Lecciones de Historia Rioplatense
El Virreynato del Río de la Plata
 
 
Voy a referirme rápidamente a la gran obra política de Carlos III en el Río de la Plata: La creación del Virreinato en 1777.

La Colonia del Sacramento situada en la Banda Oriental de nuestra gran cuenca fluvial, fue una avanzada estratégica de los Braganza que siempre trataron de establecer allí una cabeza de puente para llegar al Uruguay. En el orden comercial, la Colonia era la puerta de entrada a Buenos Aires de todo el contrabando; no sólo mercantil sino también ideológico. Por ese medio Inglaterra, valiéndose de Portugal, sobornó conciencias con el propósito de fomentar la rebelión contra España en su provecho.

Ante esta amenaza, la Corona no pudo permanecer impasible. Y para frenarla envió a Pedro de Cevallos, gran militar, estratega y amigo de los Padres jesuitas, con instrucciones urgentes de ocupar aquella fortaleza enemiga dentro de su territorio. Partía el comisionado con el nombramiento de Virrey “provisorio” de Buenos Aires, anticipándose en un año a su erección definitiva decretada por las autoridades. Cevallos, con todo éxito, llevó a término esta empresa ocupando el Sacramento y parte del territorio de Río Grande del Sur (hoy brasileño). Quedó inaugurado así, con un rotundo triunfo guerrero, el nuevo bloque geopolítica de España en América: el Virreinato del Río de la Plata.

Liquidado el asunto drásticamente, la rivalidad con los lusitanos continuó, aunque ya no por la Colonia propiamente dicha sino por toda la provincia uruguaya. Vicisitudes y conflictos fueron suscitándose sin tregua, mas ahora España contaba con un cuartel general, tenía una organización política y una milicia aguerrida y regimentada, capaz de contener con éxito las invasiones del enemigo secular y de sus aliados los ingleses.

El conglomerado geográfico con capital en Buenos Aires comprendía todos los climas: desde el nórdico tropical, pasando por el templado, hasta el polar en la punta antártica del continente. Saben ustedes qué territorios abarcaba: La provincia del Paraguay, la Banda Oriental del Uruguay, el Alto Perú (Bolivia), la República Argentina entera —incluidos los siete pueblos de las misiones, hoy brasileños— hasta Tierra del Fuego; y además, una estrecha lonja dentro de la Gobernación de Chile que comunicaba con el Pacífico. Esta sabia conjunción estratégica estaba perfectamente resguardada y podía bastarse a sí misma. Tenía salida a los dos océanos: Atlántico y Pacífico.

A partir de la histórica Bula de partición del Papa Alejandro VI, completada por el tratado de Tordesillas, cada vez que España resolvió querellas con su rival estas tierras pesaron en la paz y en la guerra. Fueron, en cierta manera, el comodín que dio descarte a la diplomacia madrileña en ese juego sutil de acuerdos, tratados, negociaciones y transferencias patrimoniales entre Barbones y Braganzas, durante el siglo XVIII.

Todo Estado que entra en decadencia política —si es poderoso— tiene enemigos que le provocan conflictos a fin de sacar, a río revuelto, la mayor tajada posible en su beneficio. El secular pleito entre España y Portugal se agudizó, por lo mismo, obligando a Carlos III a contrarrestar de alguna manera el peligro cierto. Conviene recordar que éste segundo país —en aquel tiempo como hoy— obraba en carácter de aliado de Inglaterra.

Ahora bien, constituido el último de los virreinatos americanos, sus principales centros —urbanos y rurales— repartidos en el vasto territorio, continuaron la tradición fundadora de fortaleza, de baluarte militar en que nacieron. Ya que Buenos Aires, hasta muy entrada la Independencia, nunca hizo las veces de puerto económico. Sólo tuvo importancia como vía de comunicación con Asunción, de quien dependió hasta 1617, fecha en que será erigida Capital de la flamante Gobernación bonaerense.

En estas tierras apartadas y bravías habíase formado, desde antiguo, una sociedad ruda, educada en los rígidos principios españoles del siglo XVI pero con modos de vida diferentes a los de Europa. Nuestros antepasados llevaron, por lo general, una vida dura de soldados. Movilizados y en constante pie de guerra, defendieron las fronteras del Imperio desde los fortines, o trabajaron la tierra peleando, en pleno desierto, contra el indígena alzado en lucha desigual y heroica. De ahí que sólo por excepción, conociera el porteño tradicional la paz de las regiones ricas.

Así, en esa crianza difícil de sacrificios y vencimientos creció una clase dirigente vernácula —de criollos “decentes”— que reclamará sus fueros con el correr de las generaciones. Clase dirigente formada en una vida más rigurosa y primitiva que la de la juventud española del siglo XVIII: amanerada, discurridora y de gustos decadentes.