Lecciones de Historia Rioplatense
España en 1789
 
 
A Carlos III sucede en el trono Carlos IV. Monarca sin carácter, de escasa iniciativa —políticamente manejable—, cuya admiración ciega por su padre le hizo continuar la tendencia reformadora y colaboracionista de aquél. Conservó el mismo ministerio masónico-liberal: Floridablanca; el conde de Aranda (Gran Maestre de la masonería y fundador del Gran Oriente Nacional de España) y el ex visitador y miembro del Consejo de Indias: José de Gálvez, autor de las reformas económicas que provocaron rebeliones popular en el Perú, Nueva España y Nueva Granada.

Carlos IV fue coronado en 1788, justamente un año antes de la revolución francesa, acontecimiento trascendental que sacudió a Europa y al mundo entero. Tuvo que enfrentarse con la formidable realidad nueva que dio vuelta —como a un guante— el principio de autoridad, provocando guerras, cambios internos y conflictos internacionales de toda índole. Revolución cuya trascendencia, desde luego, no voy a analizar aquí y que, por lo demás, sólo nos interesa incidentalmente.

Entró a gobernar el rey con un elenco internamente dividido por las banderías ideológicas del siglo. Floridablanca: simpatizante de Inglaterra. Arando, en cambio, incondicional de los franceses: déspota ilustrado en política y volteriano en todo lo demás.

Triunfante la revolución libertadora, la lucha de tendencias debilitó al gabinete madrileño. Eliminado Floridablanca, Aranda intenta un acuerdo con los republicados de allende los Pirineos. Carlos IV, al efecto, hace reconocer la bandera tricolor en todo el reino y posesiones de ultramar. Actitud gravísima que más tarde producirá funestos resultados políticos.

Aranda inicia, así, la convivencia imposible con los Jacobinos. Pero el tradicionalismo, con vitalidad todavía suficiente para inspirar serios temores, pone en la lista negra al nuevo régimen; sobre todo, después de conocida la criminal decapitación de Luis XVI. Las acciones del Gran Maestre bajan, en consecuencia. Y a la postre, es reemplazado por Manuel Godoy: personaje dispuesto a acomodarse a las circunstancias del momento. El monarca encomiéndale el arreglo —nada menos— del conflicto con Francia e Inglaterra. Mas aquél, presionado por la oposición, termina declarando la guerra a los “sans culottes” por solidaridad —”Pacto de Familia”— con la dinastía destronada de los Luises.

Esta guerra fue de una popularidad formidable en toda España; no tanto por razones políticas sino porque para la enorme mayoría, los franceses habían humillado al país y destruido con impiedad las costumbres de sus antepasados. Cuando Godoy hizo público el estado de beligerancia, todo el pueblo presentóse como un solo hombre a enrolarse en las filas del ejército realista Es Vicente F. López quien lo afirma 8 —a pesar de sus confesadas simpatías por el liberalismo— con estas categóricas palabras, tan suyas, por lo demás: “Un grito de júbilo y de popularidad respondió por toda España a este reto. Voluntarios por miles, y entre ellos 10.000 frailes, corrieron a alistarse en el ejército. Bandas enteras de ladrones abandonaron su vida errante (aquí nuestro historiador no puede con el genio) y pidieron indulto para tomar la cabeza de las guerrillas”.

La Orden Real anunciando el rompimiento con los regicidas del 89, conmovió profundamente a Buenos Aires y fue recibida con júbilo general. Sus habitantes, con gesto generoso, ofrecieron donativos para costear los gastos de una guerra que se juzgaba legítima; ascendiendo aquellos a 372.360 pesos, sin contar los anuales que sumaron 31.168 pesos. El comercio porteño contribuyó con 100.000 pesos recaudados por Manuel Rodríguez de la Vega y Martín de Sarratea. Más de un jefe de familia —refiere Ricardo Caillet Bois— 9 resolvió no enviar sus hijos a Europa, como era la costumbre, prefiriendo que permaneciesen en el hogar para educarlos sólidamente “en los incontrastables principios de nuestra católica religión”.

El temor de que “perniciosas máximas” pudieran infiltrarse en la arraigada población del virreinato, con mengua de la ortodoxia imperante, hizo que las autoridades extremasen su vigilancia al núcleo de franceses —comerciantes, contrabandistas y aventureros los más— residentes en la capital.

España, sin embargo, no estaba preparada para afrontar un conflicto largo. Por tanto Godoy, al sucederse las derrotas militares, resignóse a pedir la paz luego de la caída de Robespierre. Con mengua para la madre patria fue firmada aquélla en Basilea, el año de 1795. Mas las tropelías de los piratas allende el canal de la Mancha colocaron a Carlos IV —ahora inerme— en el trance de repelerlas. Así llegó a renovar con los franceses el ominoso compromiso obligatorio de alianza y asistencia recíproca, firmado —como antes lo vimos— entre los Borbones de París y de Madrid.

En 1796 fue concluido, pues, el tratado de San Ildefonso llamado en la Historia el segundo 'Pacto de Familia”. En adelante, el rey Carlos quedará atado de antemano a los caprichos del corso Bonaparte, quien terminó quitándole el trono de sus mayores pocos años después.