desde 1900 hasta 1992
Perón al poder
 
 

Es preciso detenerse brevemente para explicar las circunstancias en que llegará el anciano líder, instalado su partido en el gobierno, luego de transcurrir 18 años desde el momento en que abandonara el país, derrocado por la revolución que encabezó el general Lonardi, víctima de ella poco después.


A lo largo de ese lapso, la figura del jefe justicialista había ingresado en el pasado, desempeñando de algún modo el papel reservado a los mitos, particularmente respecto a quienes actuaban dentro del movimiento que acogía su nombre para identificarse. Podía, eso sí, negociar pactos y arreglos –como ocurrió al posibilitar a Frondizi el triunfo en los comicios del 58– e impartir su bendición apostólica o fulminar su excomunión, respecto a personas que actuaban allá lejos o a hechos que ocurrían al margen de su participación. Pero nada más que eso. Como aquel rey mencionado en El Principito, se veía forzado a ordenar cosas que sucederían de todos modos, con prescindencia de sus órdenes.


A esta situación se agregaba aquella tendencia suya a “acompañar la marea”. Con un agregado aún: su inclinación “a sumar” siempre, generalmente admitida en política. Todo lo cual lo llevó hasta a aprobar el asesinato de Aramburu, consumado por “Montoneros”.


Paradojalmente, Lanusse –un antiperonista notorio– vino a transformar la autoridad mitológica de Perón en conducción efectiva, devolviéndole un peso real en el acontecer argentino, que culminó con la victoria electoral obtenida bajo el lema “Cámpora al gobierno, Perón al poder”.


Ocurría no obstante que, gobernando Cámpora, la guerrilla se propuso disputar el poder a Perón. Y, en vísperas de su regreso, el panorama que ofrecía el peronismo era de confusión total.


La izquierda cercaba férreamente al repulido odontólogo que, por otra parte, la observaba con simpatía, aunque no hasta el punto de que tal simpatía lo llevara a quebrantar su subordinación al jefe ausente. Pero aquélla no se conformaba con las posiciones logradas. Y, por medio de sus organizaciones armadas, seguía operando en procura de un predominio completo, cuya obtención debería asegurar el advenimiento de la llamada “patria socialista”.


Esa acción provocó la consiguiente reacción en la filas peronistas y el movimiento comenzó a generar sus propios anticuerpos, para resistir la infiltración marxista. Reacción ésta que, por otra parte, contaba a su favor con tres elementos que terminarían por demostrar su gravitación: el sustrato nacionalista que informaba al peronismo desde sus orígenes; el recuerdo del tradicional antiperonismo de la izquierda, que había formado parte de la “Unión Democrática” en 1946 y resistido al gobierno de Perón en las aulas universitarias; la solidez de las estructuras gremiales, que a partir de 1945 habían excluido de su seno a los comunistas y cuyos dirigentes no se mostraban dispuestos a ceder posiciones, en beneficio de una dirigencia “zurda”.


Durante el gobierno de Cámpora y después de él, esta reacción antimarxista obrada en el peronismo se encarnó en hombres y organizaciones diferentes, a saber: José Ignacio Rucci, que era secretario general de la CGT y simbolizaba la lealtad a Perón, desde una postura decididamente opuesta a la subversión; José López Rega, ministro de Bienestar Social a la sazón, ex secretario privado de “el general” o “el viejo” en Madrid, adicto a los cultos esotéricos y creador de la “Triple A” (“Alianza Anticomunista Argentina”), agrupación clandestina que pronto combatiría a la guerrilla empleando los mismos medios que ésta; Alberto Brito Lima, quien dirigía el “Comando de Organización”, una fracción interna constituida con vistas a gravitar en una interminable reorganización del movimiento que se venía llevando a cabo; algunos forjadores del pensamiento justicialista, como Oscar Ivanissevich, Alberto Ottalagano o Bruno Jacovella; y el coronel retirado Jorge Osinde, al cual correspondería papel preponderante en los sucesos que se desencadenarían con motivo de la inminente llegada de Perón, prevista como una apoteosis.