Lecciones de Historia Rioplatense
Conclusión
 
 
La historia argentina ha sido escrita, en nuestro país, sobre la base de un preconcepto —el antihispanismo— esgrimido, como bandera de guerra para justificar actitudes políticas. Hoy, logrado el objetivo de la Independencia, resulta una deleznable y anacrónica falsedad, pueril en escritores medianamente inteligentes.

Este preconcepto nos viene de lejos y es, puede decirse, el sostenido por los próceres constitucionales: Alberdi, Sarmiento y Mitre. Trilogía infalible, a quien la historia regulada otorga los dones del Espíritu Santo para juzgar sobre nuestro pasado. Aquellos hombres, mentores del antiespañolismo, menospreciaron las tradiciones virreinales como una rémora; no obstante haber plasmado —en dos siglos de unión a España— las épicas virtudes de nuestra raza, cuyo legado hemos, de transmitir intacto a la posteridad. Agreguemos a lo antedicho la devoción que, esos liberales —corifeos de la masonería—, profesaron a la civilización puritana y plutocrática de los Estados Unidos del Norte: verdadera meca del progreso materialista alabado por Alberdi en “Las Bases”.

Pora políticos de su laya —abrumados, además, por problemas internos que no podían resolver—, la constitución de los Estados Unidos, deslumbrante en teoría, adquirió un predicamento extraordinario. Fue, puede decirse, el arma esgrimida por tres generaciones de fanáticos (mirandistas, morenistas, lautarinos, directoriales y unitarios), en guerra contra la barbarie vernácula encamada en la mayoría del país que no comulgaba con sus soluciones, adoptadas con un fetichismo sin otro paralelo que el desprecio de lo propio.

Autodenigrarión suicida, impuesta en las catorce provincias argentinas por la facción victoriosa después de 1860. El erudito Carlos Pereyra 1 refiérese a ella con palabras condenatorias, que siguen siendo, por lo demás, de rigurosa actualidad continental: “Los pueblos hispanoamericanos se entregaron a una furiosa autodenigración —escribe—. Desconocieron su experiencia secular, muy valiosa, pues durante el régimen colonial habían tenido una actividad autónoma suficiente para capacitarlos y desdeñando la riqueza institucional de que eran herederos, se dedicaron a la imitación de la obra Norteamericana... Decir Federación y Estados, o sin llevar hasta ese grado la imitación, decir Ejecutivo y Legislativo, era expresar el beneficio de la Independencia traducido en semejanzas con la nación tomada por modelo. “América estaba institucionalmente bajo la éjida de los Estados Unidos”. Esta frase satisfacía a los políticos de los Estados Unidos y a los de las Repúblicas de lengua Española”.

Tal la verdad, recogida en libros y ensayos prohijados por el Estado Argentino; y lo que es peor, traducida a los textos de enseñanza recomendados en nuestras escuelas y colegios. La falsedad de semejante punto de vista (denigrar nuestra idiosincrasia propia y exaltar la ajena) resulta hoy patente, debido a los progresos a que ha llegado el estudio del pasado hispanoamericano. Vicente Fidel López ya lo hada notar en el prefacio de su “Historia de la República Argentina”, con esta frase: “La República Argentina nació como una evolución espontánea de la nacionalidad española”. Y el, investigador Carlos Roberts, 2 dice también que: “Una de las cosas que se nota muy especialmente al estudiar la historia del Río de la Plata, es la íntima conexión entre el espíritu colonial y el independiente, que no permite tratarlo separadamente con un criterio simplista”.

Es necesario, pues, desentrañar con sentido lógico y a la luz de documentos imparciales, la gestación y desarrollo del proceso de nuestra Independencia y de las luchas civiles a que dio motivo, hasta la definitiva organización nacional. Ya que quien investiga la historia de aquellos tiempos con el acostumbrado prejuicio antihispánico, no podrá explicar la perfecta coherencia entre hechos correlativos de la madre patria y de la nuestra, en un período político dado. A saber: la derrota de la escuadra franco-española en Trafalgar y las invasiones inglesas al Río de la Plata; la lucha entablada en España contra Napoleón y los proyectos de coronar en el Plata a la reina Carlota; el reconocimiento de José Bonaparte por los diputados de Bayona y la Jura en Buenos Aires del monarca Fernando VII; la caída en Cádiz de la Junta Central después de la derrota de Despeñaderos y la destitución de Cisneros el 25 de mayo de 1810.

El verdadero significado de nuestra emancipación, no es, por tanto, el que nos enseñan los textos de colegio y los superficiales tratados aprendidos sin discernimiento para el apremiante examen de la Facultad.

El descubrimiento del nuevo mundo y su conquista, en los primeros siglos XV y XVI, fueron —como lo han probado historiadores de diversas tendencias— empresas católicas que tuvieron como primordial objetivo la evangelización de los infieles. La generosa concepción inicial desvirtuóse luego, hasta transformarse, con los Borbones, en explotación regenteada desde Madrid. Ello despertó sentimientos de protesta en los indianos, cuyo único vínculo de unión que justificaba su lealtad a una autoridad desconocida y distante, era la religión católica, fielmente observada por los primeros reyes fundadores del Imperio.

El descontento robustecióse con el tiempo; en mi opinión, por dos motivos de distinta índole. Espiritual el primero: el catolicismo enseñado por los jesuitas y conservado, como bandera —al ser disuelta la Orden—, contra el regalismo y codicia de los últimos monarcas que entregaron la madre patria al extranjero. Y terrenal el segundo: la poderosa influencia del ambiente y los medios de vida, que hicieron del criollo una raza fuerte, más primitiva en las costumbres y, en consecuencia, menos propensa que la española europea a contagios ideológicos perturbadores.

Sintetizando, llegamos —en este orden de ideas— a las siguientes conclusiones finales:

1) Hasta el 25 de mayo de 1810, no prevalecieron —en el hecho— el cálculo mercantil, el odio de clases ni las maniobras extranjeras; que recién tendrán eco cuando comienza la lucho de tendencias a minar la primera Junta porteño.

2) La semana de mayo es —como queda dicho— una pura reacción de orden religioso y patriótico contra los franceses, cuya invasión a nuestras playas se esperaba, y que habían dejado a España humillada e inerme.

3) Por eso no se planteó —en aquella ocasión— ninguna cuestión atingente a “formas” de gobierno determinadas, ni se buscó de manera abierta la ruptura del vínculo con Fernando VII y sus sucesores.

4) El exótico e impopular jacobinismo de Mariano Moreno, hubo de revelarse sólo más tarde —y por sorpresa— en los editoriales de “La Gaceta”, y a través del tan discutido “Plan de Operaciones” presentado a consideración de la Junta con el resultado que se conoce.

Con lo dicho, cabe definir al movimiento de Mayo —sin alardes—, como la espontánea defensa criolla de la Hispanidad en peligro de ser nuevamente avasallada desde afuera. Ramiro de Maeztu, en su obra epónima, refiriéndose a la guerra emancipadora del nuevo mundo, ha estampado esta frase que honra a nuestros próceres de aquel tiempo: “...la aristocracia americana reclamaba el poder —dice—, 3 como descendiente de los conquistadores, y por sentirse más leal al espíritu de los Reyes Católicos que los funcionarios del siglo XVIII y principios del XIX”.

¿Puede negarse acaso, la justicia de quienes, sin traicionar los valores de la cultura heredada, persiguieron la independencia de su tierra con propósitos de salvaguardarla de un vasallaje extranjero que se tenía como seguro?