Lecciones de Historia Rioplatense
La Contrarreforma
 
 
Durante el siglo XVI se inicia el movimiento francamente cismático de la Reforma. Lutero en Alemania levanta la bandera separatista contra Roma.

Dejando de lado sus profundas derivaciones morales, espirituales e ideológicas, la Reforma fue un hecho y como tal, España, cuya actitud no era meramente defensiva, replicaría con otro hecho trascendente que, puede afirmarse, salvó al occidente católico: la Contrarreforma.

Tal el origen de la Compañía de Jesús, cuyo fundador fue San Ignacio de Loyola. Su objetivo temporal consistió en combatir por todos los medios de la inteligencia y de la acción, aquella herejía disgregadora de Lutero y sus secuaces que atomizó a los pueblos, poniendo hostilidad en la política y duda en las conciencias de su tiempo. “Había que decidirse entre Jerusalén y Roma, entre el espíritu de Oriente y el de Occidente —anota el escritor José María Salaverría en su libro “Loyola”—. Por el camino de Oriente se volvía a las llamas originales de la doctrina de Jesús, a la pureza primitiva, a las fuentes fecundadoras; pero se iba también a las exageraciones ascéticas, a las interpretaciones atrevidas, a las desviaciones peligrosas. Roma, al contrario, era el muro de contención para todas las divagaciones inspiradas y todos los excesos místicos; Roma era la fijeza, la autoridad, el dogma. Lo firme e invariable en lo eterno. Iñigo se decidió por Roma”.

Y mientras este guerrero iluminado creaba el movimiento de la Contrarreforma, sobre sus bases España irá construyendo monumentalmente su estructura estadual en ambos mundos, con ayuda de la cruz y de la espada. Es, pues, el estandarte religioso-militar de Loyola el que despliegan en estas playas los conquistadores y misioneros, convirtiendo a nativos —indígenas y criollos— a la nueva disciplina anti-luterana bajo la protección real.

Los jesuitas aprovechan todo lo que les da el siglo, integrando ciencia y política, inteligencias y voluntades dentro de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Logran hacer reverdecer —si cabe— la vigencia histórica de los Evangelios en un nuevo orden cultural, vitalizando las almas para mayor gloria de Dios en la tierra. Realizan entre los siglos XVI y XVII, una síntesis cultural formidable que durante casi tres centurias hizo la grandeza de su partía y de la Cristiandad por ella representada. Tal la estupenda obra, complementada en el plano temporal por Carlos V y fielmente continuada por sus sucesores, hasta el año 1700.

Refiere Menéndez y Pelayo 4 en un pasaje que voy a leerles, una ilustrativa confidencia que el rey hiciera a los monjes de Yuste, cuando abdicó la corona en favor de su hijo Felipe: “Mucho erré en no matar a Lutero —díjoles aquél—, y si bien le dejé por no quebrantar el salvoconducto y palabra que le tenía dada, pensando de remediar por otra vía aquella herejía, erré, porque yo no era obligado a guardarle la palabra por ser la culpa del hereje contra otro mayor Señor, que era Dios, y así yo no le había ni debía de guardar palabra, sino vengar la injuria hecha a Dios. Que si el delito fuera contra mí mismo, entonces era obligado a guardarle la palabra, y por no haberle muerto yo, fué siempre aquel error de mal en peor: que creo que se atajara, si le matara”. Y a renglón seguido comenta el citado historiador: “Al hombre que así pensaba podrán calificarle de fanático, pero nunca de hereje, y contra todos sus calumniadores protestará aquella sublime respuesta suya a los príncipes alemanes que le ofrecían su ayuda contra el turco a cambio de la libertad religiosa: “Yo no quiero reinos tan caros como esos, ni con esa condición quiero Alemania, Francia, España e Italia, sino a Jesús crucificado”.

He aquí la intolerancia salvadora —por cierto— de la Contrarreforma. Ella obligó a crear la Inquisición y a extenderla a las colonias americanas. Inquisición impuesta, años atrás, por Fernando el Católico.

¡Intolerancia a la española!