cielo raso, pero los tirantes y el techo se hallaban libres de polvo y telarañas. La parrilla de la chimenea brillaba de tal modo que no hubiera ensuciado un pañuelo de seda. El aspecto de la mesa, con sus cubiertos y vasos relucientes, todo a la europea, contrastaba con el de los festines familiares a que yo había terminado por acostumbrarme. La comida fue abundante y consistió en sopa, asado, puchero, zapallos, papas, vinos y frutas.


La estancia tenía doce leguas cuadradas de extensión con mucho ganado en general, aunque pocas ovejas; el propietario se lamentó amargamente de que toda industria se hiciese muy dificultosa por la escasez de trabajadores. Mostróme varios ensayos de construcciones, plantaciones y huertas que se había visto obligado a interrumpir por falta de brazos; también me hizo notar que los cuidadores de ovejas obtenían tan buenas ganancias con sólo vigilar sus majadas, que nadie pensaba en ganar más, mediante el trabajo individual. La conversación cayó sobre el tema de los reptiles y de los animales de presa. El señor Gómez me mostró un lagarto embalsamado, largo de unos tres cuartos de yarda, como muestra de los que se encuentran en las inmediaciones y que no son, por otra parte, muy numerosos. También me mostró algunas pieles de gato montés, una de las cuales me regaló. Este animal no ofrece peligro alguno ni es tampoco, muy abundante.


Durante mi viaje yo no había visto leones ni tigres, tampoco había oído hablar de ellos, pero en esta estancia oí contar casos de vacas muertas por tigres y leones. Según dicen, viven estos últimos escondidos entre los pastizales altos y se guarecen en las colinas, pero no deben ser tan abundantes porque la gente no les teme, ni la mortandad de ganado es muy frecuente.


Cuando llegó el momento de marcharnos, el hijo mayor del señor Gómez nos acompañó para indicarnos el vado. Cruzamos el río cerca de una pequeña cascada y quedamos en el camino de huella, pero, así y todo, seguimos confiando principalmente en nuestra brújula. En este día de viaje encontramos mayor número de venados que todos los que habíamos visto hasta entonces: conté hasta cincuenta en una sola tropa. Como una observación general, debo añadir que, en los lugares donde el ganado es manso, los avestruces y los venados se muestran mansos también, y viceversa.


A eso de mediodía, vimos una lagunita muy tranquila, hacia la mano derecha, y nos encaminamos a ella. Sentados en sus márgenes, tomamos nuestro acostumbrado breakfast de pan, uvas y agua. Después de haber cabalgado una millas durante la mañana, nada tan placentero como descansar y almorzar a orillas del agua, dormir al aire libre y soñar con los seres queridos: se siente entonces como nunca la vida pastoril tal como la describen Milton y Shakespeare.


Ya descansados, cambiamos caballos y nos pusimos en camino. Una seria dificultad se presenta al que atraviesa regiones de tan escasa población: la de saber el momento y lugar en que ha de detenerse para hacer noche; si está cerca de una casa a las dos o las tres de la tarde, sabe que es muy temprano para interrumpir la marcha, pero, de seguir el viaje, la noche puede tomarlo antes de llegar a otro paraje habitado. En general es preferible detenerse temprano, de manera que los caballos se refresquen antes de que caiga el rocío de la noche, porque olvidada esa precaución, se les lastima el lomo con mucha facilidad. Ya los caballos empezaban a sufrir a causa del largo viaje; yo temía por su estado general y porque llevaban el lomo delicado. Corríamos el peligro de quedar «sin pies» como dicen los gauchos. Casi al finalizar esta jornada, uno de los caballos se mostró tan cansado, que no pudo continuar camino y nos vimos obligados a abandonarlo. Antes hicimos piadosos esfuerzos para llevarlo hasta una casa que vimos a la distancia.


Al llegar a ella me encontré con unos irlandeses que se ocupaban en cavar una zanja y con los que mantuve una larga conversación. Me enteré de que no hay trabajo tan lucrativo como ese y que aquellos hombres ganaban, según sus propios cálculos, diez a doce chelines por día. Todavía se mostraban quejosos, a pesar de que tenían comida en abundancia y podían economizar de diez a doce chelines por semana. Ganan jornales tan altos porque muy pocos trabajadores de su condición llegan tan lejos, hacia el sur, y porque los criollos no toman jamás una pala en sus manos. Se explica así que esos hombres, fuertes y laboriosos, puedan ganar lo que pidan.


Si diez o quince mil indigentes, de los que habitan en Irlanda, se desparraman en este país, serían bien recibidos en todas partes, encontrarían trabajo en abundancia y ganarían los mejores jornales. Los artículos de primera necesidad encuéntranse fácilmente: la carne de vaca y de cordero que se malgasta como alimento de perros, chanchos y buitres, bastaría para mantener al doble de la población.


En este rancho nos quedamos a pasar la noche. La cocina –donde comimos y dormimos– consistía en una armazón de madera adicionada con cañas, pastos y juncos, pero sin barro ni revoque de ninguna especie. Ya entrado el sol, empezaron a llegar los huéspedes: formaban en la reunión, la dueña de casa –una mujer anciana– con su hija que estaba preparando el mate, dos irlandeses, un soldado que iba de camino, tres muchachos de la familia que jugaban a las cartas y una india vieja de aspecto muy abatido que se sentó a mi lado, en el suelo. Los criollos descansaban sobre trozos de madera, muy bajos; yo me encontraba más cómodo sentado en el suelo, con el brazo sobre el asiento, o cruzado de piernas a la usanza turca. Sentarme sobre un cráneo de caballo o sobre un trozo de leña, alto de seis pulgadas, me producía dolores en la cintura y calambres en las piernas. A cada momento veíame obligado a pararme o a ponerme en cuclillas en el suelo. El combustible usado, era –como de costumbre– huesos, ramas y sebo: sobre el fuego se inclinaban dos asadores con carne; también colgaba una olla donde se cocía carne de cordero y zapallo. Una bayoneta de soldado, clavada en el suelo, servía de candelero: por primera vez en mi vida, veía una bayoneta destinada a un fin útil.


A cada uno de los presentes nos dieron dos espigas de maíz para que las asáramos entre la ceniza; el hambre me urgía de tal modo, no habiendo tomado otra cosa que un almuerzo frugal, que comí el maíz medio crudo. Entre tanto, la india que estaba junto a mí, dábase maña, sin apresurarse, para tostar sus choclos lo mejor posible. Acurrucada muy cerca del fuego, teniéndolo bien a su alcance, daba vueltas las espigas sobre la ceniza.


Cuando terminamos de comer, pasó de mano en mano un trapo destinado a la limpieza de los dedos. La dueña de casa se retiró y empezamos los preparativos para pasar la noche.


Al preparar el piso, con objeto de acostarnos, advertimos que no había espacio suficiente para todos; entonces, dos hijos de la dueña de casa y un irlandés –aunque la noche estaba fría– salieron a dormir afuera y se acomodaron bajo una gran carreta de bueyes.


Yo había observado, en un rincón del rancho, una camada de cachorritos y me arreglé de manera que me calentaran los pies; pero daba sobre mí una corriente de aire y tuve que cambiar de posición, acostándome junto a uno de los peones. Muy poco después, todos dormíamos profundamente. Ya para entonces, poco me importaba el lugar donde debía dormir –siempre que el suelo estuviera bien barrido– aunque bien me daba cuenta de que el estado de limpieza en dormitorios y cocinas, era el índice más exacto para juzgar de las gentes, y sobre todo de las dueñas de casa. Es muy grato recordar las costumbres arcádicas y la vida pastoral, así como imaginar a nuestros primeros padres bajo los árboles umbrosos, reclinados sobre macizos de violetas. Pero todo ha de ser a condición de que se nos deje sentados sobre muelles cojines y rodeados de obras de arte, en un espacioso salón. Cuando se vive la realidad pastoral, resulta por cierto muy diferente. El dormir en el suelo, no armoniza mucho con la sensibilidad poética y en nada se parece al descanso que gozamos sobre un buen lecho y entre sábanas limpias.


Hay aquí otro índice de civilización, acaso más evidente, y es el tenedor. El tenedor no se usa jamás entre las clases pobres, y, en realidad, creo que no se usa porque exigiría la adopción de otros hábitos domésticos que resultarían fastidiosos: un cuchillo y un tenedor requieren un plato, el plato requiere una mesa. Sentarse en el suelo con un plato resultaría inconveniente y ridículo. Una mesa, pide, a la vez, una silla y así las consecuencias del uso del tenedor, importarían una completa revolución en las costumbres domésticas.


En la mañana siguiente, continué mi viaje en dirección al Azul. Este es el punto fronterizo de intercambio con los indios. Si hubiera dado crédito a todo lo que me dijeron sobre los peligros del viaje a lo largo de la frontera, habría adoptado muchas medidas de seguridad. Pero, en esta región –como en todas aquellas escasamente pobladas– los peligros son, en mucho, creados por el miedo y por los rumores circulantes, de modo que se desvanecen cuando nos aproximamos a ellos.


Tras una marcha de pocas horas, entramos en Azul, ciudad de origen reciente que no pasa de ser una simple agrupación de ranchos. En el centro existe un fuerte con algunos cañones; hay también una pequeña iglesia y una tahona movida por mulas. Se estaban construyendo varias casas de ladrillo: entre los trabajadores figuraban hijos del país y algunos ingleses. La población es de unas mil quinientas personas y los indios fronterizos la habían mantenido siempre en estado de continua alarma. Le estaba reservado al general Rosas, imponerles un verdadero escarmiento con su expedición de 1833. Esta expedición alcanzó tanto éxito, que su jefe, al volver, fue llamado por todos el Héroe del Desierto. La guerra los hubiera exterminado, pero los mismos indios pidieron la paz. El vencedor no se proponía otro objeto; una vez que los hubo aterrorizado –al punto de que temblaban a su solo nombre– muy de buena gana hizo la paz, pero imponiéndoles la ley.


Las condiciones del tratado fueron sencillas: los indios se comprometían a mantenerse dentro de sus propios territorios sin cruzar nunca la frontera ni entrar sin permiso en la provincia de Buenos Aires. Obligábanse también a prestar contingentes militares cuando se les pidieran y a mostrarse pacíficos y fieles. En compensación, cada cacique recibe hasta ahora del gobierno cierta cantidad de yeguas y potros para alimento de su tribu y de acuerdo a su número; además, una pequeña ración de yerba, tabaco y sal. En rigor, cada indio viene a costar al gobierno, en tiempo de paz, unos seis pesos papel, por mes, y en tiempo de guerra, unos quince pesos. El número de yeguas que se les suministra mensualmente, no alcanza a dos mil. De tal manera, con verdadera economía, se ha comprado la paz con estas tribus nómadas y rapaces. El cumplimiento de las cláusulas del tratado estaba encomendado a don Pedro Rosas y Belgrano, persona muy querida por todos: indios, criollos y extranjeros.


La provincia entera se encuentra ahora libre de indios, como que ninguno puede avanzar un paso en la frontera, bajo penas rigurosas. Suelen cometerse, naturalmente, robos y asesinatos, pero debe decirse que son casi siempre desertores del ejército quienes incitan a esos hechos. Por lo demás, no son muy frecuentes, si se considera la enorme extensión de la frontera y que a lo largo de toda ella, los indios, que son muy pedigüeños, andan vagando de continuo.


Se calcula en tres mil, el número de indios de lanza que pueden considerarse adictos a las autoridades de Azul y Tapalquén, pero, en caso necesario, esa cantidad podría duplicarse apelando a los caciques de Tierra Adentro, que tienen una altísima idea del poder y la grandeza del general Rosas.


Nada revela mejor la superioridad de una raza sobre otra, que lo siguiente: los indios poseen todavía un territorio mucho más extenso que el poseído por los habitantes de raza española; eso no obstante, reciben como limosna el auxilio que se les presta, cuando, con solo imitar lo que hacen sus dominadores, podrían ser igualmente ricos en vacas y caballos.


Después de dar una vuelta por la población, fuimos a visitar al Comandante, don Pedro Rosas y Belgrano, a quien presenté mi pasaporte. Me recibió muy cortésmente suministrándome varios datos que necesitaba.


En las primeras horas de la tarde reanudamos la marcha. Llegamos hasta una casa en ruinas, que, según supimos después, había sufrido un incendio por haberse quemado el campo, lo que ocurre a menudo cuando el calor es muy fuerte. Desde cierta distancia, hicimos el saludo acostumbrado: ¡Ave María!, pero no recibíamos la consabida respuesta: Sin pecado concebida. Entonces don Pepe fue, sin bajarse del caballo, hasta una mujer que se hallaba cerca y le pidió que nos preparara albergue para la noche. La mujer vino a la casa con la mejor voluntad, hizo fuego, y, algunos momentos después, estábamos todos sentados en torno a un medio cordero bien asado.


En la mañana siguiente partimos para Tapalquén, por campos de pastos altos y duros; anduvimos ya entre las chozas o toldos de los indios; en cada toldo se veía, clavada en el suelo, una lanza. Cuando llegamos al destacamento, a eso de mediodía, dejé a don Pepe con la tropilla en el campo, y, con don José, entramos en el poblado.


Tuve la suerte de encontrar en seguida al Comandante, coronel Echevarría 22, a quien presenté mi pasaporte, simplemente como una formalidad, exponiéndole mis propósitos. El coronel me instó para que me alojara en su casa todo el tiempo necesario, lo que me halagó mucho por el gran deseo que tenía de visitar las tribus aborígenes. El coronel, que había residido entre ellas largo tiempo, era el más indicado para darme una información detallada y veraz sobre sus creencias religiosas y sus costumbres. Por eso acepté complacido la invitación y fui huésped del coronel por algunos días.