Viaje a caballo por las provincias argentinas
Capítulo 2
 
 

Un alto para cambiar caballos. - Hacia las nubes. - Cacería de venados improvisada. - Hospitalidad familiar en una estancia. - El asado. - Botas de potro. - En la estancia de Newton. - Las ovejas y las inundaciones. - Los pozos y la manera de sacar agua. - La laguna de Chascomús. - Chozas de mujeres criollas. Malas costumbres de la soldadesca. - La estancia de Mr. Thwaites en Chascomús. - La tropilla perdida. - Un juez de paz. - Peligros del mucho hablar. - Establecimientos para cría de ovejas.



Seguimos andando y llegamos a una estancia compuesta de cinco leguas cuadradas de pastoreo y que contenía de quince a veinte mil cabezas de ganado. Allí pedimos permiso para encerrar la tropilla en el corral. Don Pepe necesitaba cambiar caballo porque el suyo había trabajado mucho durante la mañana y parecía cansado; llevaba, además del jinete, la carga de un pesado lazo, las boleadoras y algunos maneadores necesarios para el viaje junto al corral estaba instalado un almacén adonde nos acercamos con la esperanza de conseguir un poco de pan y algunas galletas. Una vez adentro, me enteré, muy complacido, de que el propietario era un escocés, quien nos invitó a entrar en su casa y a descansar en ella brindándonos con una excelente merienda. Después volvimos a montar y nos apartamos del camino (si así podía llamarse) entrando en un campo muy pastoso. Hicimos un rodeo, porque don Pepe quería pedir a una persona ciertos datos relativos al viaje. Por espacio de una legua fuimos galopando muy agradablemente. Podía sentirme satisfecho de mi caballo porque era de muy buen andar y manso, aunque algo espantadizo; tenía la boca muy blanda; yo apenas le hacía sentir la rienda y por momentos me daba la impresión de ir montado en una gacela.


El caballo de don José, por el contrario, era mañero y de andar desagradable, por lo que nos detuvimos para que ensillara otro de mejor paso. Esta tarea, que debíamos cumplir diariamente durante nuestro viaje, nos dio ocasión de apreciar lo que vale una tropilla bien amadrinada; no tuvimos más que caminarles un momento alrededor para que los caballos formaran un grupo bien compacto. Don Pepe desmontó y yo le tuve el caballo de la rienda, porque era arisco. Después se acercó cautelosamente a la tropilla, maneó la yegua y se dio a la tarea de enfrenar el caballo que deseaba. Esto resultó divertido porque, así que don Pepe se acercaba a un costado de la yegua, todos los caballos se corrían al lado opuesto sin apartarse de ella y cuando quería seguirlos pasando al otro lado, lo evitaban con la misma maniobra como en un juego de niños. A nosotros nos complacía mucho el espectáculo por cuanto en ningún momento los caballos intentaron siquiera separarse de la yegua. Hubo un momento en que don Pepe trató de sorprenderlos pasando bajo la barriga del animal, pero ellos lo advirtieron enseguida y se pasaron al lado contrario. Claro es que, desde un principio, don Pepe hubiera podido enfrenar uno cualquiera de los caballos, pero se trataba de hacerlo con el que había elegido de antemano.


Antes de seguir nuestro camino y una vez que don Pepe montó, pregunté por la ruta que seguiríamos. Don Pepe me contestó, señalando a lo lejos con la mano:


–¿Alcanza a ver aquella hacienda?...


–...No veo más que ganado, contesté.


–Muy bien, pero, ¿ve aquella mancha oscura que parece una tropa regular de ganado?...


–Sí... Algo oscuro veo allá lejos pero no sabría distinguir si son vacas o caballos.


–¿Y que más ve en la misma dirección?.


–Más lejos... unas nubes aborregadas...


–Nubes... sí... a usted le parece que todavía está en el mar. Y bueno, vamos a seguir marchando derecho a esas nubes.


–¿Y cuando lleguemos a ellas?...


–No se preocupe... antes vamos a ver otras cosas...


Don José dijo, entonces, que las tales nubes podrían empezar a moverse y nos pusimos a gran galope en dirección a ellas.


Pasado un rato se presentaron a mi vista, por primera vez, los venados y los avestruces silvestres, y dimos comienzo a una magnífica persecución. Encontramos, primero, una tropa de venados que no prestaron mayor atención hasta que estuvimos muy cerca y pudieron oír el cencerro de la yegua. Con esto empezaron a levantar las cabezas y a mirarnos, parando las orejas con las colitas tiesas.


En estas circunstancias prorrumpimos en un grito agudo y prolongado. Esto bastó para que echaran a correr desesperadamente, no sólo los venados sino también los caballos, viéndonos obligados, nolens volens, a correr detrás como si fuéramos persiguiendo una manada de baguales. Aquello resultaba un deporte de príncipe: el mismo Nemrod hubiera envidiado la partida... Los animales de la estancia se hacían a un lado, abriéndonos camino: por un largo trecho y a toda carrera seguimos aquella tropa, compuesta de caballos, venados y avestruces.


Las cigüeñas, los caranchos e innumerables bandadas de pájaros que cruzaban el aire, remontaban el vuelo y se mantenían suspendidos como asombrados del espectáculo. Por último, los avestruces y los venados se apartaron, mientras la tropilla, para satisfacción nuestra, fue moderando la carrera. Esto me trajo a la memoria una superstición que corre entre los nativos: según ella, todas las noches y a la misma hora comienzan a aullar los perros del campo como si lloraran a un difunto y es que a esa hora sale un ánima en pena y hace una ronda nocturna, montada en su caballo y arreando una tropilla.


Después de este día tan agitado, llegamos a la estancia donde pensábamos hacer noche. Don Pepe esperaba también obtener en ella algunas noticias de importancia. Daban sombra a la casa tres o cuatro ombúes y el propietario se adelantó a recibirnos con mucha urbanidad, invitándonos a desmontar y a pasar la noche. Me sorprendió gratamente ver dos hermosos galgos que respondieron a mis cariños. Eran grandes y fuertes, capaces de voltear un venado. Como es costumbre, dejamos nuestros recados en el suelo, por algunos momentos, mientras acompañados del dueño de casa entrábamos en ella cambiando algunas frases corteses. Después, él mismo nos pidió que entráramos los recados y nos indicó los cuartos que íbamos a ocupar.


Luego pusieron un asado al fuego y no tardaron en invitarnos a comer. Tomé la silla en que me hallaba sentado bajo un árbol y me senté a la mesa; estaba cubierta por un limpio mantel y encima una fuente con asado; había bizcochos morenos, un jarro de hojalata y los platos para los huéspedes; cada plato tenía un tenedor pero no cuchillo porque se supone que el huésped lo lleva consigo; también se supone que lleva provisión de sal. Como teníamos apetito y el plato era excelente, dimos buena cuenta de él. Luego nos levantamos y agradecimos al dueño de casa la cena que nos había obsequiado.


Caminando por la estancia observé que las paredes de la casa eran de piedra, lo que no dejó de sorprenderme, teniendo entendido que no existían piedras por aquellos campos. Para satisfacer a un geólogo amigo, solicité del dueño de casa una muestra que me ofreció de inmediato. La casa era de una planta, con sólo dos habitaciones y techo de totora. Frente por frente había un espacio cercado, destinado a huerto donde crecían arbustos fragantes y plantas florecidas; también algunas coles y cebollas, todo muy abandonado; una cigüeña se había posesionado del pequeño huerto durante la tarde. Del lado opuesto al jardín, había una huerta de duraznos. Al atardecer, y terminadas las faenas del día, los peones y otras personas de la casa, incluso el patrón, organizaron una partida de bochas. Ya próxima la hora de dormir y antes de irnos a la cama nos invitaron con mate. En el cuarto que me fue destinado había una cama pequeña con colchón de lana y también un catre. Este último, de uso general en la campaña, es muy cómodo y manejable: se construye según el sistema de las sillas plegables de jardín; lleva como fondo una lona que puede doblarse hacia arriba. El patrón nos dio una sábana a cada uno y una almohada, deseándonos buena noche. Con los ponchos y los aperos de montar suplimos lo que nos faltaba como ropa de cama, La tropilla nos había preocupado bastante por el temor de que pudiera volverse a la querencia si la dejábamos suelta durante la noche; por eso la encerramos en el corral y sólo quedaron afuera, pero maneados, los caballos que debíamos montar al día siguiente. Muy de mañana y estando todavía en la cama, Don Pepe me despertó con un mate: esta bebida debe de ser muy tónica a juzgar por su gusto amargo cuando se la bebe sin azúcar. Cuando, después de levantados, salimos afuera, quedé sorprendido ante la llanada tan perfecta que se dilataba ante nosotros por todos lados: no se advertía en una extensión inmensa la más leve ondulación.


Los nativos no almuerzan antes de las once y nosotros teníamos prisa en reanudar nuestro camino pero antes deseábamos tomar algún alimento; Don Pepe solicitó, entonces, un pedazo de carne. El patrón nos instó a cortar todo lo que quisiéramos. Don Pepe, que conocía aquello como el mejor, cortó una tira de asado en la parte más tierna. Tal es la costumbre, en el campo, en casos así. Se pide al viajero que corte lo que guste porque siempre hay carne en abundancia que cuelga en un lugar abierto.


Entramos con Don Pepe en la cocina: se hallaba en ella el patrón con dos o tres peones más, sentados todos alrededor del fuego. El fogón estaba en el suelo, en el centro de la cocina; consistía en una hilera circular de ladrillos, colocados de canto y cerrando un espacio de una yarda cuadrada; sobre el fuego hervía una calderita colocada encima de un trébedes. Nos sentamos haciendo rueda, sobre unos troncos de madera, altos de unas seis a ocho pulgadas. Un muchacho servía el mate a los presentes. Como no había chimenea, el humo llenaba la cocina, aunque algo evitábamos la molestia por el bajo nivel a que nos hallábamos sentados. Después que sacaron la caldera, Don Pepe puso nueva leña en el fogón y con su cuchillo limpió de ceniza y grasa el asador. Este era una barra de hierro, de unos cuatro pies de largo. Don José le ayudó a ensartar la carne y a asegurar un extremo del asador clavándolo en el suelo de manera que quedara inclinado sobre las brasas. En esta forma, la carne se asa muy bien, porque el calor, subiendo de todos lados, la penetra completamente dándole un sabor muy especial y delicado. Tal vez una persona demasiado exigente pudiera sentir cierta repugnancia viendo la espesa humareda y el polvo que por momentos oculta el asado a la vista de los presentes.


Don Pepe daba vuelta el asador, una y otra vez. Llegado el momento, un muchacho comenzó a pisar sal en un mortero grande de madera y esparció un puñado sobre la carne asada. Don Pepe, entonces, colocó el asador atravesado por encima de las brasas con los extremos descansando sobre dos ladrillos para preservar la carne, de la ceniza; hizo dos o tres cambios más y la carne quedó a punto. Entonces clavaron el fierro en el suelo, nos sentamos alrededor y empezamos a cortar con nuestros propios cuchillos, muy contentos de participar en aquel banquete de gitanos. En la cocina no había una sola mesa... Comer de esta guisa requiere cierta práctica: primeramente se ha de coger la carne con la mano izquierda, luego tomar con los dientes el bocado elegido y aplicar el cuchillo, con la mano derecha, apoyando el filo hacia arriba para cortar. Esta carne era particularmente tierna y muy jugosa. Mis manos se cubrieron de grasa y me apresuré a lavarlas en un latón de amasar, a falta de otro recipiente.


Terminado el almuerzo, tomamos un trago de agua y agradecimos nuevamente al dueño de casa su hospitalidad. Por cierto que le hubiéramos inferido una ofensa, de haberle ofrecido una paga cualquiera. Ese hombre, en realidad, podía vivir como un príncipe, de haberlo querido, aunque tal vez no hubiera sabido cómo hacerlo. Poseía legua y media cuadrada de tierra fértil (equivalente a nueve mil acres ingleses) y mucho ganado. Si la felicidad consiste en sentirse libre de toda preocupación y en la seguridad de que jamás la miseria se dejará sentir en nuestra casa, el anfitrión era, sin duda, en extremo feliz; sus ocupaciones se reducían a las peculiares de la vida ganadera; sus placeres consistían en visitar, los domingos, a sus amigos, en bailar, en jugar a los naipes y apostar a las carreras. En una carrera reciente había ganado cerca de doscientas libras esterlinas.


Don Pepe pudo procurarse aquí un par de botas del país, porque las que llevaba eran europeas y no se adaptaban bien a los pequeños estribos de nuestros recados. Para dar una idea de lo que son estas botas, se hace necesario describir su fabricación. A fin de obtener el material, matan un potro joven y le sacan el cuero de las patas traseras, desde el menudillo hasta la mitad, más o menos, del muslo; le raspan el pelo y mientras el cuero está húmedo, lo adaptan a la pierna y al pie de la persona que ha de usar las botas. Esta parte, desde el corvejón hacia abajo, forma el pie, y la parte de arriba cubre la pierna. Para dar forma al cuero y también para hacerlo más adaptable, ensanchan una parte, estrechando la otra y lo hacen de suerte que el pie quede cubierto, excepto los tres dedos mayores que, por lo general, quedan a la vista. Esta bota resulta muy liviana y muy apropiada para montar siendo de uso general entre los gauchos.


Cuando los caballos estuvieron listos, pusieron a prueba los destinados para mí porque no los conocíamos y había que verificar si eran mansos. Creo que en las cacerías de zorro no se emprenderá la marcha con tanto ánimo y contento como lo hicimos al dejar la estancia para continuar nuestro viaje. El ejercicio nos había sido saludable y respirábamos ahora un aire y unas brisas tan perfumadas que nos sentíamos como desligados de la tierra, según avanzábamos galopando por la llanura.


Como de costumbre, cabalgamos al principio entre tropas de ganado y vimos ese día muchos venados, no así avestruces. La primera parada que hicimos duró pocos minutos y fue para examinar una piedra redonda colocada como límite entre dos campos. Habiendo llegado a un sitio muy atrayente, cubierto de flores, donde crecía un pequeño arbusto de olor parecido a la verbena, desmontamos, echándonos a descansar sobre la hierba. Vino a mi memoria aquella bonita canción de Shakespeare «I know a bank», trayéndome dulces recuerdos del hogar. No quisimos privarnos de aquel goce voluptuoso, aunque más nos hubiera valido renunciar a él... porque apenas si pudimos alcanzar a la tropilla en el momento justo en que el caballo carguero se echaba en el suelo para revolcarse, totalmente olvidado de los espejos, botellas, jarros y otros objetos frágiles que llevaba encima y que tuvimos tiempo de salvar.


Seguimos camino, conversando sobre los placeres y las penurias de la vida en el campo. Don Pepe me contó, entonces, un caso que le habla ocurrido y que trato de reproducir con sus mismas palabras.


–Estaba yo un día –nos dijo– sacándole el cuero a una vaca muerta, cerca de una laguna, cuando sentí un ruido, atrás mío. Me di vuelta y era un toro que se nos venía encima, muy ligero. Lo atropelló al caballo de mi compañero pero le dio el golpe en la carona de suela que lo salvó. Entonces se le vino a la vaca muerta y le hundió los cuernos. Yo corrí a saltar en mi caballo, pero se había asustado y no me dejó montar. Entonces me puse atrás del toro para desjarretarlo, pero, cuando eché mano al cuchillo, me di cuenta de que no lo tenía. No me quedaba más que disparar y esconderme entre unos pastos altos. Con miedo y todo, al fin me entraron ganas de reír, porque, al toro, en lugar de atropellarme, le había dado por levantar con los cuernos a la vaca muerta. Mi compañero ya se había tirado al suelo también porque tenía el caballo atado. Si yo hubiera podido montar, le hubiera cortado la soga; pero me quedé tirado entre los pastos hasta que el toro se cansó de meterle los cuernos a la vaca y se fue.


Las vacas son todavía más peligrosas que los toros cuando un hombre se encuentra a pie, porque la vaca lo busca siempre, y mantiene los ojos bien abiertos. El toro –por el contrario– no busca al objeto que acomete y cierra los ojos, de suerte que, una persona lista, puede evitarlo si sabe saltar hacia un lado.


Siguiendo camino, pasamos junto a un pozo que habían cavado para dar agua a las haciendas. Estaba protegido por una fuerte empalizada, para evitar que los animales destruyeran el brocal de ladrillos. Había llovido tan poco en el verano, que los pozos se hacían muy necesarios. Pasamos sin dificultad el río Samborombón, completamente seco por la falta de lluvias. íbamos acercándonos a la estancia de Mister Newton, un súbdito británico; la casa, desde lejos, parecía muy grande por las arboledas que la rodeaban. Esta propiedad tiene cuatro leguas cuadradas y mucha hacienda. El Sr. Newton se hallaba en Buenos Aires, y fuimos recibidos amablemente por su mayordomo, Mister Ford y su mujer. Cuando llegamos, el mayordomo se encontraba fuera, pero la señora vino hasta el lugar donde estábamos con los caballos y nos invitó a entrar en la casa para descansar y comer alguna cosa. Enseguida ordenó que trajeran un cordero de la majada, para preparar la cena.


La recepción fue por todo extremo primitiva: como viajeros extraños, habíamos quedado a una respetable distancia de la casa hasta que se supiera nuestra llegada. La señora, que no había oído hablar nunca de nosotros, nos invitaba a entrar, sin ninguna carta de recomendación, por el solo hecho de presentarnos allí necesitados. Todo lo puso a nuestra disposición y nos trató como bienvenidos. Las costumbres de los pueblos pastoriles parece que son siempre semejantes. Ahora comprendo cabalmente las costumbres nómadas y los hábitos domésticos descriptos en el Antiguo Testamento. Las posadas y hoteles no existen en las pampas y el viajero debe atenerse a la hospitalidad de las gentes.


Yo me había encontrado, como viajero, en idéntica situación que la del Levita citado en el libro de los jueces, (XIX 20), si sustituimos la calle por el campo:


«Y alzando el viejo los ojos, vio a aquel caminante, en la plaza de la ciudad, y díjole: ¿A dónde vas y de dónde vienes?


Y él respondió: Pasamos de Betlehem de Judá, a los lados del monte de Efreim, de donde yo soy; y fui hasta Betlehem de Judá y ahora voy a la casa de Jehová, y no encuentro quien me reciba en su casa. Aunque nosotros tenemos paja y de comer para nuestros asnos y también pan y vino para mí y para tu sierva y para el criado que está con tu siervo, pero no tenemos dónde alojarnos.


–Y el hombre viejo dijo: Paz sea contigo; tu necesidad quede a mi cargo, con tal que no pases la noche en la calle.»


Esta vez yo no había tenido necesidad de nada y no era el caso de ofrecerme forraje para los caballos, porque en este país es de muy poco o de ningún valor. No puede darse nada más primitivo ni más bello.


La casa de Mr. Newton está construida de ladrillos y bien edificada. Tiene delante, una galería sostenida por pilares de madera. Algunas rejas, bastidores y postigos de las ventanas son de hierro e importados de Birmingham. Frente a la galería hay una parra de sombra muy grata. La huerta, circuida de un fuerte alambrado 17, contiene hortalizas de varias clases, tropicales y europeas; esta vez la cosecha de papas se había perdido por falta de agua. Como frutas, había peras, higos, manzanas, duraznos, membrillos, frutillas, naranjas, damascos, ciruelas y nueces. Lindante con esa huerta, había una quinta de duraznos y una pequeña plantación de paraísos. El parque y el jardín, menos extensos, se hallan defendidos de las incursiones de vacas y ovejas por setos formados de arbustos espinosos y por una cerca de hierro. Dos lados de la casa tienen arboleda y los otros dos dan al patio y a los galpones. En uno de éstos funciona un aparato a vapor para derretir grasa de vaca y de oveja. Hay también en el galpón una prensa de tornillo para enfardar lana. Esta lana, una vez enfardada, queda lista para la exportación.


Durante el invierno, el río Samborombón crece con extrema rapidez y al acercarse al río de la Plata se convierte en un verdadero torrente. De ahí que sea necesario ejercer mucha vigilancia sobre las ovejas; de lo contrario pueden ahogarse en gran número por ser animales muy tontos. Poco tiempo atrás, una persona de las vecindades había perdido seis mil ovejas de buena cría, como consecuencia de una crecida del río. Casi todas estas pérdidas deben atribuirse a la escasez de población: un propietario podrá ver ahogarse sus majadas, extraviarse sus ganados, alzarse sus manadas de yeguas, sin encontrar medios para evitarlo por falta de peones que vengan en su ayuda.


Al día siguiente, como de costumbre, me llevaron mate muy temprano mientras me encontraba todavía en la cama. El día estaba claro y soplaba una brisa reconfortante. Mientras hacía mi toilette pude escuchar, cantado por un carpintero escocés un himno de Wesley.


Entré a la cocina y llamaron mi atención dos grandes costillas de megaterio. Mientras las examinaba, alguien me indicó un hueso muy grande que empleaban como asiento y que, sin duda, era una de las vértebras del mismo animal. Cuando todo estuvo listo me dispuse a montar y me despedí de los presentes. Saludé, muy en especial, a la señora Ford que me había impresionado por la bondad de su corazón y su genuino sentimiento de la hospitalidad.


Aquel día monté un caballo nuevo para mí, que, si bien no podía llamarse arisco, se mostró de un natural demasiado vivo durante las primeras leguas de camino. Don Pepe montaba aquel caballo que, según él, sólo era bueno para que se le asentaran los pájaros del campo. Cuando salimos, la tropilla se encontraba a cierta distancia. Fuimos acercándonos con el caballo carguero por delante, y los otros se asustaron al verlo. El mío empezó a bufar con intenciones de huir para unirse a los demás, lo que me puso sobre aviso. Por último, y después de un recio galope durante un buen trecho, logramos poner a la tropilla en la dirección que deseábamos. En ese día, arreamos los caballos de otra manera: yo vigilaba uno de los flancos, don Pepe se había encargado del otro, mientras don José dirigía desde atrás. Este modo de llevar la tropilla en línea recta, resultó el más conveniente porque nos evitó molestias y rodeos innecesarios, bastaba con dirigir la yegua, y los caballos la seguían sin dificultad. Desde la estancia, hasta que llegamos a una extensión de pasto muy duro, nos acompañó una bandada de loros. Fue un alivio para nosotros cuando se volvieron porque ya empezaban a molestarnos con sus gritos.


Seguimos marchando algunas millas por ese campo y encontramos algunas personas que abrevaban el ganado; en este caso, como en tantos otros, la razón del más fuerte es siempre la mejor», porque los animales parecían haber convenido tácitamente que bebieran primero los caballos, luego los bueyes y por último las ovejas.


Aquí vi, por primera vez, la forma en que sacan agua de los pozos. Encima del pozo se levanta una armazón de madera de donde se suspende la roldana por donde pasa una soga de cuero, que se prende, en uno de los extremos, al cubo, y en el otro a la cincha del caballo. El balde es de cuero, muy grande y de una forma muy particular; tiene cinco o seis pies de largo y es abierto en los dos extremos 18. Una vez que el balde desciende al pozo, un individuo a caballo lo tira por cierto trecho hasta que sube por encima del brocal. La soga se dispone de tal manera que cuando el caballo ha tirado el balde un trecho suficiente, la boca del cubo se inclina sobre una cisterna o batea en la cual se derrama. Esta operación se hace con facilidad y con bastante rapidez. Cambiando caballo por una sola vez, puede darse de beber a dos mil cabezas de ganado en el espacio de unas ocho horas.


Hace poco tiempo han inventado otro sistema para sacar agua y dar de beber a los ganados, Supongamos un pozo de quince pies de profundidad: en tal caso deberá tener una anchura de diez y seis pies. Hacen, entonces, un balde de forma oval, en lona reforzada, de unos catorce a quince pies de largo, abierto en sus dos extremos, un extremo algo más ancho que el otro. En la abertura más ancha, se clava o se cose un arco redondo de madera dura, para lo cual suelen también servir esos arcos que forman el borde superior de un balde común. A fin de reforzar los flancos del cubo de lona, cosen a lo largo dos sogas gruesas, de una pulgada más o menos. El cubo se asegura a las estacas de la boca del pozo y el extremo y borde más ancho, se ata, mediante una soga, a la cincha del caballo según el procedimiento ya descripto, bájase el cubo al pozo hasta una profundidad suficiente, de suerte que pueda admitir el contenido de varios baldes comunes y entonces lo sacan, valiéndose siempre del caballo, hasta que se derrama en la batea o cisterna donde bebe el ganado.


Por el poco cuidado que ponen los propietarios de campo, en la conservación de los pozos, mueren en estas regiones, anualmente, miles de animales vacunos. Los nativos son por completo inútiles para cavar pozos o limpiarlos, y como no existen extranjeros suficientes para realizar esa faena, ocurre que se abandona completamente. He podido observar que todos los criollos nacidos o criados en el campo, ignorantes de la vida y hábitos de la ciudad, muy raramente sienten inclinación por ningún otro trabajo que no se relacione directamente con los caballos y las vacas. Obligarlos a vivir en una ciudad, confinarlos en una localidad determinada, o someterlos a las labores de la agricultura, equivaldría a encerrar un pájaro en una jaula. La única ambición de los paisanos es la de ser buenos jinetes y las faenas propias de la ganadería constituyen su ocupación favorita.


Cualesquier otro trabajo, comercio o industria, se deja para los extranjeros, o sencillamente, se abandona.


Los hombres que daban agua al ganado nos indicaron el camino y seguimos andando; la escena cambiaba, impresionándonos gratamente por su novedad. No habíamos caminado mucho, cuando atrajo mi atención una pequeña eminencia del terreno donde apenas crecía la hierba y supuse que sería el linde de un campo. Don Pepe me explicó que una carreta de bueyes se había atracado en el barro (aunque no existía nada parecido a un camino) y luego había sido menester desenterrarla con palas, formando ese montón de tierra, Estos accidentes ocurren con frecuencia y, en tales casos, uncen a la carreta diez o doce bueyes, pero también suele ocurrir que el vehículo se rompa o que le dejen en el pantano hasta que el terreno se seque. Mientras íbamos de camino sentí una sed extraordinaria y, cuando menos lo esperaba, se presentó a mi vista la laguna de Chascomús; tal vez la proximidad del agua me estimuló la sed pero lo cierto es que, de inmediato, dirigí mi caballo a la laguna. Los caballos de la tropilla no tardaron en advertirla y empezaron a galopar, metiéndose en el agua para beber; después, no querían abandonarla y tuvimos que insistir mucho para que salieran. Estábamos sentados en la orilla, cuando nos rodeó una manada de potros, todos blancos que ofrecían un singular aspecto. El conjunto de la escena era encantador y de un carácter acentuadamente agreste; el día estaba hermoso, el sol se hundía en el horizonte y por varias millas a la redonda el suelo aparecía cubierto de margaritas silvestres, formando como un tapiz verde y oro. Algunos cisnes nadaban en la laguna, cerca de nosotros. Los patos silvestres zambullían muy cerca también y bandadas de otros pájaros se veían en la orilla opuesta. El paisaje, que en esta época aparece tan hermosa, presenta un aspecto muy diferente durante el verano o en pleno invierno. En esta última estación el agua cubre casi la mitad del distrito y en verano los pastos se secan a causa del intenso calor. La abundancia de pasto, durante el verano, depende de la extensión que ha sido cubierta por el agua en invierno: así se explica la pobreza de algunas grandes estancias donde los campos son muy ondulados.


Después de abandonar aquel sitio, una vez descansados, seguimos andando y no tardamos en llegar a una vivienda. Eran dos chozas mal construidas, de cañas, juncos y barro, expuestas al viento y al agua, en un sitio que parecía haber estado cercado alguna vez como acostumbran, por aquí, a cercar los jardines. Aparecieron varias mujeres y nos invitaron a desmontar, lo que no aceptamos, pidiéndoles, únicamente, un vaso de agua. Una muchacha joven, sentada a la sombra y a un costado de la casa, estaba peinándose, ocupación favorita de las mujeres en estas latitudes. La muchacha de mejor apariencia entre las del grupo nos ofreció agua en un jarro de hojalata; era realmente hermosa; los cabellos negros le caían en dos trenzas sobre la espalda y le llegaban a la cintura.


En las proximidades de ese lugar, el general Prudencio Rosas, hermano del actual gobernador, ha cercado una gran extensión de tierra lindante con la laguna, por medio de un muro que me pareció de barro. Quise examinar su forma y espesor pero a mi caballo le resultó una novedad tan grande que se negó terminantemente a acercarse.


Mientras hacíamos el camino de Chascomús, íbamos preocupados por encontrar la estancia de Mr. Thwaites, un caballero inglés en cuya casa pensábamos pasar la noche. Por desgracia habíamos olvidado el nombre de pila de Mr. Thwaites y el nombre de la estancia, lo que constituía un grave inconveniente. Aquí, por lo general, el primer nombre de una persona se usa mucho más que en Inglaterra y, muchas veces, se hace necesario conocerlo para encontrar una casa. Al fin de cuentas, llegamos a la estancia de Thwaites, una hora, más o menos, antes de entrarse el sol; fuimos muy bien recibidos e invitados a alojarnos allí. No llevaba yo cartas de recomendación, a excepción de una que podría serme útil, cuatrocientas millas más adelante, en caso de tener que adquirir nuevos caballos o recabar fondos. Felizmente, confiaba mucho en la hospitalidad de aquellos con quienes tenía que tratar.


Como estábamos cerca de una ciudad donde existía una guarnición, y nuestros caballos eran excelentes, pensamos que podrían excitar la codicia de los soldados, que, a ese respecto, no sienten ningún escrúpulo. Por eso, nuestros principales cuidados fueron para la tropilla. Considerando bien el asunto, decidimos manear la yegua y dos o tres caballos de don Pepe; los otros quedaron sueltos y todos libres para pastar durante la noche.


La sociedad de Mr. Thwaites y de su amable familia, hizo muy placentera mi permanencia en su casa. La estancia dista unos cinco millas de la ciudad de Chascomús; la casa de familia es un verdadero cottage inglés; el edificio todo, es de ladrillos; tiene al frente una galería con pilares de madera que forman una especie de columnata muy bonita. álamos, paraísos y acacias de flores blancas, rodeaban la casa y en parte la ocultaban. El árbol del paraíso es muy semejante al mostajo: produce una flor pequeña muy fragante y racimos de frutas amarillas. El abundante césped, bajo la arboleda y frente a la casa, se hallaba cubierto de hojas secas, anunciadoras del próximo otoño; las violetas, muy abundantes, se hacían notar por su fragancia. La casa, con su granja y corral, sus galpones, jardines, huertas y parques está rodeada por un profundo foso y un seto vivo que abarca un conjunto de media milla cuadrada. La vida de familia, en este retiro feliz, me trajo los más caros recuerdos del hogar; veía allí una buena biblioteca, un piano fabricado en Londres, la chimenea encendida, los sirvientes irlandeses, el cocinero inglés: todo me representaba los días pasados, despertando en mi corazón el sentimiento de la patria y la añoranza de los seres queridos. Viven en la estancia unas sesenta personas, comprendida la gente de trabajo. Para su manutención se sacrifican cincuenta ovejas y dos o tres bueyes por semana.


Chascomús es una pequeña ciudad, distante treinta leguas de Buenos Aires. Tuvo, en otro tiempo, hasta cuatro mil habitantes, pero al presente se halla en estado ruinoso por haber sido, en 1839, el teatro de una revolución contra el general Rosas. Desde entonces ha sufrido mucho; todos cuantos resultaron comprometidos en la revolución, viéronse obligados a huir, dejando sus bienes confiscados. Tiene una iglesia grande, bastante ruinosa, que, según dicen, será restaurada por una suscripción popular; pueden encontrarse algunos almacenes y pulperías y se han establecido unos pocos artesanos ingleses y de otras nacionalidades. Habiendo entrado al almacén de un francés para comprar algunos artículos, vino a darnos conversación un inglés; dijo haberse encontrado en la armada de Buenos Aires cuando ésta fue tomada por la flota anglo-francesa; lo habían herido en un brazo, lo que le valió una pensión de cincuenta pesos mensuales, ahora era sargento de artillería y ganaba veintiocho pesos por mes. El soldado raso gana veinte pesos mensuales, aparte la ración de carne y yerba que recibe, pero debe tenerse presente que el peso papel, en estos momentos, no vale más de dos peniques y medio. Por aquí se consume harina norteamericana, aunque la tierra, en todos los alrededores es muy fértil y apta para el cultivo, pero es de imaginarse que si la población no se basta para cuidar el ganado, mal podría ocuparse en las labores agrícolas.


La ciudad se encuentra a orilla de una laguna muy larga y desde la misma población se extiende una sucesión de lagunas más pequeñas, hasta el Río Salado; no son navegables y casi todas contienen agua salobre.


Don José y Don Pepe habían ido hasta Chascomús, para comprar algunas frutas secas y otras cosas necesarias; a su vuelta salieron en busca de la tropilla, pero ya no la encontraron.


Varias personas de la casa salieron con el mismo fin, tomando diferentes rumbos. Todos volvieron, después de anochecido, sin haber encontrado nada. Alguien, sin embargo, informó que una muchacha encargada de cuidar unas ovejas, le dijo, mientras arreaba la majada, que había visto un soldado con una tropilla de caballos. Cuando se le preguntó por qué no había dado parte, contestó que se ocupaba de sus ovejas y no de caballos ajenos. En la madrugada del día siguiente, Don José y Don Pepe salieron nuevamente en busca de la tropilla. La estancia comprende una extensión de muchas millas, de suerte que podían galopar un buen rato antes de obtener noticias; volvieron a eso de medio día, sin ninguna novedad. Poco después, supimos que dos caballos ajenos, herrados y muy cansados, se hallaban en el campo; con esto empezamos a sospechar que los soldados –que andaban en malas cabalgaduras– se hubieran apoderado de toda o parte de la tropilla para emprender algún viaje. Don Pepe, así que comió algo, se fue a Chascomús para hablar con un oficial de su amistad y pedirle ayuda. Volvió a la hora de cenar con la única seguridad de que su amigo, a quien dejó las marcas de los caballos, haría todas las averiguaciones posibles.


Por donde quiera que fuéramos, oíamos contar episodios de caballos robados; a uno le habían llevado seis hermosos caballos de tiro, que no habían sido ensillados nunca y poco podrían servir a los ladrones si querían viajar sobre ellos; otra persona contó que había empleado todos sus ratos de ocio, desde tiempo atrás, en amansar una tropilla para tener montados propios y se había quedado sin ellos, ya cuando los caballos estaban dóciles; un tercero, yendo de viaje, había atado a soga larga un valioso caballo para que comiera por un rato y se lo habían hecho desaparecer sin darse cuenta; un irlandés gesticulaba sobre la destreza de los cuatreros, exclamando: –«Señor, son capaces de sacarle el caballo a su propia vista, ahí mismo, si lo deja». Los nativos, cuando están sin caballos, usan una expresión elíptica y dicen que están sin pies, porque todos los trabajos de campo, como juntar ganado, marcarlo, arrearlo, domar, tienen que cumplirse a caballo. Una causa que debe de contribuir en mucho a esa costumbre tan extendida, es el sistema de tomar peones con caballo propio. En efecto, un hombre que dispone de cinco o seis caballos, puede ganar seis y siete chelines diarios, sin que su alimento le cueste nada en los días de trabajo.


La noche se acercaba y yo seguía sin noticias de la tropilla, lo que me llevó a reflexionar seriamente sobre mi situación. Después de haberme decidido a explorar un circuito de ochocientas millas, lleno de interés y novedad, ahora precisamente, cuando hacía mi entrada en la región de más atractivos, veíame privado de mis caballos, de mis inapreciables caballos, e impedido de proseguir adelante. Lo que más me afligía era la pérdida de tiempo porque sólo disponía de un periodo corto, para cumplir mi viaje y llevaba los días contados. Por otra parte, los asuntos políticos en Buenos Aires se complicaban y me interesaba volver a la ciudad antes de un mes. También quería evitar la precipitación y el desaliento. Mi lema era: nil desperandum y evité cuidadosamente todos los extremos, escogiendo el medio que me pareció más oportuno.


Había puesto muchas esperanzas en este viaje y no estaba muy dispuesto a volverme atrás. Por eso decidí seguir, ya fuera por el camino de postas o comprando dos o tres nuevos caballos para servirme de ellos si las casas de postas no respondían a mis propósitos. Entonces aprendí, como nunca, a valorar mi tropilla perdida. Alguien me habló de otra que tenían en venta, a una legua de distancia y cuyo propietario pedía cien pesos por cada caballo. Don José fue a examinarlos para arreglar el negocio; encontró que los animales eran pequeños, flacos, demasiado nuevos, pero bien amansados; al fin entró en conversación por el precio y la mujer del dueño empezó a entrometerse y a poner inconvenientes. Por último, haciendo señas con la cabeza para que su marido saliera fuera, infundió en él toda la codicia de que se hallaba poseída y decidieron pedir una suma enorme a Don José; el precio se elevó de pronto a doscientos cincuenta pesos por animal. Como yo no me mostrara dispuesto a aceptar imposiciones semejantes, el negocio terminó ahí, y me alejé de aquellos aprovechadores que se quedaron lamentando la pérdida de un buen comprador.


Veíame ahora obligado a pensar en las postas aunque este sistema de viajar no estuviera de acuerdo con mis proyectos, por cuanto yo deseaba conservar mi libertad para desviarme a mi antojo del camino principal. Las postas presentan, además, otro inconveniente: los caballos, o son ya inservibles, o muy ariscos y hacen perder un tiempo considerable para prepararlos. En vista de todo esto, Mr. Thwaites, bondadosamente, me propuso acompañarme a Chascomús para hacer algunas indagaciones. Primero visitamos al Juez de Paz, quien se mostró muy condolido y me ofreció su ayuda pero manifestando al mismo tiempo que la pérdida que daba sujeta a muchas contingencias. Nos dijo que en esos días le habían robado a Don Prudencio Rosas, hermano del gobernador, varios caballos excelentes. Al retirarme me aconsejó que siguiera viaje con tres o cuatro animales para montarlos únicamente cuando los de la posta no me convinieran. En las postas podría yo encontrar, con seguridad, caballos de remuda y algunas otras facilidades, a un precio no mayor de dos o tres pesos por legua.


Habiéndonos despedido de Su Señoría el Juez de Paz, fuimos alcanzados por un irlandés, quien venía en procura de Mister Thwaites para pedirle que intercediera por un hermano suyo que se encontraba preso. El tal hermano hallándose en una pulpería en compañía de algunos criollos, había usado expresiones que importaban algo así como un delito de alta traición. Había enviado al Señor Gobernador con todos sus ascendientes y descendientes al... infierno, por el cual delito estaba en vísperas de ser enviado a Buenos Aires en calidad de preso político. Mr. Thwaites se interesó por el acusado con mucha bondad, ante las autoridades, y el preso fue dejado en libertad, después de hacer solemne promesa de que no repetiría jamás ofensas semejantes. La población irlandesa, en éstas inmediaciones, es muy densa y se hace sentir la necesidad de un sacerdote abnegado e inteligente para atender a los servicios religiosos,


Como la noche avanzaba, resolvimos volver a la estancia. Ya estábamos cerca de la laguna cuando advertimos un hombre que venía en dirección a nosotros. Este nos dijo que, en el día anterior, mientras andaba campeando unos caballos suyos, encontró una tropilla que, según le habían dicho unos peones, podía ser la nuestra. En seguida emprendimos galope mandando a Don José y a Don Pepe adelante con nuestro mensajero. Volvieron una hora después de anochecer, con la jubilosa noticia de que la tan deseada tropilla ¡había sido encontrada! De esta manera, todas las dificultades quedaron en un momento resueltas. Ya podría yo reanudar mi viaje satisfactoriamente.


Desde que dejé Buenos Aires, mi camino había transcurrido entre establecimientos dedicados a la cría de ovejas, en realidad, toda la campiña, saliendo de la ciudad y en un radio de treinta leguas, es un vasto criadero de ovejas.


La experiencia ha probado que la cría de ovejas es un negocio muy lucrativo y tan pronto como la población aumente lo bastante, la cantidad de lana que ha de salir del Río de la Plata, producirá, sin duda, un efecto muy sensible en los mercados europeos. Mr. Thwaites se preocupa mucho por mejorar las razas en sus majadas y algunas me mostró que producían lanas excelentes. Su majada sajona, que en 1841 no pasaba de ciento cincuenta ovejas, ha aumentado, en seis años, a mil, debido principalmente al cuidado (extraordinario aquí) con que ponen bajo techo las ovejas cuando van a parir. Estas comarcas son deudoras a Mr. John Harratt y a Mr. Peter Sheridan de toda la riqueza derivada de la industria de la lana y Mr. Harratt es reconocido como la mayor autoridad en la materia.