Lecciones de Historia Rioplatense
El cabildo abierto del 22 de Mayo
 
 
Doscientos cincuenta y un vecinos de los cuatrocientos cincuenta invitados por esquela, concurrieron a las diez de la mañana a la sala capitular del Ayuntamiento. El objeto era deliberar sobre las últimas noticias llegadas de la metrópoli. Notábase en el recinto “la falta de muchos vecinos europeos de distinción y cabezas de familia —comenta Julio César Chaves—, 10 en cambio, asistían sus hijos”.

¿Qué tendencia resultó triunfadora en aquella Asamblea, señalada como el primer antecedente de nuestra nacionalidad independiente?

“Evitad toda innovación o mudanza —recomendaba la proclama del síndico procurador Leiva, leída por el escribano del Cabildo— pues generalmente son peligrosas y expuestas a división. No olvidéis que tenéis casi a la vista un vecino que acecha vuestra libertad (se refiere aquí a los lusitanos) y que no perderá ninguna ocasión en medio del menor desorden...”

Un alegato racista y en el fondo nada español, fue el del Obispo de Buenos Aires: Benito Lúe y Riega. Produjo en el auditorio un pésimo efecto —refiere Vicente Fidel López— exacerbando el animo de los criollos. La legitimidad del gobierno de Cisneros quedaba resumida en la siguiente frase: “mientras quede un pedazo de tierra española y mientras haya uno solo de sus hijos en América, España y ese español deben continuar en el mando”. Su argumentación no sólo era chocante; estaba refutada por las leyes de Indias que tenía detrás. Así so lo recordó Castelli, en su discurso tan comentado —a la vez que tergiversado— por nuestros historiadores hispanófobos.

Castelli ejercía, a la sazón, el cargo de abogado de la Audiencia y era hombre de preparación curialesca, perteneciente al grupo de los avanzados “mirandistas”. Hay quienes afirman que, como miembro de la famosa “sociedad de los siete” —especie de logia masónica cuya existencia histórica no está bien probada—, conspiraba por el derrocamiento de las autoridades peninsulares. Sin embargo (recordemos, al pasar, que Inglaterra acababa de aliarse con los metropolitanos), contestó al Obispo con argumentos rotundamente tradicionalistas. No obstante su tendencia liberal, sostuvo —por táctica— las ideas opuestas (antinapoleónicas e hispanófilas) que flotaban en el ambiente. Me inclino a creer que el prócer pronunció su discurso por razones de efectismo y oportunismo políticos.

Vicente Fidel López 11 —de indiscutible autoridad al comentar los sucesos de 1810 que conoció por tradición oral de su padre, testigo en la Asamblea del 22 de Mayo— pone en boca de Castelli estas consideraciones de furibundo tono reaccionario: “¿Quién ha conquistado la España? ¿Quién ocupa todas sus provincias y quién manda a la mayoría de los españoles? El Obispo no nos negará que es Napoleón. Luego, si el derecho de conquista pertenece, por origen y Por jurisdicción privativa, al país que conquista, justo sería que la España comenzase por darle razón al Reverendo Obispo, abandonando la resistencia que hace a los franceses y sometiéndose por los mismos principios con que se pretende que los americanos se sometan a las aldeas de Pontevedra o al populacho de la Carraca...” Argumento habilísimo que refutaba, por elevación, la tesis de Lué basada, precisamente, en el derecho de conquista.

Continúa Castelli: “Aquí no hay conquistados ni conquistadores. Aquí no hay sino españoles. Los españoles de España han perdido su tierra. Los españoles de América tratan de salvar la suya... Yo propongo que se vote la siguiente proposición: que se subrogue otra autoridad al Virrey, que dependerá de la Metrópoli si ésta se salva de los franceses y que será independiente si la España queda subyugada.” “El doctor Castelli —dice por su parte Mariano Torrente— 12 declarando por caducado al gobierno español, e ilegítima la instalación del Consejo de Regencia, votó por la emancipación indirecta de la Metrópoli, proclamando el derecho de Buenos Aires para constituirse y gobernarse por leyes fraguadas a su antojo”.

Pero faltó, sin duda, un plan previo, y el caudillo que ordenara las deliberaciones de los concurrentes al Cabildo. El canciller de la Real Audiencia, D. Antonio José de Escalada, que no formaba en ninguna de las tendencias extremas, se atrevió a manifestar por su cuenta: “... que todo lo que fuese poner en duda la necesidad de dar una nueva forma al gobierno del Virreinato le parecía ya fuera de lugar, no sólo porque para eso se había convocado al vecindario, sino porque la Capital, conmovida en la masa, lo reclamaba como indispensable para su seguridad y para sus derechos. Había momentos —dijo— 13 en que los pueblos no tenían confianza sino en sí mismos; justo o injusto, es siempre imprudente que se pretenda cerrarles las puertas que ellos quieren vigilar”. El fiscal Villota —encarnación del espíritu conservador en, esa hora grave— trató, por su parte, de rebatir los argumentos de Castelli con los siguientes, basados también en la legislación indiana: “... dijo que las naciones —nos refiere López— 14 cualquiera que fuese el régimen con que se gobernaban, estaban habilitadas para ocurrir a su propia salvación en los casos imprevistos de la suerte o en los grandes conflictos en que su esfuerzo fuese necesario”, recomendando que esa decisión, atenta su gravedad, debía ser el resultado de la deliberación de todos los pueblos del Virreinato.

El doctor Juan José Paso —según la tradición— cerró el debate con el famoso argumento de la “gestión de negocios”, para justificar la precipitada actitud porteño de formar gobierno, sin consultar previamente a sus “hermanas” del interior.