Lecciones de Historia Rioplatense
Palabras preliminares
 
 
I

La Historia es interpretación jerárquica de los hechos. No basta la mera información exhaustiva. Aquella debe superar lo anecdótico buscando contacto con las categorías que ordenan el acontecimiento particular. Se trata de una síntesis, de una “forma”, para hablar en lenguaje escolástico.

Todos sabemos que, en el fondo, el problema de la inteligencia es ontológico y no está regido por leyes necesarias de la física material (causa y efecto), sino que dependen de las de la metafísica. La subordinación de la Historia a este orden jerárquico del pensamiento, —insitamente contenido en la Filosofía— va, sin decirlo, aún cuando el propio historiador no lo confiese explícitamente o lo ignore las más de las veces. Esto quiere decir que el criterio filosófico condiciona el criterio histórico, toda vez que la Historia no tiene valor independiente de Ciencia, al menos como entiende a ésta el positivismo moderno.

¿Qué es entonces la Historia? ¿Qué criterio hemos de tener para clasificarla en las categorías del pensamiento actual? ¿Obedece a leyes necesarias de causa y efecto? ¿Es una disciplina puramente intelectual? ¿Actúa, por ventura, en función del “progreso” o de la “evolución” sociales? ¿Será, acaso, una “mónada” gobernada por constantes de la naturaleza vegetal o animal?

Empecemos por sentar el siguiente principio limitativo; la Historia solo tiene sentido referida a la vida del hombre. El mero empirismo, sin embargo, no debe valer para un historiador de vuelo; pues, según reza el conocido axioma: lo temporal jamás se repite. Si ello es así, ¿la experiencia humana resulta inútil? ¿Nada puede preveer el hombre aleccionándose en lo pretérito?

La tesis racionalista para quien los hechos no cuentan por si mismos parecería aceptarlo. La “razón teórica” anterior a éstos, los gobernaría mediante fórmulas de exactitud lógica (entes de razón) llamadas ideologías. “De ser verdad esta teoría, así como la de todo el liberalismo por él originada —anoto Ludovico Macnab en su excelente ensayo “El Concepto Escolástico de la Historia”— la historia sería un fruto exclusivo de la libre determinación humana, sin la intervención de otros agentes (objeto, utilidad, pasiones, conveniencias, etc.), que, sin quitar la libertad, pueden inclinar la voluntad humana y hacer posible la previsión de ciertos acontecimientos y la formulación de no pocas leyes probables que rigen los destinos de la humanidad”.

Por su parte, el naturalismo que también informó la filosofía del siglo XIX, ha determinado la consiguiente interpretación de la historia según sus postulados; toda vez que —lo tenemos dicho— el criterio filosófico condiciona el criterio histórico, no siendo los hechos los que cuentan en último término sino la ''inteligencia” que se tiene de ellos.

Desechemos, por filosóficamente falsas, tanto las concepciones inmanentistas (Spinoza, Leibnitz, Croce) que niegan valor a la persona humana y a la acción de la Providencia; cuanto las concepciones positivistas (Comte, Durkheim, Marx) que, basándose en la férrea necesidad, rechazan el libre albedrío y la intervención providencial, sometiendo la historia a leyes rigurosas de causa y efecto.



II

Y bien. En esta época de crudo espacialismo, en este siglo unilateral de progreso: ¿tiene importancia hablar de Historia? ¿No suena a reaccionario, a cosa muerta, a ocio anacrónico?

Los historiadores, en general, pierden tiempo tomando datos intrascendentes. Ayudados por la memoria, llenan cuartillas recordando tal o cual suceso trivial, de mayor o menor interés según sea la fidelidad con que es reproducido en el papel. Para ellos todo es cuestión de archivos. Se pasan el día en bibliotecas desentrañando documentos. acumulando datos de acontecimientos pasados. Tal será —afirma dogmáticamente la cátedra— un historiador cabal.

Semejante criterio —a nuestro modo de ver equivocado— padece de un error de punto de vista. No se trata de detalles; es una cuestión de enfoque.

Para nosotros, la Historia no consiste en documentarse y presentar al público acontecimientos perfectamente relacionados en todos sus pormenores. Reviste un sentido más entrañable. Es un “proceso” y reconoce, por ello, un principio de arranque y una finalidad a alcanzar.

El concepto Historia tiene una función no de cosa exhumada, de recuerdo, de memoria; sino de hálito vital, existencial (si puede referirse esta palabra al mundo del espíritu). De vida que no se interrumpe sino con la muerte.

En las personas, el pasado enseña más que recuerda. En los pueblos ocurre lo mismo. Nadie puede desconocerlo.

El que sabe quienes son sus ascendientes estará mejor preparado para afrontar el destino, o por lo menos, con más posibilidades de defensa que el que los ignora. Analógicamente, ocurre en las colectividades sociales. Cuando los acontecimientos estallan y urge tomar contacto con la realidad, la nación ignorante de su pasado se verá en inferioridad de condiciones para reaccionar. Caerá vencida por los acontecimientos desatados. No sabrá encarar la solución sucumbiendo, a la larga, arrollada por la propaganda, los programas de moda y las doctrinas del momento. Como pasa con mucha gente que ha alcanzado una posición sin merecerla de verdad.

En otro plano, esto les sucede a los nuevos ricos. Rastacueros, actúan en la vida en forma convencional, inauténtica, chabacana. Son ahistóricos y, por tanto, sin “clase” —para emplear una palabra abominada por los liberales, pero de un contenido tan real y verdadero—, aquellos que, careciendo de base propia —de modales y de normas— no pueden reaccionar como debieran ante la vida que los va desvirtuando y superando cada día.

Ahora comenzamos a percibir la importancia que para la política tiene el pasado. Por que al fin, Historia no es sino “experiencia de los pueblos”: un imponderable que no se vive en vano. Sostenían los antiguos que aquella se hacia transmisible con la madurez, y tenían razón. La madurez fue siempre depositaria de la experiencia vital que es sabiduría. En cambio, para quienes han olvidado su pretérito, toda edad resulta lamentable. Pueblos semejantes están destinados a permanecer eternamente infantiles, desmemoriados y bárbaros. Y quedan siempre sometidos a perpetuas tutelas foráneas.

La Historia gravita sobre la política, de igual manera que el conocimiento práctico de si mismo en el orden de la cultura individual humana.

Ahora bien, en los tiempos modernos se habla con admiración del psicoanálisis. Desde hace algunos años conocemos los progresos hechos en el campo de la psicología, sobre todo durante el siglo XX en que hombres de ciencia penetraron la entraña de ciertas reacciones obscuras del hombre.

Este psicologismo aplicado a los actos humanos —los médicos legistas tienen más de literatos que de médicos— podrá ser fecundo, si prescindimos de su perversa intención “freudiana”.

El hecho de darle a uno la hilación de lo que ha sentido en su primera infancia, es importante, pues repercute en el hombre maduro. Lo acontecido en la edad irracional ejerce verdadera influencia con el correr de los años. Esto podemos aplicarlo a los pueblos, a la Historia.

Un pueblo no es un conglomerado de hombres reunidos para cumplir una doctrina, sino un organismo que nace, vive, crece y muere. Y bien, la técnica de iluminar la obscuridad de los años infantiles para curar los males de la incomprensión producidos por los prejuicios de una falsa crianza, podemos aplicarla, por analogía, a las naciones en su trayectoria temporal. Hay también una terapéutica para las sociedades constituidas y los pueblos maduros. Es la toma de contacto con los actos primeros, el conocimiento de la época gestativa, diríamos, del organismo de que se trata. Actos cuya captación por la razón hace que una comunidad sea capaz de curarse los males que viene sordamente padeciendo, hasta restablecerse del histerismo que la embarga.

Vivimos, sin duda, en un clima de histeria, arrollados por prejuicios y mentiras de una propaganda interesada y sin hallar solución a los problemas concretos de entrecasa. Han desfigurado el sentido auténtico de nuestra infancia como pueblo, originando un verdadero “trauma” que está royendo las entrañas del mundo y que ha provocado, en cien años, un complejo colectivo de inferioridad en nosotros.

Cuando se recorren libros, revistas e impresos argentinos, sinceramente uno pregunta ¿habremos vuelto a la torre de Babel? Nadie entiende ni quiere entenderse. Todos hablan con sordina buscando, no al espectador, sino las subvenciones editoriales, la cruda ganancia material. Y cuando alguien se atreve a decir la “verdad verdadera” —como dicen los españoles— sin ánimo bastardo, al punto es silenciado, incomprendido o difamado. Porque existe una incomprensión total profunda en el país, inherente a aquella falta de conocimiento de nuestras auténticas tradiciones continentales.

Lo extravertible del hombre del punto de vista operativo, acaso sea, en primer término, su “educación”. Las circunstancias particulares de la vida no repercuten tanto en los seres maduros que han conocido, cuando niños, la firmeza de los principios; salvo en casos excepcionales. Pero lo normal, lo corriente, es que quienes han sido educados en el rigor de normas absolutas, en la vida tengan mas recursos para soportar la lucha que aquellos sin educación, criados en el materialismo, en el hedonismo, en la orfandad del hombre de la calle.

Es cosa probada por la experiencia y, por lo tanto, no necesito insistir más sobre el punto.

Vamos a entrar ahora al conocimiento de la infancia de la República Argentina. ¿Cómo ha sido educada la Nación? ¿En qué principios ha nacido su Estado?

Porque una cosa es la historia del Estado, y otra el estudio de la Nación y del Pueblo argentinos.

La historia de nuestro Estado nace en 1816, con la Independencia. El estudio de la Nación, del Pueblo argentino, se remonta exactamente a la Conquista; a la fundación de Buenos Aires para ser más precisos.

Si queremos intentar la investigación con seriedad, tenemos que trasladarnos, aunque en forma rápida, a una época anterior al periodo oficialmente llamado Historia Argentina pero que, sin embargo, lo antecede como la infancia a la edad adulta. Vamos a referimos al Tiempo Imperial —mal llamado, en los libros, colonial— para explicar reacciones, acontecimientos y circunstancias que determinan la formación del Estado argentino.

En el orden humano y de la naturaleza, no hay efecto sin alguna causa que lo produzca. Así, la Historia no está hecha de ideologías. El proceso de adaptación que es en realidad la Historia —fruta madurada en el árbol—, resulta negado, repudiado por la tesis, el programa, la utopía pura. Un ser no se desarrolla en virtud de teorías previas, sino que nace de padres dados, ve la luz en un lugar que no ha elegido y tiene amigos y reacciones imprevisibles. De la misma manera lo histórico no puede someterse estrictamente al razonamiento lógico; por noble, elevado y generoso que parezca en el orden espiritual o moral.

La Historia, en definitiva, es un “proceso”: el desarrollo de un pueblo condicionado por factores atávicos y ambientales que van jalonando su libertad esencial de ser y de moverse, en el espacio y en el tiempo.



III

Tenemos los argentinos que encontramos, así, fatalmente, con la Historia europea. Pues en el fondo, nosotros no somos más que los prolongadores de la cultura de occidente; vale decir: romana, ancestral.

No ha nacido la cultura por generación espontánea. Ha tenido de antiguo sus cauces, sus influencias, su continuidad secular. Interferencias, en efecto, comprobadas a través del tiempo. Roma ostentaba ya la herencia de Grecia cuando el Imperio. Más, con el andar de los años, las tribus germánicas convertidas al catolicismo siguieron el ejemplo inmortal, apareciendo Carlomagno, continuador de los cesares y coronado como tal por el Papa.

En Europa tenemos reflejada, según se ve, esa transición ineludible y fecunda, sin negaciones ni violentos saltos atrás. Por más que los bárbaros se propusieran destruir el mundo ancestral de la cultura, con el tiempo, sus jefes victoriosos convertidos por la Iglesia, serían los sucesores legítimos de los desacatados emperadores muertos.

Cosa parecida ha ocurrido con relación a España entre nosotros. Veremos en este breve cursillo, cómo se produce el proceso cultural en América; y sobre qué bases o puntos de partida es necesario proceder a la revisión ortodoxa e integral de la historia del Río de la Plata.