Lecciones de Historia Rioplatense
El Renacimiento
 
 
España sufre como toda Europa, en los siglos XV y XVI, una conmoción que tiene un nombre en la historia: el Renacimiento. Estas dos centurias son trascendentales para el destino de occidente.

El Estado de los Reyes Católicos debe tomar posición ante los nuevos hechos y las nuevas tendencias ideológicas; y lo hace, por supuesto, con esa rotundidad y esa fidelidad que siempre caracterizó sus desplantes afirmativos.

Muchas naciones y pueblos ha habido compenetrados de la idea religiosa y así organizados internamente. Pero la originalidad de España en aquella época, es la de haber adecuado la unidad entre política y religión, extendiéndola por todo un Imperio “donde no se ponía el sol”. Semejante manera de encarar el problema institucional subsistió, en grandes líneas, hasta el año 1700. Porque si la política de la casa de Austria fue inspirada en el testamento de Isabel que unió y engrandeció a España, la que iniciaron los Borbones a partir del siglo XVIII —inspirada en el testamento de Carlos II— será radicalmente contraria. Se introducirán ideas nuevas, conceptos extranjeros, sobre todo de Francia —puesto que los Borbones venían de allí—, provocando en todo el organismo imperial una serie de sacudimientos que harán que, aquella centuria, se caracterice por ser en el orden territorial y cultural, el comienzo de la retardante desintegración española.

Las ideas “de moda”, importadas sin tener en cuenta sus efectos —todo es cuestión de dosis en las revoluciones—, precipitaron la decadencia. Porque la política borbónica se destaca por su infidelidad a las tradiciones del reino; por sus tendencias radicalmente renacentistas y modernizantes, sin tino ni prudencia.

Pero antes es preciso que les hable, muy al pasar, del Renacimiento y su secuela.

En el Mediterráneo había arraigado, por circunstancias de época, una corriente revisionista que al principio no tuvo importancia; pero después, necesariamente debió tenerla. Todos los conceptos básicos del orden europeo fueron puestos en tela de juicio; tanto la filosofía cuanto los postulados de la ciencia medioeval. La verdad experimental propulsora de' aquel movimiento contra el ser, la lógica y la fe, abrió la primera brecha en las mentes renacentistas. De Italia pasó esta tendencia a Francia y a los Países Bajos.

Poco tiempo antes, había logrado España transformarse en la primer potencia del orbe. Carlos V heredaba todas las posesiones de Aragón y Castilla; y, por vía paterna, el Imperio austríaco. Es decir, el dominio del Mediterráneo —avanzada vital de los aragoneses para contener la amenaza turca—, además de las colonias americanas, una parte de Italia y todo el centro de Europa. Un bloque geopolítico formidable. Nunca se vio acerbo territorial más imponente. Bien se dijo: “en mis dominios nunca se puso el sol”.

¿Qué actitud adoptaron los Austrias ante el hecho extraordinario del Renacimiento, frente a la división de Europa en naciones que iban creciendo con la fuerza dinámica que tienen los movimientos nuevos?

Esta explosión tremenda de lo individual y egocéntrico, expandióse y desarrollóse en el hombre sin tener en cuenta a Dios y al universo; anteriores y superiores a la criatura.

España toma ante estos profundos cambios, una posición categórica y tajante. Como siempre lo hizo mientras conservó su rango y estilo nacionales. Actitud de no romper con el dogma, de defender la tradición amenazada. Empaque que, visto con ojos protestantes, parecerá reaccionario a algunos. Pero no hay tal. España estuvo simplemente en la línea de la Historia, defendiendo las ideas que hicieron la unidad del viejo mundo, combatiendo tendencias que la llevaban al rompimiento con las concepciones políticas heredadas de Roma, y a una peligrosísima herejía que apuntaba ya en el orden religioso.